miércoles, 27 de noviembre de 2013

Los hechos esenciales de la historia contemporánea

LOS HECHOS ESENCIALES DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA
Juan Pablo Fusi: Breve historia del mundo contemporáneo. Desde 1776 hasta hoy. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2013. 304 pp.
RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO
Revista de libros, noviembre 2013.
http://revistadelibros.com/blogs/vitrinas/los-hechos-esencialesde-la-historia-contemporanea

No lo podemos desconocer o permanecer al margen. Mucho más que una simple moda, más incluso que una poderosa corriente, es una exigencia de nuestro tiempo. Me refiero a la brevedad, a la síntesis, a la búsqueda de concisión en todos los órdenes de la vida, aunque ahora me ciño a la vida cultural e intelectual. El ensayo se convierte en artículo, las obras dramáticas en microteatro, las conferencias y discursos en titulares, y las informaciones de los medios en escuetos boletines o flashes, del mismo modo que la publicidad ha asumido desde hace tiempo que debe colocar su mensaje en los exiguos segundos de un spot (cuando no en una simple imagen) y las declaraciones campanudas o cualquier toma de posición se realizan en los 140 caracteres de un tweet. Por supuesto que perviven formas o fórmulas tradicionales –si así puede llamárseles-, desde las novelas de mil páginas a los filmes de tres horas o más porque en esto, como casi en todos los aspectos de la vida, las tendencias no son uniformes ni afectan a todo en la misma proporción. En el terreno que nos ocupa, para no irnos por las ramas, las grandes obras de historia en varios volúmenes (Historia Universal o Historia de España) siguen teniendo un hueco en la producción editorial o en los estantes de las librerías, claro está. Pero se me concederá que se trata de un nicho cada vez menor y más problemático, al lado de las incomparablemente más numerosas y solicitadas obras de introducción, síntesis, resumen, bosquejo general o esquemático de las más diversas materias, siempre con una extensión tasada al detalle.
Los profesionales de otras disciplinas, o simples curiosos o interesados, quieren saber lo esencial y ponerse al día en determinados temas en cuestión de horas. Con razón se titulaba una popular colección de filosofía aparecida recientemente “Filósofos en 90 minutos”, con ejemplares dedicados a Leibniz, Russell, Hegel, Foucault, Aristóteles, Wittgenstein y no sé cuantos otros. ¿90, diría alguno todavía? ¿Y no es posible en 20, en un cuarto de hora? Bromas aparte, baste mencionar la proliferación del adjetivo “breve” acompañando cualquier sustantivo en los títulos de las novedades, para ponderar la importancia del proceso, paralelo al adelgazamiento del grosor de los volúmenes en papel para abaratar costes, aunque esto parece que quedará solventado por la pujante presencia del e-book como alternativa hegemónica en los próximos años. Sea como fuere, lo cierto es que el libro que nos aprestamos a comentar se inserta de modo natural en ese flujo, hasta el punto de que por llevar, lleva hasta la etiqueta de “breve historia” en el frontispicio, como si su autor, Juan Pablo Fusi, hubiera asumido que así son los tiempos que corren. De hecho, su libro anterior, que tuvo una muy buena acogida crítica y de público se titulaba, en la misma línea, Historia mínima de España (2012). Ahora, por tanto, parece que lo que toca es aplicar esa suerte de minimalismo o, para ser más exactos, ese mismo imperativo de brevedad y precisión, a la historia del mundo contemporáneo.
