martes, 12 de junio de 2018

Unamuno en la guerra civil

DON MIGUEL EN SU LABERINTO

Publicado en Revista de Libros, www.revistadelibros.com, 4-6-2018.
https://www.revistadelibros.com/resenas/en-el-torbellino-unamuno-en-la-guerra-civil

Colette y Jean-Claude Rabaté: En el torbellino. Unamuno en la Guerra Civil. Marcial Pons Historia, Madrid, 2018. 287 pp.

Es frecuente escuchar o leer críticas y lamentaciones acerca del olvido de los más conspicuos representantes de la Edad de Plata. Si hubiera que elegir las excepciones más claras a ese supuesto olvido que acabo de mencionar, Miguel de Unamuno estaría sin duda en los primeros lugares de la lista. Ha llegado a mis manos mientras estaba leyendo el libro que enseguida nos va a ocupar una selección de textos del pensador bilbaíno que ha preparado el profesor Francisco Fuster (autor del prólogo y de la propia antología) con el apropiado título de Aforismos y reflexiones (Abada editores, 2018). Sin ánimo de ser exhaustivo, junto al citado de Fuster, tengo noticia además de una obra colectiva compilada por Ángeles Cerón y Francisco de Jesús que se presenta como Unamuno: el poeta del pensamiento (Anthropos); de una antología de Andrés Trapiello en la editorial Comares bajo el título de Cancionero; de otra edición de María Consuelo Belda Vázquez en Cátedra titulada Teresa, que es la adaptación de una tesis doctoral; de la reedición de un clásico como Andanzas y visiones españolas en Alianza, o de la publicación de las Novelas Completas en Cátedra. ¡Y todo ello, como digo, en lo que va de año, que a estas alturas en las que escribo no llega a completar los tres meses!
Es evidente que Unamuno sigue interesando. Por su versatilidad, su carácter, sus peripecias vitales o su singladura intelectual… Unas circunstancias, en todo caso, que permiten que cada cual pueda tener su Unamuno, es decir, retratos o visiones parciales a menudo difícilmente conciliables entre sí. Hay también, no obstante, investigadores que siguen empeñados en abarcar toda la trayectoria vital e intelectual del filósofo y literato. Entre ellos, los Rabaté, Colette y Jean-Claude, se han distinguido especialmente en los últimos tiempos. Los interesados en el tema se acordarán seguramente del voluminoso estudio biográfico que ambos hispanistas publicaron no hace mucho (Miguel de Unamuno. Biografía, Taurus, 2009) reseñado en esta misma revista (La vida en negro), Desde entonces, los Rabaté nos han ofrecido una edición de Cartas del destierro (2012), han sido comisarios de la exposición “Yo, Unamuno” en la Biblioteca Nacional y -lo último de lo que tengo noticia- han publicado el primer volumen de su correspondencia con el título de Epistolario I. 1880-1899 (ediciones de la Universidad de Salamanca, 2017), un ejemplar que supera ampliamente las mil páginas. Por lo que yo he leído, la labor de Colette y Jean-Claude Rabaté es tan minuciosa en su documentación como brillante en su exposición, independientemente de que como es natural, inevitable y hasta estimulante, se pueda diferir de algunas de sus interpretaciones. Máxime en alguien tan poco propicio a las simplificaciones elementales como don Miguel de Unamuno y Jugo.
La obra que ahora nos ocupa, subtitulada Unamuno en la guerra civil, abarca en efecto el lapso comprendido entre la sublevación del 18 de julio y la muerte de don Miguel el último día de aquel mismo año. En ese tramo final de su existencia, unos cinco y meses y medio -casi todo el segundo semestre de 1936-, el viejo rector, recluido primero y casi prisionero al final en la ciudad del Tormes, vivió como es sabido una auténtica agonía personal, familiar e intelectual. No puede ser por tanto más apropiado y elocuente el título elegido. “En el torbellino” era también significativamente el título que el propio Unamuno eligió para un artículo que finalmente no llegó a ver la luz, aunque aquí, en este volumen, se recupera y se reproduce íntegro. En él podemos leer estas frases que tan bien reflejan la angustia existencial de nuestro protagonista: “Porque yo, que he acusado a mis compatriotas de haberse vuelto locos, siento que me envuelve su locura, que se me está criando mala sangre. Con un poder de aborrecimiento, de tirria, de rencor, de que no me creía capaz” (pp. 252-253).
Los prolegómenos, si así puede llamárseles, son también de sobra conocidos. Si no queremos complicarnos mucho la vida, dejémosle al bueno de don Miguel el calificativo de liberal, que precisaría de muchas matizaciones, pero que no tiene alternativas mucho más adecuadas. Como liberal, Unamuno se opuso -con mucha mayor coherencia, dicho sea de paso, que en otras coyunturas que le tocó vivir- a la dictadura de Primo de Rivera y sufrió en mayor medida que otros colegas de la pluma o la cátedra las iras del general jerezano (son bien conocidos los episodios del destierro en Fuerteventura y el exilio en París y Hendaya). Colaboró en el advenimiento de la República y saludó con entusiasmo el 14 de abril, como la mayoría de los intelectuales del momento. Como en el caso del otro gran pensador de la época, Ortega y Gasset, sus esperanzas se trocaron rápidamente en desencanto y, al poco tiempo, en franca hostilidad ante la deriva radical del nuevo régimen. Una deriva que, como bien explican los Rabaté en un excelente y muy sintético capítulo primero, Unamuno personificaba en la figura de Azaña. Por encima de las discrepancias políticas concretas, don Manuel y don Miguel eran dos egos monumentales que no cabían en la misma sala y probablemente ni siquiera en el mismo país. Hasta cuando coincidían, esa convergencia o encuentro se transformaba en choque abrupto por el motivo más fútil. Sea como fuere, el rector salmantino, siempre proclive a que le doliera algo, sustituyó su crónico dolor de España por un mucho más específico “dolor de la República”. Frente a interpretaciones sesgadas o interesadas, en el libro se matiza y se subraya que el distanciamiento unamuniano no era tan solo frente a la República progresista, pues sus críticas “a la política de las derechas a partir de las elecciones de 1933 son tan duras como lo habían sido durante el primer bienio republicano” (pp. 33-34). Ahora bien, ello no empece el reconocimiento de que a las alturas de 1936, el triunfo del Frente Popular, el clima de violencia y sus propias circunstancias personales y familiares le llevan a abominar radicalmente del régimen: su repugnancia hacia la política republicana había tocado techo.
El 18 de julio le pilla en Salamanca, ciudad que se suma de manera casi inmediata a la sublevación. El “viejo liberal”, dicen los Rabaté, “da señales claras de conformidad con la causa de los rebeldes” (p. 51), En este caso, sostienen los autores, a diferencia de otras contradicciones y paradojas de su vida y obra, no se trata de una mera reivindicación de independencia personal (como cuando fue en 1935 a un mitin de Falange) ni es la consecuencia última de sus resquemores contra la República. Aducen los Rabaté factores psicológicos y coyunturales para explicar lo difícilmente explicable: el viejo liberal, a esas alturas de la vida, es más viejo que liberal o, dicho en términos más caritativos, se encuentra cansado, temeroso, vulnerable. En otro orden de cosas, más teórico y político, es probable también que, como aquí se sostiene, Unamuno pensara que el levantamiento del 18 de julio fuera uno de los típicos pronunciamientos de larga raigambre hispana, es decir, una simple rectificación del rumbo republicano en la línea de lo que decían en un primer momento algunos de los bandos de los facciosos: “¡Viva la República con dignidad!”. En cualquier caso, a modo de justificación del marasmo unamuniano, se sostiene la tesis de que a esas alturas de su vida, el catedrático bilbaíno no entiende la época en que vive pues su mente está más en el pasado –al que acude insistentemente para interpretar los acontecimientos- que en el tiempo presente.
Aunque es muy difícil entrar en las motivaciones profundas de cualquier ser humano, y más en el caso de alguien tan complejo como nuestro protagonista, podemos dar por plausibles tales explicaciones. El problema estriba en la actividad pública –o sea, directamente política- que el respetado catedrático despliega desde el 25 de julio, es decir, exactamente una semana después del Alzamiento. En dicha fecha acude a la sesión extraordinaria del Ayuntamiento, ya convenientemente depurado de elementos izquierdistas o simplemente no adictos a la nueva causa, y hasta pronuncia un breve discurso que termina llamando a “salvar la civilización occidental”. Por su tono y los conceptos que en él aparecen, se trata de una alocución que, como los mismos autores reconocen, “presenta cierta analogía con el «Manifiesto de las Palmas» pronunciado por Francisco Franco el 18 de julio” (p. 62). Aunque la participación de Unamuno en el Consistorio no es particularmente activa, las cosas están tan claras que no termina agosto sin que el presidente de la República, Manuel Azaña firme un decreto destituyéndole de su condición de rector vitalicio de la Universidad. A esa medida responden los sublevados casi de inmediato -una semana después- restituyéndole en el mencionado cargo honorífico (decreto del 1 de septiembre).
Lo peor, con todo, no es el aspecto meramente simbólico sino que, como consecuencia inmediata de su restitución, el prestigioso catedrático se ve impelido a aplicar en todo el ámbito educativo (no solo en el escalón universitario) las directrices de los rebeldes. Estamos hablando de los criterios puramente administrativos, pero también de los ideológicos y disciplinarios. Se trataba de la “normalización” de todos los niveles de la enseñanza, tal y como la entendían los facciosos: dicho lisa y llanamente, de un proceso de depuración que iba a afectar a maestros, profesores y catedráticos. A las delaciones de personas concretas, había que añadir otras labores siniestras como las expurgaciones de bibliotecas populares o la sistemática censura de textos en nombre del patriotismo y los valores cristianos. ¡Menuda papeleta para un viejo liberal! Y al tiempo, ¡triste empeño para un célebre intelectual!
Junto a referencias que parecen alimentar la tesis de una cierta resistencia pasiva (“mera correa de transmisión”) en el desempeño de tales menesteres, no cabe duda de que hay datos que alimentan la interpretación contrapuesta, la implicación directa de Unamuno en las inicuas labores inquisitoriales o, en general, de “limpieza ideológica”. Por lo menos en algunas de ellas (p. 75). No obstante, en el balance general de su actuación como responsable de las primeras depuraciones, los Rabaté echan un capote al rector atendiendo a los datos más incontrovertibles, el escaso tiempo del que dispuso para ello y su menguado poder de decisión. Desde el punto de vista psicológico, los autores se inclinan por trazar el retrato de un rector dubitativo, preso de escrúpulos y cautelas, incómodo con la situación en definitiva. Más relevante en todo caso que esta actividad administrativa –y mucho más sonada- fue la donación de 5000 pesetas a la causa nacional ya en el mes de agosto. Esto sí que era un gesto sensacional de alineación con el bando rebelde, no solo por el matiz personal (los que conocían a don Miguel sabían bien de su tacañería) sino por el montante en sí, una cantidad exorbitante para la época y los medios del viejo rector, pues equivalía a su pensión anual. Los autores, siempre comprensivos con su biografiado, insinúan que Unamuno actuó poco menos que obligado por las circunstancias.
La apelación constante a estas continúa en los episodios siguientes, como por ejemplo en el caso de la famosa carta que la Universidad de Salamanca envía a las Universidades del mundo denunciando el terror rojo y elogiando la determinación de los sublevados de defender la civilización cristiana de Occidente. Los Rabaté diluyen el protagonismo de don Miguel en la confección, aprobación y distribución de la misma. Incluso las entrevistas que el prestigioso intelectual concede a varios corresponsales extranjeros son puestas en cuestión en la medida en que –sugieren- pudieron ser manipuladas por las autoridades franquistas y, en todo caso, más que expresiones de su apoyo al bando faccioso, constituían –siempre según esta versión de las autores- una clara muestra “de ingenuidad y de imprudencia”. Los Rabaté cotejan lo que se atribuye a Unamuno en algunas de estas entrevistas con los textos que en su momento firmó el propio autor (artículos y otras obras) para dudar de la plasmación que en ellas se hace del auténtico pensamiento del maestro. Las invectivas desaforadas de cierta prensa republicana (Mundo Obrero: “Unamuno es un fascista”) les sirven además para reflejar la extrema polarización ideológica del momento y la incapacidad de unos y otros para entender los dilemas del viejo catedrático.
Pero la guerra, por encima de todo, es destrucción, crueldad, muerte. Frente a los desastres de la guerra, que no tardan en hacerse visibles, y en particular frente a la estrategia del terror que va anegando de sangre las calles y paredones, el anciano rector se sumerge impotente en el dolor, la amargura, el desengaño. Frente al Unamuno público de la donación, el rectorado, las entrevistas y otras manifestaciones rimbombantes, los Rabaté prefieren y eligen al escritor íntimo de las confesiones, en especial, las de El resentimiento trágico de la vida. La violencia de esta guerra no es, por lo demás, algo difuso o lejano, sino una realidad que golpea lo más próximo, empezando por los convecinos, los compañeros, los amigos. El 29 de julio Unamuno se entera de que se han encontrado en una cuneta los cadáveres de Casto Prieto Carrasco (alcalde y buen amigo) y José Andrés y Manso. Otros, como el pastor protestante Atilano Coco y Filiberto Villalobos están en prisión. Múltiples conocidos, discípulos o admiradores les piden su intercesión. Se desconoce si Unamuno hizo algunas de esas gestiones que le pedían los desesperados. Lo que sí se puede constatar es que, cada vez en mayor medida, don Miguel se concentra en su dimensión más íntima abominando de todo y de todos, repudiando asqueado la locura colectiva que se ha enseñoreado de su país y escribiendo para sí mismo sobre un salvajismo desaforado que atribuye por igual a ambos bandos: “Entre los hunos y los hotros están descuartizando a España”.
Así las cosas, llega el 12 de octubre, día de la Raza. El solemne acto en el Paraninfo, con la presencia de las principales autoridades académicas, civiles, políticas y militares –entre ellas, la esposa de Franco, Carmen Polo, y el general Millán Astray- ha sido analizado al milímetro y recreado en innumerables ocasiones. En la mayor parte de las veces se ha impuesto una recreación de carácter mítico del acontecimiento, con un enfoque acusadamente maniqueo: el choque entre la intelectualidad y la milicia, la antítesis entre las armas y las letras, el combate entre la justicia y el fanatismo, la persuasión de la palabra (“¡Venceréis, pero no convenceréis!”) frente al grito histérico del energúmeno (“¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!”). Como es sobradamente conocido, en este desafío de carácter heroico, don Miguel de Unamuno representaría la fuerza de la razón y el general Millán Astray, la razón de la fuerza. No ha faltado incluso quien ha adornado el enfrentamiento con todos los matices dramáticos que la ocasión parecía exigir: así, podría dibujarse un sabio ya anciano, mermado de facultades físicas pero lúcido y sereno, que con la sola ayuda de su palabra hace frente a una horda vociferante de civiles armados, militares y fascistas, bien representados todos ellos por la figura estrafalaria y repulsiva (un hombre manco y tuerto) del fundador de la Legión.
El estudio detenido de los diversos testimonios directos e indirectos del acto en cuestión invita a pensar que las cosas sucedieron de modo bastante más atropellado y confuso de lo que establecen las citadas esquematizaciones. En realidad, si bien se piensa, es absolutamente superfluo cargar las tintas en uno y otro sentido y, sobre todo, magnificar hasta lo inverosímil la valentía del catedrático bilbaíno. Ya de por sí era heroico que en aquel ambiente exaltado un hombre como él, un anciano sobrepasado por los acontecimientos trágicos, osara alzar la voz para farfullar unas palabras de disentimiento. Muy probablemente no fue un discurso tan limpio y rotundo como quiere la leyenda dorada. No importa. Solo por el gesto la figura de Unamuno se agranda hasta lo ejemplar e inmarcesible. El análisis de los Rabaté se mueve en lo esencial en esta misma línea, sobre todo cuando aducen que “es vano reconstruir lo que dijo [Unamuno] a partir de testimonios orales cuya autenticidad puede resultar discutible”. Por ello optan por la vía de “analizar lo que pudo o al menos quiso decir [la cursiva es mía] el rector a partir de las notas que escribió” (pp. 136-137). Dicho análisis es minucioso y convincente, aunque una vez más no exento de algunos excesos interpretativos, como siempre a favor de don Miguel, como cuando escriben que “el cotejo entre las palabras apuntadas y la trayectoria ideológica de Unamuno nos permite apreciar la gran coherencia de su pensamiento”. Frente a la visión mítica que dibuja un tumulto cercano al linchamiento contra el rector que había soliviantado a la chusma con su discurso, los Rabaté consideran que las fotos que captan el instante preciso de la salida del Paraninfo no indican nada de la violencia verbal del acto y hasta “varios detalles desentonan con el relato de una huida precipitada y caótica de los asistentes”.
Lo que nadie puede dudar es que el discurso de Unamuno, dijera lo que dijese y cómo lo dijese, no sonaba precisamente grato a los oídos de las autoridades oficiales. La prensa lo silenció. Por su parte, a nivel personal, don Miguel advierte cómo se hace de inmediato el vacío a su alrededor. El silencio y las miradas de reojo, en el mejor de los casos. En el peor, improperios e insultos: “¡fuera!”, “¡rojo!”, “¡traidor!”. El 13 de octubre la corporación municipal acuerda la expulsión de su seno. Al día siguiente es el Claustro el que decide “retirar por unanimidad la confianza a su actual rector”. Con todo, hay matices desconcertantes que los Rabaté citan de pasada, sin profundizar. Estas exclusiones y “castigos” –no sé si este es el concepto más idóneo pero es el que aparece en el libro- suscitan el desconcierto en el viejo rector que declara con ingenuidad -¿fingida, real?- “que no entiende que no le hayan dado explicaciones”.
Desde el acto del Paraninfo, Unamuno es “un español desterrado en España” o, simplemente, un “anciano acorralado”. Ha conseguido al fin enemistarse con “los hunos” y con “los hotros” y ser repudiado por ambos. Los que le visitan por uno u otro motivo –familiares, colegas- lo hacen con toda suerte de precauciones. Los biógrafos refieren que el poder militar aprieta el cerco en torno suyo. El acoso moral se convierte en físico, con coacciones y amenazas. Una vez más, sin embargo, se deslizan en este cuadro pinceladas turbadoras: entre sus escasos contactos, hay “unos jóvenes falangistas que lo cortejan como a un maestro y desean redactar una biografía o comentarios sobre su obra” (p. 166). El análisis de los escritos de estas últimas semanas de vida también ofrece elementos para la perplejidad, aunque los autores tratan siempre de encontrar continuidad y coherencia en su singladura intelectual. Pero lo cierto es que Unamuno se encontraba sin referentes: distanciado de la República y de sus representantes, espantado por la violencia de las turbas y por la amenaza del terror rojo; pero asqueado de que en nombre del cristianismo y la civilización occidental, se desatara una represión cruel e inhumana.
Por ello, se aborde la vertiente que se aborde, hay que insistir en los contrasentidos unamunianos. Su asqueamiento íntimo no le lleva a la equidistancia política. Unamuno nunca dejó de estar escorado a favor del bando rebelde. “A pesar de todo, la confianza que tiene en la persona de Francisco Franco queda intacta casi hasta el final y siempre imputa la culpa de la violencia y de las atrocidades a los que lo rodean y en particular el general Mola” (p. 177). La interpretación de los Rabaté se mueve incesantemente en ese equilibrio: no silencian los datos incómodos que desmoronan la querida imagen de un Unamuno resistente y hasta casi heroico, pero al tiempo subrayan y recrean a un don Miguel íntimamente herido por una abyecta Cruzada. Así, hasta el final: “Miguel de Unamuno, quien hasta sus últimas declaraciones se negó a oír el «¡Arriba España!», «santo y seña de arribistas», es enterrado como un falangista” (p. 194).
El último capítulo es una magnífica síntesis de lo que hoy suele denominarse “construcción del mito”, es decir, cómo se va elaborando una interpretación legendaria del acto del 12 de octubre en el Paraninfo, con Unamuno en el papel de héroe solitario frente a la barbarie representada por Millán Astray. Olvidado en principio el episodio en el fragor de la guerra, hay que esperar a 1941 para que se rescate. Lo hace el profesor de Salamanca Luis Gabriel Portillo, que no asistió al acto, en un artículo publicado en Inglaterra que no tuvo apenas eco hasta que fue retomado, ya en 1961, por Hugh Thomas en The Spanish Civil War. En 1964 Emilio Salcedo publica una biografía de Unamuno que reconstruye el episodio con datos nuevos acudiendo a fuentes orales. A partir de entonces se irá dibujando con esos materiales la exégesis progresista (González Egido, Carlos Rojas, Andrés Trapiello), mucho más potente y atractiva que la versión conservadora (Pemán, Ricardo de la Cierva, Gárate Córdoba, Luis Togores). De modo paralelo o complementario, la reconstrucción dramática del hecho en diversos documentales robustece la plasmación maniquea, desde el mítico film de Frédéric Rossif Mourir à Madrid (1963) al no menos célebre Caudillo (1975) de Martín Patino, y le permite en nuestros días a José Luis Gómez llevar a las tablas con gran éxito una extraordinaria recreación de don Miguel como héroe trágico. Tras un brevísimo epílogo, que no añade nada relevante, la obra se cierra con una escueta pero muy interesante selección de documentos –algunos de ellos, inéditos-. En conjunto, pues, una obra impecable en su documentación, formalmente atractiva y abierta a un amplio espectro de lectores, desde el especialista al mero interesado en la figura de don Miguel de Unamuno.

