jueves, 22 de diciembre de 2016

Los últimos de Filipinas

Los últimos de Filipinas. Mito y realidad del sitio de Baler. Miguel Leiva y Miguel Ángel López de la Asunción. Editorial Actas, Madrid, 2016. 415 pp.

Publicado en El Cultural, 16-12-2016.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Los-ultimos-de-Filipinas-Mito-y-realidad-del-sitio-de-Baler/38955

Hoy día no se puede escribir historia de manera inocente. Los hechos no son aquellas cosas que sucedieron y permanecen inalterables sino unos acontecimientos que, filtrados por el tiempo y la memoria, adquieren significados cambiantes en cada momento del presente. Un pequeño episodio en el contexto de la guerra del 98 que fácilmente hubiera podido pasar inadvertido en aquellos aciagos días rebosantes de avatares trascendentales, se convirtió al cabo de los años –bastante después, por cierto, en pleno franquismo- en un asunto que marcaría de modo indeleble nuestro modo de enfocar el fin del dominio colonial español.
En 1945 se rodó la película Los últimos de Filipinas. Millones de españoles –los que tienen cierta edad- recuerdan el tema principal de su banda sonora, aquel lánguido Yo te diré… que potenciaba el sentido crepuscular del filme. El argumento: la heroica resistencia de un puñado de soldados españoles cercados en una iglesia por fuerzas incomparablemente más numerosas en la pequeña localidad de Baler (isla de Luzón, Filipinas). Aguantaron la friolera de 337 días (entre junio de 1898 y junio de 1899) en condiciones tan penosas que casi resultan inverosímiles. Lo hicieron además ignorando que dicha resistencia no tenía sentido, pues España ya había capitulado, renunciando a la soberanía de los territorios de Ultramar
Cuando los autores de este libro reconstruyen de nuevo aquellos sucesos no tienen más remedio que aceptar como punto de partida el modo en que la sociedad española evoca aquel episodio. Pero al mismo tiempo tratan de ser lo más fieles posibles a los hechos documentados. De ese designio contradictorio emerge un subtítulo que nos pone en la pista de su objetivo último: desentrañar mito y realidad del sitio de Baler. Así, rastreando periódicos y archivos, utilizando nuevas fuentes documentales y hasta recogiendo testimonios de familiares de aquellos combatientes, Leiva y López de la Asunción acometen la titánica empresa de establecer casi día a día lo que pasó en aquellos escasos trescientos metros cuadrados –la humilde iglesia, el campanario- bajo un fuego inmisericorde y unas privaciones pavorosas (cf. cap. 15, “La llegada del hambre”).
En el sitio de Baler pasó casi de todo. Hubo heroísmo y deserciones, locura y mezquindad, enfermedades y proezas casi lunáticas, patriotismo y religiosidad. Hubo hasta ejecuciones sumarias, probablemente justificadas por las circunstancias extremas. Como reconocen los autores, no siempre es fácil reconstruir los detalles, porque los protagonistas callaron sobre algunas cuestiones. Al final, se impone el tono encomiástico: “Si fuertes fueron los muros de la iglesia, más fuerte resultó el valor de aquellos héroes. Sus adversarios tuvieron la grandeza de reconocerlo. Dicen que aquella fue la última guerra entre caballeros” (p. 202). Al margen de las valoraciones, este libro constituye sin duda la investigación más sistemática y minuciosa sobre el dramático sitio de Baler. No pasen por alto la extensa parte final –más de cien páginas- que contiene una sucinta biografía de los protagonistas y documentos de carácter heterogéneo pero muy reveladores de las condiciones del asedio y las actitudes de aquellos hombres.

El sabio en el café

Santiago Ramón y Cajal: Charlas de café. Pensamientos, anécdotas y confidencias. Edición, introducción y notas de Francisco Fuster. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2016. 386 pp.

Publicado en Revista de Libros, 19-12-2016.

http://www.revistadelibros.com/resenas/charlas-de-cafe-pensamientos-anecdotas-y-confidencias-ramon-y-cajal