No vamos a cometer la ingenuidad de presentar a estas alturas al profesor Fusi, uno de los historiadores más conocidos y, sobre todo, reconocidos, en nuestro panorama académico, profesional e intelectual. Autor de una obra ingente –sobre el tema vasco, sobre los nacionalismos en general, sobre Franco y la historia española de los últimos siglos- es además, un excelente divulgador y ha ocupado en los últimos años diversos cargos de responsabilidad en la administración cultural y educativa. Por tanto, más que hablar del autor, corresponde aquí hablar del libro que tenemos entre manos, un volumen que debe empezar a reseñarse acudiendo a los conceptos que, no por casualidad, fueron deslizados líneas arriba: imperativo, brevedad y precisión. Y ello es así porque conviene desde las primeras líneas despejar un posible equívoco: la concisión y el pequeño tamaño no son –no tiene por qué ser- sinónimos de divulgación. Este, como advierte el propio autor en el prólogo, no es exactamente un libro divulgativo. Sin que ello suponga, ni mucho menos, menospreciar esa tarea –lo explicita así el propio autor- su objetivo ha sido otro y se inscribe en el marco de las dificultades que todos los historiadores encuentran al enfrentarse a los grandes acontecimientos de la historia contemporánea y no digamos ya cuando tratan de abordar esta en su conjunto: la cantidad de información y de fuentes es tan descomunal que resulta literalmente inabarcable. No solo el neófito sino a veces hasta el propio especialista corre el riesgo de perderse en ese piélago de datos, cifras, nombres, hechos, referencias, textos, leyes, informes, estadísticas y un larguísimo etcétera que hacen que la pretensión de dar cuenta cabal de todo sea sencillamente misión imposible.
Pero no queremos con todo ello limitarnos a señalar algo tan pedestre como que la selección debe imponerse como una cuestión imprescindible. Eso es obvio. Además, hacen falta otras cosas. Entre ellas, como elemento primordial, un criterio firme, fundamentado, experto, que nos oriente en el bosque, que delimite los caminos principales de los senderos secundarios, que trace un mapa explicativo de esa realidad abigarrada, que encuentre un sentido –siquiera sea provisional- al conjunto de elementos heterogéneos que nos abruman, nos desconciertan, que casi nos aturden. La concisión, antes mencionada, puede traducirse así, en un nivel superior, como búsqueda de claridad y esta supone a su vez un imperativo de orden, de jerarquía. La precisión solo adquiere sentido y consistencia sobre la base de que se distinga lo relevante de lo superfluo. Se aspira de este modo a llegar a lo esencial, descartando todo lo anecdótico o accidental, por reluciente y llamativo que pueda resultar a primera vista. No podemos a estas alturas ser tan ilusos como para aspirar a trazar unas leyes de la historia ni hablar de una “razón histórica”. Como dice el propio Fusi, si acaso hubiera tal, sería “una razón inencontrable, perplejizante, fragmentada, situacional”. Lo que hay en la historia, por el contrario, es “azar”, “imprevisibilidad” y “circunstancia”. Pero, con todo, se pueden trazar unas grandes líneas explicativas de lo que fue, aceptando naturalmente que las cosas podían haber sido de otro modo. Esa explicación coherente, breve, clara y precisa de lo que fue, de lo que ha sido el mundo contemporáneo desde 1776 hasta nuestros días, es el gran reto que asume Fusi en estas páginas.
Desde 1776, en efecto, es decir, desde la Revolución norteamericana, y no desde 1789, con la Revolución francesa. La opción que, como fácilmente puede barruntarse, es cualquier cosa menos casual, constituye más bien un elemento esencial para tomar la medida de cómo se concibe en estas páginas el devenir del mundo contemporáneo. Lo vamos a expresar sin ambages, con toda la rotundidad posible: se concibe como el penoso aunque progresivo desarrollo de la idea de libertad y no tanto como el despliegue de otros ideales como la revolución, la transformación de las bases económicas o la liberación nacional. En este sentido, por ejemplo, decir que el autor no simpatiza con las distintas aspiraciones nacionalistas que se despliegan a lo largo de la edad contemporánea sería quedarse demasiado corto. Fusi argüiría que no se trata tanto de una opción política o ideológica como simplemente empírica: “el nacionalismo cristalizó como principal factor de desestabilización de la política europea” entre las últimas décadas del s. XIX y las primeras del XX. Fue por ello el responsable directo o indirecto de las terribles conmociones de la primera mitad del siglo XX.
