viernes, 10 de febrero de 2012

Garzón como síntoma

La sentencia del Tribunal Supremo contra el juez Garzón ha polarizado al país. Como era previsible. Pero no tanto por la sentencia en sí como porque el veredicto coincide o se aparta de las posturas a priori que tenían unos y otros. La sentencia y sus fundamentos importan muy poco, por no decir nada. Lo que importa es que se absuelva o condene a "uno de los nuestros" o a "uno de los suyos". Tanto más si ese uno no es uno, sino el adalid, el símbolo, en este caso "el juez progresista" por antonomasia. La justicia en España ha llegado a tal estado de degradación, a tal contaminación partidista (¿recuerdan el chiste de "la ley es igual para todos" que contó el rey en su último mensaje navideño?)que nadie se toma en serio que se juzgue a alguien con imparcialidad y con arreglo a las leyes establecidas, sin favoritismos ni componendas. Los más altos tribunales, empezando por el Constitucional, han marcado la pauta de acomodación vergonzosa a los dictados del ejecutivo o del partido dominante. El mismo Garzón, un juez soberbio, un megalómano insaciable, ha dado múltiples ejemplos en su trayectoria acerca de cómo se aplica la justicia con parcialidad y sectarismo. ¿De qué se queja ahora? ¿De que le apliquen su propia medicina? Y alrededor, a diestra y siniestra, el triste espectáculo de los partidos y otros sectores sociales y políticos felicitándose o escandalizándose por motivos que nada tienen que ver con la justicia. La democracia española no ha entendido todavía lo que es la separación de poderes y el respeto a las reglas. Y sin esto, podrá haber un sistema político para ir tirando, pero no una democracia. Garzón como síntoma... de todo lo que nos queda por aprender y aplicar.

miércoles, 11 de enero de 2012

La mentira como norma

Accede el PP al Gobierno y la primera medida del Consejo de Ministros es subir los impuestos, justo lo contrario de lo que habían prometido en la campaña electoral. Y lo hace un Gobierno que, también en los días previos, se había ufanado de que ellos en todo momento dirían la verdad a los españoles. En el discurso de Navidad, el rey, el jefe del Estado, a propósito de los escándalos desatados en su entorno familiar, proclama que "la justicia es igual para todos", cuando si algo sabe hasta el más lerdo de estos contornos es que en este país, por lo menos aquí y ahora, la justicia dista mucho de ser igual para todos. A estas alturas uno no es tan ingenuo de creerse las promesas electorales ni los discursos institucionales. Es más, no hay que ser puristas ni más papistas que el papa: la vida política, como la vida social, como la vida sin adjetivos, precisa de una cierta dosis de hipocresía. La discreción, las buenas formas, la elegancia y hasta la convivencia misma se nutren de un cierto disimulo. Ir con la verdad por delante a todo trapo nos convertiría al menor descuido en seres zafios y agresivos, poco menos que inaguantables para nuestros semejantes. Pero una cosa es eso y otra muy distinta entronizar la mentira como forma habitual de comportamiento. Porque entonces, en este último caso, es todo el entramado social el que se viene abajo. Tanto poner en primer plano la economía y ahora puede resultar que lo que nos falta para ser un país serio no son sólo los ajustes o el recorte del déficit, sino la capacidad para abordar los asuntos con franqueza, seriedad y rigor. Y un país serio, aparte de tener sus finanzas controladas, tiene que desterrar la mentira como norma.