El sabio es don Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, 1852-Madrid, 1934) y el café podría ser cualquiera de los que frecuentaba el investigador, al igual que otros muchos notables de la capital (en su caso, el Suizo, el Castilla o el café del Prado, entre otros) para hablar largo y tendido de lo divino y lo humano, o sea, de religión, política, artes y letras y, por supuesto, de mujeres. Sabido es que a don Santiago le gustaba salir del estrecho ámbito del laboratorio e incluso del más vasto pero también limitado de la cátedra universitaria para expansionarse y mantener el tipo de relaciones sociales que eran propias de la época. Estamos hablando, naturalmente, del ambiente político y cultural de Madrid y la España del primer tercio del siglo XX, un momento histórico que hoy vemos como de esplendor cultural (la edad de Plata), moderado despegue económico, urbanización acelerada, modernización en todos los órdenes y efervescencia política. En ese marco don Santiago era ya una figura destacada (había recibido el premio Nobel en 1906), aunque no un intelectual a la clásica usanza –por lo menos en nuestro país-, pues su adscripción al campo científico e investigador le convertían en una rara avis en un panorama dominado por literatos, artistas, abogados y filósofos.
De hecho, Ramón y Cajal, a pesar de su incuestionable prestigio, jamás tuvo el tirón de las grandes personalidades del período y, mucho menos, de los grandes referentes, como Unamuno y Ortega y Gasset. Probablemente contribuyó a ello su propio carácter, su mesura y su sentido de la prudencia, que le impedían sentar cátedra en todos aquellos asuntos (culturales, sociales, políticos) que, además de opinables, quedaban claramente fuera de su esfera de especialización. Ello no le frenaba en participar gustoso en los debates y polémicas del momento, pero siempre con un registro de moderación y un tono refractario al dogmatismo. De ahí que con gusto pero también con una actitud humilde –a veces parecía como si quisiera hacerse perdonar- cogiera la pluma para expresar sus opiniones sobre el mundo que le rodeaba. También en su caso, como en las tertulias urbanas, para explayarse sobre lo humano y lo divino: sobre algunas cuestiones frívolas, sobre la condición humana, sobre la vida en general, sobre el país que le había tocado en suerte y, naturalmente, sobre los grandes temas concretos que estaban en el candelero. Todo eso es lo que llena las páginas de este clásico que denominó Charlas de café, un título de la cosecha cajaliana que habría que poner en el apartado de su producción biográfica y humanística, con esos otros volúmenes tan celebrados como Recuerdos de mi vida y El mundo visto a los ochenta años.
No diré que Charlas de café es un libro muy conocido entre los lectores de hoy día (porque me temo que a Cajal no se le lee ni poco ni mucho, sino más bien nada), pero sí me atrevo a señalar que es una obra que al público culto le suena y aún despierta cierta curiosidad. De hecho, es un título que conoció cuatro ediciones -en vida del autor- que sufrieron sucesivas modificaciones e incorporaciones: a la edición original, la de 1920, le siguió muy pronto –dos meses después- una segunda notablemente ampliada; solo dos años más tarde salió a la luz una tercera, también revisada, y, por último, en 1932 se publicó la cuarta, con nuevas correcciones. Luego, tras la muerte de Cajal, el libro se reeditó a lo largo de los años con un moderado pero sostenido tirón, de manera que no es muy arriesgado suponer que muchos de los lectores que lean este comentario tendrán en mente o en los anaqueles de su biblioteca el librito de marras en el inolvidable formato de la colección Austral de Espasa-Calpe. De hecho, el que yo poseo es la undécima reimpresión, fechada en 1982. Ahora Fondo de Cultura Económica presenta una nueva edición, con un estudio introductorio y notas a cargo de Francisco Fuster.
Fuster es un joven historiador valenciano que se ha ido forjando en los últimos años una sólida reputación con estudios originales, ediciones y compilaciones de los más destacados representantes de la edad de Plata. Además de su exhaustivo análisis de El árbol de la ciencia (Baroja y España. Un amor imposible, Fórcola, 2014), Fuster ha rescatado artículos desconocidos o semiolvidados de Azorín o del propio Baroja y ha publicado diversas ediciones críticas de dichos autores y también de otros coetáneos, en especial de Julio Camba, autor que parece interesarle especialmente puesto que entre 2013 y 2015 ha recopilado textos y prologado cuatro diferentes libros del humorista gallego. También se ha ocupado de recuperar al Rubén Darío menos conocido editando dos obras menores del nicaragüense y ha extendido sus tentáculos a autores tan diversos como Feijoo, Cela o García Mercadal, siempre en esa misma línea de desempolvar artículos remotos o editar textos postergados o hasta cierto punto ignorados. Su edición de las Charlas de café es ejemplar, con una pequeña introducción que ubica con precisión al autor y a la obra en su contexto, y unas notas aclaratorias, sobre todo en el sentido de precisiones bibliográficas, que proporcionan información suplementaria sin atosigar al lector con alardes eruditos. Su magnífico trabajo solo tiene una leve sombra al no corregir con una nota aclaratoria un despiste de Cajal que atribuye erróneamente al “espiritual poeta Manuel Machado” una conocidísima cita de su hermano Antonio. Por si fuera poco, la transcripción que hace el propio don Santiago es incorrecta porque computa “que de diez cabezas dos discurren y ocho embisten”, cuando Antonio Machado -más pesimista- elevaba como es sabido la desproporción: “de diez cabezas, nueve embisten y una piensa”.
Bueno… y, a todo esto y, sobre todo, a estas alturas, ¿qué aportan estas Charlas de café al lector de hoy? Permítanme antes de entrar en harina casi una confesión personal. Tenía de este libro quizá una imagen idealizada. Lo leí hace mucho tiempo, varias décadas atrás. Para algunos de mis estudios había utilizado algunas de las notas que extraje en su momento pero sin volver a examinarlo en su integridad. Ahora, la relectura que, en el fondo, viene a ser casi lectura a secas porque obviamente mis recuerdos eran difusos, me ha dejado una impresión ambivalente. Es innegable que algunas (o incluso puedo conceder que muchas) de sus páginas nos hablan de aspectos de la condición humana que resultan casi atemporales: así, las referidas a la amistad, el odio, el dolor, la vejez, la muerte, la gloria, el talento o la necedad. Otras, sin embargo, delatan con crudeza que el tiempo no pasa en vano y aparecen no ya solo como distantes de nuestra sensibilidad sino descarnadamente anacrónicas. Paradójicamente, siendo o pretendiendo ser Cajal por encima de todo un científico, las estimaciones de este tenor resisten mal el paso de los años, debido obviamente al avance espectacular que se ha producido en este ámbito. Con todo, lo peor hasta el punto de hacer penosa o hasta risible su lectura es el capítulo dedicado al amor y las mujeres. Si Cajal hubiera escrito sus observaciones pongamos que hasta medio siglo antes, hubiéramos dicho que respondían inevitablemente al espíritu de la época. Pero en los años veinte y treinta del siglo pasado, sus opiniones sobre las mujeres y sus criterios para juzgar lo femenino resultaban, por decirlo suavemente, impropios de una mentalidad abierta a su tiempo.
Cajal no niega que algunas mujeres puedan tener talento. Lo que les niega en tal circunstancia es su condición de mujeres (p. 54). En el mejor de los casos, la mujer es o debe ser pura pasividad, que resulta –obvio es decirlo- virtud o elemento indispensable para adaptarse a la horma masculina. En el peor, una hembra de celos iracundos, no por perder un amante sino porque se cierra un bolsillo (p. 62). En el fondo, da la impresión de que la pobre opinión que tiene el eminente doctor de la otra mitad de la humanidad deriva de su propia insatisfacción personal por no tener a su lado alguien de su altura intelectual. Así se deduce de la alabanza involuntariamente cómica –vista desde nuestra atalaya- del matrimonio proletario: “el esposo goza de un excelso privilegio pocas veces concedido a los hombres de refinada cultura: la posibilidad de dialogar con su mujer” (pp. 59-60). Con todo, es de justicia aclarar que estas y otras consideraciones de parecida índole llenan tan solo una pequeña parte del volumen y, por otro lado, no es menos cierto que se ven atemperadas por algunas otras reflexiones que, a su modo, reivindican la dignidad femenina y los derechos de la mujer, como en la cuestión de los apellidos (pp. 83-84).
Dicho lo malo, queda lo bueno, que es casi todo lo demás. Pero, antes que nada, hay que partir de la base de cual era el objetivo de Cajal al escribir estos “pensamientos, anécdotas y confidencias”, como reza el preciso subtítulo. Con ello evitaremos fundamentalmente el equívoco de buscar en estas páginas lo que no podemos hallar o pedir las peras que el olmo no nos puede dar. En las tres introducciones que se incluyen en esta edición, la primera escrita en 1921, la segunda en 1922 y la tercera en 1932, hallamos un común denominador, que no es otro que el énfasis del autor en el carácter ligero de su obra, una “colección de fantasías, divagaciones” que no pretendían “sentar doctrina” ni aspirar siquiera a la originalidad; “verdaderas humoradas” –matizaba más adelante- que solo aspiran a “entretener y, cuando más, a sugerir”; y, a riesgo de repetirse hasta casi con las mismas palabras, comenzaba su presentación de la última edición que pudo preparar insistiendo “todavía más sobre el carácter frívolo de la mayoría de pensamientos de este libro”. Es obvio que Cajal pretendía resguardarse de las críticas -que, de todas formas le llovieron, en contraste con el aprecio del público, como señala Fuster (pp. 15-16)- rebajando el alcance de su obra. Visto con cierta distancia, podría juzgarse salomónicamente que ni tanto ni tan calvo. El libro no es, ni mucho menos, tan frívolo como su autor pregona con cierta afectación, pero, para decirlo de modo brusco pero claro, tampoco tiene nada que ver con los Essais de Montaigne.