viernes, 25 de mayo de 2018

El primer asesinato de ETA

Pardines. Cuando ETA empezó a matar. Gaizka Fernández Soldevilla y Florencio Domínguez Iribarren (Coordinadores). Prólogo de Fernando Aramburu. Tecnos, Madrid, 2018. 381 pp.

Publicado en El Cultural, 18-5--2018.
http://www.elcultural.com/revista/letras/Pardines-Cuando-ETA-empezo-a-matar/41052

Hace ahora medio siglo, el 7 de junio de 1968, la banda terrorista ETA cometió su primer asesinato. El guardia civil José Antonio Pardines recibió cinco balazos a quemarropa sin que llegara siquiera a desenfundar su arma. Recordando en su título el apellido de la primera víctima, el presente volumen reconstruye el ambiente social y político de aquel tiempo, “cuando ETA empezó a matar”. Pero es mucho más que eso.
En primer lugar, esta obra colectiva, impulsada por la Fundación Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo, surge con resuelta voluntad militante. Ahora que ETA se acaba, el libro que nos ocupa quiere contribuir, como dice Florencio Domínguez en la introducción, a “consumar la derrota intelectual de la violencia padecida”. Construir, como suele decirse, el relato de los hechos implica “escribir la historia desde la perspectiva de las víctimas” y cimentar una “memoria crítica y deslegitimadora del terrorismo”. Pero esta memoria necesita apoyarse en auténtico conocimiento histórico, en investigaciones rigurosas que reconstruyan el pasado como fue y no como pretende ahora presentarlo la propaganda infame de los verdugos y sus corifeos. Por ello, lejos de la candorosa o interesada insinuación de que todo terminó, debe decirse bien alto que resta la más crucial batalla, la hercúlea tarea de ganar la paz.
Los autores de este volumen contribuyen desde sus diversas especialidades a esclarecer los hechos y sacar las conclusiones pertinentes. En los dos primeros capítulos, Juan Avilés y Santiago de Pablo analizan respectivamente el contexto internacional (la larga estela del 68) y el marco español (más exactamente vasco) de la eclosión terrorista. Los cuatro capítulos siguientes abordan desde diversas perspectivas el primer atentado de ETA, su víctima –el ya citado Pardines- y el perfil del verdugo, Txabi Echebarrieta. Habría muchos elementos que desgranar aquí, pero me detendré en dos que me parecen cruciales para entender cómo fue y, sobre todo, cómo evolucionó el mal llamado conflicto vasco. La víctima, como luego pasará con tantas otras, se difumina como ser humano hasta convertirse en nada. Un vacío, preludio del olvido absoluto. López Romo titula su capítulo de forma significativa “(Des)memoria de un asesinato”. Un olvido que se prolonga hasta hoy mismo. “Una víctima sin biografía”, reza un epígrafe del capítulo siguiente.
Como un mundo al revés, el asesino es el héroe. Jesús Casquete, que estudia su figura, titula su aportación “Un mártir de leyenda o la leyenda de un mártir”. La turbia realidad es que el joven activista asesinó a sangre fría y murió luego en un tiroteo con la Guardia Civil. El mundo nacionalista hizo de él un mito, recordado y venerado en múltiples ceremonias posteriores. Se sacralizó todo lo que rodeó al atentado, hasta el punto de que el arma del crimen quedó para los anales del nacionalismo como una pistola procedente de un gudari en la guerra civil, estableciendo una continuidad histórica en la lucha del pueblo vasco contra España. Hasta eso era falso, pues la pistola fue un encargo de la Alemania nazi a una fábrica vasca en 1943. Los tres capítulos siguientes abordan la posterior espiral violenta de ETA, la lucha policial y las primeras víctimas que causó la banda.
Es frecuente escuchar estos días la aseveración de que tantos años de terrorismo “no han servido para nada”. Desgraciadamente, la violencia es útil, no para conseguir los fines últimos, pero sí como instrumento de coacción política, social y cultural: ¡que se lo digan a decenas de miles de vascos expulsados de su tierra, que quizá nunca vuelvan, dejando el campo expedito a los nacionalistas! En el capítulo final, el más polémico de todos, Ruiz Soroa argumenta que el movimiento nacionalista vasco tiene responsabilidad en la violencia y ha extraído réditos de ella. El final de ETA deja “intacto el canon intelectual del abertzalismo radical”, mientras se promociona “el guerracivilismo más nacionalista”. No nos hagamos falsas ilusiones pensando que la historia hace justicia o pone a cada cual en su sitio; “la historia juega”. ¿Estamos preparados o, más bien, abocados a una edición vasca del pacífico procés?

lunes, 21 de mayo de 2018

Còmo nos cambió la II GM

¿VIVIMOS AÚN EN EL MUNDO DE POSGUERRA?

Publicado en Revista de Libros, www.revistadelibros.com, 14-5-2018.
https://www.revistadelibros.com/resenas/el-miedo-y-la-libertad-como-nos-cambio-la-segunda-guerra-mundial

Keith Lowe: El miedo y la libertad. Cómo nos cambió la Segunda Guerra Mundial. Traducción de Gemma Deza Guil. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017. 640 pp.