En otro orden de cosas, pero para seguir con el ramillete de planteamientos rechazados, no se encontrará en estas páginas simpatía alguna por las doctrinas radicales, maximalistas o revolucionarias. De hecho, lo que parece sugerirse es que las grandes revoluciones del mundo contemporáneo –que las hubo, y algunas muy positivas- fueron más bien silenciosas o, simplemente, transitaron por raíles muy distintos a los que soñaron los revolucionarios profesionales. Así sucedió con el cambio revolucionario que protagonizaron las mujeres, tanto desde el punto de vista social (su visibilidad y toma de responsabilidades) como político (derecho al sufragio). Otro tanto podría decirse del cambio de mentalidades en la esfera religiosa (laicismo), en la moral sexual (permisividad) o, todavía más claramente, en el surgimiento y desarrollo del llamado “Estado del bienestar”. Así que, en conjunto, podría decirse que para Fusi la historia de los dos últimos siglos se caracteriza ante todo por el reconocimiento gradual de la tolerancia como mejor fórmula de convivencia, por la extensión a cada vez más numerosos países de una organización política de respeto a las libertades y, para expresarlo con una fórmula manida pero eficaz, por el triunfo de la democracia como forma ideal de gobierno –pese a todas sus imperfecciones- de un confín a otro del globo. El camino que conduce a estas constataciones y conquistas está, como bien puede imaginarse, empedrado de sufrimiento y miseria, de destrucciones masivas, catástrofes y horrores de todo tipo, de crueldad, ignominia y muerte hasta extremos casi inconcebibles.
No hay determinismo ni teleologismo en ese proceso ni, mucho menos, como antes dijimos, razón histórica digna de tal nombre. Las cosas fueron así, pero no como resultado de una necesidad superior ni unas supuestas leyes, sino por una conjunción de esfuerzos individuales y colectivos, circunstancias, fuerzas y tendencias sin control alguno y hasta -¿por qué no decirlo así, a falta de mejor nombre?- simples casualidades que en algún caso rozaron lo rocambolesco. No son pocas las ocasiones en que Fusi subraya que determinados hechos, incluso grandes acontecimientos, lejos de estar escritos, fueron resultado de una confluencia de factores aleatorios o caprichosos. El caso más conocido es el del estallido de la Gran Guerra –la Primera Guerra Mundial-, pero otro tanto podría decirse, por ejemplo, del proceso de independencia de la América hispana. Ello no quiere decir, sin embargo, que debamos sustituir la causalidad por la casualidad. Son varias también las ocasiones en que Fusi subraya explícitamente la presencia de fuerzas poderosas que empujaban las cosas en un determinado sentido. Así, al relatar la revoluciones de 1848, escribe que la “evolución hacia el Estado liberal no era un mero accidente histórico”, para pasar inmediatamente a desgranar sus “causas profundas” (p. 71). Del mismo modo, al dar cuenta de los sucesos de 1989, consigna que el “fracaso del comunismo en la URSS y en la Europa del Este no fue, en modo alguno, el resultado de las circunstancias históricas” (p. 235).
Volviendo por tanto a lo que antes apuntábamos -ese triunfo relativo de la libertad y la democracia a comienzos del siglo XXI- ¿cabría entonces decir que por vericuetos tortuosos hemos arribado a una especie de final feliz? No hay tal, porque aquí no se contempla ninguna estación término o fin de la historia, sino un continuum que puede dar un quiebro inesperado en cualquier momento: frente a las estimaciones eufóricas por las caídas de tantas dictaduras en el tramo final del siglo XX, advierte Fusi que el mundo en realidad “era ante todo, e iba a seguir siéndolo, una pluralidad de situaciones; y un mundo, además (…) inestable y peligroso” (p. 239). Hasta las sociedades más prósperas y estabilizadas tienen que luchar día a día para preservar los bienes de los que hoy disfrutan. Sería muy cínico, por otra parte, ceder a cualquier tipo de satisfacción después de un siglo como el pasado, que presenta la ejecutoria más tenebrosa de matanzas en masa de toda la historia universal, llámense deportaciones, genocidios, holocaustos o limpiezas étnicas. Lejos por tanto de un optimismo simplón y complaciente, el historiador se limita con cautela y un cierto escepticismo a registrar los hechos y levantar acta de lo que hay, de cómo hemos llegado hasta aquí, felicitándose como hemos dicho de las conquistas positivas pero sin bajar la guardia ante las amenazas de todo signo que siguen presentes en el mundo contemporáneo.