Si tuviera que dar un resumen rápido del contenido, me atrevería a decir que estas páginas contienen un Cajal en estado puro, el Cajal más auténtico, al mismo nivel –como mínimo- que sus otras obras autobiográficas. De hecho, como el propio autor advierte en sus prólogos, hay mucho de su experiencia vital en estas reflexiones pero no solo eso, porque el relato de sus vivencias, la evocación de múltiples anécdotas y la mención a circunstancias concretas de su vida se adoban en este caso con opiniones y manifestaciones (y también, ¿por qué no?, simples prejuicios) que dibujan un panorama muy completo de la personalidad de Santiago Ramón y Cajal. Como él mismo se retrató en sus diversas facetas en varias de sus obras, no voy a entrar en ese apartado nada más que de soslayo. Racionalidad, moderación, laboriosidad, tolerancia, amabilidad, exigencia personal y autocontrol serían algunos de esos rasgos de carácter que, en su conjunto, se armonizarían para producir una incuestionable bonhomía. Quisiera destacar sin embargo que, lejos de la actitud complaciente o benévola hacia sus semejantes que podría suponerse de tales premisas, nuestro investigador confiesa aquí su deplorable opinión de la condición humana. O, al menos, de esos humanos que pululan a su alrededor, sus compatriotas. Don Santiago ve a los españoles vociferantes, hipócritas, aduladores, perezosos, pedigüeños, ingratos, vanidosos… Los resortes que les mueven son todos negativos: la mezquindad, la desconfianza mutua, el fanatismo, la indignación sin motivo sólido, las apariencias, las rivalidades absolutamente vacuas y, por encima de todo, siguiendo el gran tópico de la época, la envidia, el gran pecado nacional. En otras palabras, la verdad, el mérito y la justicia serían no ya virtudes desconocidas entre nosotros sino perseguidas con saña (pp. 43-46).
Como consecuencia directa de ello, me gustaría subrayar que cae por su base la habitual caracterización optimista de nuestro hombre. No podría ser de otro modo. Si hay un ideal característico de Cajal, sin duda es su concepción redentora del trabajo, no solo desde la perspectiva personal sino colectiva. Siendo y sintiéndose don Santiago profundamente patriota, subraya reiteradamente que no hay mejor muestra de patriotismo que la entrega abnegada al trabajo bien hecho. “El trabajo perseverante y heroico crea la aptitud” (p. 218). El “trabajo intelectual socialmente útil” es una de las máximas fundamentales para alcanzar la dicha (p. 222) “¡Santa fatiga del trabajo!” (p. 228). Los españoles, sus compatriotas, representan justo lo contrario. Cualquier comparación con naciones vecinas o más avanzadas causa rubor al español consciente. Baste un aforismo: “Los hombres del Norte actúan: nosotros, charlamos” (p. 215). Cuanto más se profundice, peor. España es un país de costumbres seculares…, como las “corridas de toros y el vicio de la lotería” (p. 221). Ningún reformador se ha atrevido en serio a suprimirlas. Con ello, Cajal desemboca en uno de los diagnósticos típicos de la mentalidad ilustrada a lo largo de toda nuestra historia contemporánea: “el problema de España es un problema de cultura” (p. 229).
El “problema de España”, he ahí una de las obsesiones de un hombre que se entrega al trabajo, a la ciencia, a la investigación, en un marco refractario a esos esfuerzos y en un ambiente poco propicio siquiera a valorarlos. Nuestro autor apenas se recata en mostrar que sangra por la herida. Una buena parte del libro pero en especial el capítulo X (“Sobre política, guerra, cuestiones sociales, etc.”) pueda leerse en clave regeneracionista clásica. De este modo, con la terminología característica de dicho movimiento, habla con frecuencia de “los males inveterados de España”, de nuestra “pobreza e ignorancia”, de nuestra “desidia secular”, de la ausencia de “ciencia e industria”... Cita con frecuencia a Costa, Unamuno y Ortega, pero también menciona a Mallada o Macías Picavea, porque se siente parte de ese esfuerzo regenerador. ¡Hasta recoge, sin mencionar a Masson, su famoso dictamen sobre lo (poco o nada, se sobreentiende) que debe Europa a España! (p. 313). Insisto, pues, en que don Santiago hurga en la herida, la suya y la de España, no desde luego con el tono catastrofista que desarrollaron algunos de los ensayistas coetáneos pero sí desde la óptica de un “pesimismo comprensivo y crítico”. No cree que pueda haber otro talante porque los males son profundos y es absurdo hacerse ilusiones al respecto. “Solo por el trabajo alcanzará nuestra Patria su pleno florecimiento. Hay que combatir en muchos frentes a la vez”. Entre el derrotismo y la candidez, pugna por hallar una vía propia. La recuperación de la dignidad nacional tal vez sea una quimera quijotesca, pero hay que intentarlo. “¿Ensueños? Quizá, pero nadie vive y trabaja sin ideales” (p. 339).
En última instancia, como ya se ha apuntado de soslayo, debe reconocerse que Cajal no alcanza en sus reflexiones de café la talla del hombre de laboratorio, pero sus aforismos, apuntes, anécdotas y confesiones mantienen por lo general un nivel digno y delatan una notable perspicacia, factores que permiten leerle al cabo de casi exactamente un siglo con un interés sostenido, una franca complacencia y, bastante a menudo, con la sonrisa en los labios. Personalmente, prefiero las partes en que aborda los ribetes más perennes de la existencia humana: el silencio como mejor terapia ante las injurias; las diversas modalidades de ingratitud humana; el amor como pasión irracional; el fútil anhelo de gloria (“la gloria no es otra cosa que un olvido aplazado”, p. 121); la importancia de mantener la consciencia hasta el último suspiro (es penoso, señala, vivir “cual héroe o pensador genial” y morir “como imbécil o demente”, p. 123); el valor, pero también la peligrosidad de la verdad (“un ácido corrosivo que salpica casi siempre al que lo maneja”, p. 191); el trasfondo siempre mezquino del hombre (“poco vales si tu muerte no es deseada por muchas personas”, p. 139). Si, a pesar de todo, no sintonizan con don Santiago, aún cabe otra posibilidad de leer estas páginas con sumo provecho: como un excelente retrato de un ayer entrañable -un mundo cercano y distante al mismo tiempo- y, sobre todo, como el fiel exponente de la cosmovisión de un español ilustrado de comienzos del siglo XX. En este último sentido, el lector de hoy podrá hallar sin dificultad -uno por uno- todos los elementos que constituían el horizonte vital de antaño para un hombre como Cajal: su patriotismo, sus aspiraciones, sus coordenadas culturales, sus temores, su moral y, como trasfondo, hasta el tipo de relaciones sociales que entonces se mantenían. Si no es por todas, por alguna de esas razones merece la pena todavía leer las Charlas de café.

viernes, 16 de diciembre de 2016

La Edad Moderna

La Edad Moderna (siglos XV-XVIII). Luis Ribot. Marcial Pons, Madrid, 2016. 1011 pp.

Publicado en El Cultural, 2-12-2016.

http://www.elcultural.com/revista/letras/La-Edad-Moderna-siglos-XV-XVIII/38886

En la periodización del pasado que se sigue estudiando en nuestras Universidades se usa la denominación de Edad Moderna para una etapa imprecisa pero con caracteres definidos que empieza en la segunda mitad del s. XV y se prolonga hasta el derrumbamiento del Antiguo Régimen. La susodicha dificultad de los límites no ha sido obstáculo para el asentamiento como disciplina específica de la Historia Moderna (Universal y de España) y para la floración de destacados especialistas en el período aludido.
Uno de ellos, y de los más reconocidos, es el autor del libro que comentamos. Luis Ribot (Valladolid, 1951) fue durante muchos años catedrático en la Universidad de su ciudad natal, hasta que en 2005 pasó a ocupar la cátedra de la UNED. Dos años antes obtuvo el Premio Nacional de Historia por su libro La Monarquía de España y la Guerra de Mesina (1674-1678). En 2009 fue elegido como miembro de la Real Academia de la Historia. Ribot tiene pues una larga experiencia docente y una fructífera trayectoria investigadora que le acreditan como uno de los mejores candidatos para acometer el ambicioso empeño de trazar un fresco general de la Edad Moderna que sirva al mismo tiempo de obra introductoria, manual universitario y síntesis divulgativa, y con ello pueda ser útil tanto al estudiante de la materia como al simple interesado en esos tres siglos largos (del XV al XVIII) que aquí se consideran.
Esos son los objetivos que intenta abarcar este volumen y que, puede decirse ya, cumple con creces, con una disposición clara y didáctica, un lenguaje accesible y una capacidad analítica que solo puede ofrecer un maestro en la materia. El planteamiento general obedece, como no podía ser de otra manera, a un patrón que pudiera denominarse clásico. El enfoque es predominantemente europeo (y, si se quiere más precisión, europeo occidental), con un gran protagonismo de las naciones e Imperios que rivalizaron ente sí por conquistar el conjunto de Europa y, en la medida de lo posible, todo el orbe conocido. España, Francia e Inglaterra son aquí como los tres mosqueteros que no cejan en la pugna por la supremacía y en función de las contingencias del momento tejen complejos y sucesivos juegos de alianzas. A su alrededor se despliega la acción de otras potencias como Prusia y Rusia, que participan en el susodicho entramado de coaliciones. Por supuesto se atiende a otros ámbitos extraeuropeos (Asia, África, América hispana, los Estados Unidos), pero siempre en una escala subalterna. Una jerarquía, ocioso es subrayarlo, que se limita a reflejar el orden de prioridades de la época.
Se colige por otro lado de lo que acabamos de señalar que en estas páginas el lector hallará un predominio muy ostensible de la historia política, tanto en lo referente al análisis de la constitución interna de los Estados como en el examen del ya mencionado y siempre cambiante tablero geopolítico. Junto con la política, se presta atención a la economía –muy ligada a la explicación del surgimiento y expansión de las potencias-, se atiende a las variables demográficas en cada caso, se resalta la importantísima influencia que tuvieron los descubrimientos geográficos del período y se traza un certero cuadro de cómo era la sociedad estamental. Esto último fuerza al autor a dedicar algunas decenas de páginas a un factor tan decisivo como fue la religión, con la “ruptura de la cristiandad” y las ulteriores guerras de religión como acontecimientos cardinales.
La voluntad totalizadora de Ribot es tan evidente que incluso los aspectos científicos, filosóficos y literarios tienen su hueco (varios capítulos íntegramente dedicados a esas manifestaciones culturales) y reciben un tratamiento adecuado, dentro de las limitaciones que a buen seguro ha debido imponerse el autor. Nos referimos sin ir más lejos a un imperativo de control de la extensión para no aumentar el grosor de un volumen que ya de por sí contiene 35 densos capítulos y alcanza las mil páginas. Por ello mismo debemos felicitarnos de que aun se sigan publicando libros con este nivel de exigencia y haya editoriales como Marcial Pons que en los difíciles tiempos que corren para el sector, asuman el desafío de lanzar obras de estas características.

jueves, 1 de diciembre de 2016

CAÍDOS POR LA PATRIA

HISTORIA Y MEMORIA DE LAS TRINCHERAS

George L. Mosse: Soldados caídos. La transformación de la memoria de las dos guerras mundiales. Traducción y estudio preliminar de Ángel Alcalde. Prensas de la Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2016. 320 pp.
Pedro Ruiz Torres (ed.): Volver a pensar el mundo de la Gran Guerra. Institución Fernando el Católico/Diputación de Zaragoza, Zaragoza, 2015. 328 pp.


