lunes, 30 de noviembre de 2015

Los que fueron felices en la guerra

De los que fueron felices en la guerra (o, al menos, disfrutaron un rato)


Publicado en Revista de Libros. Blogs. Morirse de risa. 26-11-2015.

http://www.revistadelibros.com/blogs/morirse-de-risa/de-los-que-fueron-felices-en-la-guerrao-al-menos-disfrutaron-un-rato_1


“Un golpe de ataúd en tierra es algo / perfectamente serio”. Como decía un buen amigo mío, hay algo de acongojante en estos conocidos versos de Antonio Machado (“En el entierro de un amigo”, Soledades). Quizá es el tono, el matiz –el ruido seco de la caja en el hoyo-, la expresión redonda… “perfectamente serio”. Seriedad como la única opción posible ante determinados acontecimientos: la muerte, el dolor, la miseria, la guerra. Pertenezco por edad y profesión a esa generación de historiadores que, habiendo nacido bastante después de la guerra (la del 36, claro), han sentido suficientemente de cerca sus consecuencias –sin ir más lejos los rescoldos y prolongaciones del franquismo- como para tomarse en serio, muy en serio, todo lo relacionado con la contienda fratricida. Luego, por si fuera poco, el propio examen de los documentos y los testimonios de primera mano conducen a cualquiera con un mínimo de sensibilidad y empatía a mirar aquello, aparte de otras muchas consideraciones, como una inmensa tragedia. Como toda guerra, evidentemente, pero en este caso no como una guerra de esas que se otean en la distancia o se siguen en las pantallas sino que se sienten a flor de piel.
Dejemos pues claro como punto de partida ese dictamen obvio: que, más allá de las controversias políticas e historiográficas, la guerra civil fue ante todo y sobre todo una catástrofe, un desastre, una calamidad… y puede seguir cada uno poniendo los sinónimos que desee. Bien, ya lo hemos dicho. ¿Y qué más? Pues que habiendo ya pagado el inevitable tributo a nuestra conciencia (y a lo políticamente correcto, ¿por qué no decirlo?), no podemos seguir ignorando una cosa. Que para algunos –no sé si muchos o pocos- de los que vivieron aquella desgracia, la guerra no fue precisamente eso, una desdicha, ni siquiera un pequeño percance sino… otra cosa. Sí, ya sé que están pensando en tipos humanos característicos, el violento, el sádico, el que disfruta con el peligro o que carece de empatía… O quizá se les ha ocurrido el oportunista, el tipo sin escrúpulos o el simple aprovechado que hace su agosto en el río revuelto sin importarle las consideraciones morales o humanitarias. También podría ser válido dentro de esta gama de tipos citar al militante más o menos fanatizado (de uno u otro signo) que, lejos de tomar la beligerancia como un mal, se muestra entusiasmado y gozoso por poder matar y morir por la causa en la que cree. Todos ellos desde luego servirían para mostrar que la condición humana es diversa, desconcertante e impredecible y que, como mínimo, no debe ser contemplada con apriorismos y esquematismos elementales.
Pero, sin embargo, no es de ellos, de ninguno de esos tipos, de los que yo quiero hablar. Mi enfoque se sitúa…, ¿cómo decirlo?, a una altura más modesta, a ras de tierra podríamos decir. Me serviré como punto de partida de las memorias de un humorista hipocondríaco (como él mismo se definía), cuyo provocativo título nos introduce ya abruptamente en lo que quiero decir: Yo fui feliz en la guerra. Chumy Chúmez, pues de él se trata, nos presenta la guerra no como la tragedia que un adulto puede sufrir o lamentar sino desde la óptica de un niño que ve que el mundo se pone patas arriba y con ello se le presenta una ocasión única de vivir lo que en otras circunstancias normales hubiera sido completamente imposible. Dejaré que sea él mismo quien lo exprese. Después de los bombardeos, dice, “salíamos de los refugios para ver los destrozos causados por las bombas. Los mayores intentaban ahorrarnos el horror de ver los cadáveres […] Pero nosotros nos escabullíamos para ver bien de cerca los muertos […] Nosotros éramos felices en aquel hermoso desorden en el que se derrumbaban casas, morían nuestros amigos y, además, para coronar nuestra felicidad, no había escuela”. Desconcertante en su sencillez. Pero las anécdotas concretas son las que verdaderamente nos introducen en la dimensión macabra, en este caso no atemperada sino acentuada por la condición infantil de los protagonistas. Cuenta Chumy que un día un amigo les llevó…

a un huerto solitario y nos enseñó lo que fue durante mucho tiempo nuestro tesoro: la cabeza ensangrentada de una vieja. La había encontrado separada del cuerpo después de un bombardeo y se la había llevado como recuerdo. Era una vecina nuestra. Por la noche oímos los lloros de su familia que había estado todo el día buscando la cabeza de la pobre descabezada. Nosotros no nos atrevimos a decir que la teníamos en nuestro poder. Todas las tardes íbamos a ver cómo le cambiaba el gesto que cada ver era menos humano. Parecía que a aquel fragmento de difunta le hacía gracia nuestra protección. La mimábamos. En el cementerio se habría encontrado más sola seguramente. A la semana estaba ya un poco descarnada y empezaron a asomarle los dientes. Parecía que nos sonreía.

Los juegos y la muerte se entremezclan de tal modo que uno no sabe bien si sonreír o estremecerse. ¡Cuánto partido puede sacarle un niño a un muerto! No ya solo las calaveras sino hasta los propios huesos:

Yo solía ir con mis amigos con mucha frecuencia al cementerio a robar huesos […] Nosotros solíamos coger los cráneos más limpios, quitábamos luego la tierra que estaba adherida a los recovecos interiores y nos los llevábamos al barrio para jugar a los bolos. Vivíamos en una sociedad necrófila porque yo no recuerdo que nunca nadie nos prohibiese nuestros juegos macabros. Al revés. Las vecinas se partían de risa al vernos intentar colocar las tibias en posición vertical sin poder conseguirlo.