Sobre determinados temas y ámbitos se han escrito tantas toneladas de tinta que la mera pretensión de añadir algo nuevo se presenta tan petulante o ilusa como en el fondo meramente inútil. De ahí que casi inconscientemente nos pongamos en guardia ante un autor que se atreve a publicar un nuevo ensayo sobre el mundo de estos últimos tres cuartos de siglo, el lapso que nos separa de la última gran hecatombe bélica. Y que lo hace además con pretensiones interpretativas bastante osadas: según reza el subtítulo original, que se conserva en la versión española, acerca de “cómo nos cambió la Segunda Guerra Mundial”. El autor en cuestión es un historiador británico, Keith Lowe (Londres, 1970). El lector interesado recordará el nombre porque su anterior obra vertida al castellano, Continente salvaje (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012), produjo cierto impacto y obtuvo un relativo eco –dentro de los recatadas proporciones de nuestro debate intelectual- y una buena acogida en la crítica y el público especializado. Prueba de ello es que la faja que abraza al volumen que nos ocupa señala a este como “El nuevo libro del autor de Continente salvaje”. Me permitirán, en aras de modular la extensión de este comentario, que me remita a lo que ya señalé en su momento acerca del contenido de aquella obra. Por encaminarme directamente a la vertiente que me interesa, baste ahora subrayar que Continente salvaje ya mostraba la voluntad de Lowe de aportar un nuevo punto de vista de lo que había significado 1945, la supuesta finalización de la guerra, para la vieja y castigada Europa. Digo supuesta, siguiendo a Lowe, porque el teórico fin de la atroz contienda no trajo la paz sino la venganza, el caos, la destrucción, las deportaciones y la continuación del exterminio de poblaciones enteras, así como la prolongación de las hostilidades armadas, esta vez a escala de innúmeras guerras civiles, en Grecia y buena parte del este europeo.
No era Lowe, ni mucho menos, el primero o el único que ponía el foco en las masacres posteriores al fin de la conflagración. La tenebrosa realidad de la inmediata posguerra -pillajes, violaciones, genocidios- era sobradamente conocida, aunque a menudo pasara a segundo plano en unos discursos oficiales que preferían enfatizar la recuperación de Europa y circunscribir la carnicería al delirio hitleriano. Por limitarme a historiadores muy conocidos fuera del ámbito académico, Tony Judt ya empezaba su Postguerra (Taurus, Madrid, 2006) trazando la miseria y desolación del paisaje después de las batallas, aunque no insistía especialmente en ello. Otros libros que gozaron de cierta repercusión más allá de los círculos especializados, como la anónima Una mujer en Berlín (Anagrama, Barcelona, 2005) mostraron las espeluznantes dimensiones del sufrimiento después de la guerra, aunque en este caso limitaba su contemplación a las mujeres alemanas -las grandes víctimas de la derrota- y a un lapso de tiempo muy escueto, en 1945. Otro conocidísimo escritor germano, Hans Magnus Enzensberger, editaba un volumen con testimonios de testigos directos de los estragos posbélicos, entre las postrimerías de la guerra y 1948: Europa en ruinas (Capitán Swing, Madrid, 2013). Pero, volviendo al volumen de Lowe, el mencionado Continente salvaje, era incuestionable que, sin ser por todo lo dicho completamente novedoso, sí aportaba uno de los mejores análisis de conjunto de la ignominia, las matanzas y la devastación de los años inmediatamente posteriores al armisticio.
El libro que ahora nos ocupa empieza precisamente donde aquel otro terminaba, aunque sus pretensiones son muy diferentes y, debemos decirlo desde este momento, bastante más ambiciosas. El contenido básicamente empírico de Continente salvaje, al fin y al cabo un fresco vívido de la Europa de la segunda mitad de la década de los cuarenta, se transforma aquí en una reflexión mucho más teórica y de más largo alcance. No perdemos de vista, naturalmente, ni los acontecimientos históricos ni las circunstancias concretas. Ni siquiera las personas, con nombres y apellidos. De hecho, una de las virtudes de Lowe es su habilidad para fundir la perspectiva de conjunto con la atención a los seres individuales que sufren en sus propias carnes los avatares del mundo. Cada capítulo comienza con la descripción de las peripecias vitales de unos seres que a lo largo y ancho del planeta no solo representan algo que les trasciende (una etnia, una comunidad, un país) sino que constituyen por sí mismos la materia viva, la encarnación del devenir histórico. Aspira Lowe a que en cada uno de esos capítulos “palpite la historia de un único hombre o una única mujer” que reflejen en su singularidad, como un microcosmos, el universo que les rodea.
Pero conviene recalcar, en el sentido antedicho, que el libro aspira a “proyectar la vista más allá de esos acontecimientos y esas tendencias y analizar los efectos mitológicos, filosóficos y psicológicos de la guerra”. Desea contestar cuestiones como estas: ¿en qué afectó el recuerdo de la tragedia a nuestras relaciones y a nuestro modo de contemplar el mundo?; ¿cómo cambió nuestra perspectiva del hombre?; ¿cómo influyó en el temor a la violencia y al poder, a nuestra libertad y sentido de pertenencia, a nuestros sueños de igualdad, justicia y ecuanimidad? Pretende, por tanto, “erigirse en un pequeño desafío”, pues no se trata tanto de una mera indagación en el pasado, sin más, cuanto en una disquisición sobre las fuentes del mundo que habitamos, en los más diversos aspectos. Así, por ejemplo, por qué son nuestras ciudades como son hoy, por qué evolucionan las comunidades del modo en que lo han hecho, por qué las tecnologías han seguido esos derroteros, por qué la utopía nos está vedada, por qué defendemos en teoría los derechos humanos y los socavamos en la práctica, por qué cuesta tanto reformar nuestro sistema económico, por qué fracasamos en nuestros anhelos de paz, por qué la violencia es el recurso universal para resolver los conflictos…
Dice Lowe, llevando el agua a su molino, que “todos esos asuntos (…) tienen sus raíces en la Segunda Guerra Mundial”. Yo creo que así, tomada con esa rotundidad, la aseveración es como mínimo inexacta, pero lo cierto es que a lo largo de las quinientas densas páginas que siguen (más las ciento y pico de bibliografía y notas), el autor se embarca en un sostenido tour de force para argumentar que este nuestro mundo de comienzos de siglo XXI sigue siendo la consecuencia directa de aquel cataclismo. Podemos adelantar ya que lo hace con solvencia siempre y hasta con brillantez en algunos momentos. A menudo se percibe en Lowe una autoexigencia de singularidad o innovación que no siempre termina por ser satisfecha. No es una crítica sino una constatación. Es verdad que algunas páginas rezuman lugares comunes pero no es menos cierto que mucho peor sería mantener aquel prurito de originalidad a toda costa, contra viento y marea. Porque, como es obvio y puede convenir cualquiera, no hay tarea más melancólica que empeñarse en descubrir mediterráneos a cada paso. Es de justicia conceder que Lowe mantiene casi siempre un criterio ponderado, que sus valoraciones están bien fundamentadas y que las discrepancias que cualquier lector puede hallar en muchos momentos no son más que el inevitable resultado de abordar temas complejos y controvertidos que se resisten a las soluciones simplistas.
La primera parte, que consta de cinco capítulos, se titula “Mitos y leyendas”. Se abre con la descripción de aquel “fin del mundo” que fue, para quienes lo padecieron en propia carne, la explosión de la bomba atómica en Hiroshima. Era el Apocalipsis, el culmen de un proceso inimaginable de devastación para el que no existían palabras. No hay empero catástrofes sin héroes, ni héroes sin monstruos a los que combatir. La Segunda Guerra Mundial constituía el caldo de cultivo apropiado para esa mitología dicotómica que no solo simplificaba la complejidad del mundo sino que además procuraba munición ideológica a los propios, estigmatizaba a los ajenos y justificaba la lucha. Lowe usa la lupa para mostrarnos que en ninguna de las contiendas de la época los combatientes eran héroes en su inmensa mayoría ni los adversarios los monstruos que agitaba la propaganda. Con facilidad pasmosa los liberadores se convertían en violadores y asesinos, del mismo modo que la victoria se traducía inmediatamente en venganza, saqueo y ejecuciones sumarias y masivas. Así lo hicieron todos, los de aquí y los de allá, los nuestros y los otros, los que luchaban por la libertad y quienes lo hacían en nombre de la raza o la nación. Allanaba ese camino la “demonización del enemigo”, que no era “una reacción a la atrocidad, sino una precursora de esta”. Se apoya Lowe en este punto en la escalofriante peripecia vital de Yuasa Ken, un médico japonés culto y refinado que practicó vivisecciones en prisioneros chinos durante la guerra. La inmensa mayoría de los más horrendos crímenes, argumenta el autor, no los cometieron seres depravados sino personas normales y corrientes, puestas en circunstancias extremas. Realizaron auténticas barbaridades con absoluta normalidad, a menudo convencidos de cumplir su deber y en no pocas ocasiones con sincero entusiasmo. Como puede apreciarse, estamos más allá de Eichmann y la banalidad del mal. ¿Nos aboca este planteamiento, como han señalado algunos críticos del mismo, a la sima de un desazonante relativismo moral?
Parece que a Lowe le interesa sobremanera esta cuestión, de la que saca consecuencias no solo aplicables al tiempo de la gran contienda sino a las décadas posteriores. En general, dice, nos reconforta moralmente ver al ser humano que late en toda víctima, pero nos resulta perturbador descubrir esa misma humanidad en el verdugo. Así lo seguimos haciendo hoy día cuando queremos representarnos aquellos sucesos en el análisis histórico, en la literatura o el cine, siendo el nazi sádico o el fanático oficial japonés los epítomes del mal. Pero era imposible, escribe Lowe, que la maquinaria del Holocausto, por poner un caso concreto, que necesitaba del concurso de cientos de miles de personas, fuera puesta en marcha por cientos de miles de monstruos. “Reconocer su humanidad no los exonera, como afirman algunas personas, sino más bien al contrario, ya que solo podemos condenar a otros humanos por no asumir la responsabilidad de sus actos” (p. 75). De modo complementario, víctimas y mártires se transformaron con suma facilidad -¡y ya sin el pretexto o descargo de estar en guerra!- en verdugos tan crueles, despiadados y sanguinarios como los que antes les habían sometido. Lowe insiste en particular en que los papeles de verdugos y víctimas no solo resultan intercambiables sino que presentan matices desconcertantes. Las víctimas del Holocausto, por ejemplo, no despertaron en un primer momento la compasión y la solidaridad que hoy retrospectivamente les adjudicamos, sino que generaron entre propios y extraños un confuso sentimiento de rechazo, en el que se mezclaban el desprecio por su mansedumbre y la atribución de una cierta culpabilidad: “lejos de identificarse con las víctimas, gran parte del mundo seguía sintiendo una aguda hostilidad hacia ellas. Hubo que aguardar a que madurara una nueva generación, la de 1960, para que el mundo (…) se mostrara dispuesto a asimilar la magnitud del horror del Holocausto” (p. 86). Lowe sigue en este punto a autores como Peter Novick, del que los lectores españoles interesados en la larga estela del Holocausto recordarán el magistral Judios, ¿vergüenza o victimismo?, traducido hace algunos años al castellano (Marcial Pons, Madrid, 2007).
Mantiene nuestro autor que perdura en nuestros días una visión del conflicto en términos esquemáticos y maniqueos. Ello es particularmente palpable en las mitologías nacionales, alimentadas por las elites y cultivadas con esmero en las propagandas oficiales para objetivos que trascienden la retórica nacionalista (aunque sirvan también para esta) y se utilizan como arma de combate en asuntos que ya poco tienen que ver con el pasado. Es una manera de expresar que, sin estar propiamente presente, la Guerra Mundial –o su ominosa sombra- sigue proyectándose sobre el escenario actual y hasta sobre los planes de futuro. La atribución de culpabilidades a determinados países y determinadas ideologías ha sido usada de modo espurio para “propagar el mito de un nuevo mundo surgido de las cenizas del viejo”. Dicho de otra manera, 1945 como año cero, como ya decía aquel clásico de Rossellini (Germania anno zero). Pero las cosas en realidad fueron de muy distinta manera. Más bien hubo que hacer de la necesidad, virtud. Es falso, dice Lowe, que Japón o Alemania, por poner los ejemplos típicos, hicieran catarsis completa (aunque sí para la galería), pues la depuración difícilmente podía afectar a los cientos de miles de ciudadanos que en sus distintos niveles habían colaborado con los designios criminales. Del mismo modo, los aliados tuvieron que transigir con la voracidad soviética, que representó para muchos países -en especial los del este europeo- sustituir apenas una esclavitud por otra. A su vez, los Estados Unidos dejaron de comportarse pronto como los “campeones de la libertad” para apoyar a regímenes dictatoriales y represivos de un confín a otro del globo, pues lo único que llegó pronto a importar, a comienzos de los años cincuenta, era establecer un valladar contra la expansión comunista.
Era tentador empero considerar la guerra un martirio que había servido para algo: tras la muerte, “la resurrección propiciada por los héroes aliados”, o sea, “la victoria del bien sobre el mal”. Sostiene Lowe –creo que con manifiesta exageración- que “nos hemos quedado varados en la misma mentalidad en que hallamos consuelo en 1945”. Aquí nos asaltan algunas dudas. Puede concederse que perviven algunos esquemas heredados de aquella época o incluso que nuestra concepción general del mundo no ha cambiado tanto como a menudo queremos creer. Puede admitirse incluso que “el verdadero mensaje al final de la guerra no fue solo un mensaje de libertad sino también un mensaje de miedo”. Pero, como muestran las propias páginas que el autor dedica inmediatamente a las décadas posteriores, el miedo fue progresivamente diluyéndose. El mundo aceptó que entraba en una nueva fase: sin desconocer los peligros de la era nuclear, era obvio por otra parte que no se podía vivir como si el globo fuera a desintegrarse en cualquier instante. En el fondo eso es lo que Lowe muestra en la segunda parte de su libro, significativamente titulada “Utopías”. La utopía renace, la utopía en sus diversas formas y variantes era posible porque a trancas y barrancas, a pesar de las heridas abiertas, el mundo –quizá no todo, pero sí la parte más libre y desarrollada del mismo- empieza a ver la luz. La luz en forma de reconstrucción económica, planificación urbanística, libertades políticas, avances científicos, desarrollo tecnológico, corrección de desequilibrios, progreso por decirlo en una palabra. Que esas mejoras no estuvieron exentas de tensiones, contradicciones y retrocesos es innegable. Quizá Lowe se deja llevar por la tentación de resaltar las dificultades sobre los avances reales. Y quizá, sobre todo, termina por incurrir él mismo en una de esas simplificaciones que tanto critica, al afirmar taxativamente que “este impulso a favor de la igualdad y la justicia fue otra idea utópica alimentada por la Segunda Guerra Mundial” (p. 151).
El impacto social de la guerra fue especialmente perceptible en la situación de la mujer. Más aún, en pocos ámbitos son tan evidentes los flujos y reflujos derivados del esfuerzo bélico: primero, con la incorporación de la mujer en la esfera pública –básicamente en el esfuerzo económico- para sustituir a toda la mano de obra masculina destinada al frente; inmediatamente después, con la reintegración de los soldados a la vida civil, las presiones para reconducir el protagonismo femenino a los tradicionales límites domésticos. Lowe constata que el conservadurismo terminó por imponerse en todas partes: el avance hacia la igualdad se detuvo y las mujeres perdieron las prerrogativas conquistadas. La victoria femenina en reconocimiento, derechos y participación se mostró bien efímera. “¿Qué salió mal?”, se plantea en este punto de manera explícita el autor. Llevado por su afán de extender la influencia de la guerra hasta hoy mismo, el autor sostiene que “en muchas zonas del planeta el sueño de la igualdad de derechos y de oportunidades parece tan lejano como siempre” (p. 163). Es cierto que a escala mundial la situación de la mujer deja mucho que desear pero hay que estar ciego para no reconocer un extraordinario avance en ese terreno en las últimas décadas. Algo tan evidente que no puede silenciarse ni desconocerse en el curso de la narración de los acontecimientos posteriores al fin de la guerra. Por eso el lector puede tener la impresión de que aquella -¿qué salió mal?- no era exactamente la pregunta adecuada. ¿Realmente “salió mal” cuando apenas una generación más tarde, como se reconoce en estas mismas páginas, el mundo se transforma con la mayor eclosión de reivindicaciones femeninas -o feministas- de la historia? El problema para Lowe, también en este caso, es el improbable vínculo entre este despertar de la conciencia feminista y la Segunda Guerra Mundial. ¿No se trataría más bien de lo contrario, que minorías oprimidas, sectores marginados, mujeres y jóvenes pueden alzar su voz precisamente cuando se amortiguan los ecos de la catástrofe, cuando empiezan a cicatrizar las heridas, a disolverse los miedos y a surgir nuevas expectativas?
“En la estela de la guerra, muchos grupos cobraron conciencia, en ocasiones por vez primera, de lo que significaba ser «el otro»”. Lowe escribe aquí algunas de las más brillantes páginas del libro acerca de los problemas de identidad y alteridad, pertenencia y exclusión, aplicando su reflexión a los más diversos colectivos, desde minorías étnicas a pueblos colonizados, desde homosexuales a pobres y marginados políticos (pp. 171-195). La Segunda Guerra Mundial “hizo algo que ningún otro acontecimiento de los tiempos modernos ha conseguido hacer nunca: unió a personas, a comunidades y a países (…) por una misma causa”. Parafraseando a Durkheim, si Dios es la sociedad, la guerra fue un hecho divino. No es extraño por ello la paradoja que trajo su final: una extraña sensación de vacío. La pérdida del sentido de la vida para miles y miles de personas que, pese al sufrimiento, habían encontrado una razón para luchar y para vivir. Como bien señaló Sartre, la libertad –la libertad conquistada- ahora daba vértigo y hasta constituía una pesada carga, como una oquedad que muchos no sabían como llenar. El mundo posbélico contempló cómo millones de seres humanos estaban dispuestos a aferrarse a cualquier ideología que atenuara sus incertidumbres y le proporcionara sensación de pertenencia, ya fuera una religión tradicional, ya un credo político o cualquier otro sucedáneo. Como escribe el propio autor, el resto del libro es tan solo una exposición de cómo a lo largo del resto del siglo XX “personas de todo el planeta” intentaron con todas sus fuerzas “llenar el vacío que les presentaba «la libertad» al final de la guerra”.
“Un solo mundo”, que es el título de la tercera parte, dibuja el nuevo escenario al que tendría que acostumbrarse la humanidad, eso que hoy en día, profundizado hasta límites entonces impensables, conocemos con la denominación de “globalización”. Lowe traza en este caso una irrebatible continuidad entre el mundo de posguerra y el actual, pues los rasgos del mundo que habitamos son los que empiezan a perfilarse precisamente como consecuencia del resultado de la lucha: en primer lugar naturalmente, el surgimiento de los Estados Unidos, “el mayor vencedor de la guerra”, como la potencia hegemónica, la gran superpotencia, convertida finalmente en única después de su triunfo en la confrontación con la URSS; en segundo lugar, la paralela caída de la supremacía europea que el autor focaliza o simboliza en la decadencia de Gran Bretaña, caracterizada como la mayor perdedora del conflicto a largo plazo; y, en tercer lugar, por supuesto, la emergencia de ese otro mundo extraeuropeo, hasta entonces colonizado o sometido, que despunta en forma de nuevas potencias regionales en zonas del globo que adquieren nueva relevancia. Mal que bien, las instituciones que hoy siguen gobernando el planeta, desde la ONU al FMI, son las que se diseñaron al final de la guerra. ¡Si hasta los cinco países que siguen teniendo derecho de veto en el Consejo de Seguridad son los mismos cinco que emergieron como grandes vencedores del conflicto, aunque hoy es más que evidente que los dos europeos ya no son lo que eran! La sensibilidad política del mundo que vivimos es la que se forja al final de la contienda. La conmoción, el espanto, la vergüenza o el hastío constituyen aún hoy el poso inevitable que impregna nuestra concepción del ser humano. Las nociones de genocidio, crímenes contra la humanidad o la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos muestran una imparable tendencia hacia una nueva forma de encarar los enfrentamientos entre naciones y comunidades. Con todas sus contradicciones y deficiencias, juicios como los de Núremberg y Tokio parecen que señalan la determinación de la humanidad por saldar cuentas con un pasado ominoso. Es obvio que la práctica concreta reduce a veces al capítulo de buenas intenciones estas y otras iniciativas, como la constitución de la Corte Penal Internacional, pero, como señala Lowe, “al margen de sus numerosos fracasos y defectos”, las mencionadas instituciones de gobierno mundial –económicas, políticas y jurídicas- representan el ideal más puro que nos dejó el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial.
A las dos superpotencias está dedicada la cuarta parte que, una vez más, contiene agudas observaciones sobre las características del período y, en particular, sobre el enfrentamiento entre estadounidenses y soviéticos. En la línea de lo que hemos venido subrayando hasta ahora, Lowe privilegia en sus análisis aquellas líneas de comportamiento en una y otra potencia que muestran una continuidad a lo largo de estas décadas que siguen al armisticio. Así, pongo por caso, el compromiso de los Estados Unidos desde 1945 de ser el teórico paladín de la libertad en todo el planeta, luchando primero contra el fantasma comunista y, una vez que cae este (1989-1991), contra las limpiezas étnicas y el fanatismo integrista: Irak (1991), Somalia (1992), Haití (1994), Bosnia (1995) o Kosovo (1999), por no citar otras intervenciones más recientes que están en la mente de todos. Por otro lado, se trazan los “asombrosos paralelismos entre la psicología colectiva” de ambas potencias, unas actitudes que terminan por fraguar en una mentalidad dicotómica –“o nosotros o ellos”-, con la consiguiente polarización a escala global y la transformación de una contenida guerra fría en una nueva guerra abierta, esta vez de consecuencias totalmente imprevisibles. Lowe quiere señalar aquí, como habrá podido advertirse, que las lecciones de la Segunda Guerra Mundial no siempre se asimilaron. Antes al contrario, en determinados aspectos, como el surgimiento por todas partes de nacionalismos xenófobos y excluyentes, se perseveró en el error, muchas veces como consecuencia directa de no querer –o poder- extirpar los males que provocaron en 1939 el desencadenamiento de las hostilidades. A estas alturas, no obstante, se me tendrá que dispensar, por obvias razones de contención de espacio y tiempo, que no continúe reseñando el siempre sugestivo periplo de Lowe, que dedica una quinta y sexta parte de su obra a hacer un repaso de las zonas en que ha quedado dividido el mundo de posguerra y los principales desafíos que hoy por hoy encaran las naciones. Espero que lo dicho hasta ahora baste al lector para que se haga una idea de por dónde van los tiros y le anime a adentrarse directamente en el libro.
Dos breves apuntes más, ya para acabar. El primero, una mínima reflexión de índole histórica desde las coordenadas culturales españolas. He insistido –porque así lo hace él de una manera quizá algo atosigante a lo largo del libro- en que el propósito de Lowe en este ensayo es mostrar hasta qué punto la Segunda Guerra Mundial sigue gravitando sobre nosotros y nuestro mundo. Y a propósito de ello, he procurado del mismo modo dejar claro mi discrepancia o simple distanciamiento hacia la tesis principal: lo que en principio, sin duda alguna, es una inquietud universal, agobiante y obsesiva se va deshaciendo como, por otra parte sucede en casi todos los asuntos humanos, de carácter individual o colectivo, según van transcurriendo las décadas desde 1945. Con la irrupción de nuevas generaciones a finales de los sesenta y a lo largo de los setenta, los miedos –que tanto recalca Lowe- pierden sus perfiles más inquietantes y paralizadores, hasta el punto de que desembocamos en lo que se ha denominado la era de la protesta. Y entre 1989 y los noventa, con la caída del Muro, la implosión de la URSS y el fracaso del socialismo real, termina claramente el ciclo que mejor caracteriza el siglo XX. La revolución tecnológica y la globalización acelerada de finales de ese siglo y comienzos del XXI nos conducen a un nuevo mundo, aunque obviamente las huellas de la gran conflagración de 1939-1945 todavía persisten en el horizonte. Pronto no quedará ningún superviviente de aquella catástrofe, que se convertirá en un capítulo del pasado, materia exclusiva de los libros de historia o excusa para recreaciones cada vez más irreales. Si esto es así en líneas generales, ¿qué decir entonces desde la perspectiva española? La perplejidad del lector español ante el planteamiento de Lowe tiene que ser por fuerza doble, pues a lo ya dicho se suma la especificidad hispana en este particular. Ni España ni los españoles aparecen –salvo alusiones mínimas- entre los centenares de referencias y nombres propios que se desgranan en estas páginas. No es de extrañar: ni España participó en los combates (sí algunos cientos de españoles, pero esto aquí no cuenta) ni la Segunda Guerra Mundial llegó a conmocionar a una ya conmocionada España en la misma proporción que a sus vecinos europeos. Nuestra Segunda Guerra Mundial fue la guerra civil, pero a cualquiera se le alcanza que, junto a algunos paralelismos obvios, no son en conjunto asimilables una a la otra. Nuestra catarsis fue la Transición, aunque hoy se vuelva a poner en duda si aquella fue la redención completa que exigían la historia, la dignidad y la justicia. En cualquier caso, tanto desde la perspectiva cultural como política, el ciudadano español de nuestros días difícilmente se reconocerá a estas alturas hijo, nieto o simplemente heredero de la Segunda Guerra Mundial.
La segunda mención, mucho más breve, es para decir unas palabras sobre la versión española. Dado que nos hemos tenido que resignar en los últimos tiempos a traducciones apresuradas, descuidadas, con múltiples errores e inexactitudes –cuando no incluso faltas de ortografía-, es de justicia consignar que esta se encuentra bastante por encima de la media. Se puede leer aceptablemente bien aunque no por ello está exenta de algunas máculas. Hay frases que no se entienden, como por ejemplo esta: “La ocasión en su conjunto era tan conmovedora que resultaba difícilmente.” (p. 425). Es irritante la muletilla “Desde buen principio”, que aparece en no sé cuantas ocasiones. Aunque ya se ha extendido la costumbre y pronto la RAE la tendrá que dar por buena, las catástrofes o las crisis no son precisamente humanitarias (pp. 339, 466). Y, en fin, he detectado algún que otro descuido que no sé a quién es atribuible, como investir a Habib Bourguiba como “primer presidente de Turquía”, en vez de Túnez (p. 322). Pese a todo, como ya he señalado, en conjunto peccata minuta.