Porque, además, conviene no olvidarlo, si algo nos enseña la historia es que todo proceso -incluso el más positivo- suele tener su envés. Nadie puede minimizar la importancia de la revolución industrial en la conformación de un salto cualitativo trascendental en la historia contemporánea, pero dicha transformación de las bases económicas, sociales y en último término políticas, se hizo a un coste tremendo. Hasta en una sociedad como la norteamericana, que se libró de las convulsiones atroces que sufrió gran parte de Europa a mediados del siglo XX, la independencia y la abolición de la esclavitud fueron el resultado final de sendos conflictos bélicos que costaron cientos de miles de vidas. Sin necesidad ahora de mencionar los costes revolucionarios (la Revolución francesa como paradigma), las numerosísimas guerras civiles (casi podría decirse que fueron excepcionales los países que no las sufrieron), la trastienda de los sueños imperiales y el peaje de la expansión colonial, hasta las grandes ideas y los avances incuestionables aparecen como procesos contradictorios y frustrantes. “El triunfo del liberalismo fue, en todo caso, un proceso complejo y en muchos sentidos, decepcionante”, escribe por ejemplo Fusi (p. 72). Y la afirmación o el juicio podían hacerse extensivos a otros ámbitos y otros períodos. No resulta casual en este sentido que nos encontremos que precisamente cuando Europa arriba a su edad de oro, la Belle Époque (1870-1914, grosso modo), se empeñe con un entusiasmo digno de mejor causa en una guerra de proporciones hasta entonces desconocidas, que hizo trizas los ideales de cultura y civilización que constituían el orgullo del Viejo Continente.
Un paso más en esa interpretación nos mostraría que, dejando aparte los costes o tributos de cualquier proceso, el hombre –tanto a escala individual como colectiva- parece reaccionar a su propio éxito con la insatisfacción, el vacío o hasta la eclosión de impulsos autodestructivos, como si fuese incapaz de asumir y mucho menos celebrar sus grandes logros. El llamado “malestar de la modernidad” surge precisamente cuando la civilización occidental consigue, tras larguísimos siglos de oscuridad y miseria, hacer realidad una convivencia en libertad sobre unas bases de prosperidad desconocidas en su largo tránsito histórico. Schopenhauer o Nietzsche surgen precisamente cuando la sociedad decimonónica ha hecho realidad la mayor parte de sus ideales, incluso mucho más allá de lo que hubiera podido soñar el más iluso u optimista de los europeos a las alturas de 1800. El irracionalismo, respuesta pendular al imperio del positivismo, se convierte en una alternativa peligrosa al aliarse con el darwinismo social, el racismo, la crisis económica, la transmutación de valores y el miedo a la libertad. Más allá de su conceptuación en las ciencias físicas, la incertidumbre se convierte en el principio que informa a las sociedades avanzadas de los primeros compases del siglo XX. La “nueva modernidad”, escribe Fusi, es “incertidumbre, caos, dislocación, pesimismo, desilusión y sorpresa” (p. 116). El hombre del siglo XX toma conciencia clara de que su vida, por decirlo con la célebre formulación de Ortega, es “sustancialmente más problemática”. No es extraño que, después de la descripción de ese panorama cultural, el título del capítulo siguiente nos enfrente directamente al abismo: “Laboratorio de destrucción”. Y aun así, lo peor estaba por venir, aunque llegó rápidamente: “La Segunda Guerra Mundial –sesenta millones de muertos, el Holocausto judío, Auschwitz, Hiroshima-, pese a ser en buena medida una guerra justa, ahondó todavía más el malestar del siglo XX” (p. 189).