Y, en fin, el despertar sexual, como no podía ser menos, se tiñe también de elementos necrófilos:

Las chicas mayores nos habían iniciado en pequeñas liturgias sexuales y algunas niñas, sacerdotisas precoces, se ofrecían gentilmente al sacrificio ritual. Se tumbaban en el suelo y se quedaban quietas como si estuviesen muertas. Nosotros les bajábamos las braguitas húmedas aún por el susto y la emoción de los bombardeos y les acariciábamos sus tiernas entrepiernas.

Otro que vivió la guerra de niño y que también hizo del humor su profesión, José Luis Coll, relata episodios tremendamente parecidos en sus memorias (El hermano bastardo de Dios). ¡Qué divertido, por ejemplo, echar un partidillo de fútbol con cráneos a falta de balones! Con algunos inconvenientes, es verdad: “Las mandíbulas se desprendían. Las que aún tenían dientes picoteaban las baldosas, ya de por sí depauperadas. Las calaveras pequeñas rodaban mejor”. La violencia, la crueldad y la muerte, lejos de presentarse como obstáculos, se incorporan a las coordenadas vitales. No solo se puede vivir con ellas (con-vivir): se puede gozar a pesar de ellas o, lo que es más desconcertante, se puede disfrutar precisamente gracias a ellas, porque crean unas condiciones excepcionales que rompen la monotonía de la existencia. Por lo menos para los ojos de un niño (aunque, me temo, también para muchos adultos). Si los juegos infantiles tienen normalmente un componente sádico, en la guerra o en la represión de la posguerra, ese ingrediente queda legitimado como recreación exacta del mundo de los mayores. “Nuestros juegos –rememora- se hicieron más crueles, más machistas, más despiadados”. Por ejemplo, al compañero del bando contrario se le ata un árbol y se le azota. A renglón seguido, el prisionero era “meado en la cara y en el pecho” por los vencedores. Y si era un jefe, “se le obligaba a cagar sobre un pañuelo, que luego se le restregaba por ojos y boca”.
Bien es verdad que en nuestras coordenadas históricas y sociales quién más y mejor ha popularizado un enfoque cómico de la guerra ha sido el humorista Miguel Gila, hasta el punto de que la expresión “la guerra de Gila” forma parte de nuestro acervo cultural. Es casi imposible encontrar un español a quien no le suenen determinadas expresiones gilescas, empezando, claro está, por aquel recurrente “¡Que se ponga!” que anunciaba disparatadas conversaciones telefónicas con los personajes más variopintos. El teléfono era, como todos recuerdan, el arma preferida de un supuesto soldado que trenzaba disquisiciones desopilantes sobre unos presupuestos completamente surrealistas: “¿Es el enemigo? ¿Ustedes podrían parar la guerra un momento?”. O también aquel inolvidable “¿Por fin cuándo piensan atacar?… ¿A qué hora?… ¿No podrían atacar por la tarde…, después del fútbol?”. Para terminar con aquella tremenda despedida: “Adiós. ¡Que usted lo mate bien!”. Lo de matar bien era chusco pero menos simple de lo que a primera vista parecía porque una de las peores cosas en la guerra podía ser que te mataran mal, o sea, que te dejaran agonizando –sin ese remate que no por casualidad se llama “tiro de gracia”- durante interminables horas y a veces hasta días… Y es que el propio Gila confesó en diversas entrevistas y en sus propias memorias que a él lo fusilaron mal, en este caso por suerte, porque el piquete de ejecución lo componían soldados borrachos que no apuntaron cómo debían…
Hay que reconocer que Gila normalmente hablaba de la guerra sin especificar clara o explícitamente que se refería a la nuestra, la guerra civil, pero la aludida continuidad entre sus escenificaciones y sus experiencias dejaba poco lugar a dudas. Al narrar sus recuerdos como combatiente, Gila refiere anécdotas que bien podrían haber figurado en sus sketches más extravagantes. Así, por ejemplo, aquel episodio en que se encuentra perdido, sin saber dónde están los suyos y hacia dónde tiene que dirigirse. Al fin divisa un grupo de soldados y, creyendo que son los de su bando, pregunta con toda naturalidad: “¿sabéis dónde está el 5º Regimiento?”. Sin darle mayor importancia uno de los uniformados se vuelve y le responde con absoluta naturalidad: “Nosotros somos nacionales. Tu regimiento creemos que está por allí”. Le señala el camino y ahí acaba todo, sin más. ¿Real o inventado? Tenemos todo el derecho del mundo a pensar que la imaginación del humorista ha contaminado sus recuerdos involuntariamente o, en el peor de los casos, que Gila ha asumido su papel hasta tal punto que es capaz hasta de trivializar sus sufrimientos de guerra. Sea como fuere, hay una realidad que trasciende al propio Gila aunque utilicemos su apellido para caracterizarla: lo que queremos decir con ello es que, como está ampliamente documentado, la guerra civil tuvo situaciones y episodios grotescos, casi surrealistas, que podían situarse por derecho propio en el esperpento, es decir, lo que vulgarmente conocemos como “la guerra de Gila”.