Publicado en Revista de Libros, 3-10-2016.

http://www.revistadelibros.com/resenas/caidos-por-la-patria

Hasta hace relativamente poco se decía que todo lo concerniente a la Primera Guerra Mundial constituía historiográficamente lo postergado o no muy bien conocido, sobre todo en comparación con el abrumador número de estudios de toda índole que había generado la otra gran guerra, la de 1939, tan descomunal en todos los sentidos que había desplazado el foco de atención. Todavía se sigue utilizando de modo residual o retórico ese cotejo, como menciona Carmen García Monerris en uno de los capítulos de Volver a pensar el mundo de la Gran Guerra: “La Gran Guerra pasó a ser la Primera cuando estalló la Segunda y gran parte de la historiografía, y en cierta manera también de la memoria colectiva, permaneció mucho más atenta a esta y a sus consecuencias evidentes”. De lo que se sigue, de un modo quizá algo forzado, la consecuencia de que el supuesto “redescubrimiento” de la guerra del 14 nos conmueve hasta el punto de que “se diría, incluso, que esta capacidad [de conmoción] supera con mucho a la siguiente guerra mundial” (pp. 26-27).
La verdad es que la conmemoración del centenario del atentado de Sarajevo ha despejado todas las dudas que aún pudieran subsistir sobre el particular. Los historiadores, con “redescubrimiento” o sin él, es decir, como mera continuidad de lo que venían haciendo desde décadas atrás, se han volcado en la exploración meticulosa de todos los elementos que se dieron cita en aquella contienda de proporciones inéditas en su momento, desde los aspectos más trillados –las responsabilidades en el estallido- hasta sus consecuencias –el nuevo mapa de Europa- pasando naturalmente por todos los demás aspectos que hicieron de ella lo que nadie discute, la primera gran conflagración moderna por el papel central de la tecnología y la participación de masas. Ahorro el lector, al que supongo bien informado, estas referencias bibliográficas (que, por otro lado, serían inabarcables si pretendiera ser mínimamente justo y riguroso). Esta misma revista se ha ocupado de algunas de las más relevantes publicaciones recientes (Borja de Riquer: A los cien años de la Gran Guerra) y quien esto escribe también se hizo eco en su momento del impacto de los acontecimientos en el solar hispano (España 1914. La guerra, los intelectuales y el nacionalismo español). Por lo demás, adelanto ya que el lector interesado dispone en los dos libros que aquí se comentan de una magnífica selección bibliográfica (Mosse, pp. 281-295; y Ruiz Torres, pp. 291-318, esta última además actualizada y adaptada a la perspectiva del público español).
Es un lugar común que ahora, con ocasión de la efeméride, se ha vuelto a repetir, que la gran diferencia entre 1914 y 1939 estriba en la complejidad de los hechos que conducen a la catástrofe en la primera de las fechas, frente a la flagrante culpabilidad del agresivo expansionismo germano en la segunda. Tanto es así que ha hecho fortuna una de los títulos del centenario, el Sonámbulos de Christopher Clark, para caracterizar el estado de ánimo o de opinión que lleva a las elites gobernantes del momento al enfrentamiento armado. Pero los historiadores han examinado de modo tan exhaustivo todas las variables que confluyen en la vorágine del verano de 1914 que a estas alturas no tendría sentido hablar de carencias en nuestro conocimiento sino más bien de todo lo contrario, una inflación de datos y testimonios que, por otra parte, abona interpretaciones no siempre coincidentes. De ahí precisamente que uno de los conceptos que más se repiten en la producción historiográfica de los últimos años, incluso en los títulos, sea el de re-pensar, referido a aspectos concretos del gran conflicto o a su significado global. Sin ir más lejos, uno de los libros que ahora comentamos propone desde su frontispicio “volver a pensar el mundo de la Gran Guerra”, pero además una de sus contribuciones, la de Carolina García Sanz, tiene como objetivo “repensar la neutralidad”. No hacen con ello más que seguir la estela de diversos análisis aparecidos en revistas especializadas en los últimos años, como el de Frédéric Rousseau, “Repensar la Gran Guerra” (Historia Social, nº 78, 2014) o el dossier coordinado por Francisco Veiga, “Repensando la Gran Guerra” (Historia y Política, nº 32, 2014). Como es obvio, no se trata de una coincidencia accidental.
Esta concordancia solo puede entenderse de modo adecuado si tomamos una cierta distancia y miramos con perspectiva la evolución de los estudios sobre la conflagración. Sigo esquemáticamente la clasificación que hace Pedro Ruiz Torres en su capítulo “Memorias, historiografías y usos públicos de la Gran Guerra”. Un primer período –hasta finales de la década de 1940- estaría protagonizado por los historiadores de la generación de los combatientes: el positivismo y el historicismo predominantes llevarían a un estudio “desde arriba” marcado por una confianza que hoy tildaríamos de ingenua en la identificación de los hechos y en el peso de los documentos como pruebas incontrovertibles. Estaríamos hablando pues de una historia abrumadoramente política, con énfasis en los acontecimientos militares, las decisiones de los gobernantes y los movimientos diplomáticos. Desde los años cincuenta y, sobre todo, en las dos décadas subsiguientes (los sesenta y setenta), se impone una perspectiva que podríamos llamar social: la atención se desplaza de las elites a la gente común y sus condiciones de vida, con especial interés por establecer un gran fresco económico-social, es decir, problemas económicos, protestas colectivas, conflictividad social, mentalidades, etc. Podría decirse, siempre en términos esquemáticos, que en esta segunda etapa historiográfica se desplaza hasta cierto punto el centro de interés anterior hacia lo que cabe denominar el “frente interior”, o sea, el impacto de la guerra en la sociedad. En todo caso, la gran aspiración de esta segunda oleada de monografías es hacer una “historia total” de la guerra frente a la precedente historia político-militar. En las décadas postreras del siglo XX se va abriendo paso una tercera fase que se propone hacer una “historia cultural” en un sentido omnicomprensivo o globalizador, pues quiere tener en cuenta no solo los hechos acaecidos y las circunstancias adyacentes sino la propia perspectiva del sujeto que interpreta los eventos del pasado desde un tiempo posterior: “el nuevo enfoque cultural tiende a dar gran importancia como objetos de estudio a los procesos de elaboración y transformación del recuerdo y a los usos públicos de la memoria y de la historia” (Ruiz Torres, p. 255).
Pues bien, he aquí, en estas nuevas coordenadas, donde hay que situar los volúmenes que ahora nos ocupan. El de Mosse es casi un clásico, a pesar de que su primera edición, con el título de Fallen Soldiers. Reshaping the Memory of the World Wars, aparecido en 1990. Como bien dice Ángel Alcalde en su ajustado estudio introductorio, su consagración vendría con la edición francesa de 1999, que salió con un título bastante distinto, que intentaba precisar el sentido de la aportación fundamental de Mosse: De la Grand Guerre au totalitarisme. La brutalisation des sociétés européennes. En Alemania y, más aún, en Italia, la obra de Mosse tuvo un indudable impacto. No así en España, primero por la razón estructural que todos conocemos (ese ensimismamiento de la historiografía española, tan poco interesada en su conjunto por mirar fuera de sus fronteras) y segundo –factor nada despreciable- porque, como también apunta Alcalde, la perspectiva culturalista de Mosse era un tanto sospechosa para la hegemónica historiografía marxista, más interesada de un modo dogmático en aspectos económicos, sociales y políticos. No obstante, algunos de los conceptos que Mosse puso en boga -como el de trivialización de la violencia bélica y, aún en mayor medida, el de brutalización de la vida política- fueron conocidos y utilizados en sus análisis por los historiadores españoles, bien porque conocieran la edición original de su obra, bien porque tomaron contacto con ella por la versión francesa. En cualquier caso, lo cierto es que es ahora cuando Fallen Soldiers se vierte al español por vez primera en esta cuidada edición del mencionado Ángel Alcalde, con un retraso que está en consonancia con la recepción tardía del conjunto de la obra de Mosse en nuestro país.
Soldados caídos es un libro no demasiado extenso –unas trescientas páginas escasas- que tiene un tono sintético y se lee con facilidad, a pesar de que su autor no es especialmente brillante en su exposición y en algunos momentos resulta premioso y reiterativo. Dividido en tres partes que tienen como eje la Primera Guerra Mundial (los orígenes, la guerra propiamente dicha y la posguerra), su centro de atención es Alemania –el país natal de Mosse y, con diferencia, el que mejor conoce-, aunque también contiene múltiples alusiones, datos y testimonios de Francia y Gran Bretaña y, en mucha menor medida, de Italia. De España solo hay una pequeña sección del capítulo 9 que trata de los voluntarios que se enrolaron en las Brigadas Internacionales y de aquellos otros que se integraron en el bando franquista durante la guerra civil (pp. 239-247). El enfoque del libro, como ya quedó apuntado sucintamente, es de tipo cultural en sentido amplio, pues abarca como manifestaciones de esa índole una amplia panoplia de expresiones, desde las más convencionales (arte o literatura) hasta los monumentos conmemorativos, los cementerios, el deporte, la educación, los rituales de todo tipo, el alpinismo o las postales. Su tesis fundamental, si se permite la simplificación, es que antes, durante e inmediatamente después de la Gran Guerra se crearon las condiciones culturales –el caldo de cultivo, las actitudes, las mentalidades- para el desarrollo de las ideologías totalitarias que dominaron la vida política europea –y muy especialmente la alemana- durante los años treinta. Al hablar de la esfera política, Mosse no se refiere solo ni principalmente a la acción de unos determinados gobiernos o unos partidos concretos, sino al entorno o sustrato que posibilitó el ejercicio de un poder totalitario: la fanatización de las masas, el adoctrinamiento chovinista, la insensibilidad hacia el sufrimiento humano, el desprecio hacia el otro (de nación o de etnia), la glorificación de la experiencia bélica, la instrumentalización cuasi religiosa de la muerte, el victimismo y la sed de venganza…, entre otros muchos factores que desgrana y analiza meticulosamente a lo largo de diez capítulos ciertamente apasionantes.
Mencionar, como antes he hecho, la siembra de la semilla totalitaria en términos impersonales o genéricos no hace justicia al planteamiento del libro. Mosse apunta explícitamente al nacionalismo como promotor político y responsable moral de ese estado de cosas. De hecho, la primera línea de su primera página, aún en el apartado de agradecimientos, confiesa que su obra surgió de su interés “por el nacionalismo moderno y sus consecuencias”. Su punto de partida no es muy distinto al que se han planteado cientos de historiadores al escrutar la Europa de comienzos del siglo XX: ¿cómo una sociedad culta y civilizada pudo embarcarse en una matanza colectiva de proporciones tan descomunales? La diferencia que introduce Mosse con respecto a otros analistas reside en su énfasis en la manipulación nacionalista del combate: cómo algo que en principio produce horror y espanto (la terrible guerra de trincheras) se convierte en “el mito de la experiencia de guerra”. Dicho en términos más concretos, cómo la experiencia del barro, la sangre, la mutilación, la asfixia por gas venenoso, las heridas que hacen del cuerpo humano un delirante guiñol, las agonías más espantosas, el horror en definitiva en proporciones inauditas, se convierte en la propaganda nacionalista de uno y otro bando en todo lo contrario, en un evento grandioso, reverencial, heroico, ejemplar, místico y sagrado.
Mosse insiste en que no solo se trata de legitimar la guerra sino hacer de ella un acontecimiento único, un rito iniciático, un bautismo de virilidad. Enrolarse en las filas patrias no podía ser una carga, una pena o un dolor sino una oportunidad, un orgullo y un desafío. Pero como el resultado innegable era la muerte –para cientos de miles de jóvenes- toda esa retórica del combate tenía que venir complementada por una no menos eficaz inversión de valores: frente a la vida miserable del cobarde o del sometido, lo digno y grandioso era la muerte por la patria. Por ello, las retaguardias de todos los países se llenan de monumentos conmemorativos a los caídos y de cementerios exclusivos para los valerosos soldados. La vida oficial rinde homenaje a sus héroes –siempre o casi siempre los supuestos héroes no están allí para contarlo- en ceremonias impresionantes: la patria, agradecida. No solo la patria, sino la religión también. El mismísimo Cristo –según la escultura funeraria predominante en todos los países- baja del cielo para acoger en sus amantísimos brazos a sus hijos más queridos, esos soldados que dieron gustosos su sangre por su país, como Él nos redimió –también con su sangre- a todos nosotros. Hasta la naturaleza se impregnó de esa mística del caído. Al fin y al cabo, el árbol, el bosque, la colina o el arroyo simbolizan lo permanente, lo esencial, lo que nunca muere: “el bosque es el símbolo de resurrección, y de la primavera que sigue al invierno” (p. 150). El soldado reposa en la tierra que le vio nacer, vuelve a la tierra. La víctima no es en el fondo tal pues sigue viviendo entre nosotros. Su sacrificio no ha sido en vano, su sangre es la savia que vivifica el cuerpo social.
En ese contexto se inscribe uno de los conceptos clave del análisis de Mosse, el de banalización o trivialización, que se aplica a muchos de los elementos de ese entramado: banalización de la guerra, del sufrimiento, de la crueldad, de la destrucción, de la muerte en una palabra. Las formas que adopta esa difuminación de los perfiles crueles de la contienda son innumerables y algunos de ellos ya han sido citados de refilón en los párrafos precedentes. Todo pasaba por insertar la experiencia bélica en la vida cotidiana, despojándola, eso sí, de sus perfiles más lacerantes: “mediante su asociación con los objetos de la vida diaria, el teatro popular o incluso el turismo en los campos de batalla” (p. 36). A veces se presentaba la guerra como un juego o incluso un cuento de hadas (pp. 185 y 187), se bromeaba con ella, se popularizaba en postales, se hacía de ella algo parecido a un evento deportivo y se frivolizaba sobre sus episodios más sangrientos en la prensa o en la vida cotidiana. En cualquiera de esos casos, el objetivo era “hacerla familiar”. Aquí no estaríamos hablando de “su sublimación en una religión cívica” sino de su asimilación al mundo de las cosas ordinarias.
Mantiene el autor de un modo que a mí se me antoja un poco excesivo o incluso contradictorio que introducir la guerra “en lo cotidiano fue indispensable para su mitificación”. No veo clara la armonización de esos dos conceptos en principio antitéticos como trivialización y mitificación pero, sea como fuere, de esa mixtura extrae Mosse su noción más importante, verdadero leit-motiv de todo el libro, la idea de brutalización como rasgo definitorio de la política de entreguerras en muchos países y particularmente en Alemania. Una característica que en última instancia explica, según el autor, todo o casi todo lo que sucede en la posguerra y, sobre todo, verdadero tobogán siniestro que conduce a la ulterior hecatombe, que dejaría pequeña a la Gran Guerra. “Cada vez más, la política se vio como una batalla que tenía que culminar con la rendición incondicional del enemigo” (p. 207). La hipótesis de Mosse es brillante pero él mismo reconoce que el establecimiento de una relación directa entre la “creciente indiferencia hacia la muerte de masas” y ese proceso de brutalización política no es “algo fácil de demostrar” (p. 206). En el libro se desgranan algunas de las derivaciones de dicho proceso, como la “deshumanización del enemigo”, pero se reconocen también otros factores, como el “drástico declive del nivel de vida germano”, que, siendo de índole diferente, pudieron contribuir en no escasa medida a la brutalidad ambiente. Quizá el libro de Mosse tiene su punto flaco en esas estimaciones osadas, no siempre avaladas por una base empírica, pero sin lugar a dudas constituye una lectura fascinante para todo el que se interese por las actitudes sociales, la evolución de las mentalidades y la práctica cultural del período de entreguerras.
En el volumen que coordina Pedro Ruiz Torres y en el que intervienen junto a él otros nueve especialistas de diversos ámbitos de conocimiento, también se da primacía a la historia cultural en sentido amplio. De hecho, menciono a nivel algo más que anecdótico que la propia obra de Mosse que hemos comentado en los párrafos precedentes también es citada en varias ocasiones (cf. por ejemplo pp. 241, 242, 251, 287). Quizá el aspecto en principio más novedoso del libro, aunque no sea ni mucho menos el primer exponente de ello, radique en su propósito de ofrecer una visión de conjunto del mundo de la Gran Guerra en un sentido poliédrico, es decir, con la intervención de expertos en áreas diversificadas: “historia, antropología, crítica literaria, teoría del conocimiento, filosofía, teoría de los lenguajes y ciencias de la comunicación”. El resultado de esta yuxtaposición sale mejor de lo que a priori podía preverse porque el coordinador ha hecho un buen trabajo de edición, los textos están bastante cuidados y rayan por lo general a notable altura y, en definitiva, el volumen presenta una homogeneidad que el lector termina por agradecer. Con todo, no cabe desconocer ni silenciar que la atención, lejos de focalizarse, se dispersa en múltiples direcciones, a veces complementarias pero otras no tanto. Cada cual hallará, junto a capítulos de gran interés, otros que le resulten prescindibles, por la sencilla razón de que es imposible seguir con el mismo interés, pongo por caso, un texto de antropología filosófica centrada en los combatientes (Llinares) o un balance del impacto de la guerra en España (Fuentes Codera) que un análisis de la obra autobiográfica del escritor Siegfried Sassoon (Llorens). Del mismo modo que la mirada filosófica de Sergio Sevilla, polarizada en Scheler y Freud, contrasta con el análisis de Sánchez Durá sobre los testimonios fotográficos, o la perspectiva de género que introduce Thébaud.
Se comprenderá por ello que nos resulte imposible en una reseña que ya a estas alturas alcanza una notable extensión entrar más a fondo en el contenido de los diversos capítulos. Pese a todo lo expuesto, si no exactamente un basamento común, sí al menos puede detectarse al recorrer las páginas del volumen una voluntad manifiesta de trascender las visiones convencionales. Un objetivo o aspiración que desemboca, para ser más concretos, en una perspectiva integradora de los variados elementos que se dieron cita en esos años decisivos. Con ello desembocamos de nuevo en lo que antes señalábamos respecto a la historia cultural de nuevo cuño, esa que aspira a hacerse eco de lo que sucede en las trincheras pero también en la retaguardia, que quiere contar con los testimonios realistas del combatiente pero también con la propaganda política, que atiende a los valores belicistas que compartieron muchísimos voluntarios pero que no desconoce las resistencias de otros sectores y las protestas pacifistas y, en fin, que se interesa por el neutralismo tanto como por las estrategias de los ejércitos contendientes. En lo tocante a la perspectiva del analista, valora todo lo que pueda aportar alguna luz sobre una realidad compleja: fuentes orales, testimonios escritos del soldado, memorias, fotografías, directrices de los Estados Mayores, rituales, conmemoraciones, trastornos sociales, condiciones de vida, transformaciones políticas, crisis económicas, cambios en las costumbres y hábitos sociales y un casi interminable etcétera.
No resulta extraño por ello que un lector atento pueda detectar en la amplísima gama de referencias bibliográficas que contienen los diversos capítulos algunas constantes significativas. Así, frente al punto de vista frío, distanciado y supuestamente objetivo de la historiografía tradicional, en estas páginas se percibe que los autores sienten una mayor atracción o, por lo menos, muestran una innegable curiosidad por aquellas otras aportaciones bibliográficas que se centran en la experiencia, bien sea la experiencia del combate propiamente dicha, bien sea la del testigo que reelabora la memoria en forma literaria o la de quien intenta explicarse en ese momento histórico las vicisitudes que está contemplando. Y así, de este modo, los escritos de un Jünger o de un Zweig resultan insoslayables, del mismo modo que cobran protagonismo el enfoque psicológico de Paul Fussell, el énfasis en la memoria de Jay Winter, la recopilación de recuerdos y testimonios de Jean Norton Cru o el enfoque antropológico de Stéphane Audoin-Rouzeau o Joanna Bourke, y eso por poner solo unos ejemplos, casi a nivel aleatorio.
Permítanme terminar mi reflexión con un apunte inquietante, que tomo del capítulo de Ruiz Torres sobre las “memorias, historiografías y usos públicos de la Gran Guerra” (pp. 264-265): al “volver a pensar”, como indica el título, aquel mundo de hace cien años resulta que con las vueltas y revueltas de la historia, nos vemos en la actualidad en una situación paradójica. Todo ha cambiado mucho, indudablemente, pero al mismo tiempo resurgen en el Viejo Continente antiguos fantasmas, desde el repunte de añejos conflictos nacionalistas hasta una avasalladora crisis económica que amenaza con llevarse por delante trabajosas conquistas sociales. Una serie de trastornos que nos devuelven hoy a una situación en múltiples aspectos más cercana al “mundo que hizo posible aquella enorme catástrofe de lo que se pensaba en la década de los sesenta” y que por eso mismo nos permite “percibir las continuidades mejor que hace cincuenta años”.