viernes, 11 de mayo de 2018

Utopías del 68

Utopías del 68. De París y Praga a China y México. Antonio Elorza. Pasado & Presente, Barcelona, 2018. 347 pp. 23 €.

Publicado en El Cultural, 4-5--2018.
http://www.elcultural.com/revista/letras/Utopias-del-68/40987

La letra de una de las más populares canciones de Georges Moustaki, Le temps de vivre, de 1970, anuncia que “todo puede cambiar un día” y, más aún, que “todo es posible”, “todo está permitido”. Es la primera cita con la que se topará el lector al abrir el libro. Se podían haber elegido otras muchas para expresar, no ya solo esa idea, sino el mismo sentimiento, la misma ilusión y, digámoslo ya, el mismo desafío. Quizá la más conocida de esas expresiones fue la que lanzó con gran éxito Bob Dylan algunos años antes, en 1964. Lo suyo sí que era toda una advertencia y no tardó en hacerse realidad: “el presente ahora /Será luego pasado / El orden está / Rápidamente desapareciendo / Y el primero ahora / Será el último después / Porque los tiempos están cambiando”.
Bien es verdad que esa nueva realidad revolucionaria sería como una llamarada, tan deslumbrante como efímera. Incluso sería más preciso sustituir el concepto de realidad por su antónimo, la utopía, con lo que de paso nos acercamos al planteamiento que nos va a ocupar. El 68 sería en efecto, más que un estallido revolucionario clásico (que, como veremos, en ciertos aspectos o en algunos lugares también lo fue), el momento de la utopía, la última gran convulsión utópica que atraviesa el mundo. Como dice el subtítulo del libro, una conmoción que desborda las fronteras y los esquemas de un mundo bipolar: de París y Praga a China y México. Y aún sería necesario añadir: también Estados Unidos, Italia, Camboya y hasta la España de Franco.
Para todos esos ámbitos hay, en mayor o menor medida, unas reflexiones en este denso recorrido por un año que, al final, resulta ser mucho más que un año: una fecha emblemática que, como si fuera una percha, recoge las insatisfacciones de un período histórico, la larga posguerra tras 1945, y canaliza e impulsa las aspiraciones de unas nuevas generaciones. El 68 solo se puede entender en ese amplio contexto, como un espíritu o aspiración que rompe el espacio de las delimitaciones geográficas convencionales, Pero también, como acertadamente alega el autor, en esta ocasión no solo es el espacio sino también el tiempo quien cobra protagonismo y se convierte en motor de los acontecimientos: es el orden –en su más amplio sentido, político, social, económico y cultural-de toda una época el que se pone en cuestión.
El lector ya podrá colegir de estos apuntes iniciales que el uso del singular es un recurso cómodo que no puede encubrir por más tiempo una realidad multiforme y extraordinariamente compleja. Ni la insatisfacción ni el ansia de cambio antedicho pueden conjugarse como si de una aspiración homogénea se tratara. Más bien lo contrario. Todo sucede en plural: los revolucionarios no aspiran a lo mismo, por citar el caso más elemental, en París que en Praga. Pero hay mucho más, porque en EEUU la guerra de Vietnam introduce un fundamental factor de distorsión o, casi sería mejor decir, de cauce a los anhelos de transformación, que se tiñen de ribetes pacifistas. ¿Y qué decir entonces de la revolución cultural china? Desde la primera página se nos alerta que el sustrato común que el analista tiene la obligación de detectar ha de conciliarse con el estallido de distintas propuestas tan heterogéneas que a veces son incompatibles o contradictorias. Por decirlo en términos contundentes, no hay un 68 sino múltiples 68, que germinan durante los años anteriores, se extienden a lo largo de la década prodigiosa y se prolongan mucho más allá de ella, hasta los estertores del propio siglo XX.
En consonancia con ello, resulta pertinente establecer al principio un esquema, “Mapa utópico del 68”, que muestra los diversos ámbitos, pero también los préstamos e influencias que se desarrollan entre los diversos proyectos utópicos. A veces esas corrientes son menos obvias de lo que en principio podría pensarse. Así, el único movimiento de todos los que se estudian que es fruto de la determinación de un solo hombre (la revolución cultural de Mao), se extiende, como podía ser previsible, a la Camboya de los jemeres rojos, pero también a mundos tan distintos como el Perú de Sendero Luminoso o incluso, mucho más parcialmente, a la insurgencia indigenista de México (Chiapas). Bien puede hablarse, pues, de un auténtico “árbol de las utopías” con ramas y frutos de la más diversa índole. Y, curiosamente, si puede decirse que el tronco se asentó sobre una tierra fértil para el utopismo, no es menos cierto que el árbol en cuestión se secó rápidamente. O lo hicieron secar –por lo general- las autoridades establecidas, que reaccionaron al desafío con estrategias no coordinadas pero a la postre altamente eficaces.
Antonio Elorza (Madrid, 1943) expone todo esto con deslumbrante capacidad analítica y una precisión y claridad impecables. No es de extrañar porque Elorza, uno de nuestros más prestigiosos historiadores actuales, profesional de larguísima trayectoria investigadora y extensa producción bibliográfíca –así como muy conocido del gran público por sus profusas colaboraciones periodísticas-, es además, indudablemente, un excepcional conocedor de los movimientos sociales y políticos contemporáneos. Aquí, en este libro, consigue concretamente aunar la solidez de sus conocimientos historiográficos con la agudeza del ensayista, con resultados francamente brillantes. Su disección del mayo francés es excelente pero me permito resaltar, por encima de ella, la exploración que hace de otros marcos revolucionarios, por menos conocidos para el gran público: la violencia terrorista en Italia, el sueño del comunismo democrático en Praga o las agitaciones extraeuropeas en general que, dicho sea de paso, dejaron una estela de víctimas (sobre todo ensoñaciones como el maoísmo y el movimiento jemer) que contradicen la visión idílica de una utopía pacifista.
El libro de Elorza no es solo una exposición de las diversas algaradas, tendencias sociales (sobre todo juveniles) y enfrentamientos políticos que tuvieron lugar de un confín a otro del planeta. Sobre esa base, el autor tranza una historia intelectual del período, por lo menos en lo tocante a los ideólogos de la revolución, los que reinterpretaron a Marx, Lenin, Stalin o Mao: los Marcuse, Althusser, Negri, Touraine, Debord y tantos otros, sin olvidar a los activistas, de Cohn-Bendit a Dutschke. Y aún habría que añadir una historia cultural, con múltiples menciones a la nueva ética –y estética- que abrieron en especial la música, el teatro y el cine.
Frente a otras obras que hablan de un triunfo póstumo del espíritu del 68, Elorza es mucho más escéptico o, si se prefiere, más cauto. Es verdad, reconoce, que en la moral y otros aspectos culturales o básicamente formales (indumentaria, costumbres, música, vida cotidiana, sexualidad) el 68 supuso un cambio y hasta podría hablarse de huracán revolucionario. Pero lo que se produjo muy pronto, ya desde la crisis de 1973, fue un proceso de reestructuración a escala mundial que nada tenía que ver con las expectativas del 68. Por el contrario, al final, hasta lo que parecía intocable, empezando por el propio Estado del bienestar, entró en crisis. No fue el comienzo de un mundo nuevo sino el refugio en los recovecos de lo establecido. De ahí “la sustitución generalizada del espíritu utópico por una moral de adecuación”.