Por ejemplo, lo de hablar de una trinchera a otra a voz en grito o con un altavoz no es un invento del humorista. A veces se hacía eso por iniciativa o con el consentimiento de los mandos, que entendían que una guerra de alpargatas como la nuestra debía tener, por lo que tocaba a los planteamientos ideológicos, su correspondiente dosis de propaganda cutre. Era más eficaz –o así lo entendían los concernidos- apelar al estómago que a los grandes ideales. Como decía una versión bufa del “Cara al sol” estaba bien lo de colocarse “Cara al sol / al sol que más calienta”. Cada bando prometía a sus contrincantes buenas raciones de comida, tabaco y alcohol si desertaban y se unían a sus filas. Los franquistas llegaron a prometer tres horas de siesta a los republicanos que pasaran a engrosar sus líneas. Pero no siempre era una cuestión de propaganda o, como diría Gila, de “desmoralizar” al contrario (recuerden el chiste del enano montado en el 600 para suplir la falta de tanques: “no mata, pero desmoraliza…”) A menudo, cuando las trincheras estaban estabilizadas y relativamente próximas, se trataba simplemente de diálogos de parte a parte, con las más peregrinas excusas o incluso sin ellas. Al fin y al cabo el enemigo hablaba el mismo idioma o incluso podía ser vecino, paisano, conocido… En la guerra no solo se matan hombres: casi tan importante como esto era matar el tiempo. De ahí que hubiera tantos tiempos muertos, que se hacían más insoportables por el frío, el hambre, el cansancio, los piojos… Los que podían lanzaban un globo sonda: “¡Eh, los del otro lado…! ¿Me oís?” Era el primer paso. Si había respuesta, de ahí a la confraternización había solo un paso, que se dio con frecuencia.
A pesar de que los oficiales prohibían por razones obvias esas manifestaciones de concordia con el enemigo –y amenazaban con draconianos castigos a quienes las pusieran en práctica- hay constancia de que se dieron con bastante frecuencia. Lo que nos interesa subrayar aquí es el aspecto de guerra chusca que ello inevitablemente conllevaba. Así, por ejemplo, en los citados tiempos muertos, los combatientes salían de sus trincheras respectivas, intercambiaban cigarrillos, periódicos o comida, compartían algunos tragos, se contaban impresiones y experiencias y a menudo hasta se abrazaban. En alguna que otra ocasión nos consta que se pusieron de acuerdo para salir a cazar perdices. Otras veces preparaban juntos alguna comida especial: con decir que a estas expresiones de camaradería se las llamaba “hacer paella” ya está dicho todo. Luego, cuando acababa la fiesta –normalmente al caer el sol- cada uno regresaba a su puesto. Aquella misma noche o al alba del siguiente día podía comenzar un ataque y podían ser muchos los que perecieran por una granada lanzada por la mano que poco antes habían estrechado o incluso por el disparo a bocajarro de quien les había estado abrazando. Como siempre sucede, la realidad supera a la ficción y, en este caso, hasta al humor absurdo.
Lo malo de las guerras, si adoptamos una perspectiva gilesca, es que producen muertos. Si son muertos lejanos, pase. Pero si están cerca, resultan molestos. Los cadáveres huelen, mejor dicho, hieden, apestan. Y a veces, cuando se quedan en medio de una tierra de nadie, sin enterrar, descomponiéndose poco a poco, echan un pestazo insoportable. Claro que siempre quedaba la posibilidad de ponerse de acuerdo de trinchera a trinchera para retirarlos. Y, de paso, compartir como antes apuntábamos alcohol, tabaco, algunas provisiones. Y gastar bromas, contar chistes, reír abiertamente. Y hacer así de todo ello el mejor momento del día. Algunos estudiosos de la guerra civil –pocos, a decir verdad- han indagado en esas condiciones materiales de vida que se dan en las trincheras o en los frentes de batalla. Así, por ejemplo, el hispanista Michel Seidman. Termino mi reflexión con un apunte que tomo de uno de sus libros, A ras de suelo, que pone de relieve cómo la confraternización entre los supuestos enemigos llegaba a tales niveles –no solo de diversión puntual, sino de absoluta complicidad- que se comprometieron en algunas ocasiones en avisar al bando contrario “si los oficiales ordenaban un ataque”. Y cuando algunos recién llegados -esto es, no avisados de las costumbres del frente- disparaban sus fusiles, del otro lado surgía una protesta a voz en grito: “¡Eh, no tirar, que nosotros no tenemos la culpa!”. Al final resulta que los chistes de Gila eran, no ya realismo, sino puro costumbrismo.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Historia alternativa del siglo XX