Desde el punto de vista histórico, una de las consecuencias fundamentales de la II Guerra Mundial fue la ratificación definitiva del “declinar de Europa”. La cuestión es importante desde el punto de vista de la organización y estructura de la obra que comentamos, pues le permite a Fusi fundamentar sólidamente su visión del mundo contemporáneo como la era de esplendor del Viejo Continente hasta ese momento histórico. Hasta llegar a ese capítulo 30 –y son 35 los capítulos del volumen- el predominio europeo y americano (lo que llamamos básicamente la “civilización occidental”) ha sido abrumador. La segunda mitad del siglo XX nos muestra un mundo sustancialmente distinto en el que Europa y, sobre todo, las grandes potencias de la Europa Occidental, pierden no solo su capacidad de imposición –aun conservan, aunque disminuida, su influencia- sino, sobre todo, su diseño geopolítico del mundo: “el eje del orden mundial –escribe Fusi- no era ya, después de 1945, un eje europeo”. Queda como gran aportación europea (y estadounidense) del momento el surgimiento en las décadas siguientes de la llamada “sociedad del bienestar”. Y queda también el triunfo en todo el mundo (desde la Europa Oriental a los países de otros continentes) de valores y principios que habían sido consustanciales al éxito europeo: libertad, tolerancia, derechos humanos, democracia, alternancia pacífica. No obstante, como antes adelantábamos, el autor previene ante una visión complaciente o simplemente prematura de unos procesos complejos que están lejos de cristalizar en realidades satisfactorias. No ya porque en este aparente triunfo de la democracia como ideal haya “mucho de espejismo”, sino sobre todo porque el mundo sigue siendo para al “menos la tercera parte de la población mundial”, un lugar inhóspito de “subdesarrollo y miseria”, cuando no de “genocidios, hambre, sequía, epidemias, inundaciones calamitosas, guerras civiles, choques étnicos, refugiados, migraciones masivas, guerrilla…” (p. 249).
Pudiera dar la impresión, por el tono y los asuntos comentados en esta reseña, que Fusi ha escrito un libro básicamente interpretativo, tipo ensayo para apremiar y entendernos. No hay tal. Conviene enfatizar que, del mismo modo que se dijo al principio que no es un libro propiamente divulgativo, tampoco es un ensayo sobre el mundo contemporáneo. Se trata de una síntesis histórica, con todo lo que ello conlleva. Quiero decir que atiende en primer y fundamental término a los acontecimientos, a los datos concretos. Parafraseando el célebre dictamen de determinadas corrientes filosóficas, como el positivismo o la fenomenología, Fusi procura ir siempre a las cosas mismas, atenerse a los hechos precisos. Las interpretaciones son escuetas y se limitan casi a lo imprescindible. Apenas hay valoraciones personales propiamente dichas, más allá, claro está, de la inevitable valoración implícita en el enfoque del autor, que ha de elegir como significativos determinados asuntos sobre otros. Aquí, desde luego, no podemos desconocer que se abre un flanco a la crítica, pues no faltará quien catalogue la óptica de Fusi de conservadora o tradicional, en dos sentidos diferentes pero complementarios: por un lado, una poco o nada escondida perspectiva eurocéntrica, que hace de la llamada civilización occidental el punto de referencia privilegiado prácticamente a lo largo de todo el recorrido histórico; en segundo lugar, el predominio absoluto de la historia política entendida en su vertiente más clásica, por encima de otros enfoques alternativos (historia económica, social, cultural, de mentalidades, etc.), que quedan relegados a una función complementaria de la anterior. Conste claramente que quien esto firma no suscribiría tanto la primera de esas objeciones como la segunda (y aun ello muy matizadamente), pero no por ello considera que deba omitirse el posible reproche.