viernes, 20 de abril de 2018

Víctimas y verdugos del Holocausto

El Holocausto. Las voces de las víctimas y de los verdugos. Laurence Rees. Traducción de Gonzalo García. Crítica, Barcelona, 2017. 622 pp. 27,90 €.

Publicado en El Cultural, 13-4-2018.
http://www.elcultural.com/revista/letras/El-Holocausto-Las-voces-de-las-victimas-y-de-los-verdugos/40911

El historiador y el público en general interesado en temas históricos saben bien que el nombre de Laurence Rees (Ayr, Reino Unido, 1957) constituye una garantía en la divulgación seria y de calidad de asuntos candentes de nuestro pasado. Rees tiene una larga trayectoria profesional en el seno de la BBC, en el ámbito de los programas sobre historia, por los que ha recibido numerosos reconocimientos y varios premios internacionales. Es responsable como director, investigador, guionista o productor ejecutivo de múltiples documentales sobre temas muy diversos, aunque su nombre ha quedado justamente asociado a la denuncia de los terribles acontecimientos en torno a la II Guerra Mundial y más concretamente a la barbarie nazi.
En este sentido, Rees ha complementado la mencionada dedicación audiovisual con la escritura de libros sobre las carnicerías de dicho período que han tenido un formidable impacto, porque aúnan un sólido conocimiento, rigor analítico y, sobre todo, claridad expositiva. La lectura de las obras de Rees resulta siempre atractiva, aunque este adjetivo resulta chocante o paradójico dados los asuntos lacerantes que se reflejan en sus páginas. Aquí nos hemos ocupado en diversas ocasiones en los últimos años de reseñar sus publicaciones vertidas al castellano, como Auschwitz. Los nazis y la “solución final” (2004), A puerta cerrada. Historia oculta de la II Guerra Mundial (2009) y El oscuro carisma de Hitler. Cómo y por qué arrastró a millones hacia el abismo (2013), todas ellas en la editorial Crítica.
La mencionada editorial presenta ahora al público español con encomiable celeridad la traducción de la última obra de Rees, aparecida originalmente en el mismo año de 2017. Lo primero que cabe preguntarse, a partir de las anteriores premisas, es qué nos ofrece de nuevo el historiador británico en este último volumen que vuelve a abordar el tema que más le sugestiona, el cómo y porqué de la monstruosa criminalidad nazi. La respuesta acerca de sus objetivos y pretensiones hay que buscarla en el título original inglés, que es simplemente The Holocaust. A New History. En el epílogo nos explicita el propio Rees por qué considera que esta es una nueva historia del Holocausto: porque incorpora testimonios inéditos, porque integra en el relato el conocimiento de primera mano del espacio físico donde ocurrieron los hechos y porque fusiona los testimonios orales con los documentos de la época en una voluntad de explicación total.
Sinceramente, no me parecen argumentos suficientes para hablar de una nueva historia, dicho sea sin menoscabo alguno del valor del libro. Lo que ha hecho aquí Rees es una labor de síntesis, probablemente una obra de madurez, retomando toda la información oral y escrita que ha ido acumulando sobre el Holocausto desde hace varias décadas. El resultado es un ejemplar ciertamente magnífico, especialmente para el gran público que quiera tener una información solvente sobre la locura criminal del nazismo. Pero en cuanto a su enfoque y contenido, tengo que aplaudir por esta vez la decisión de la editorial en esta versión castellana, al cambiar el subtítulo original por Las voces de las víctimas y de los verdugos, porque eso es exactamente lo que hace Rees en estas páginas, reconstruir la historia del Holocausto a partir de los testimonios de sus protagonistas, los de arriba y los de abajo.
Una de las sorprendentes virtudes de Rees es su frescura expositiva. Un tema tan trillado y con tanta bibliografía a sus espaldas como el Holocausto aparece en todos sus escritos –y en este en particular- con una claridad prístina y además sin que la considerable documentación que alimenta el relato entorpezca un desarrollo cronológico lineal que nos permite transitar desde los orígenes del odio antisemita a las matanzas apocalípticas. El arco cronológico abarca desde el fin de la Gran Guerra hasta 1945. El simple título de los capítulos, con la reiteración de las palabras matar, exterminio y asesinar es suficientemente indicativo. Hay que advertir finalmente que, como es habitual también en su dilatada trayectoria historiográfica –tanto en la escrita como en los documentales televisivos-, Rees no elude los perfiles concretos del horror y, por tanto, no escatima múltiples detalles macabros, que hacen más vívida la exposición y que ponen los pelos de punta al lector.


viernes, 23 de marzo de 2018

Franco y Balmes

El primer asesinato de Franco. La muerte del general Balmes y el inicio de la sublevación. Ángel Viñas. Miguel Ull Laita y Cecilio Yusta Viñas. Crítica, Barcelona, 2017. 652 pp. 23,90 €.

Publicado en El Cultural, 16-3-2018.
http://www.elcultural.com/revista/letras/El-primer-asesinato-de-Franco-La-muerte-del-general-Balmes-y-el-inicio-de-la-sublevacion/40794

A estas alturas es innecesario hacer una presentación convencional de Ángel Viñas, embarcado en los últimos tiempos en una incansable actividad investigadora, que tiene su expresión inmediata en una producción bibliográfica impresionante. Tras la magna tetralogía sobre la República (2006-2009), Viñas ha publicado otros títulos de impacto como Al servicio de la República. Diplomáticos y guerra civil (M. Pons, 2010), Las armas y el oro. Palancas de la guerra, mitos del franquismo (Pasado & Presente, 2013), La otra cara del Caudillo. Mitos y realidades en la biografía de Franco (Crítica, 2015) y Sobornos. De cómo Churchill y March compraron a los generales de Franco (Crítica, 2016). Me limito solo a mencionar la parte más sobresaliente de su perseverante labor analítica y divulgadora, sin aludir a sus múltiples artículos y su presencia constante en las redes.
Basta fijarse en el mero enunciado de los títulos antedichos para comprobar las constantes que polarizan el interés de Viñas y caracterizan su obra escrita: el período republicano, guerra civil y Estado franquista. Apasionado por la historia política, Viñas, que es también un buen conocedor de aspectos económicos, sociales, diplomáticos y militares, utiliza estos conocimientos para apuntalar sus interpretaciones en aquel ámbito. Podría decirse incluso que los últimos títulos –incluyendo al que ahora nos ocupa- muestran que esa preocupación política se ha concentrado de tal modo que el foco se pone de un tiempo a esta parte en la figura del Caudillo como epítome de todas las excrecencias del régimen que sojuzgó España durante casi cuatro décadas.
No se le escapará al lector advertido que el tono de la frase anterior quiere poner de relieve otro de los rasgos más significativos –si no el principal- del catálogo bibliográfico de nuestro autor: como sabe cualquiera que haya leído o simplemente hojeado alguno de sus libros. Viñas es un historiador directo y combativo, no ya solo en sus argumentaciones de fondo –reveladoras de una apabullante labor de documentación en los más diversos archivos- sino por su estilo incisivo y polémico. Sus páginas rezuman sarcasmo y epítetos hirientes contra los divulgadores “aficionados” -a los que desprecia-, pero también contra especialistas de otras tendencias, siendo Stanley Payne también aquí objeto privilegiado de sus iras. Desde sus simpatías republicanas e izquierdistas y su antifranquismo visceral, Viñas defiende una historia militante y arremete –siempre, es verdad, con un sólido bagaje empírico- contra los que en su opinión falsean la verdad histórica.
Su último libro es un compendio de los atributos que acaban de señalarse. No es difícil vislumbrar por dónde van a ir los tiros –en este caso, nunca mejor dicho- pues basta remitirse simplemente al impactante título que, junto con el subtítulo, endosa directamente a Franco (por persona interpuesta, claro) el asesinato del general Balmes. Ante las consecuencias de todo orden de esa hipótesis-acusación, Viñas se cura en salud y se rodea en esta ocasión de unos colaboradores excepcionales, un experto en Anatomía Patológica y un comandante de aviación. Las razones de esta cooperación entre estos tres especialistas tan disímiles las encontrará el lector en un relato prolijo y bien documentado que tiene también mucho de novela criminal. No en vano se trata nada más y nada menos que del esclarecimiento de una muerte que, según nuestros tres autores, tiene todos los visos de un crimen y no del “desgraciado accidente” que ha recogido la historia oficial.
En consonancia con sus obras anteriores, Viñas defiende que Franco, lejos de la actitud dubitativa que se le atribuye, tenía decidido desde bastante tiempo atrás rebelarse contra la República. Ya entonces lo tenía todo “atado y bien atado”, calculador y metódico como era. El general Balmes, comandante militar de Las Palmas, podía constituir un más que incómodo obstáculo para los planes del Caudillo. Por otro lado, estaba el famoso avión, el Dragon Rapide, que era un elemento esencial en el traslado de Franco para encabezar la sublevación. Una autopsia con ribetes más que sospechosos determinará que a Balmes se le disparó el arma accidentalmente mientras la limpiaba. Ahora unan todos esos elementos. Eso es lo que hace este libro argumentando que no hay una evidencia absolutamente incuestionable –al cien por cien- pero que todos los indicios apuntan en el mismo sentido.


miércoles, 10 de enero de 2018

Crisis del régimen del 78

LA CRISIS DEL RÉGIMEN CONSTITUCIONAL DE 1978

Publicado en Revista de Libros, www.revistadelibros.com, 3-1-2018.
https://www.revistadelibros.com/discusion/la-crisis-del-regimen-constitucional-de-1978