Historia alternativa del siglo XX. Más extraño de lo que cabe imaginar. John Higgs. Traducción de Mariano Peyrou. Taurus, Madrid, 2015. 360 pp.

Publicado en El Cultural, 13-11-2015.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Historia-alternativa-del-siglo-XX/37234

¿Se puede entender el siglo XX? La pregunta puede parecer elemental pero sería bueno que nos contuviéramos unos segundos antes de contestar de forma afirmativa, que es lo que en principio nos pide el cuerpo (o las exigencias de la razón humana, que difícilmente admite que algo sea incomprensible). Todo dependerá, como se le alcanza a cualquiera, del nivel al que queramos colocar el listón del mencionado entendimiento. Si nos limitamos a lo más sencillo, a constatar lo evidente, diremos con el autor de esta obra que hay miles de libros de historia del siglo XX. La mayoría de ellos, “escritos por políticos o periodistas”, es decir, “con una fuerte orientación política”. Hay otros muchos libros que analizan el arte o la ciencia, pero coinciden con los anteriores en que “convergen en autopistas muy transitadas”. El polifacético e inquieto John Higgs (periodista, productor y ensayista de variado registro) se propone adoptar un punto de vista diferente.
Su punto de partida es una extraña impresión que le surge al visitar una exposición en la Tate Modern londinense. El brusco tránsito de un siglo XIX idílico a un XX angustioso le lleva a una reflexión perpleja e inquietante: “¿qué demonios le sucedió a la psique humana a comienzos del siglo XX?” La historia tradicional, con su insistencia en los eventos más llamativos (guerras, crisis económicas, revoluciones, etc.) “no logra explicarnos el paso al mundo actual”. Hace falta, sugiere Higgs, un cambio de perspectiva: “observar lo que fue verdaderamente nuevo, inesperado y radical”. Aunque no nos guste, debemos admitir que “el territorio del siglo XX incluye zonas oscuras, bosques espesos y profundos” que desafían las explicaciones convencionales. No es menos cierto, por otro lado, que hallar “un sendero distinto para recorrer este territorio es un reto formidable”. Ese el reto que se propone Higgs en esta obra.
Es verdad que este libro trata de las grandes guerras, los cambios políticos, las crisis económicas, los avances científicos o las innovaciones artísticas, como no podía ser menos, porque todos esos elementos forman parte del siglo XX. También menciona en múltiples ocasiones a Hitler, Stalin, Margaret Thatcher, Einstein, Bertrand Russell, Joyce o Picasso, porque ellos son algunos de los grandes protagonistas de la época que ningún ensayo puede obviar. Pero incluso cuando aborda lo más inexcusable o consabido, lo trata de hacer desde un ángulo diferente. Y siempre, en todo caso, Higgs busca el hecho nimio o el personaje de tercera fila –los ingredientes habitualmente desechados en las historias tradicionales- para convertirlos en exponentes o símbolos de un momento histórico determinado. Por si ello no fuera suficiente, el autor se empeña en hallar los lazos ocultos que ligan acontecimientos y protagonistas de mundos distintos, incluso contrapuestos: así, menciono para que se hagan una idea, vincula el terrorismo anarquista con la teoría de la relatividad, coloca “La interpretación de los sueños” de Freud tras relatar el estreno de “La consagración de la primavera” de Stravinsky y aludir a Sherlock Holmes, o explica los más alambicados conceptos de la física cuántica (Max Planck) atendiendo a una analogía desconcertante (una supuesta foto de Putin peleándose con un canguro).
Eso significa sobre todo, una cosa: si el lector quiere disfrutar este ensayo, tendrá que librarse de sus prejuicios o de ideas convencionales para entrar en el juego que le propone Higgs. Es obvio que no todo el mundo entiende ese tipo de trato y no podemos dejar de mencionar que el autor muchas veces se pasa, como decimos coloquialmente. Si están buscando un análisis sesudo y profundo de los grandes vectores del siglo, es evidente que este no es su libro. Higgs peca de superficialidad, es cuanto menos impreciso, no discrimina muchas veces lo anecdótico de lo sustancial y mete demasiadas cosas heterogéneas en el mismo saco. “Los genocidios –dice, por ejemplo- surgieron al confluir la tecnología, el nacionalismo, el individualismo y la llegada al poder político de algunos psicópatas” (p. 111). Ahora bien, si entran en el juego, es muy posible que pasen un buen rato. El libro se lee con facilidad, es ameno y en muchos momentos fresco y sorprendente. Y reconozco que en algunos pasajes hasta hace que nos replanteamos algunas verdades establecidas. No es poco.

jueves, 12 de noviembre de 2015

¿Qué es lo que te hace tanta gracia? (y II)

Publicado en Revista de Libros. Blogs. Morirse de risa. 12-11-2015.

http://www.revistadelibros.com/blogs/morirse-de-risa/que-es-lo-que-te-hace-tanta-gracia-y-ii