lunes, 14 de noviembre de 2016

La España romántica

El descubrimiento de España. Mito romántico e identidad nacional. Xavier Andreu Miralles. Taurus, Barcelona, 2016. 398 pp. 20,90 €

Publicado en El Cultural, 11-11-2016.

http://www.elcultural.com/revista/letras/El-descubrimiento-de-Espana-Mito-romantico-e-identidad-nacional/38785

La importancia palmaria de las naciones como unidades políticas y la pujanza del nacionalismo como doctrina y concepción del mundo ha llevado en los últimos decenios a la historiografía a plantearse muy rigurosamente el proceso de formación, desarrollo y consecuencias del fenómeno nacional, que ha resultado ser –según consenso unánime- un elemento determinante del ordenamiento del mundo contemporáneo. Múltiples especialistas, desde Benedict Anderson a Eric Hobsbawm, pasando por Ernest Gellner, Elie Kedourie o George Mosse (por citar algunos de los nombres más conocidos) han publicado incontables obras sobre el papel de las naciones y los nacionalismos de un confín a otro del globo en los últimos siglos y, lo que es más importante, han revolucionado con sus aportaciones nuestras ideas establecidas.
En resumen y simplificando mucho, podríamos decir que hemos pasado de una visión esencialista (que hoy casi nadie defiende desde el punto de vista científico) a un planteamiento “constructivista”, según el cual las naciones son construcciones históricas que deben estudiarse en un contexto específico. El nuevo paradigma interpretativo ha llevado en ocasiones a cambios copernicanos, como el sostenimiento de que son los nacionalistas los que crean la nación y no al revés. De ahí también esa revolución conceptual que ha arraigado y casi se ha convertido en una moda: términos tales como “invención”, “constructo”, “creación” o “descubrimiento” aplicados al hecho nacional han pasado a ser moneda corriente. Entre nosotros, una autoridad en la materia como José Álvarez Junco publicaba hace algunos meses una útil síntesis de la cuestión: Dioses útiles. Naciones y nacionalismos (Galaxia Gutenberg).
Una de las tendencias más destacables en la última hornada de estudios historiográficos es la incorporación en primer plano del entramado cultural –entendido en sentido muy amplio- como exponente privilegiado y elemento decisivo del proceso de nacionalización. El año pasado Tomás Pérez Vejo publicaba un exhaustivo análisis del papel que jugó la pintura de historia en la configuración de cierta idea de España (España imaginada. Historia de la invención de una nación, Galaxia Gutenberg) y este mismo año Jesús Torrecilla desmenuzaba la función de la literatura en la plasmación de un nacionalismo progresista (España al revés. Los mitos del pensamiento progresista, Marcial Pons).
Xavier Andreu Miralles (Borriol, Castellón, 1979) se incorpora ahora a tan selecta nómina con un prolijo examen de la contribución literaria al hecho nacional que, desde el propio título, El descubrimiento de España, delata hasta qué punto es deudor de los parámetros conceptuales y analíticos antes apuntados. En este sentido el subtítulo, menos comercial, se ajusta bastante más a lo que propone el libro, el ascendiente y determinación que tuvo en el caso de España el mito romántico en la conformación de la identidad nacional.
El volumen que comentamos procede de una tesis doctoral, factor que puede condicionar su lectura para un público no especializado o no particularmente interesado en los literatos de mediados del XIX, hoy en su mayoría ignorados o poco leídos, salvo excepciones como Zorrilla o Larra. Andreu realiza un recorrido meticuloso por los autores de la época (desde el Duque de Rivas o Hartzenbusch hasta Ayguals de Izco o Fernán Caballero, pasando por Alcalá Galiano o Martínez de la Rosa) y sobre todo por aquellas obras que, en su opinión, más y mejor pudieron servir a la causa nacional. Sostiene con razón que la acuñación foránea de una España oriental y exótica fue acogida en el interior peninsular con una actitud ambivalente.
En efecto, la España apasionada de toreros y gitanos, la España indómita de guerrillas y bandoleros –en una palabra, la España de Carmen- despertaba en el ambiente cultural del momento muchas suspicacias y no poca repulsa pero también cierta fascinación y hasta un legítimo sentimiento de orgullo. La imagen de nación atrasada y violenta –antítesis de la Europa burguesa- incluía como contrapartida una serie de elementos positivos indudables: autenticidad, vitalismo, pasión, nobleza, dignidad… ¿Qué se hizo entonces? Con el análisis minucioso de múltiples obras y de los autores señalados, Andreu pone de relieve que se llegó a una solución ecléctica: se acogió el mito romántico, se corrigió y, en última instancia, se utilizó para el proyecto de conformar una identidad nacional que iba a trascender al período concreto que aquí se contempla.

martes, 11 de octubre de 2016

Testigos infantiles

Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. Svetlana Alexiévich. Traducción de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González. Debate, Barcelona, 2016. 334 pp. 22,90 €

Publicado en El Cultural, 7-10-2016.
http://www.elcultural.com/revista/letras/Ultimos-testigos/38629

Como suele suceder con los autores que obtienen el Nobel de Literatura, la obra de Svetlana Alexiévich (1948) ha conocido una rápida difusión en breve tiempo. Como es sabido, la escritora bielorrusa lo ganó en 2015. La mayor parte de sus obras importantes ha sido vertida al castellano en los últimos meses. El público español puede así tener un conocimiento bastante ajustado de sus preocupaciones, sus temas y del modo concreto en que los aborda.
Quizá lo primero y más importante que habría que destacar es que Alexiévich no responde al patrón convencional del novelista, fabulador o poeta que consiguen el prestigioso premio. Alexiévich es más bien una periodista o, si se prefiere, una ensayista en la línea del también afamado cronista de los avatares del mundo actual que fue Ryszard Kapuściński. Esto no quiere decir que ambos se parezcan porque la escritora bielorrusa tiene una voz propia y un estilo inconfundible.
Ello es así, primero, por su perspectiva femenina, es decir, por su manifiesta voluntad de dar voz a las mujeres, en su opinión no solo las mayores damnificadas de guerras y catástrofes, sino también las grandes marginadas, las permanentemente silenciadas. La obra que mejor expresa y simboliza esa recuperación de la mirada femenina es sin duda La guerra no tiene rostro de mujer. En sus páginas encontramos los testimonios de una parte de las miles de mujeres que vivieron –sufrieron- las penalidades de la Segunda Guerra Mundial, expuesto con una sinceridad desgarradora, con la mínima elaboración por parte de la autora, con el fin de no restar un ápice de protagonismo a las víctimas o testigos directos de las penalidades.
He aquí, implícito, el segundo denominador común de la obra de de Aliexiévich, su decidido empeño en dejar expresarse a los protagonistas sin interposición, sin buscar réditos literarios o estilísticos. En un mundo en el que los egos hipertrofiados están a la orden del día, no puede considerarse este un asunto menor. Así, en Voces de Chernóbil, la autora del libro permanece ostensiblemente en la penumbra para que sean los habitantes de la zona los que cuenten de primera mano las consecuencias de la catástrofe.
El tercer rasgo de la producción de la escritora bielorrusa es su afán por ceder la palabra a la gente común, esa población a la que no se le da voz ni voto pero que sufren de modo brutal las decisiones arbitrarias de los poderosos. En otra de sus obras más celebradas, Los chicos de zinc, trata de los jóvenes que fueron a morir en la desgraciada guerra de Afganistán. Por último, el cuarto gran atributo de la literatura de Aliexiévich es su vívido retrato del desplome de las ilusiones del paraíso socialista en obras como El fin del homo sovieticus y Cautivados por la muerte.
En el libro que ahora nos ocupa, Svetlana Alexiévich vuelve a poner de relieve la mayor parte de las virtudes y características señaladas en las líneas anteriores. Nuevamente, las víctimas más vulnerables, en este caso los niños; reaparece el escenario bélico, la Segunda Guerra Mundial y otra vez, las voces de los protagonistas sin apenas mediación. Tanto es así que la autora renuncia a la contextualización o incluso a una breve introducción y prefiere, dicho así en la primera página, “en lugar de prefacio…, una cita”. Una cita para recordar que en la “Gran Guerra Patria” murieron millones de niños soviéticos. Y, tras ese recordatorio, una pregunta demoledora, la que formuló Dostoievski en su momento y que aquí adquiere proporciones de lamento desgarrador: ¿es posible la absolución de un mundo que produce el sufrimiento de un niño inocente?
Las páginas que siguen recopilan testimonios de decenas de niños de entonces, hoy ya muy mayores, los “últimos testigos” que menciona el título. Privilegiados hasta cierto punto porque sobrevivieron, porque no formaron parte de los casi trece millones de niños muertos que produjo la guerra. Pero que quedaron marcados por un sufrimiento atroz: muchos vieron cómo torturaban o asesinaban a sus padres, madres o hermanos, cómo quemaban o destruían sus hogares. Pasaron sed, hambre, frío y enfermedades, malvivieron aterrorizados en guetos, prisiones o campos de exterminio. No es extraño que una de las voces que aquí se recogen resuma todo así: “Me dan miedo los hombres… Me dan miedo desde la guerra”.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Experiencia y Memoria de la División Azul

Camarada invierno. Experiencia y memoria de la División Azul (1941-1945). Xosé Manoel Núñez Seixas. Crítica, Barcelona, 2016. 576 pp. 26,90 €.

Publicado en El Cultural, 9-9-2016.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Camarada-invierno-Experiencia-y-memoria-de-la-Division-Azul-1941-1945/38509

Hará mal quien piense al ver el título de este libro que es “uno más” sobre la División Azul. Y se equivocará quien considere que se ha dicho todo sobre la famosa expedición española que se reclutó en 1941 para colaborar con el III Reich en la invasión rusa. Es verdad que han aparecido en los últimos años varias obras importantes sobre dicho episodio: La División Azul. Sangre española en Rusia (Crítica, 2004) de Moreno Juliá, autor que luego ofreció una monografía minuciosa de la Legión Azul (Actas, 2014); De héroes e indeseables. La División Azul (Espasa, 2007) de Rodríguez Jiménez y La División Azul (RBA, 2011) de Martínez Reverte. No era fácil ofrecer algo novedoso. Pero Núñez Seixas (Ourense, 1966), catedrático en Múnich, es un historiador que disfruta aceptando retos. Autor muy prolífico, sus estudios destacan por su rigor conceptual y su magnífico manejo de fuentes. Especialista en nacionalismos, ha orientado también sus indagaciones en campos como las migraciones y ha publicado brillantes síntesis divulgativas como Las utopías pendientes. Una breve historia del mundo desde 1945 (Crítica, 2015).
Difícil imaginar alguien mejor que Núñez Seixas para ofrecer una nueva mirada sobre la División Azul. Políglota, buen conocedor de archivos extranjeros y ubicado desde hace tiempo en tierras germanas, Seixas venía publicando desde hace años esclarecedores artículos sobre aspectos parciales de la contribución franquista a Hitler. Ahora ha dado el salto a una visión de conjunto. Y lo ha hecho con un acopio documental ingente (notas y bibliografía ocupan más de 150 pp., casi la tercera parte del volumen) y, sobre todo, desde la perspectiva de una “renovada mirada historiográfica” que implica una nueva concepción de la historia militar y la incorporación de la hoy pujante historia cultural de la violencia.
¿Y todo ello qué supone, qué significa en términos concretos? Pues un cambio fundamental de perspectiva. Simplificando mucho, podríamos decir que la “historia desde abajo”. Lo que interesa en estas apasionantes páginas es cómo se ve la guerra a ras de suelo –frío, suciedad, piojos, tedio-, qué siente y qué piensa el soldado, por qué lucha, cómo establece lazos de camaradería, cuál es su concepción del enemigo y del país que pisa, cómo vence el miedo, cómo afronta la muerte siempre cercana. Se trata en definitiva de desentrañar con la mayor precisión posible el conjunto de vivencias, actitudes y mentalidades que configuran la “cultura de guerra” y la “experiencia del combate”.
Pero como toda historia se hace sobre un sustrato anterior, Núñez Seixas tiene siempre muy presente la “leyenda blanca” que ha acompañado tradicionalmente a la División Azul. Tachados de idealistas o hasta ingenuos, los divisionarios parecían quedar al margen de la barbarie nazi. El autor matiza mucho este retrato, sin darle totalmente la vuelta. Es verdad que su comportamiento nunca llegó a los extremos de crueldad y sadismo de los nazis, pero no puede silenciarse que estaban allí colaborando en una guerra de exterminio. En el mejor de los casos fueron cómplices o espectadores pasivos, como pasó en lo relativo al holocausto judío. Afortunadamente para ellos no les tocó participar en los episodios más sanguinarios. Esto hasta cierto punto les salvó del oprobio posterior. Precisamente al “legado y memoria” de la División Azul (cómo fue juzgada en la España de la segunda mitad del siglo XX) dedica Seixas el último capítulo, poniendo con ello de relieve hasta el final el carácter original y ambicioso de su estudio.

martes, 2 de agosto de 2016

Duelo a muerte en Sevilla

Duelo a muerte en Sevilla. Una historia española del novecientos. Miguel Martorell Linares. Ediciones del Viento/Centro de Estudios Andaluces, La Coruña, 2016. 352 pp. 21 €.