Por lo demás, debe subrayarse que se trata de un libro con una fuerte carga empírica, quizás incluso excesiva para todo aquel que se acerque sin un conocimiento previo de la historia contemporánea, pues corre el riesgo de perderse en la maraña de datos, fechas y nombres. Las ayudas que puede hallar en este aspecto son tan austeras como lo es en su conjunto el propio volumen: una cartografía muy elemental (ocho mapas, para ser exactos), una breve relación cronológica y una sucinta bibliografía por orden alfabético, sin apartados temáticos ni comentario alguno. Volviendo a las consideraciones iniciales, lo que Fusi ha procurado realizar aquí es una síntesis, no en el sentido impreciso o introductorio de bosquejo o apunte sino todo lo contrario, como tentativa de ir “a la esencia misma de los hechos históricos”. Pese a su brevedad, por tanto, conviene no engañarse, no es exactamente un libro fácil. Otra cosa muy distinta es la siempre opinable cuestión de hasta qué punto era necesaria tanta concisión para dar cuenta de tantos y tan complejos hechos a lo largo de más de dos siglos de un rincón a otro del globo y si, con ello, inevitablemente, la síntesis no incurre en una cierta simplificación o en apreciaciones sumarias que, a buen seguro, hubieran podido quedar más y mejor matizadas en un contexto menos encorsetado. En cualquier caso, como digo, esas son cuestiones siempre abiertas; al fin y al cabo, no hay opción que no tenga su contrapartida. Lo cierto, por atenernos nosotros también a los hechos mismos, es que teniendo en cuenta esas distintas opciones, Fusi ha elegido una determinada vía y ha elaborado un tipo de obra más ambiciosa de lo que a primera vista parece. Y, en fin, lo que es más importante, ha culminado su empresa con acierto y eficacia. Y para terminar, un apunte anecdótico: no deja de resultar paradójico que, en un mundo tan complejo y cambiante, la referencia final que se haga en el libro sea precisamente a Keynes y a su diagnóstico de hace casi un siglo (1926), para caracterizar los grandes desafíos a los que hoy en día se enfrenta la humanidad.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Falange y Literatura

Falange y Literatura. Antología. José-Carlos Mainer. RBA, Barcelona, 2013. 704 pp.
RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO
El Cultural, 15-11-2013.
La primera edición de Falange y Literatura apareció en 1971, en la extinta editorial Labor y en una colección literaria que dirigía Francisco Rico. Aun tratándose básicamente de una antología, con un esclarecedor estudio preliminar, tuvo un gran impacto en su momento y durante muchos años constituyó una referencia insoslayable no sólo para los estudiosos de la literatura española entre los años veinte y el decenio de los sesenta, grosso modo, sino para todos los que se interesaban por la cultura, la ideología y hasta por la política del primer franquismo. Su autor era entonces un joven y poco conocido profesor de Literatura que, con el tiempo, se iba a convertir en una autoridad en la historia literaria de España en los dos últimos siglos, José-Carlos Mainer. Responsable, en efecto, de una de las más sólidas y extensas producciones bibliográficas sobre las letras hispanas recientes, Mainer ha sabido combinar en sus trabajos una erudición impresionante con una gran capacidad didáctica y divulgadora, del mismo modo que sus análisis literarios, lejos de limitarse a los aspectos técnicos o formales de las obras, siempre han dibujado con precisión el contexto social y político en el que se mueven sus autores.