No sé si han oído hablar de Sarah Silverman. En España creo que no es muy conocida, aunque he pescado algunas referencias en internet, pero en Estados Unidos es al parecer relativamente popular por sus intervenciones en el mundo del espectáculo. Ya saben, ese espécimen típicamente norteamericano que combina improvisación, desenvoltura y comicidad, y que sirve tanto para escribir sketches o guiones como para actuar delante de las cámaras interpretando al modo convencional o simplemente haciendo de sí misma. Silverman ha jugado con frecuencia a transgredir lo políticamente correcto, por decirlo suavemente, con sus referencias por ejemplo a las minorías -chinos, negros o judíos-, aunque ella misma procede de familia semita. Juzguen ustedes su sentido del humor y, como suele decirse, echen unas risas: aludir a una vagina diminuta le lleva a citar a la Barbie aunque, aclara, no a Klaus Barbie, el carnicero nazi; y, bueno, hablando ya de nazis, “esos idiotas hijos de puta, llorones, malditos”, hay que reconocer que de pequeños eran (¿o son?) adorables. De pequeños, ¡eh…! Porque de mayores, como dice su sobrina, mataron a “60 millones de judíos”. Pausa. ¿60 millones? Sarah corrige: “Creo que fueron 6 millones de judíos”. Vale, dice la sobrina, “pero… ¿cuál es la diferencia?” “La diferencia es que 60 millones es imperdonable, jovencita”. Risas generalizadas del público. ¡Estas cosas del Holocausto! Sorry, corrige rápidamente, “supuesto Holocausto”. Más risas incontenibles. Su abuela, “gracias a Dios, estuvo en uno de los mejores campos de concentración”. Ja, ja, ja… Aunque, dejémonos de bobadas, “si los negros hubiesen estado en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto no habría ocurrido… O no a los judíos”. He hecho una traducción aproximada. Si tiene interés, el vídeo con esa intervención –dura pocos minutos- está a disposición de cualquiera en internet con el título de Sarah Silverman on the Holocaust.
He empezado citando esta intervención de la comediante norteamericana casi al azar, como podría haber elegido otros cientos de casos y ejemplos casi intercambiables, extraídos de cualquier programa de entretenimiento de cualquier país o lugar del mundo, porque son innumerables los humoristas, actores, presentadores y demás fauna del mundo del espectáculo que se dedican diariamente en los más variados foros a desempeñar una labor parecida. (Por cierto, si no han valorado mucho a la tal Silverman, sepan al menos que según Arcadi Espada, esta es, junto a Ricky Gervais, Bill Hicks o Lenny Bruce una representante del “humor negro gracioso sobre temas sensibles”: “10 reflexiones sobre el humor negro”). Aquí, en el fondo, la cuestión es muy simple: se hable de lo que se hable –política, sexo, religión, etc.- o, si se prefiere en términos más concretos, genocidios, estupros, profanaciones, etc., se juega con dos variables, provocación y límites. No hay humor o, por lo menos, humor del bueno, sin provocación. A su vez, no hay provocación si no se desafían los límites, sea de lo establecido culturalmente, sea de lo que antes se llamaba el “buen gusto” o sea en fin de lo que ahora se denomina lo “políticamente correcto”. Todo lo cual remite en última instancia a si debe o no haber límites. He leído por ahí a algunos abanderados de la libertad –por ejemplo, el antes citado Ricky Gervais- que dicen abiertamente que no, que el humor no admite límites. Todo límite impuesto o autoimpuesto es estigmatizado con la palabra talismán: “¡censura!” ¡Vade retro, Satanás!
El punto de partida de mi reflexión, sin embargo, es bien distinto. Baste pensar, simplemente, en nosotros mismos, en cada uno de nosotros. Hay muchas cosas que, casi con plena seguridad, a ninguno de nosotros nos va a hacer nunca mucha gracia, si estamos en nuestros cabales. Ponga cada cual los casos que prefiera: que se nos diagnostique una enfermedad dolorosa o incurable o que eso mismo le pase a la persona o personas próximas, que nos ataquen violentamente, que destruyan nuestra casa o nos expulsen de ella, que violen a nuestra hija, que se mueran nuestros padres (y no digamos ya un hijo) o, en términos menos dramáticos, que debamos hacer frente a una deuda inmediata que no podemos saldar. En todas esas situaciones, como delata el lenguaje más cotidiano, “no estamos para bromas” y si alguien pese a todo se empeña en bromear, no nos va a hacer ninguna gracia. Hasta el representante en la tierra del Dios del amor y la caridad, el papa Francisco, ha mantenido en un contexto muy discutible (el atentado contra Charlie Hebdo) que un insulto o una broma -que para esto tanto da- a alguien querido como una madre puede conllevar de forma natural un buen puñetazo al insolente o al desconsiderado.
Se dirá, sin que falte razón, que los casos aducidos se refieren a circunstancias personales, es decir, son cuestiones o problemas de contexto. Esto es precisamente lo que defiende el humorista Darío Adanti en Sin puta gracia. Lo ilustra con unos ejemplos muy sabrosos. Así, dice, “follar es una cosa maravillosa que no sólo no tiene nada de malo sino que, además, tiene todo de bueno (…) pero (…) no está bonito ponerte a follar frente al ataúd de tu abuelo en pleno velorio...” Se podría decir también, argumenta, que “el humor es como el sadomasoquismo, un juego entre partes que aceptan jugar a ese juego”. Por cierto, si hablamos de humor negro, “el sadomasoquismo también duele un poco”, pero gusta precisamente por ello. En definitiva, adonde quiere llevarnos Adanti es al reconocimiento de que el humor es un género de ficción, una representación que exige un acuerdo o pacto implícito entre todos los que van a participar en él o de él: “Entonces puedo concluir que lo que debe tener límites no es el humor sino el cuándo y el dónde de la representación del humor como acto. Es decir: lo que limita al humor es su contexto. Ese, amigas y amigos, es su límite”.
Las razones de Adanti serían convincentes si el humor y, sobre todo, el humor bestia –dicho sea así también a lo bruto, para entendernos- se practicara en recintos cerrados con oficiantes y espectadores que asistiesen libremente al espectáculo, como pasa con los clubs de intercambio de parejas, las citas sexuales y la pornografía en general. En una sociedad libre cada cual puede practicar sexo con quien desee y de la manera que desee, pero hay unos límites estrictos para que eso no afecte, dañe o simplemente moleste a otros. ¿Tiene límites la pornografía? Si es consentida y entre adultos, los límites serían muy difusos pero si afecta a menores o a los espacios públicos de convivencia ciudadana, está claro que sí. ¿No podríamos decir lo mismo del humor agresivo o incluso del humor faltón cuando traspasa determinadas barreras y llega a sectores ajenos, hiriendo determinadas sensibilidades? Olvidémonos ahora de las caricaturas de Mahoma y el integrismo y pensemos simplemente en las sensibilidades de determinados colectivos de nuestra propia sociedad tolerante, descreída y de vuelta de todo? ¿Estamos dispuestos en serio a aceptar cualquier provocación, no en un museo, un espectáculo o incluso una pantalla de internet o televisión (ámbitos relativamente acotados) sino en la plaza pública, en las iglesias, en sede parlamentaria?