Publicado en El Cultural, 15-7-2016.
http://www.elcultural.com/revista/letras/Duelo-a-muerte-en-Sevilla-Una-historia-espanola-del-novecientos/38384

“Sevilla tuvo que ser…” No sería imaginable un marco más adecuado para la historia que se cuenta en estas páginas que la capital andaluza. Desde el título, Duelo a muerte…, hasta la ilustración de la portada (un detalle del célebre cuadro de Édouard Manet Torero muerto), el lector ya sabe, antes aun de abrir el libro, que va a hallar un relato de tintes folletinescos en un ambiente que, con manifiesta impropiedad, se denomina romántico. Digo esto porque los hechos centrales que vertebran la crónica tuvieron lugar en 1904 y, pese a ser esta fecha tan tardía en relación con el genuino romanticismo, muestra no obstante unos similares patrones de conducta y un rígido código moral –ambos hoy periclitados- en unas fatídicas coordenadas de amor y muerte.
No hay toreros en esta historia pero sí casi todos los demás elementos dramáticos que servían de contrapunto excitante a aquella despreocupada sociedad burguesa que se divertía en los cafés, teatros y salones de una Europa aparentemente satisfecha: matrimonios de conveniencia, fortunas que se heredan y se dilapidan, lances de honor, conflictos de clase, deudas de juego, pugnas políticas entre civiles y militares, motines, dilemas éticos y, en el centro de todo, naturalmente, una gran dama en la que confluyen todos los hilos, todas las tramas, todos los personajes. Un mundo autosuficiente y ensimismado que estaba lejos de atisbar el precipicio al que se iba a dirigir en pocos años, en el verano de 1914.
La fábrica de loza fina de La Cartuja de Sevilla ha sido desde su fundación a comienzos del siglo XIX por el británico Carlos Pickman una auténtica institución en la vida económica, social y cultural andaluza. En 1899 heredó el título nobiliario María de las Cuevas Pickman, hija única que tuvo el segundo marqués con una obrera de la fábrica, con la que -para escándalo del pacato y alicorto entorno tradicional- terminó casándose. La elite no podía olvidar que María de las Cuevas, aunque aristócrata, era también hija de una simple trabajadora, razón que sin duda abonó su boda en 1891 con un burgués de ilustres apellidos, Rafael de León y Primo de Rivera. En la transacción, cada parte aportaba algo esencial de lo que carecía la otra, rasgo usual en las relaciones de la época.
Nada habría salido de los cauces establecidos si Rafael de León, el marqués consorte, se hubiera conformado con su incipiente carrera política o los devaneos socialmente admitidos. Pero su costosa afición a los carruajes y, sobre todo, a un tren de vida espléndido, que se veía potenciado además por un talante derrochador -más que generoso-, le condujeron a una completa bancarrota. Quiso salir de ella a la desesperada, como también era usual entonces, pidiendo préstamos en condiciones imposibles de satisfacer.
En ese punto de su vida se cruza en el camino un capitán de la Guardia Civil, Vicente Paredes. Por razones no del todo claras –aunque María de las Cuevas algo tuviera que ver en todo ello- Rafael de León abofeteó públicamente al militar. Una afrenta que, de acuerdo con el código que regía entre caballeros, tenía que solventarse en el campo del honor, esto es, mediante un duelo. Por complejas razones que el autor del libro explica muy bien, el litigio privado adquirió una dimensión pública de carácter político e institucional, pues para el capitán general de Andalucía, Agustín Luque, era imprescindible salvaguardar el honor y la supremacía militares ante lo que se reputaba como una más –pero bien notoria- entre las múltiples agresiones contra el uniforme desde el ámbito civil.
Todo el embrollo no termina ahí, como bien puede suponerse, pero no contaré más de la trama y sí en cambio señalaré que, a partir de este pequeño incidente, Miguel Martorell (Madrid, 1963), buen conocedor de la época (es autor de una magnífica biografía de Sánchez Guerra no casualmente subtitulada Un hombre de honor) ha conseguido trazar un magnífico fresco del ambiente sevillano y del momento histórico. A través de unos personajes característicos y bien perfilados accedemos al latido de una sociedad que trata de sacudirse el yugo del clericalismo y el militarismo, mientras que el país en su conjunto se muestra aún convaleciente por el reciente desastre del 98.

viernes, 1 de julio de 2016

La construcción de la España progresista

Jesús Torrecilla: España al revés. Los mitos del pensamiento progresista (1790-1840). Marcial Pons. Madrid, 2016. 308 pp.

Publicado en Revista de Libros, 29-06-2016.

http://www.revistadelibros.com/articulos/la-construccion-de-la-espana-progresista