En diciembre de 1978, cuando en el conjunto del territorio español (Cataluña y País Vasco incluidos) se aprobó la Constitución hoy vigente, había muchas dudas sobre la funcionalidad y, aún más, la perdurabilidad de dicho texto legal. Recordemos que su gestación había sido tortuosa, con sonadas rupturas entre sus artífices y también entre los partidos implicados. Era el peaje inevitable que había de pagarse por el camino elegido: una Carta Magna para todos los españoles, sin exclusiones ni banderías ni imposiciones de unos sobre otros. Los redactores del texto en cuestión y aquella clase política en su conjunto habían interiorizado la lección principal de nuestra historia contemporánea: la política coactiva –o simplemente no inclusiva- con los discrepantes y las minorías genera tarde o temprano inestabilidad, crisis y, en última instancia, conflicto violento. La expresión última de ello era la guerra civil, tan presente en la memoria histórica del momento –se diga lo que se diga- como el gran fantasma o el trágico error que debía evitarse a todo trance. En suma, para que la Constitución durase tenía que ser la Constitución de todos. Más concretamente, en términos operativos, que resultase un texto válido para cualquier gobierno, fuera del signo que fuese. La contrapartida, difícilmente soslayable, era que la Carta Magna que así se elaboraba se resentía en cuanto a su firmeza, claridad y coherencia, no ya solo porque en su redacción abundaran los remiendos, parches y componendas sino porque, aún más claramente y de modo deliberado, la convergencia de planteamientos disímiles se hizo sobre la base de lagunas, inconcreciones y ambigüedades. Algo así como si los padres de la Constitución y los partidos del momento dijeran “nosotros ya hemos hecho nuestra parte y hemos llegado hasta donde hemos podido”. Dejaban para el futuro incorporaciones, correcciones y adaptaciones. Responsabilidad de ese futuro era, pues, que se llevaran o no a término.
Dos enseñanzas fundamentales cabe extraer del proceso si se aceptan los términos inevitablemente sintéticos y simplificados que acabamos de exponer. La primera y principal, porque lo determina todo, se refiere a la mencionada funcionalidad del supremo texto legal, que a su vez posibilita su vigencia. Muchas eran las dudas, como se ha señalado, pero lo cierto es que la política española empezó a transitar por aquellos cauces institucionales con cierta normalidad. Toda la normalidad que era posible en una época caracterizada por un cuádruple desafío que puso a prueba las costuras del sistema: en primer lugar, por su impacto sangriento, la ofensiva terrorista de ETA y la extrema izquierda (GRAPO); además, el hostigamiento de los grupos de extrema derecha, las pulsiones centrífugas de las autonomías -y en especial de las llamadas “autonomías históricas”- y, en cuarto lugar, la presión de los entonces llamados “poderes fácticos”, entre los que destacaba por su hostilidad buena parte del estamento militar. Al cabo, como es bien sabido, fue este último sector, alarmado por la acción conjunta de los tres anteriores, el que intentó el asalto al sistema constitucional. La forma chapucera en que se hizo y la resistencia de elementos claves -empezando por la Corona- dio al traste con la intentona y vino a significar a la larga una especie de vacuna para el orden constitucional. El “ruido de sables”, acompañamiento permanente de la política española en toda la historia contemporánea, pasó a ser así un elemento del pasado.
Con la llegada de los socialistas al poder a comienzos de la década de los ochenta el sistema se robusteció. El mismo acceso del PSOE al gobierno mostraba irrebatiblemente que la alternancia era posible y que con el mismo texto constitucional se podía hacer otra política. La transición había terminado. España ingresaba de pleno derecho en un sistema de libertades homologable al de sus vecinos europeos. La entrada en la OTAN y en la CEE –luego Comunidad Europea- sancionaba solemnemente el nuevo estatus y la nueva consideración del país. No se trataba tan solo de que el sistema constitucional funcionase. Eso estaba fuera de duda. De lo que ahora se hablaba, abiertamente, era de modelo español de transición y de milagro económico español. España asombraba al mundo con una transición modélica y pacífica, con su modernidad, su capacidad de innovación, su creatividad. Algunos pusieron en marcha la etiqueta de “alemanes del Sur”. Constatamos así que el eslogan “Spain is different” era solo una añagaza franquista. Desde el punto de vista historiográfico, los historiadores se apresuraron a cambiar las pautas de interpretación de la trayectoria de los últimos siglos. Atrás debían quedar arrumbados los paradigmas de decadencia, atraso y excepcionalidad hispanas. Ahora se hablaba de éxito o, en la más atemperada de las actitudes, “normalidad”. Según el nuevo planteamiento, España no solo era “normal” en el momento histórico al que nos referimos (fines del siglo XX) sino que había sido también “normal” en todo el transcurso del siglo XX, en el XIX e incluso antes. Los fastos del 92 marcaron el punto más alto de esa actitud, que desembocó en franca complacencia.
Esta es la segunda enseñanza antes aludida, la incuestionable operatividad desemboca en conciencia de éxito y, si tenemos en cuenta la percepción o vivencia del momento, hasta en sensación de euforia. Dijimos líneas arriba que los artífices de la Constitución y los grupos políticos que en su momento se implicaron en la misma eran plenamente conscientes de los defectos e insuficiencias de la Carta Magna. Pero lo cierto es que, con más o menos problemas o disfuncionalidades –no exageremos: tampoco más de las que podía tener cualquier otro sistema político semejante en cualquier país del mundo-, la Constitución del 78 y el régimen que se acogía a ella marchaban razonablemente bien. Si tomamos en consideración la convulsa trayectoria hispana en la edad contemporánea, habría que reconocer que, por contraste con ella, la Constitución y el nuevo régimen democrático gozaban de una envidiable salud y una indudable fortaleza. Un observador mínimamente distanciado debe reconocer que en su conjunto, pese a algunas crisis puntuales, el último cuarto del siglo XX representa así uno de los períodos de la historia española más satisfactorio en todos los órdenes. Cuando llegó el centenario del desastre de 1898, una de las simas más significativas de la España postrada, algunos historiadores (Fernando García de Cortázar) acogían la efeméride aludiendo a que esta vez vivíamos “un 98 sin llanto”. Otro de los historiadores más reputados del momento, Santos Juliá, escribía un artículo irónico sobre la herencia noventaiochista y el unamuniano “me duele España”: “Anomalía, dolor y fracaso de España” (luego recogido en el volumen Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX, RBA, Barcelona, 2010). El mismo Aznar, una vez alcanzada la presidencia del gobierno, se olvidó de sus anteriores diagnósticos catastrofistas sobre el país gobernado por los socialistas y puso en boga la muletilla “España va bien”.
Y, básicamente, era verdad. España iba (razonablemente) bien. Hoy se puede decir desde la distancia temporal y la perspectiva histórica, por más que los que viviéramos en aquel momento nos resistiésemos de una u otra forma a reconocerlo sin ambages. Los datos sobre la convergencia en todos los parámetros fundamentales con los países más desarrollados del occidente europeo –nuestra sempiterna referencia histórica- así lo atestiguaban. Pensar que este reconocimiento conlleva o implica la negación de problemas concretos e incluso la ocultación de algunas importantes lacras estructurales es una actitud de necios. Por supuesto que, bajo la apariencia amable y, sobre todo, la insufrible complacencia de algunos sectores de la España oficial, los más críticos detectábamos severos desequilibrios en el desarrollo económico, un modelo productivo con los pies de barro (construcción, turismo) y unos graves problemas políticos que delataban los primeros síntomas de fatiga del sistema. A riesgo de caer en una excesiva esquematización, podríamos señalar seis grandes áreas de problemas: en el ámbito educativo, año tras año, legislatura tras legislatura, se ponía de manifiesto la incapacidad de las elites políticas para ponerse de acuerdo en un plan que pudiera ser suscrito por todos y que diera un mínimo de estabilidad al ámbito educativo, desde la primaria a la Universidad. Aquí, al parecer, era imposible el consenso. El resultado, aunque oculto o silenciado durante largos años por las autoridades educativas, terminó saliendo a la luz en forma aparatosa cuando el llamado “fracaso escolar” se convirtió en un fenómeno sociológico y cuando los informes comparativos internacionales pusieron de relieve las graves deficiencias formativas de nuestros escolares.
En segundo lugar, la Justicia en su conjunto como pilar fundamental e independiente del Estado de Derecho sufrió los embates y acometidas del poder político. Los socialistas comenzaron el proceso de socavamiento de la independencia del poder judicial (se atribuye a todo un vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra, la consigna o, como mínimo, la intención de sepultar a Montesquieu), pero después la derecha se sintió cómoda con ese control -cada vez menos embozado, cada vez más voraz- del ejecutivo sobre el poder judicial. Como en el caso de la educación, se trataba de cuestiones que no podían aflorar de la noche a la mañana pero que a la larga constituían auténticas bombas de relojería colocadas en los cimientos del sistema. La hipertrofia del ejecutivo en detrimento de los otros dos grandes poderes clásicos, el legislativo y el judicial, conllevó una degeneración del modelo representativo: los partidos políticos se convirtieron en grandes máquinas de acceso al poder o administración del mismo con una organización poco o nada democrática. De hecho, la mayoría de ellos, por no decir la totalidad, se convirtieron en organismos cerrados e impermeables, con una estructura fuertemente piramidal, un comportamiento decididamente sectario y una dinámica cada vez menos disimulada de acatamiento acrítico al líder. De este modo, todo el entramado político partidista, desde las organizaciones de base o barrio hasta los grupos parlamentarios, estaban manejadas por pequeñas camarillas que exigían sometimiento a los militantes, convertidos en disciplinados autómatas a las órdenes de sus superiores. El sistema político adquirió de este modo el típico esquema de la llamada selección al revés: la política expulsaba de su seno a los más capaces y los más críticos y entraban en ella los incapaces que no sabían o podían medrar de otra manera.
No es extraño que un sistema como el descrito termine desembocando en la corrupción. Antes bien, podría considerarse que a medio o largo plazo era la consecuencia natural e inevitable. Es obvio que la corrupción tiene otros factores y escenarios pero, para lo que aquí interesa, un entramado como el que se fue formando a lo largo de varias décadas propiciaba la opacidad y el comportamiento ilícito, por la sencilla razón de que faltaban o fallaban los controles y la transparencia. Donde no hay contrapeso de poderes ni vigilancia se instala más pronto que tarde y de manera inapelable la corrupción. Y eso fue lo que pasó en la España del pelotazo, del negocio fácil, la especulación inmobiliaria y las comisiones. Y como en ningún momento hubo voluntad política de atajar el problema, porque todos de un modo u otro estaban implicados, desde la cúspide a la base, los manejos corruptos fueron extendiéndose hasta estallar de un modo aparatoso. Desde hace tiempo, con razón o sin ella, la opinión pública ha extendido la sospecha a todo el conjunto de la clase política: “todos son iguales”, sin más especificaciones, significa, como es sabido, no que defiendan las mismas ideas sino que todos están donde están –en las instituciones, desde el gobierno a los ayuntamientos, pasando por todos los organismos intermedios- para fines inconfesables. Ese juicio inapelable de la ciudadanía –indudablemente injusto en su universalidad y contundencia- constituye sin duda uno de los factores fundamentales de deslegitimación del régimen.
Hemos citado cuatro grandes fallas del sistema –educación, justicia, partidos y corrupción-. Hay una quinta que pertenece a una esfera muy distinta, la cuestión de la memoria histórica. Se han derramado tantos ríos de tinta sobre ella que se comprenderá que no nos detengamos aquí más que para señalar un par de cosas. La primera y principal, que la transición y el régimen del 78 se construyeron sobre un determinado modo de entender la memoria y la historia. Unos dirán que se hizo sobre el olvido y la traición. Otros, por el contrario, que se edificó sobre el recuerdo lacerante y que se trató precisamente de no repetir los errores del pasado. Sin entrar ahora en polémica alguna, lo cierto es que el resultado inmediato de esas actitudes de los partidos y dirigentes de la transición fue lo que desde entonces se denomina el consenso como instrumento político. El consenso primaba la operatividad –el presente y el futuro- por encima del pasado o del recuerdo del pasado. Dicho de otro modo, se renunciaba de modo explícito o implícito a hacer uso de ese pasado para deslegitimar al adversario porque lo que se pretendía era lo contrario, aceptar al contrincante y llegar a un acuerdo con él. Es verdad que este es un modelo ideal que solo se llevó a rajatabla en momentos puntuales y, sobre todo, que una vez aprobada la Constitución del consenso cada partido utilizó las armas que les resultaron más adecuadas para conseguir sus propósitos. De hecho, el PSOE, sin ir más lejos, usó su más potente arsenal desde los primeros momentos contra Adolfo Suárez, recordándole su pasado franquista. Pero una vez conseguido su objetivo de abatir a Suárez y acceder al poder –con la sacudida intermedia del 23-F-, el PSOE, con una amplia o suficiente mayoría absoluta durante varias legislaturas, no sintió la necesidad de instrumentalizar políticamente el pasado, es decir, usarlo de modo partidista o sectario. Solo cuando a las alturas de 1993 vio peligrar su hegemonía, empezaron los socialistas a intentar deslegitimar a sus adversarios de la derecha aludiendo a sus responsabilidades en el pasado (léase colaboradores, cómplices o herederos de la dictadura franquista). De modo especular y por las mismas fechas, el líder popular José María Aznar, desesperado por la larga permanencia del PSOE en el poder acuñó el marchamo de “la segunda transición”, que de modo más o menos explícito manifestaba como mínimo una cierta insatisfacción con la primera, o sea, con la única transición real.
Con todo, esas controversias interpartidistas no hubieran tenido mayor trascendencia si no hubiera sido por dos factores distintos pero coadyuvantes que se manifestaron en el cambio de siglo: por un lado, la obtención de mayoría absoluta del PP en las elecciones de 2000 desencadenó todas las alarmas en sus adversarios; por otro, el surgimiento en esos años de una nueva generación que no había vivido o protagonizado la transición y que reclamaba ahora con fuerza un ajuste de cuentas democrático con el pasado y en especial la exhumación de los restos de las víctimas de la represión franquista que estaban dispersos por las cunetas o fosas comunes de toda la geografía peninsular. A todo ello habría que añadir un tercer elemento, esta vez externo, la guerra de Irak, que propició una gran agitación social. El descontento de amplios sectores sociales –perceptible sobre todo en las jóvenes generaciones- se exacerbó con un dramático episodio, los grandes atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. El acceso al poder de un nuevo líder socialista, Rodríguez Zapatero, significó entre otras cosas un gran impulso a esas tendencias antedichas que se alimentaban mutuamente: recuperación de la memoria histórica y deslegitimación (o al menos distanciamiento crítico) de la transición. El malestar social quedó latente hasta que la crisis económica golpeó con fuerza al conjunto de la sociedad española. En 2011 un movimiento aparentemente espontáneo tomó las calles y plazas de las grandes ciudades españolas al grito de “No nos representan” (en alusión a los líderes políticos y partidos parlamentarios): era la marea del 15-M (por la fecha de comienzo) o de los indignados (por la actitud de sus integrantes). Aunque el movimiento de masas se fue diluyendo, el sistema político establecido acusó el golpe. Aparentemente todo volvía a su cauce con el nuevo acceso del PP al poder en ese mismo año de 2011. Pero la dinámica desatada era ya imparable. Nuevos movimientos sociales, medios cada vez más críticos y propuestas políticas más audaces se fueron abriendo camino: el fenómeno de Podemos, sus confluencias, allegados y satélites, es el mejor exponente de ese radical cambio social y político. El denominador común, una enmienda a la totalidad al llamado “régimen del 78” desde sus mismos orígenes (cómo se había hecho la transición), en sus propios fundamentos (críticas al rey y cuestionamiento de la monarquía), en sus pilares económicos (rechazo a una oligarquía corrupta) y en su dinámica política (partidos cerrados, viciados, ajenos a la ciudadanía).