Ya dije en la primera parte de esta reflexión que no entro ni quiero entrar en el terreno estrictamente legal. No estoy hablando de lo que deba o no permitirse –ni si tal asunto debe competir a instancias políticas o simplemente al Código Penal- sino de una cuestión anterior y más básica, nuestro umbral de permisividad, aceptación o tolerancia. En el humor, como bien decía antes Adanti, el contexto es fundamental. Pero entiéndase bien: eso significa que cuándo y cómo se dice algo puede ser más importante que el qué. Sin olvidar los quiénes, el emisor y el receptor. Para no andarme por las ramas, pondré un ejemplo un tanto zafio: ¿por qué no construimos un Auschwitz de bolsillo en la Plaza Mayor, ponemos en pelota picada a varios cientos de inmigrantes y les damos un susto duchándolos con gas inocuo? A ellos no les pasaría nada al fin y al cabo y nosotros… ¡lo que nos reiríamos! Ya lo decía Gila cuando hablaba de cómo se lo pasaba bien la gente del pueblo. “Somos muy amigos de las bromas”. Tanto, que cuando el Indalecio se electrocuta porque le dicen que los cables de alta tensión son los de tender, el propio padre, muerto de risa, confiesa: “me habéis dejado sin hijo pero… ¡me he reído…!” ¿Y la mujer del boticario, que se enfada porque han degollado al marido con un cepo de lobos? “Como le dijo mi madre… si no sabe aguantar una broma, márchate del pueblo”.
El humor negro de Gila no incomoda porque no ubica a sus protagonistas como seres reales en unas coordenadas identificables. En sus chistes, el parecido con una realidad reconocible debe quedar como pura coincidencia. Humor negro, pero absurdo. ¿Absurdo? ¿Seguro? Depende de cómo se mire. En nuestra guerra civil, como en general en casi todas las guerras, los soldados se han divertido mucho con fusilamientos simulados. Ya saben, se toman la molestia de preparar toda la parafernalia al amanecer, leer públicamente la lista de los elegidos, hacer la saca, transportar a los prisioneros, reír a mandíbula batiente cuando algunos de ellos se hacen encima sus necesidades menores y mayores, alinearlos ante el paredón así meados y cagados (¡ja, ja, ja, qué pestazo!), formar de inmediato el pelotón y luego… “preparados, apunten, ¡fuego…!” Entonces suenan los clicks de los fusiles, solo eso, sin disparos ni pólvora ni balas. Aun así, algunos de los reos se desploman, como si de verdad hubiesen sido pasados por las armas. Las carcajadas del pelotón se expanden incontenibles…. ¡Ja, ja, ja! ¡Desgraciados, os lo habéis creído! Dicho en los términos soeces que el jocoso acontecimiento se merece: ¡para mearse de risa!
La cuestión es que, nos guste o no reconocerlo, el humor negro se ubica en el contexto de situaciones que objetivamente son poco graciosas. (Si les parece excesivo el adverbio “objetivamente” no tengo reparo en cambiarlo por “a priori” o “aparentemente”). En esta ocasión la definición que proporciona el DRAE es enormemente precisa: “humorismo que se ejerce a propósito de cosas que suscitarían, contempladas desde otra perspectiva, piedad, terror, lástima o emociones parecidas”. Tan solo falta un matiz: que esa “otra perspectiva” es la que primero nos asalta habitualmente, la más espontánea. La razón de ello es fácil de explicar. El combustible del humor negro es el mal (más ajeno que propio, digamos de paso) y el mal por antonomasia es la muerte, lo que conduce a ella o lo que se asocia con ella (dolor, enfermedad, pérdida). La empatía que funciona normalmente en los seres humanos mueve a una cierta compasión, lo que significa literalmente que de algún modo nos ponemos en lugar del otro, del que sufre, y le comprendemos y hasta cierto punto compartimos su aflicción.
Permítanme decir ahora lo que dejé incompleto en la entrega anterior. El humor no es tragedia más tiempo, como decía Woody Allen, porque el factor determinante no es exactamente este último, sino la distancia, el distanciamiento para ser más exactos, sea este espacial, temporal o figurado. Puedo hacer un chiste sobre una víctima del terrorismo al cabo de los años o incluso ahora mismo si el atentado se ha producido a mil kilómetros de distancia, pero seguro que no lo hago si el suceso se ha producido en la puerta de mi casa y mucho menos si me ha afectado a mí o alguien próximo. El humor negro se mueve en el filo de la navaja de ese distanciamiento, que es por esencia hiriente, pero sin apartar totalmente de su horizonte la empatía, aunque sea para provocar. Por eso no funciona como chiste negro la fumigación de insectos pero sí el hecho de gasear a seres humanos.
Por todo ello en definitiva no llegaremos a puerto alguno desde mi punto de vista si nos empeñamos en circunscribir la cuestión del humor negro a una cuestión de límites. Porque pongamos donde pongamos dichos límites, el objetivo del humor negro será siempre ponerlos a prueba, desafiarlos. La provocación es consustancial al planteamiento jocoso y más en este ámbito. El problema es que la provocación está al alcance de cualquiera. Para entendernos, ese es el nivel de los quizá cientos de miles de chistes que cualquiera puede ver en miles de páginas de internet. Chistes del tipo “¿Qué hace un negro con 4 bolsas de basura? Una foto familiar”. “¿Cuál es la parte más dura de un vegetal? ¡La silla de ruedas!” Lo que falla aquí, simplemente, es el humor, sin más, sin adjetivos. No es una gracia: es una grosería, aunque concedo que es una grosería que a algunos puede hacerles gracia. Si están pensando en que pongo el listón muy bajo, les recuerdo que el gran Stockhausen reaccionó ante el 11-S diciendo que “lo que ocurrió allí fue la mayor obra de arte que jamás haya existido”. Y el gran Baudrillard apostilló: “Las Torres Gemelas fueron una perfomance absoluta, y su destrucción fue también una perfomance absoluta”. Ambos testimonios los recoge Servando Rocha en un caótico libro que, a tono muy acorde con los pirados que pueblan sus páginas, lleva el título de La facción caníbal.
La provocación inteligente está al alcance de muy pocos. Tomando como referencia la anterior definición del DRAE, llamo provocación inteligente a la que nos fuerza a ver la realidad desde otra perspectiva, enriqueciendo nuestra percepción de la misma y poniéndonos cara a cara con nuestros dilemas y contradicciones. Eso, pero sin alharacas ni engolamientos, es lo que hacen los grandes artistas del humor negro. Ante el genio de esos pocos, palidecen buena parte de las consideraciones anteriores. No, no piensen que voy a citarles a Swift, Quincey, Breton y popes parecidos sino nombres más cercanos. Ni siquiera quiero remontarme a Quevedo. Me basta decir, por ejemplo, que el distanciamiento se conjuga de manera natural con la empatía en obras maestras como El verdugo, de Berlanga. O en las viñetas de humor cruel de Summers o de humor pesimista de Chumy Chúmez, pongo por caso. Que se concibieron y se realizaron, conviene subrayarlo, en pleno franquismo. Cuando las sonrisas que no eran del régimen (Solís), sino contra el régimen, podían salir bastante caras.
Claro que, a lo mejor, llegados aquí, conviene ya que saque el último as que tenía en la manga: porque, la verdad, con tanto hablar de gracias, risas y sonrisas les he tratado de despistar un poco, como hace el prestidigitador para que no le descubran el truco. En fin, lo confesaré sin ambages y, como terminaba Fraga sus exabruptos, “no diré más”: para mí el mejor humor negro no es que el me hace reír sino el que me hace pensar.