¿Hay una España progresista o, por lo menos, una España que se considera tal y que así se autodenomina? Tan cierto como que hay día y noche, contestaría y constataría cualquiera, a la clásica usanza. Tan cierto, al menos, como que hay otra España que sostiene ideas contrapuestas y que, en principio o más unívocamente, resulta fácil y socorrido caracterizar cono España conservadora. Aguarde el lector apresurado: no, esto no trata de la dialéctica de las dos Españas sino solo del proceso de construcción de una idea de España, de lo que era en su momento, de lo que había sido y, por encima de todo, de lo que debía ser. Precisemos más, de un modo que nos introduzca casi imperceptiblemente en el tema: vamos a hablar, matizando la afirmación anterior, de cómo un sector de españoles examinaron en un momento determinado el conflictivo estado de la nación y su problemático papel como elite rectora: un país que, desde su punto de vista, seguía un rumbo incierto y que -esto era lo más doloroso- les daba la espalda o, peor aún, les repudiaba como antipatriotas o antiespañoles. Un país anclado en valores añejos que, según esos sectores ilustrados pero minoritarios, debían ser arrumbados para recuperar su dignidad ante el mundo y ante sí mismo. Y, precisamente, en función de esos ideales y propósitos alternativos, urdieron una determinada concepción de la historia, esto es, interpretaron el pasado en función de sus necesidades presentes y sus objetivos para el porvenir. Por decirlo, en fin, con los términos que están en el candelero desde hace décadas, construyeron un relato a su medida, la crónica de la nación que hubieran deseado más que la que realmente fue.
Ese proceso de construcción de un pasado ad hoc puede datarse históricamente, tuvo su momento fundacional. Nació y se desarrolló en un preciso intervalo, el que media entre la madurez del pensamiento ilustrado y la consolidación de una cosmovisión liberal en el sentido contemporáneo del término. Es el lapso en el que tienen lugar acontecimientos decisivos para la configuración de los Estados tal y como hoy los conocemos en casi todo el mundo civilizado: en primer lugar y sobre todo –revulsivo por antonomasia en el Viejo Continente- la revolución de 1789, la deriva subsiguiente, la expansión napoleónica y la guerra continental, con todo lo que los susodichos hechos conllevan de alteración radical del tablero europeo y, aun más, del surgimiento de una nueva mentalidad, unas nuevas aspiraciones, una eclosión en suma de sentimientos de autonomía individual e independencia de los pueblos. Si a este proceso complejo, ya de por sí perturbador del statu quo, añadimos la fuerza del romanticismo y la conmoción del nacionalismo, que convergen en el mismo punto reclamando la liberación de los naciones y los individuos, tenemos básicamente el panorama convulso que permite entender la necesidad imperiosa de nuevas concepciones del mundo –y naturalmente, dentro de él, de las colectividades nacionales- para adaptarse a los nuevos tiempos.
En una nota a pie de página al comienzo del volumen que nos ocupa (p. 10), se remite Jesús Torrecilla a un estudio fundamental sobre una de las ideologías políticas que ha configurado la España contemporánea, el libro de Javier Herrero sobre Los orígenes del pensamiento reaccionario español (Edicusa, Madrid, 1971). Y lo hace básicamente para perfilar el objetivo medular de su trabajo como la otra cara (complementaria, en gran medida) del análisis que efectuaba el rastreador del pensamiento reaccionario: “Llegaba a la conclusión [el citado Javier Herrero] de que lo que se denomina tradición española ‘ni es tradición ni es española’. Mi estudio –continúa Torrecilla- parte de un propósito similar: indagar el origen de los principales componentes que configuran el discurso progresista para apartarlo del ámbito de las esencias y enraizarlo en la historia”. Al lector mínimamente atento a la bibliografía reciente sobre nación, nacionalismos, tradiciones, memorias y reinterpretaciones varias del pasado, y no digamos ya a los especialistas en estas cuestiones, el propósito del autor de esta obra no solo no le sorprenderá sino que le sonará a dejà vu, teniendo en cuenta la inflación de obras con objetivos similares o asimilables. La variación en este caso –y por ende la originalidad (relativa, todo hay que decirlo)- del ensayo de Torrecilla estriba en que el grueso de los materiales examinados -que sirven de fuentes primarias para las tesis del libro- no son de índole directamente política (manifiestos, programas, tratados y otras proclamas semejantes) sino de carácter literario (narrativa, poesía, teatro).
Sostiene el autor que su obra trata primariamente de mitos, y los mitos “para ser eficaces, deben apelar a las emociones del receptor, algo en cierto modo fuera del alcance de la árida exposición historiográfica”. Una argumentación un poco para andar por casa porque puede argüirse que ni el relato histórico tiene que ser tan “árido” ni el mito se circunscribe exclusivamente al campo “emocional” sino también a una simplificación de la realidad y un sistema de valores. Sea como fuere, démosla por buena porque es evidente que Torrecilla busca -por si acaso- curarse en salud aduciendo que no ha pretendido “escribir un libro de historia en la acepción convencional del término”. Advertencia ociosa también a estas alturas, al menos para el curtido en estos lances. Hoy se admite como moneda corriente el papel cardinal de mitos, leyendas, invenciones, relatos fantasiosos o simples estereotipos en la formación de creencias, mentalidades, opiniones y actitudes. Si algo se cuestiona es precisamente lo que antes se daba por supuesto, la existencia de acontecimientos objetivos, registrables como datos incontrovertibles, para trazar una imagen objetiva de la realidad. En el mejor de los casos, el historiador trata de atenerse a los hechos hasta donde le es posible, pero sabe que con esos mismos sucesos pueden construirse –incluso con una inobjetable metodología y, por supuesto, la mejor de las intenciones- historias diversas y a veces hasta contrapuestas. De hecho y para no irme por las ramas, baste mencionar aquí que existe una extensísima bibliografía sobre el particular. Por lo que toca al caso español, hace ya muchos años que autores como Rafael Pérez de la Dehesa, Inman Fox, Leonardo Romero Tobar y muchos otros estudiaron el papel de la literatura en la conformación de una cosmovisión nacional. Incluso hay un opúsculo de Miguel Ramos Corrada que lleva por título La formación del concepto de historia de la literatura nacional española (Universidad de Oviedo, 2000).
Es verdad que Torrecilla no se propone stricto sensu estudiar la génesis de una concepción nacional en la España contemporánea ni por ende el papel que desempeñaron en ese sentido la literatura o las elucubraciones míticas. Para entendernos, estamos lejos de obras tan ambiciosas y omnicomprensivas como la ineludible Mater dolorosa de Álvarez Junco. El propósito de este libro es más concreto y, por ello, más modesto, la formulación de un pensamiento progresista o, acaso sería más adecuado decir, una interpretación progresista de España que constituyera la alternativa al modelo conservador dominante. La matización nos desliza algunas claves que no deben pasar inadvertidas. Arguye el autor que el planteamiento progresista no solo debía jugar a la contra –sin ir más lejos contra el añejo y enraizado modelo que amalgamaba patria, religión y corona- sino que también se desenvolvía en un entorno francamente desfavorable, porque “las ideas avanzadas venían de fuera”. Presentaba así un evidente flanco débil ante sus críticos, que tenían muy fácil tildarlos de “antipatriotas” y estigmatizarlos por ello.
Como es sabido, al compás de la incorporación reciente de España a las instituciones europeas, se ha desarrollado en la historiografía una nueva perspectiva de la trayectoria hispana que ha llevado a la sustitución de la antaño preponderante noción de “especificidad” por el llamado paradigma de “normalidad”. En este caso, sin embargo, frente a la concepción “normalizadora” de la historia reciente, representada por Gonzalo Anes, que defiende que a comienzos de la edad contemporánea “no había diferencias esenciales entre España y los países más prósperos de Europa”, Jesús Torrecilla mantiene por el contrario que “la evidencia de los textos prueba que los españoles de la época tenían una conciencia de marginalidad (o, por ponerlo en otros términos, de debilidad) muy acentuada con relación a países como Francia e Inglaterra”. Una argumentación que no tiene por qué conducir a la estigmatizada singularidad hispana: por esas fechas “había otros muchos países que se encontraban en una situación parecida y para los que la idea de modernidad estaba igualmente asociada con una realidad extranjera” (p. 12).
Ahí se inscribe, siempre según la apreciación de nuestro autor, el punto de partida de la “nueva interpretación de la historia” y la “nueva mitología” que pondrá en marcha el sector que propugnaba la modernización del país. Acusados de que sus ideas procedían de Francia (y Francia, no hace falta subrayarlo, constituía no solo el mal por antonomasia en el aspecto doctrinal sino el enemigo concreto que había invadido España), los progresistas se empeñarán en demostrar que su proyecto era genuinamente nacional. Más aún, según ellos, su programa de reformas no solo hundía sus raíces en la tradición nacional sino que era en última instancia un intento de redimir España y hallar el verdadero sentido de la historia hispana. Había que rescatar la trayectoria histórica de España del secuestro interesado y mendaz de los conservadores. Estas premisas indican claramente que, como apuntábamos antes, la alternativa progresista se construye en lucha abierta con la hegemónica representación tradicional. Solo de esa manera pueden entenderse los nuevos mitos y la función que les toca representar en sus distintos niveles. Frente a la España uniforme y dogmáticamente cristiana de la Reconquista, la reivindicación de Al-Ándalus como parte de España y hasta un cierto modo de “ser España”. Frente al absolutismo y despotismo real, una idea medieval (y, no hace falta subrayarlo, idealizada) de la monarquía como pacto entre el soberano y los territorios, respetando fueros y libertades establecidas. Frente a la preponderancia homogeneizadora y hasta castrante de Castilla, el modelo más abierto y teóricamente más respetuoso con la diversidad peninsular de la Corona de Aragón. Frente a las imposiciones e intereses de una dinastía extranjera –primero los Austrias, luego los Borbones- la defensa de una idiosincrasia genuinamente española que ya se manifestó en su momento en hechos heroicos, como el levantamiento de los comuneros. Villalar se convierte no solo en un símbolo, sino en el hito que inaugura una resistencia y permite establecer un hilo de continuidad con los catalanes en su también cerrada oposición al centralismo borbónico.
Se comprenderá ahora en todo su sentido el título que Torrecilla ha buscado para su ensayo, España al revés. “La mitología elaborada por los liberales implicaba una reacción contra los mitos de la España oficial y necesitaba distanciarse de todo lo asociado con ella. Sus mitos son contramitos. Por eso producen a veces la impresión de que su interpretación de la identidad española es una imagen invertida de la que en esos momentos existía” (p. 27). En este punto da la impresión de que en el libro se cargan demasiado las tintas en una contraposición que no fue tan rotunda y maniquea como el autor pretende y que no deja cabida a otros matices de la elaboración modernizadora, no necesariamente definidos y definibles por el conflicto abierto contra la tradición. Pero entrar en ello nos alejaría de nuestro asunto principal y nos enredaría en cuestiones menores. Porque, más allá de las gruesas líneas del dictamen del que hemos dado cuenta, los esfuerzos fundamentales de la obra se dirigen y extienden a un análisis prolijo de algunas obras y autores que representan diversos jalones en ese camino de construcción de una historia de España distinta a la establecida. En última instancia, la propia estructura del volumen viene condicionada para bien y para mal por un contraste llamativo entre, por una parte, una introducción y unas conclusiones hasta cierto punto generalistas y, por otro lado, cuatro capítulos que estudian asuntos bastante específicos. Da la impresión de que el libro se ha urdido no como obra ex novo sino como yuxtaposición de artículos previos –aunque ciertamente emparentados entre sí-, a los que se les ha procurado luego dotar de un sentido unitario con los mencionados prólogos y epílogo.
El capítulo primero aborda “la conflictiva relación de los liberales con el pueblo”, centrándose en las actitudes y escritos de un puñado de españoles que, entre fines del XVIII y primer tercio del XIX, grosso modo, vivieron y padecieron la contradicción poco menos que insoluble de que “el pueblo” del que se proclamaban adalides prefiriera la superstición y el despotismo (el consabido “¡vivan las caenas!”) antes que la ilustración y la libertad. Algunos, como Capmany, optaron por anteponer la pasión y visceralidad nacionalistas a la racionalidad ilustrada, aduciendo que en todo caso el pueblo siempre tenía razón. Otros, como Larra, sufrieron el conflicto de forma más desgarradora y por ello desembocaron en el pesimismo y la exasperación personal. Una posición hasta cierto punto intermedia o más templada, representada por José Somoza, encomendaba al tiempo y la paciencia instructora el cambio en las actitudes de un pueblo al que le quedaba mucho para llevar su educación al nivel de su heroísmo.
Estudia el segundo capítulo “el mito de los comuneros y los fueros medievales”, un asunto que recibiría un espaldarazo decisivo entre 1820 y 1823, al compás de los avatares políticos del momento. Se necesitaban referencias históricas que legitimasen la lucha contra el absolutismo (Fernando VII) como la continuación de una trayectoria secular de rebelión y resistencia del pueblo y sus representantes frente al despotismo real (entonces, Carlos V). El primer escritor que da forma literaria al mito es José Quintana, pero otros muchos literatos, como Martínez de la Rosa o el Duque de Rivas, contribuyeron con diversos enfoques a magnificar de una u otra forma a los protagonistas de la revuelta comunera. El mito comunero se abría además a interpretaciones variopintas, provenientes a veces de perspectivas e intenciones contrapuestas, aunque en el fondo convergían casi de modo complementario en lo mismo: rechazo al dominio extranjero, levantamiento contra la tiranía, defensa de las libertades tradicionales y respeto a la diversidad peninsular.
El mito de Al-Ándalus, al que se dedica el capítulo tercero, resulta especialmente significativo por cuanto supone la reelaboración de la imagen del “otro” por antonomasia en la larga trayectoria histórica de España: el musulmán, el “moro”, por decirlo en términos populares. Significa también la redefinición del mito fundacional de España como nación, primero por la gesta de don Pelayo y Covadonga e inmediatamente después por la “lucha continuada” de la cristiandad durante ocho siglos, nada menos. Lejos por tanto de la visión tradicional, estas páginas se detienen en los autores que elaboran una visión alternativa de la presencia del Islam en la península ibérica: así, el arabista José Antonio Conde, que pretende contar la historia de aquellos siglos no desde la atalaya cristiana sino desde la trinchera musulmana. Conde influyó en algunos exiliados liberales, que tendieron a ver su suerte como una nueva edición de la España intransigente expulsando de su seno a los discrepantes, ahora por motivos políticos (como antaño lo fuera por razones religiosas). Otros siguieron su estela (como, por ejemplo, José Joaquín de Mora) y finalmente terminaría cristalizando una minoritaria pero influyente tendencia maurófila que entroncaría con el romanticismo de cartón-piedra (los antes citados Rivas y Martínez de la Rosa). Como en los demás casos, el autor especifica claramente que el mito arabista no reflejaba una realidad histórica sino que servía a los propósitos “de los liberales que lo crearon a principios del siglo XIX” (p. 206).
Me parece percibir en el último capítulo un cambio de perspectiva, pues el precedente enfoque de historia de las ideas se trueca ahora en atención a las vicisitudes personales de dos “extranjeros en su patria”, Blanco White y Larra. Aunque el capítulo en sí es interesante, no puedo evitar la sensación de que está metido en el conjunto de un modo algo forzado y, en todo caso, no añade nada a lo ya reseñado. La breve parte final, bajo el epígrafe de “Conclusiones” retoma las grandes líneas desarrolladas en las páginas precedentes. Ahí, por ejemplo, insiste Torrecilla en que algún que otro mito, como el de los comuneros (que se elabora por autores que poco o nada dicen al público de hoy, como Marchena, Manuel José Quintana o incluso el Condorcet más ignoto), pervive durante toda la edad contemporánea y llega hasta hoy mismo, a veces de modo subrepticio o con símbolos insospechados. “Que no se trató de una moda irrelevante o pasajera, lo prueba el hecho de que, mucho más adelante, en los inicios de la Segunda República, se añadiría a la bandera española una tercera franja con el color del pendón por el que supuestamente lucharon los héroes de Villalar” (p. 261). El ejemplo es significativo, en mi opinión, porque representa bien la persistencia de determinados mitos en el imaginario colectivo. Y no solo eso, sino que nos ayuda a entender determinadas actitudes y realidades de la España actual. Así, no son pocos los analistas políticos que siguen manifestando su asombro por el hecho de que la izquierda española, incluso la más formalmente marxista (yo diría que sobre todo esta), lejos del internacionalismo proletario que marca la ortodoxia, no pierde ocasión de aliarse con las agrupaciones locales en una deriva centrífuga que, desde el cantonalismo, parece el rayo que no cesa en la política peninsular. Pero hay más.
Con las excepciones o matices que se quieran, la izquierda española sigue pensando –todavía a estas alturas- que Barcelona es la modernidad frente a la funcionarial Madrid, del mismo modo que Cataluña o la periferia en general representa la España tolerante frente al dogmatismo castellano. Esta misma Castilla -la Meseta, la España interior- continúa simbolizando para el pensamiento progresista el centralismo intransigente que intenta imponer su hegemonía a una España definida intrínsecamente como plural, rica y vigorosa precisamente por su diversidad. Por eso, toda defensa del idioma castellano en la España de hoy sigue siendo sospechosa para los autodenominados progresistas. La “guerra de las lenguas” en las comunidades autónomas no es más que una expresión de esa realidad y de esas convicciones. La responsabilidad del franquismo en la exacerbación de tensiones en este aspecto es incuestionable, pero no debe obviarse que las mencionadas tendencias son, como tales, anteriores a la guerra civil. De hecho, hay una continuidad de al menos dos siglos en los pilares de este pensamiento progresista. Si se me permite la esquematización inevitable, podría decirse que las izquierdas piensan España –o, si se prefiere, el mapa de España- como mosaico y, en el mejor de los casos, como voluntaria confluencia de movimientos autónomos y específicos, cada uno con su personalidad propia. O sea, mantiene que el molde castellano fue de por sí un error (con o sin franquismo) y, en términos históricos, hubiera preferido que triunfase el modelo alternativo de la Corona de Aragón o incluso la colaboración de reinos (regiones) peninsulares preexistente a la forzada unificación de los Reyes Católicos.
Si nos retrotraemos más en el tiempo, lo que se cuestiona es la Reconquista como hazaña hacedora de la nación. Primero porque, como expresó Ortega, no puede haber unidad y sentido en algo que se prolonga ocho siglos. Segundo, porque los mitos de la Reconquista –todos ellos- fueron fabricados por los vencedores y servían a sus intereses y valores. Frente a esta versión conservadora de la historia –que trata de legitimar la fusión de altar y trono- los liberales del XIX y luego los progresistas de toda laya dirigirán una mirada amistosa al otro bando, que a veces pasa por la comprensión de las razones del otro –en este sentido se habla de aquellos siglos como de guerra civil entre hermanos- y en otras ocasiones desemboca en la idealización de Al-Ándalus. Una idealización, dicho sea de paso, que persiste, sobre todo en Andalucía.
En conclusión, ¿puede hablarse de que el pensamiento progresista pergeña una “España al revés” como establece el autor desde la misma portada del volumen? El título parece un poco exagerado a la hora de hacer balance y a tenor de lo que se nos ha ofrecido. Es incuestionable, desde luego, que buena parte del pensamiento progresista se fraguó a la contra, como señala Torrecilla en el libro y –podría añadirse- en condiciones especialmente adversas. Y sí, hasta cierto punto construyeron una historia alternativa que daba una imagen invertida del país. Pero el enfoque de este libro dista de darnos una acabada visión de conjunto, por cuanto atiende casi exclusivamente a fuentes literarias, examina relativamente pocos autores y se circunscribe a un lapso muy concreto que no supera el medio siglo. Su tesis es convincente y está bien argumentada pero con las limitaciones apuntadas. Ello no resta interés a lo que se nos ofrece: de hecho, el libro no se lee, se devora, y ciertamente Torrecilla consigue a menudo dar pinceladas muy esclarecedoras, como cuando toma como referencia la pretensión monopolizadora y excluyente del pensamiento conservador (España, “martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...”). Un dogmatismo intransigente que le permite escribir: “El rechazo de la España oficial les lleva [a los progresistas] a identificarse con todos aquellos grupos que habían sido víctimas del autoritarismo y la intolerancia de sus dirigentes: con los comuneros y aragoneses que murieron en la defensa de sus fueros (…) así como con los catalanes que perdieron sus libertades tras la Guerra de Sucesión, pero también con los indígenas americanos oprimidos por brutales conquistadores sin escrúpulos, o con los judíos y musulmanes expulsados por negarse a renunciar a su credo” (p. 39). No cabe mejor repaso de la historia patria desde la perspectiva progresista. Sin tener en cuenta todo ello no puede entenderse lo que sucede en nuestros lares… a comienzos del siglo XXI. Lo cual, dicho sea de paso, no deja de tener sus ribetes melancólicos…

martes, 14 de junio de 2016

Los socialistas y la Corona

Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía. Juan Francisco Fuentes. La Esfera de los Libros, Madrid, 2016. 504 pp. 26,90 €.