El lector que haya llegado hasta aquí contará hasta cinco grandes áreas o ámbitos de problemas que golpean desde hace tiempo al entramado institucional de España, según se han ido desgranando en los párrafos anteriores. Nos queda uno. Hemos dejado para el final, en efecto, el problema fundamental, el que a la postre va a asestar el golpe definitivo al orden constituido en diciembre de 1978. Durante un tiempo, en los años recientes, se pensó que ese golpe decisivo estaba llamado a protagonizarlo el descontento ciudadano, el malestar provocado por la crisis, la movilización de cientos de miles de personas, la impaciencia de las nuevas generaciones… Se habló largo y tendido de la imprescindible regeneración del sistema para dar cabida a las nuevas demandas y las nuevas realidades que habían ido abriéndose paso en estas últimas décadas. Sin embargo, había un problema mayor, perceptible desde primera hora, latente en determinadas fases, emponzoñado en otras, crónico en todas ellas, que ahora estallaba con más fuerza que nunca: la tensión centrífuga, el asunto nunca resuelto de las reivindicaciones de los nacionalismos periféricos. Si durante ciertos períodos parecía que el destinado inevitablemente a romper las costuras del régimen llamado de las autonomías era el nacionalismo vasco –con la punta de lanza del terrorismo etarra-, en los últimos años ha ido dibujándose con nitidez una amenaza mucho más consistente y mejor urdida, la proveniente del nacionalismo catalán.
No nos podemos llamar a engaño ni hacernos los sorprendidos. El problema no viene de ahora sino que hunde sus raíces en el mismo período constituyente: ¿cómo se daba satisfacción a la extendida aspiración al autogobierno de las llamadas –con más o menos fundamento- nacionalidades históricas? ¿Cómo se articulaba en el texto constitucional? ¿Cómo se conjugaba con la imprescindible vertebración del país y la salvaguarda de la unidad de España? Más concretamente, ¿cómo otorgar ventajas, privilegios o simplemente ceder prerrogativas autonómicas a Cataluña, País Vasco y, en menor medida, Galicia, y negar todo ello al resto de regiones y territorios españoles? La solución se plasmó en el llamado Estado de las autonomías, un invento –engendro o chapuza, depende de los matices- a medio camino entre el Estado descentralizado, el federal y el confederal, tomando cosas de cada uno de ellos sin coincidir en todo con ninguno. “Café para todos” dijeron algunos. Una vez más, se trataba de un recurso in extremis para salir del apuro, para obtener la cuadratura del círculo. O, en otras palabras, el castizo “mantente mientras cobro”. A nadie se le escapaba que, si el conjunto del texto constitucional era ya de por sí un delicado equilibrio de juegos y fuerzas, lo relativo al ordenamiento territorial era el triple salto mortal… ¡y sin red! Pero, una vez más, lo cierto es que milagrosamente el andamiaje se sostuvo. Bien es verdad que con no pocas tensiones en un sentido y en su contrario. Mientras que unos tiraban para ampliar las cotas de autogobierno, otros buscaban el modo de frenar una deriva centrífuga que desde el momento en que se había desatado parecía difícil de parar. Andalucía con su referéndum del 28 de febrero de 1980 marcó el camino por el que transitarían el resto de las regiones: ¡nada de autonomías de primera y de segunda! ¡Todas por la misma vía! De este modo, se servía en bandeja una dinámica perversa, pues el techo competencial ganado por una autonomía se convertía pronto en objetivo para todas las demás y a corto plazo en suelo firme a partir del cual seguir reclamando más competencias.
Desde la atalaya actual es fácil ser crítico con los perpetradores del invento, los artífices de la Constitución y los grupos y partidos que la apoyaron (que, dicho de paso, fueron casi todos, salvo los extremos). Si hacemos un esfuerzo de ponderación, debemos reconocer que no había muchas alternativas viables en los momentos en que se emprende la transición. Era imposible a esas alturas construir un sistema democrático sin el concurso de las fuerzas políticas catalanas y vascas, que habían hecho de la cuestión del autogobierno una demanda irrenunciable. Hay quien dice que se podía haber limitado ese autogobierno a los tres territorios clásicos, pero eso difícilmente se hubiera aceptado por el ejército y otros poderes del momento. El problema era que una vez abierto el grifo de vaciamiento del Estado, ¿quien cortaba el agua? No olvidemos que hubo sucesivos intentos para taponar dicha fuga pero unos tras otros fueron fracasando, empezando por aquella diferenciación imposible entre transitar por el camino del artículo 143 o 151 (vía lenta o vía rápida), siguiendo por la LOAPA y sin olvidar, en fin, las sucesivas resistencias de los gobiernos centrales que terminaban siempre erosionadas por la fuerza de los hechos. Por dos, fundamentalmente: primero, como no existe el vacío de poder, en cada autonomía se fue constituyendo una elite u oligarquía local que extraía una gran rentabilidad de la dinámica centrífuga del sistema; segundo, las llamadas minorías vasca y catalana (en realidad solo los partidos nacionalistas de dichas autonomías) se erigieron en garantes de la estabilidad de los sucesivos gobiernos centrales, fueran conservadores o socialistas. Y usaron ese poder en un sentido que podía confundirse con un vulgar chantaje: apoyo a cambio de más competencias y más partidas presupuestarias. Así las cosas, el margen de maniobra de los protagonistas era escaso. Era prácticamente imposible escapar de la dinámica del círculo vicioso.
Una vez más podría decirse que, pese a todos los problemas apuntados y las ostensibles deficiencias del régimen autonómico, el ordenamiento político español resistía los embates con una cierta fortaleza. La cuestión clave en este caso era de naturaleza estrictamente política y no procedía del régimen constitucional en sí sino del encaje en él de los nacionalismos vascos y catalán. Por decirlo sin ambages, la dinámica del Estado de las autonomías resultaba insoportablemente frustrante para las aspiraciones específicas de los mencionados movimientos nacionalistas, hegemónicos en sus respectivas comunidades. Ya fuera porque aspiraban a un reconocimiento explícito y por supuesto legal del hecho diferencial catalán o vasco, ya fuera directamente porque ambicionaban la independencia total de España, lo cierto es que los partidos autodenominados nacionalistas en ambas comunidades plantearon unas reivindicaciones de reconocimiento político que iban mucho más allá de lo que el régimen del 78, por más flexible que se mostrara, podía concederles sin poner en riesgo la propia estructura del sistema. Así las cosas, a menudo surgían voces, sobre todo desde la izquierda, recetando un régimen federal como panacea. Lo cierto es que ni siquiera el federalismo podía satisfacer a esas alturas a los nacionalismos periféricos ni contener sus ansias de romper los límites establecidos. Se ha hablado a menudo de la abierta deslealtad de estos sectores con respecto al orden constitucional español. Sea como fuere, la dinámica centrífuga adquiría visos de desafío sostenido e implacable: se concretó primero en el llamado plan Ibarretxe (2001), que siguió los cauces establecidos y pudo ser desbaratado por el Congreso (2005). Ya en este texto se hablaba del derecho de autodeterminación y se establecían claramente las bases de una relación de igual a igual entre un futuro Estado vasco y el Estado español, reivindicaciones que pese al reflujo de las peticiones maximalistas, nunca han desaparecido del todo del horizonte político del nacionalismo vasco.
Por esas fechas –más concretamente, entre 2004 y 2006- el Parlament catalán discutía las bases de un nuevo Estatut que ampliaba ostensiblemente el techo competencial sobre la base de la definición de Cataluña como nación que aspiraba a autogobernarse con todas sus consecuencias y, por supuesto, libre de trabas externas (léase interferencias españolas). El compromiso expreso del presidente del gobierno español, Rodríguez Zapatero, de suscribir y apoyar el texto que saliera del legislativo catalán se convirtió en un boomerang que golpeó los resortes del sistema. La división entre las fuerzas políticas españolas e incluso entre los propios partidos catalanes no fue obstáculo para que el texto siguiera su curso y terminara siendo aprobado por las Cortes españolas en medio de una áspera polémica, con algunas modificaciones que no contentaron a nadie y, sobre todo, sin que se disiparan las dudas y en algunos casos las alarmas sobre su incompatibilidad con la Constitución. Fue aprobado en referéndum por la ciudadanía catalana en junio de 2006. Recurrido por diversas instancias –entre ellas el PP y el Defensor del Pueblo- ante el Constitucional, lo peor con todo es que el alto Tribunal tardó cuatro años en hacer pública una sentencia que declaraba inconstitucionales 14 artículos, abriendo así una crisis y una frustración que se iban a convertir, convenientemente instrumentalizadas, en el caldo de cultivo del más poderoso movimiento de reivindicación nacional vivido nunca en Cataluña.
Los acontecimientos sucintamente descritos eran solo la espuma de una marejada mucho más profunda que empezaba por el control del nacionalismo catalán de todos los resortes del sistema educativo a lo largo de varias décadas, así como el no menos férreo dominio de los mass media, de manera que sucesivas generaciones se fueron formando e informando en un ambiente de nacionalismo cotidiano, tan natural y espontáneo como el hecho mismo de respirar. Tienen razón quienes señalan que no todo puede imputarse al adoctrinamiento escolar o la manipulación mediática, que muestran claramente sus límites, pero no es menos cierto que se ha ido formando un espeso entramado de nacionalismo banal que solo otorga cartas de ciudadanía a quienes comparten, aunque sean trivialmente, los principios nacionalistas (el buen catalán por oposición al español, botifler, charnego, etc.). Del mismo modo, la calle y los espacios públicos han evidenciado desde la transición a nuestros días el predominio abrumador del catalanismo político y cultural en todas sus formas y manifestaciones. Mientras persistan esas bases, en tanto que no se revierta dicha tendencia o al menos despunte una resistencia no puntual sino sostenida, será difícil cosechar otros frutos que los obtenidos hasta ahora. En un mundo globalizado y cada vez más complejo, el nacionalismo –como el populismo, que tanto se le parece- ofrece respuestas sencillas y eficaces a unos ciudadanos temerosos y confusos. También da respuesta a los indignados en cuanto que señala la fuente de todos los males. El ejemplo catalán es un caso de libro del modus operandi de un movimiento nacionalista: identifica primero a un enemigo –España-, alimenta un orgullo de identidad nacional –ser catalán- y canaliza siempre la frustración económica, social y política en un mismo sentido, a saber, que España es el problema y la independencia, la solución.
Que las elites locales sustentaran ese discurso y alimentaran esos objetivos es algo que a nadie puede sorprender. Que esa oligarquía regional consiguiera el apoyo de un considerable sector de la ciudadanía catalana se puede explicar no solo porque aquella dispusiera de mecanismos ad hoc bien engrasados con dinero público sino por las mismas razones que llevan a muchos a defender el proteccionismo: a corto plazo se extraen réditos indudables de un mercado pequeño, controlable y con múltiples cortapisas para permitir la entrada del foráneo. Por decirlo en términos contundentes, hay mucha gente que vive –y vive muy bien- gracias al procés, del mismo modo que existen múltiples organismos que solo tienen su razón de ser en la política de tensión y adoctrinamiento. Que la inmensa mayoría de la izquierda española haya mirado con simpatía o, como mínimo, una alta comprensión una doctrina tan abiertamente contrapuesta al igualitarismo, la solidaridad, el internacionalismo y hasta la libertad, entra dentro de las patologías ideológicas que vienen de lejos en nuestra historia pero que sin lugar a dudas potenció el franquismo y que perviven mucho después de la muerte del dictador. Una parte de esa izquierda –En Comú Podem- se ha instalado con toda naturalidad en la equidistancia y la ambigüedad, mientras que la más asilvestrada –los grupos antisistema de la CUP- se ha sumado a la lucha nacionalista contra el opresor Estado español más por razones tácticas o simplemente oportunistas que por compartir objetivos últimos, pero esto aquí es cuestión secundaria.
Lo que importa por encima de todo es que desde la mencionada sentencia del Constitucional sobre el Estatuto y muy especialmente desde la formación de una candidatura transversal para las elecciones de 2015 (Junts pel sí), el nacionalismo catalán adopta resueltamente la formulación independentista, alienta movilizaciones masivas en pos de ese objetivo y pone en marcha una serie de mecanismos políticos que tienen como fin último la constitución de una República catalana. Los pasos se han ido sucediendo en este sentido sin que el gobierno español respondiera ante los sucesivos embates con medidas efectivas para detener esa deriva. Sería injusto culpar en este sentido solo al ejecutivo de Rajoy. Siendo ecuánimes, es forzoso reconocer que este gobierno ha proseguido simplemente la tendencia pusilánime y contemporizadora que en líneas generales ha caracterizado al Estado español ante los excesos y chantajes de algunos nacionalismos periféricos. Pero la radicalización –hybris- de unos y la pasividad de otros ha conducido en este caso a una situación peculiar, cuyas características han desconcertado a muchos y que, en mi opinión, no han sido bien interpretadas por la mayoría de los analistas. ¿Adónde nos conduce el desafío independentista?, se preguntaban muchos, perplejos ante una dinámica incontrolada que llevaba a lo que muy impropiamente denominaban “choque de trenes”. ¿Cómo en esa carrera alocada hacia una inviable República catalana no se dejaba resquicio alguno a la marcha atrás, a una negociación seria, a un plan B?
La respuesta creo que puede hallarse en el análisis reposado de la trayectoria de los nacionalismos peninsulares –y en el caso que nos ocupa del catalanismo- en estas cuatro últimas décadas. Unos nacionalismos que se ven a sí mismos legitimados por la historia y, más concretamente, prestigiados por su vitola supuestamente progresista frente a un siempre acomplejado Estado español, tildado en sus pretensiones de mantener el orden constitucional vigente de centralista, autoritario o abiertamente heredero del franquismo. El mantenimiento de este discurso –ampliamente asumido en el ámbito español- ha posibilitado una política de presión constante sobre el gobierno central del signo que fuese con provechosos resultados de obtención de fondos públicos y ampliación ininterrumpida del autogobierno. En los últimos años, el catalanismo no ha hecho más que transitar por esa vía, solo que de modo más acelerado y adelantándose –conviene tenerlo en cuenta- a una pulsión que, aunque latente, se halla también en otras comunidades autónomas. En términos más concretos, ante el recorte del Estatut por parte del Constitucional la continuación por esa misma senda le conducía a una inevitable radicalización. Digo inevitable, naturalmente, recogiendo sus propios parámetros, su lógica interna, la seguida hasta ahora. ¿Por qué no iba a hacerlo así? La experiencia indicaba que el gobierno central –o sea, en último término, el Estado- siempre terminaba reculando si percibía una firme resolución y no digamos ya nada si había dos millones de personas movilizadas (en sus ensoñaciones, Cataluña entera). Analistas y politólogos se preguntaban ingenuamente dónde estaba el seny, la burguesía catalana o incluso las clases medias, profesionales e intelectuales: ¿cómo era posible que marcharan todos ellos, por ejemplo, al paso de los desarrapados de la CUP? La respuesta estaba en la experiencia de estos últimos años, del pujolismo hasta hoy. A todos –unos más, otros menos- les había ido muy bien con ese procedimiento.