¿Qué es lo que te hace tanta gracia? (I)

Publicado en Revista de Libros. Blogs. Morirse de risa. 29-10-2015.

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Todo empezó cuando al tratar de un coger un libro del altillo de la estantería cayó al suelo un pequeño volumen cuya existencia yo desconocía o simplemente había olvidado. Humor negro decía en la portada. En efecto, enseguida comprobé que era una simple recopilación de chistes. Lo abrí al azar y dio la casualidad de que lo primero que encontré fue ese que dice… “cómo meter a cinco millones de judíos en un seiscientos” que yo me niego a completar aquí, porque no me da la gana. O sea el mismo chiste, exactamente el mismo, hasta con las mismas palabras, que provocó la tormentilla política de hace unos meses en el Ayuntamiento de Madrid que desembocó finalmente en la renuncia del edil Zapata a la concejalía de Cultura. Reconozco que mi primera sorpresa derivaba de mi ingenuidad: ¡yo que creía que el supuesto chiste en cuestión se lo había inventado el concejal de marras y resulta que… (miré la fecha de edición del librito) ya estaba en circulación… en 1989! Después caí en la cuenta de que si hablaba del Seiscientos era porque a lo mejor venía de los años sesenta. En fin… Seguí hojeando y ojeando y hallé al lado una viñeta con un hombre que saca a pasear a su mujer con cadena y collar de perro y que le dice a otro caballero a modo de excusa: “Es que esta semana se ha portado bien”. Vale tío. Sigo pasando páginas y llego a la sección de minusválidos. “Lo único que me consuela de haber nacido sin piernas es que de grande me llegará la picha al suelo”. Y así decenas, más aún, cientos de ellos…
Cierro el librito y me quedo pensativo, sentado en el suelo. ¿Qué tienen en común los múltiples chistes que he leído? Lo primero que se me ocurre es que son casi “intemporales”, es decir, como “de toda la vida”, chistes que no evolucionan, que se repiten clónicos de generación en generación desmintiendo el tópico ese de que hoy, con facebook, twitter y compañía, la estupidez se ha acrecentado. (En todo caso, pienso, las tonterías se han amplificado con esos nuevos altavoces, pero siguen siendo las mismas). En segundo lugar, tengo la impresión de que en sí son chistes malos, incluso muy malos, pero…, no sé, a lo mejor es una valoración muy subjetiva. Haré como Descartes, partiré de un principio irrebatible: no sé si son buenos, malos o regulares, pero lo que si sé es que ninguno de ellos me hace ni pizca de gracia. Entendámonos: no digo que me molesten ni nada de ese tipo. Me dejan indiferente o, en todo caso, me provocan esa incomodidad que produce perder el tiempo oyendo a un pelmazo. Dicho de otra manera, mi reflexión no va en la línea de cuáles son o deben ser los límites legales para el humor hiriente o la burla en una sociedad libre. Sobre esto se ha dicho ya todo o casi todo y últimamente se han repetido los alegatos en uno u otro sentido –por cierto, también los argumentos de siempre- con ocasión del atentado integrista contra Charlie Hebdo para vengar las supuestas caricaturas ofensivas contra el Islam. Tampoco quiero hablar ahora exactamente de lo socialmente admitido y de lo políticamente correcto, tan trufado a menudo de cálculos oportunistas, intereses sectarios y valoraciones hemipléjicas: como todo el mundo sabe, no es lo mismo meterse –si hablamos de religión- con la Virgen María que con el Profeta; no son lo mismo los gitanos que los judíos –si hablamos de grupos étnicos- o, incluso en un terreno más cotidiano, como ya advirtió el inefable Chumy Chúmez, suelen ser más objeto de chanza los sordomudos o los gangosos que los discapacitados psíquicos.
Retomo el hilo. Lo que me planteo es la esencia –o lo que a mí me parece la esencia del asunto-: qué nos hace gracia en la desgracia, normalmente ajena, aunque a veces también propia; qué encontramos de humorístico en situaciones profundamente desdichadas; por qué nos reímos del mal, del dolor, del sufrimiento, de la angustia, de la desesperación. Ya, ya lo sé, si nos queremos poner campanudos, podemos trazar un gran arco que vaya del estoicismo antiguo al pesimismo contemporáneo, es decir, de un Séneca o un Marco Aurelio a un Schopenhauer o un Sartre, por poner nombres señeros, que pergeñan una vida humana trágica en un universo inclemente. En ese contexto, la risa sería la forma que adaptaría la inteligencia consciente. Si me apuran, podría considerarse hasta la única rebelión posible. Podríamos decir algo parecido con los términos de andar por casa: “reír para no llorar”. Dejaremos para otra ocasión decir algo más sobre todo ello. Aun así, reconozcámoslo, con planteamientos tan panorámicos se nos desdibujan los perfiles. Hay que ir más a ras de tierra. Pero me interesa dejar claro desde ahora mismo que, si están buscando respuestas y soluciones, dejen de leer ahora mismo. Si siguen, conviene que sepan y asuman que no se las voy a dar. Por lo menos aquí y ahora. Más adelante, si prolongamos esta reflexión en otras entregas, ya veremos. Ahora es el momento de las preguntas, de los interrogantes.
Hay que preguntarse por ejemplo: ¿se puede encontrar humor en la vida –es un decir, claro- de los campos de concentración nazis? Parafraseando a Adorno, ¿puede haber humor, no después, sino durante Auschwitz? Pues si nos atenemos a la mera comprobación empírica, la respuesta obviamente es que sí, porque se han escrito relatos y se han realizado películas que han encontrado motivo para la risa en tan atroces circunstancias. Para citar un ejemplo que todo el mundo conoce, ahí está el filme de Roberto Benigni La vida es bella. Si he de ser sincero, tendría que confesar que yo, que no encontré gracia alguna en la citada película, no pude contener la risa al leer en el relato semiautobiográfico del Nobel Imre Kertész Sin destino el episodio en el que cuenta cómo calla la muerte de un compañero y convive con el cadáver en el mismo lecho para tener doble ración de comida. No sé si fue por la forma en que lo cuenta Kertész o por la propia necesidad que tiene el lector en un momento dado de relajarse o distanciarse de la tragedia, pero lo cierto es que sí, para mi propia sorpresa, me hallé a mí mismo… ¡riéndome! ¿Quién no recuerda momentos de su vida en que no puede contener la risa en momentos, no ya algo inconvenientes, sino señaladamente impropios?: una sala de hospital con enfermos terminales, un velatorio, un entierro, una cremación, un pésame…