Publicado en El Cultural, 10-06-2016.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Con-el-rey-y-contra-el-rey-Los-socialistas-y-la-Monarquia/38241

En el panorama historiográfico español, echamos en falta planteamientos renovadores y perspectivas que intenten salirse de lo trillado. Una de las opciones para esto último puede ser el enfoque transversal que plantea el nuevo libro del profesor J. F. Fuentes (Barcelona, 1955): la historia de los encuentros y desencuentros entre la Corona y el PSOE “de la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1870-2014)”. Para el aficionado a la historia política, Fuentes es el autor de una magnífica y ponderada biografía de Adolfo Suárez (Planeta, 2011), tan alejada de los excesos de Gregorio Morán como del tono complaciente de algunos periodistas que colaboraron con aquel. Pero los historiadores conocemos a Fuentes por otros muchos trabajos, clasificables grosso modo en dos ramas menos disímiles de lo que puede parecer, la historia de los conceptos y las biografías, ambas con marcado carácter político. Los que hayan seguido su trayectoria reconocerán en las páginas del libro que comentamos algunos de los temas e ideas que ya aparecían al menos en dos de sus anteriores biografías de destacados socialistas, las dedicadas a Luis Araquistáin (Biblioteca Nueva, 2002) y Largo Caballero (Síntesis, 2005).
De este modo, retomando antiguas investigaciones pero actualizando estas con nuevo material de archivo, documentación reciente y entrevistas a personajes que desempeñaron puestos relevantes en los momentos que se relatan, Fuentes ha compuesto un libro que se mueve con desenvoltura entre la crónica política y el ensayo interpretativo, entre la investigación minuciosa y la divulgación eficaz. Con un estilo ágil y un ritmo sostenido, relegando las no escasas notas al final del volumen, el autor trenza una historia cuyo interés nunca decae, no solo por lo que cuenta sino por el tono fluido y ameno con el que lo cuenta. Estamos pues ante una obra tan atractiva formalmente, tan engañosamente sencilla, que corremos el riesgo de no ponderar adecuadamente el arduo trabajo de recopilación que subyace a su absorbente exposición.
Por todo ello el valor del libro no radica exactamente en la aportación de grandes novedades respecto a lo ya conocido. Fuentes, como queda dicho, es un historiador serio y riguroso, alejado tanto del sensacionalismo en su análisis general como del regodeo en el detalle escabroso en la conducta de los personajes (algo nada trivial cuando los Borbones entran en liza). El volumen es una excelente síntesis que ofrece múltiples pormenores para la pequeña historia, así como numerosas apreciaciones particulares del autor, siempre bien fundamentadas y apoyadas por documentos específicos, aunque algunas de ellas inevitablemente entran dentro del terreno de la controversia política.
La tesis fundamental de la obra es que, desde el nacimiento de Alfonso XIII en 1886, o incluso antes, como ya vislumbró Cánovas, el artífice de la Restauración monárquica, la Corona solo podía sostenerse como cúspide del sistema si se apoyaba en dos patas que representaran las tendencias conservadora y progresista de la sociedad española. Cuando, a comienzos del siglo XX, los dos pilares tradicionales entraron en crisis, todo el régimen se cuarteó. La Corona buscó su salvación en el sable de Primo de Rivera sin percibir que es imposible sentarse sobre una espada. La dictadura excavó la tumba de la monarquía y el socialismo emergió como uno de los apoyos fundamentales del 14 de abril, ya no bajo la forma monárquica. Por eso la equiparación entre republicanismo y libertad marcaría al socialismo español durante el medio siglo de convulsiones que siguieron: el fracaso de la República, la guerra civil y el duro exilio. Algunas de las páginas más sabrosas del libro son las que Fuentes dedica al examen de conciencia del socialismo tras la guerra civil. De ahí precisamente surgiría un pragmatismo que terminaría por encarnarse, por una parte en Felipe González y por otra en Juan Carlos I. Así, los últimos capítulos del libro examinan el tránsito del republicanismo socialista a un renovado “accidentalismo” en cuanto a la forma de Estado que desembocó de facto en un abierto juancarlismo.

jueves, 9 de junio de 2016

Dioses útiles

Dioses útiles. Naciones y nacionalismos. José Álvarez Junco. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2016. 316 pp.

Publicado en El Cultural, 27-05-2016.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Dioses-utiles/38145

Abre el volumen una cita de Edward Gibbon sobre las distintas religiones de la antigua Roma, “verdaderas” para el pueblo, “falsas” para el filósofo y “útiles” para el político. Si el nacionalismo es una nueva religión, es pertinente la mención de aquellos “dioses útiles” para estos “constructos” que son las naciones. Y sirve la alusión al filósofo –hoy diríamos científico- para ubicar la perspectiva racional del autor: frente a la instrumentalización política de la identidad, el análisis de las ciencias sociales. Álvarez Junco (Viella, 1942), uno de los más prestigiosos historiadores actuales, publicó en 2001 Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Taurus). En 2013 fue coautor de Las historias de España. Visiones del pasado y construcción de identidad (Crítica/M. Pons). El libro que ahora comentamos tiene pretensiones más modestas que los citados: aspira a una vía intermedia entre lo académico y la usual divulgación ofreciendo reflexiones originales, múltiples referencias y amplia información en un formato sintético (unas trescientas páginas) e insertando todos esos datos de modo ordenado en una visión global y comparativa.
El volumen se abre con una concisa introducción que establece la posición personal del autor, su perspectiva de estudio y los objetivos fundamentales. Tras ella, cuatro bloques claramente diferenciados: el primero, dedicado a “la revolución científica sobre los nacionalismos”, expone el cambio radical que introduce la historiografía reciente en el examen del hecho nacional. Grosso modo, el paso de una visión esencialista (o primordialista: las naciones, realidades objetivas) a una óptica constructivista (las naciones, construcciones históricas). Dicho cambio implica un vuelco en la perspectiva temporal, pues se pasa de considerar las naciones como entes remotos, existentes casi desde la noche de los tiempos, a observarlas como manifestaciones relativamente próximas, siempre dentro del mundo contemporáneo. Todo ello exige deslindar el concepto de nación cultural o comunidad diferenciada de nación política moderna, que emerge como depositaria de la soberanía. Ahí se inscriben las acuñaciones que han adquirido gran predicamento en los estudios historiográficos, como la “construcción de la identidad” o la “invención de la tradición”.
El segundo bloque repasa sucintamente los diversos “casos de construcción nacional” que se han dado en el mundo, con especial atención al Viejo Continente, por ser Europa “madre de naciones”. Se examinan así los procesos que dieron lugar a las más vetustas formaciones nacionales (Inglaterra, Francia) y a otras posteriores (Alemania, Italia), con un hueco para casos periféricos (Rusia, Turquía) y una mención, por su importancia objetiva, a los Estados Unidos. El tercer capítulo, dedicado al “caso español” empieza por el reconocimiento de “Hispania, un lugar muy antiguo” y la admisión de una identidad cultural española ya en tiempos de la “monarquía imperial”, pero no reconoce a España como nación política en sentido actual hasta las Cortes de Cádiz, lugar y fecha del “nacimiento de la nación”. Los siglos XIX y XX se vivirán en la geografía ibérica de un modo convulso y llevarán al surgimiento de “identidades alternativas a la española”, asunto al que se dedica el último capítulo, con un chequeo crítico de los nacionalismos o regionalismos peninsulares. Se podrá discrepar en matices, pero el nuevo libro de Álvarez Junco constituye una magistral interpretación de conjunto del fenómeno nacional y una reflexión serena e inteligente en un ámbito dominado por la emotividad.

miércoles, 18 de mayo de 2016

La transición exterior de España

La Transición exterior de España. Del aislamiento a la influencia (1976-1996). Francisco Villar. Prólogo de Felipe González. Marcial Pons, Madrid, 2016. 272 pp.

Publicado en El Cultural, 29-4-2016.

http://www.elcultural.com/revista/letras/La-Transicion-exterior-de-Espana/38005

Como es sobradamente conocido, la corta etapa que va de la muerte de Franco a la instauración del sistema democrático (lo que en España denominamos simplemente “la Transición”) ha generado una bibliografía inabarcable, solo superada en su atracción historiográfica en lo que atañe a nuestra trayectoria contemporánea por la guerra civil, con la que -por otra parte- la unen referencias ineludibles. Bien es verdad que, como sucede con otros períodos históricos, hay un marcado desequilibrio en la orientación de los estudios, muy polarizados hacia el examen meticuloso de las vicisitudes políticas internas y menos atentos a otras facetas. Entre ellas, muy señaladamente, la relativa a la política exterior. En este ámbito se inscribe la importante aportación del libro que ahora comentamos.
Su autor, Francisco Villar (Salamanca, 1945) es un diplomático de larga trayectoria que fue protagonista técnico y político de buena parte de los acontecimientos que aquí relata. Aunque enfatiza que este no es un libro de memorias sino de historia y análisis político, el lector debe tener en cuenta que Villar no enjuicia los hechos como observador imparcial o distanciado sino con la experiencia concreta y el conocimiento de primera mano de quien ocupó en aquellos momentos y en tales asuntos diversos cometidos de gran responsabilidad como miembro del gobierno español. Villar no pretende pues engañar a nadie por lo que respecta a la evaluación de aquella coyuntura: baste decir a este respecto que el volumen lleva un prólogo encomiástico de Felipe González y está dedicado a la memoria de Fernández Ordóñez y Máximo Cajal.
Desde el punto de vista teórico, el autor distingue “transición interna” (1976-1982) de “transición exterior”. Esta se prolonga hasta diciembre de 1988, cuando nuestro país consigue ser miembro de pleno derecho en los más importantes organismos e instituciones occidentales. Por decirlo en los términos que emplea Villar, el momento histórico en que “al fin España estaba en su sitio”. Llegar hasta ahí fue una ardua tarea en la que se empeñaron, con el apoyo de la inmensa mayoría de españoles, diversos gobiernos, un puñado de políticos audaces y un nutrido grupo de técnicos y funcionarios que negociaron a brazo partido en el difícil campo de las relaciones internacionales para convencer al mundo del cambio político tras la dictadura y la vocación europeísta e integradora de esa nueva España democrática.
En un tono muy sintético (el texto abarca unas 250 páginas si descontamos índices y bibliografía), Villar estructura su ensayo en cuatro capítulos muy desiguales: el primero, muy breve, trata de la labor del primer gobierno de la Monarquía, lastrado por la pesada herencia del franquismo. El segundo, más amplio, aborda el período de UCD, considerando dos fases, primero la etapa Suárez-Oreja (1976-1980) y luego de Calvo Sotelo-Pérez Llorca (1981-1982). Siendo distintas, se percibe una continuidad de objetivos y, sobre todo, un problema común, el peso muerto de los problemas domésticos: de ahí que se hable de una “normalización inconclusa”. Por contraste, el tramo siguiente, que se aborda en el bastante más extenso capítulo tercero, representa el momento en que España accede al puesto que le corresponde en el concierto internacional, siempre bajo el liderazgo de Felipe González, primero con Fernando Morán en Exteriores (1982-1985) y luego con la primera época de Fernández Ordóñez (1985-1988).
A tenor estricto del título del libro, el recorrido debía terminar ahí. Sin embargo, con buen criterio, Villar prolonga su periplo más allá de la transición propiamente dicha para darnos el capítulo más largo y sustancioso con diferencia, dedicado a la segunda etapa de Fernández Ordóñez (1989-1992) y a la fase protagonizada por Javier Solana (1992-1995). Ambos períodos conforman según el autor el ciclo más esplendoroso del país en el concierto internacional, convertido casi de la noche a la mañana en un “actor influyente”.
Posiblemente, muchos encontrarán el tono general del análisis poco crítico e incluso algo triunfalista pero debe reconocerse que, se mire como se mire, el balance fue francamente positivo. Parece que cuesta trabajo reconocerlo porque los españoles solemos tender más a flagelarnos que a festejar éxitos. Sin embargo el libro no termina con ese final feliz sino en un tono acre y desencantado (y un poco catastrofista), descalificando la política exterior que siguieron luego los gobiernos conservadores.