La estrategia tenazmente reivindicativa del catalanismo –sin asumir apenas contrapartidas y otras responsabilidades- se había revelado eficaz. Es verdad que ahora se estaba llegando demasiado lejos o demasiado deprisa y se encendían algunas alarmas, pero era más fácil callar que arriesgarse a una denuncia en solitario. Por no señalarse nadie, todos callaban. Por tanto, el procés seguía, ya imparable, su propia dinámica. ¿Hacía dónde? Eso ya dependería de la reacción del gobierno de Madrid ante los hechos consumados. La clave de la cuestión es que gran parte de los embarcados en esa estrategia estaban convencidos de que no tenían nada que perder. Madrid no se atrevería a un sometimiento manu militari. Un gobierno débil y en minoría tendría pronto o tarde que ceder. En el peor de los casos, se llegaría por las buenas o por las malas a un pacto y en este caso los dirigentes catalanistas estaban convencidos que cuanto más se presionara, mejor sería la posición para negociar. Y todo ello sin descartar que el Estado terminara errando gravemente al no modular adecuadamente su respuesta: cualquier medida de tipo represivo contra el pueblo catalán pacíficamente movilizado sería utilizada convenientemente, nutriría el victimismo y, por tanto, revertiría a favor de la causa. Eso fue –y no otra cosa- lo que pasó en el simulacro de referéndum del 1 de octubre. La estrategia no era tan descabellada como en principio podía colegirse de las grotescas declaraciones y la cochambrosa praxis de un conglomerado político heterogéneo –la coalición Junts pel sí-, que no solo mostraba una clamorosa incompetencia factual sino también su incapacidad para canalizar sus objetivos por cauces democráticos o mínimamente respetuosos con su propia legalidad estatutaria. Es verdad que ante esa revolución de opereta, no menos sorprendente resultaba la impavidez del Estado. En concreto, el gobierno se acogía a la virtud de la prudencia, se limitaba a llamar al buen sentido (una formulación muy cara al presidente del gobierno) y, en último extremo, a activar exclusivamente la respuesta judicial que, por su propia esencia, le hacía parecer siempre a remolque de los acontecimientos.
Los sucesos del 1 de octubre constituyeron la piedra de toque en esa confrontación de estrategias disímiles. Escaldado por la burla del anterior simulacro participativo del 9 de noviembre de 2014 y aguijoneado por las críticas hacia su inacción, el gobierno no quiso esta vez perder el pulso –el control de la calle-, pero al actuar tarde, mal y contra objetivos equivocados (la gente común en vez de los dirigentes) le hizo a sus adversarios el regalo más preciado: el control propagandístico de los acontecimientos, lo que hoy se llama el relato. Una visión de los hechos, de consecuencias todavía incalculables en cuanto que ha calado en distintas instancias internacionales, que dibuja un conflicto entre un Estado autoritario y represor, de pulsiones cuasi franquistas, frente a las demandas pacíficas de una comunidad que solo aspira al derecho a decidir. Otra consecuencia nada desdeñable desde el punto de vista institucional es que, ante la gravedad de la situación, tuvo que ser el propio rey, Felipe VI, quien diera un trascendental paso al frente con un discurso firme frente a la intentona sediciosa, una iniciativa que por su tono y las excepcionales circunstancias que le rodeaban ha sido asimilada con razón al famoso discurso de su padre el 23-F. Como suele suceder en estos conflictos, llegados a un determinado punto los acontecimientos se precipitaron sin que los protagonistas pudieran ya controlarlos. De este modo, los independentistas proclamaron una república catalana que ni querían ni en la que creían y, por otro lado, las fuerzas constitucionales apelaron a un artículo de la Carta Magna (el 155) que tampoco querían ni se atrevían a aplicar con todas sus consecuencias. En este trance, cuando parecía superado por los hechos, Rajoy tuvo la habilidad de llegar a un acuerdo con otros partidos que le permitió neutralizar las críticas de un importante sector del estamento político por una decisión siempre arriesgada en el actual contexto español, como es suprimir una autonomía. En especial, era determinante el asentimiento de una parte de la izquierda –el PSOE- que en la cuestión de las reivindicaciones nacionalistas siempre se había mostrado más que comprensiva. Por otro lado, en contra de las predicciones catastrofistas la aplicación light del artículo 155 no trajo sangre en las calles ni resistencia en los despachos. El catalanismo era otro tigre de papel.
La subsiguiente sensación de alivio –hasta que la campaña electoral enconó nuevamente las proclamas de unos y otros- era comprensible pero un tanto engañosa. El conflicto estaba enquistado porque se había llegado demasiado lejos y sobre todo se había atajado demasiado tarde. Aunque no se ha subrayado suficientemente, creo que aquí está una clave fundamental: si algo ha caracterizado hasta el momento este embrollo es el hecho de que todo el mundo ha llegado tarde. Reaccionó tarde el gobierno de la nación, siguiendo la estela de los gobiernos anteriores. Por miedo o falta de confianza en sus propias fuerzas –avasallada por la prepotencia nacionalista- reaccionó tarde la sociedad civil para disputar al catalanismo su visibilidad y los espacios públicos. Reaccionó clamorosamente tarde el tejido empresarial, las grandes, pequeñas y medianas empresas, los bancos y las organizaciones patronales, hasta el punto de que pagaron su cobarde silencio con una aparatosa estampida en el último minuto, cuando vieron que el procés les llevaba al desastre. Podría decirse incluso que ha llegado tarde el propio independentismo, planteando una secesión inviable en el actual espacio de la Unión Europea (de ahí su nulo reconocimiento internacional, su fracaso más espectacular). Ahora bien, una vez dicho todo eso, las espadas siguen en alto entre otras cosas porque el catalanismo ha sido muy hábil para formular sus demandas en unos términos engañosamente democráticos: autodeterminación, queremos votar, tenemos derecho a decidir, somos un pueblo maltratado política, económica y culturalmente, etc. Amplios sectores políticos y sociales –no solo independentistas y no solo catalanes- se han apresurado por convicción u oportunismo a comprar esas aspiraciones democráticas. En particular, la izquierda sociológica, con escaso bagaje democrático y una cierta nostalgia revolucionaria, ha contemplado –quizá no con simpatía pero sí con indulgencia- el desafío a las instituciones (sobre todo porque estaba el PP en el gobierno) sin asumir que no hay democracia sin respeto a la ley. Si las demandas de un sector, por muy legítimas que parezcan, conculcan aquella, entramos en un proceso revolucionario que solo se resuelve mediante la fuerza. Dar satisfacción a las aspiraciones independentistas tal y como se están planteando supondría ni más ni menos que la liquidación del Estado de derecho tal y como hoy lo disfrutamos.
No me voy a extender a estas alturas sobre las causas abiertas por la Justicia y la detención de algunos dirigentes independentistas, factores destinados a enrarecer más el panorama en los próximos meses. Tampoco puedo alargarme sobre el resultado de las elecciones del 21-D. Hacerlo, desbordaría hasta la desmesura los límites de este análisis urgente. Lo esencial, con todo, es la confirmación de lo sabido: la polarización casi al cincuenta por ciento de la sociedad catalana en dos bloques antagónicos. No hay trasvase de votos de una de esas partes a la otra, sino una reordenación interna de cada uno de los dos sectores según la coyuntura. El triunfo de la firmeza de Ciudadanos puede hacernos albergar esperanzas pero a corto plazo la aritmética parlamentaria sigue favoreciendo a los independentistas. Las cinco principales lecciones de los comicios son en mi opinión las siguientes: en primer y principal término, la confirmación de que el artículo 155 se ha aplicado tarde, mal y en una medida harto insuficiente para despejar un panorama endiablado; segundo, que la estrategia del gobierno español ante el desafío independentista ha sido torpe, pusilánime y contradictoria; tercero, que la llamada judicialización del conflicto se ha convertido en un boomerang para el Estado; cuarto, que no se ha atajado convenientemente la dimensión internacional en clave de incomprensión o escándalo (esperpento en Bruselas incluido) y quinto y último, que emerge como algo más que vencedor moral de unos comicios celebrados prematuramente y en clave de plebiscito un dirigente enloquecido como el expresidente Puigdemont. La conjunción de todos esos factores no solo no augura nada bueno sino que deja el campo de juego embarrado y sin alternativas. Las mediaciones, transacciones o acuerdos entre los bloques se antojan hoy por hoy inalcanzables. Y, sin embargo, algo habrá que hacer…
No tengo inconveniente en confesar que antes de la exacerbación del conflicto, era partidario de la reforma constitucional. Mis razones en pro de esta se desprenden de todo lo expuesto hasta ahora. No hace falta asumir el discurso rupturista de Podemos para reconocer que nuestro sistema político está seriamente desgastado y necesita algunos importantes cambios de rumbo, de contenido y de procedimientos, ya sea en forma de grandes pactos, ya como retoques en la Carta Magna o, más probablemente aún, de ambas maneras. Crisis, como se ha dicho en muchas ocasiones, no tiene por qué ser sinónimo de quiebra sino de oportunidad. En principio, podría pensarse que esta crisis debía ser por tanto nuestra oportunidad para reformar las estructuras de un régimen que durante cuarenta años ha funcionado razonablemente bien pero que a estas alturas necesita savia nueva. El problema, como antes se dijo, es de tiempo, en el sentido de oportunidad. Estas iniciativas debieron de llevarse a cabo hace algunos años, antes del deterioro del bipartidismo de facto. Ahora, además, con el estallido del problema catalán, abrir el melón constitucional probablemente acarrearía más inconvenientes que beneficios. Es obvio que hay que repensar inevitablemente el encaje de Cataluña en España con dos millones de ciudadanos en esa comunidad que propugnan la secesión, pero confiar en que esto lo resuelve una reforma constitucional en términos federalizantes es una ingenuidad que ya no podemos permitirnos. Y no paradójicamente por lo que los constitucionalistas estemos dispuestos o no a ceder, sino porque a los independentistas aquí y ahora ya no les basta con dicho encaje, pues aspiran a otra cosa.
Es urgente restañar las heridas para posibilitar la convivencia -en primer término, en el propio seno de la sociedad catalana- pero no se atisba a estas alturas cuáles pueden ser las vías para conseguir no ya una reconciliación sino meramente la conllevancia orteguiana (y esta vez no estaríamos hablando de catalanes y el resto de los españoles, sino de los primeros entre sí). Hace falta mucha flexibilidad y mucha negociación, pero lo que abunda es exactamente lo contrario, la visceralidad y el enfrentamiento. La coyuntura es perversa no solo por ello sino porque provoca cada vez más radicalidad y polarización, como muestran las últimas elecciones. En mi opinión, hay tres rectificaciones fundamentales que deben ponerse sobre la mesa para encarar el conflicto con algo más que los socorridos paños calientes. Primero, el gobierno de la nación –o sea, la instancia que representa a todos los españoles- debe adoptar una postura política activa y no solo reactiva: no puede seguir dejando la iniciativa a los independentistas para luego negociar, doblegarse o resistir sobre las propuestas de estos, como se ha hecho habitualmente en las últimas décadas. La obviedad de que Cataluña no pertenece solo a los catalanes está lejos de ser asumida. Las nefastas consecuencias económicas del procés –contempladas con suicida complacencia por algunos sectores- constituyen una factura que deberá abonar España entera, no solo Cataluña. La huída de empresas y el descenso de los principales indicadores económicos solo favorecen a la postre al corralito del independentismo, que se alimenta del consabido “cuanto peor, mejor”. Por todo ello, el Estado tiene el deber de revertir esa situación con todos los medios a su alcance, abandonando la pasividad mantenida hasta ahora. Nos jugamos mucho en ello, desde la recuperación económica al prestigio internacional.
En segundo lugar, hay que cortar –y cuanto antes, mejor- la tendencia centrífuga ilimitada que ha llevado al colapso político y económico del actual Estado de las autonomías y ha convertido en residual la presencia del Estado en algunas comunidades autónomas. Véase el caso de la educación en manos de las oligarquías locales. Y no me refiero tan solo al adoctrinamiento y la manipulación –como se ha denunciado reiteradamente- sino que apelo al más primario sentido común: no pueden seguir coexistiendo diecisiete planes educativos. Por otro lado, dejar que los partidos y grupos nacionalistas sigan campando por sus respetos no solo conduce a flagrantes derivas de insolidaridad interterritorial (el caso vasco como paradigma) sino que conduce a episodios de xenofobia intolerables, como ese “¡que se vayan!” que espetan los catalanistas a sus conciudadanos que no comparten su credo. Una estrategia, dicho sea de paso, que puede ser tildada de antidemocrática pero no de irracional, pues les dejaría el campo libre para sus objetivos. Y, por último, en tercer lugar, aceptando lo obvio, es decir, que el independentismo es una opción política tan legítima teóricamente como aquellas que se le oponen, hay que exigir a los partidos que sustentan esa doctrina algo tan básico como que cumplan las leyes, promuevan sus aspiraciones y reformas dentro del marco constitucional y que, en definitiva, sean leales al sistema que permite la convivencia libre y pacífica de todos los españoles. Una lealtad, ocioso es decirlo, perfectamente compatible con la aspiración a cambiar todo lo que les parezca o a salirse fuera del propio sistema (eso sí, siguiendo las vías designadas al efecto y respetando la voluntad de las minorías).
El simple hecho de que haya que explicitar nociones tan elementales nos da la medida de nuestra actual desorientación. Peor aún es que, como sabe cualquier observador, esos tres objetivos -que no deberían ser objeto de negociación, sino previos a toda negociación- están muy lejos de ser aceptados y asumidos por las partes. Y lo más grave es que todo indica que tanto el gobierno de la nación como las autonomías se empecinan en marchar en sentido opuesto. Ni el Estado tiene hoy por hoy fortaleza ni determinación para recuperar las atribuciones transferidas, ni las instituciones autonómicas se plantean devolver estas ni los independentistas van a renunciar al permanente sabotaje de un régimen que “ya no les representa”, empezando por la Corona. Así las cosas, incluso las iniciativas más generosas para integrar a los exaltados o las propuestas de ingeniería política para el encaje de Cataluña no parecen que puedan ir más allá de parches para ir tirando. Ya antes apuntamos que, si este diagnóstico es correcto, hasta las propuestas federalizantes, en las que distintos expertos pusieron sus esperanzas, llegarían tarde. Se han dado demasiados pasos en la dirección equivocada y ahora es muy complicado no ya repensar todo sino meramente rectificar. Pese a todo ello, sea como fuere, habrá que negociar, transigir, pactar. Un conflicto de esta gravedad exige que todos los sectores en litigio asuman que es inevitable hacer concesiones, probablemente dolorosas para muchos. Hay que buscar fórmulas para salvar lo esencial, la prosperidad económica que tanto esfuerzo nos ha costado y nuestro sistema de convivencia en paz y libertad. Ya sabemos que el tiempo por si solo no resuelve nada, como no sea la putrefacción de los problemas que no se afrontan. Y no podemos seguir dejando que la fruta siga pudriéndose porque, siendo ahora grave la crisis, lo que venga después será peor.