Claro que todo esto no deja de ser una simple constatación de hechos y en modo alguno nos resuelve las preguntas anteriores sobre qué es lo que nos lleva a reír. Porque, además, no lo olvidemos, el proceso dista mucho de ser simple y unilateral: risa y profunda repulsión por esa misma risa forman una madeja que en cada caso y en cada circunstancia cada persona debe devanar. Recuerdo que cuando el famoso secuestro de Ortega Lara circulaba un chiste que a mí me pareció repulsivo, aquel que te pide el nombre de una planta que no necesita luz para vivir y cuya respuesta es… ¡la ortiga Lara! Y siempre me ha impresionado por su brutalidad machista aquel otro viejo chiste de los soldados que asaltan al convento y se disponen a cepillarse a todas las monjas. Cuando la madre superiora pide piedad al menos para la novicia más joven, esta exclama “¡Madre! ¡La guerra es la guerra!”. Hay algo, por lo demás, que debe anidar en nuestro substrato cultural –por decirlo de alguna manera- que nos lleva a una delectación morbosa en coordenadas parecidas. ¿Se acuerdan de que hace algunos años Almudena Grandes armó el taco cuando en un artículo en El País se burlaba de una monja, la madre Maravillas? La escritora venía a decir poco más o menos que las cuitas internas de la monja se hubieran solucionado con un buen polvo, más o menos forzado, en un contexto de violencia bélica: “¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos?” Yo me acuerdo, muchos años atrás, que en su momento me llamó mucho la atención que la también escritora Montserrat Roig confesara que le ponía la estética nazi, noche y niebla, esvásticas y correajes… Bueno, también es verdad que por aquellos tiempos Liliana Cavani -¡siempre mujeres, para desmentir el tópico!- filmaba una película desde mi punto de vista deleznable, Portero de noche. Los cinéfilos aún recordarán a la prisionera del campo de concentración que encarnaba Charlotte Rampling contoneándose con los pechos desnudos y uniforme semimilitar ante su verdugo en el campo de concentración (un siempre fascinante Dick Bogarde).
Bueno, se dirá, en estos últimos casos hay sexo –ensoñaciones sadomasoquistas, para ser más precisos- pero no exactamente humor. Es verdad, pero el mecanismo psicológico no deja de ser en el fondo el mismo, por lo menos para lo que yo quiero expresar aquí: cómo se puede encontrar placer, delectación o gracia en situaciones objetivamente crueles, dolorosas o desgraciadas. En este punto es casi inevitable traer a colación esa feliz ocurrencia de un maestro del humor y un buen teórico del mismo, Woody Allen, que ustedes habrán oído en más de una ocasión: comedia = tragedia + tiempo. Independientemente de otras consideraciones, la fórmula es un prodigio de concisión: no se puede decir más y mejor en menos espacio. Lo cual no quiere decir que haya que suscribirla plenamente. Hay mucho de verdad en la formulación alleniana, pero también bastante imprecisión y desenfoque. Basta reflexionar un momento para constatar que, por más tiempo que pase, no toda tragedia se convierte en comedia y, complementariamente, que no siempre es imprescindible tiempo para que una situación dramática se convierta en bufa.
Dicho esto, reconozco no obstante que el vector tiempo es fundamental: yo puedo reírme en este momento del bigotito de Hitler, del bigotazo de Stalin o de la voz aflautada de Franco pero maldita la gracia que iba a encontrar si en vez de saberme seguro de sus garras, fuera ahora un ciudadano alemán, ruso o español bajo su férula. En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera muestra con grandes dosis de humor cómo el tiempo lineal (lo que ya fue y no volverá a ser), antitético de un supuesto tiempo circular (el nietzscheano mito del eterno retorno), nos permite ver la tragedia y hasta el terror con una marcada complacencia: “Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre […] Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció solo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses”.
No hace falta irse tan lejos ni usar contrafactuales fantasiosos. Basta que nos fijemos, para no andarnos por las ramas, en el caso del terrorismo en nuestro país. Ha tenido que cesar la actividad de ETA y pasar algunos años para que la sociedad española –estoy hablando en términos sociológicos, no individuales- puede reírse de determinados aspectos de ese mundo: la película Negociador de Borja Cobeaga y, mucho más claramente, por su mayor éxito y su inmensa repercusión mediática, Ocho apellidos vascos de Emilio Martínez-Lázaro son buena muestra de ello. Pero si nos quedáramos tan solo en esos ejemplos, que ciertamente confirman la importancia del tiempo para edulcorar una determinada situación que ya creemos superada, estaríamos hurtando otra realidad, la que corresponde a la capacidad del ser humano para hacer humor, encontrar gracia y liberarse por medio de la risa en los momentos mismos en que sucede la tragedia o, si no queremos ponernos tan dramáticos, en ambientes poco acogedores, por decirlo suavemente. Antes citaba a algunos dictadores del anterior siglo y decía que yo no me atrevería a reírme de ellos si estuviera al alcance de su represión. Pues bien, lo cierto es que bajo ellos y bajo su represión, sí se desarrolló el humor, a veces blanco, pero en otras muchas ocasiones mordaz, desafiante, combativo. Piensen en La Codorniz bajo el franquismo puro y duro. En Heil Hitler. El cerdo está muerto, Rudolph Herzog ha mostrado que incluso bajo una dictadura tan férrea como la del Tercer Reich los alemanes –o, al menos, algunos de ellos- hicieron chistes sobre el cabo austriaco y sus conmilitones. A muchos les pudo hacer gracia y lo celebraron con risas. A otros, la risa y la broma les costaron la vida.