De todo ello es buena muestra este libro que ahora comentamos, una engañosa segunda edición que no puede ser más oportuna. Decimos engañosa porque este volumen, tanto en su amplia (casi doscientas páginas) y magistral introducción como en su contenido propiamente dicho, es más un ejemplar de nuevo cuño que una mera adaptación del que vio la luz hace más de cuarenta años. El mismo autor reconoce en una nota preliminar que la nueva redacción es mucho más extensa y que “no ha dejado línea sin ampliación ni dogmatismo sin atenuante”. El esquema, eso sí, sigue siendo el mismo: un cuidadoso análisis previo y una certera selección de textos. La alusión que hemos hecho a su oportunidad no necesita glosa alguna, pues se comprenderá que el tomo primigenio era prácticamente inencontrable, más allá de algunas bibliotecas y librerías de viejo. Pero es que además, como bien puede barruntarse, la bibliografía sobre este tema en estas últimas cuatro décadas ha sido colosal (Carbajosa, Mechthild, Jordi Gracia, Martínez Cachero, Trapiello…) Mainer no sólo recoge en su documentado estudio preliminar esas aportaciones sino que hace una relación bibliográfica actualizada y comentada. Los ocho epígrafes que vertebran la antología propiamente dicha (desde “los precursores” al “humor y la fantasía”, pasando por las “memorias generacionales”, la “guerra y los héroes” o los “caminos para el arte”) tienen a su vez, cada uno de ellos, unas breves páginas de presentación.
En consonancia con lo que antes se decía sobre el enfoque pluridisciplinar de Mainer, conviene también dejar claro que en estas densas páginas va a encontrar el lector mucho más de lo que dice el título. Aquí no solo aparecen la Falange y los falangistas sino otros muchos autores (conservadores, católicos, integristas, simples franquistas) que buscaron su lugar bajo el sol de un régimen autoritario y dogmático pero hasta cierto punto ecléctico. Por haber, hubo hasta quienes (Laín) aspiraron a presentarse como herederos o continuadores de una tradición anterior (en particular el 98 y Ortega). Y tampoco se habla solo de literatura en sentido estricto, sino de empresas literarias y culturales, de diarios y revistas, de ensayo, filosofía y política. Dar cuenta de ese abigarrado panorama es imposible en esta breve nota. De la elitista “Escuela Romana del Pirineo” a la popular La Ametralladora, cupo casi de todo, como el belicismo exaltado de García Serrano o Ximénez de Sandoval, la alta cultura de Escorial, la brocha gorda de Tomás Borrás, las excentricidades de Giménez Caballero, el terror rojo según Foxá, la ambigüedad de d’Ors o el refinamiento de Tovar, Rosales o Vivanco. Se dieron también, naturalmente, trayectorias disímiles, desde los que tuvieron que acomodar su “idealismo” fascista de primera hora a las exigencias del régimen hasta los que se pasaron a la oposición democrática o protagonizaron una aparatosa disidencia (Ridruejo). De todo ello y de mucho más da cuenta Mainer en este volumen imprescindible.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Obligados a luchar

OBLIGADOS A LUCHAR

James Matthews: Soldados a la fuerza. Reclutamiento obligatorio durante la guerra civil, 1936-1939. Prólogo de Paul Preston. Traducción de Hugo García Fernández. Alianza Editorial, Madrid, 2013. 360 pp.
RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO
Revista de libros, octubre 2013.
http://revistadelibros.com/blogs/vitrinas/obligados-a-luchar

Quiso la casualidad que, en el momento en que me llegó el libro de Matthews que me apresto a comentar, anduviese yo enredado en mitad de las cerca de mil páginas que presenta la edición española de A Terrible Beauty, de Peter Watson, que aquí han traducido -con notoria libertad aunque escasa inventiva- con el título de Historia intelectual del siglo XX . En el abigarrado panorama que describe Watson cabe casi de todo, desde las ciencias duras a las ciencias sociales, desde la emancipación femenina a la lógica, pasando naturalmente por todo tipo de expresiones artísticas y literarias y sin olvidar exploraciones, inventos y hasta mistificaciones, en un totum revolutum que no siempre resulta tan diáfano como el autor pretende. Pero lo que quiero destacar aquí es que, siendo precisamente tan amplísima la panoplia, no se halle hueco alguno -salvo excepciones contables con los dedos de una mano- para la más modesta aportación española de ningún tipo o especie. ¡Miento! Tras trescientas cincuenta apretadas páginas en las que, si no he contado mal, el único nombre español (!?) es Picasso, el lector encuentra con sorpresa que hay varios párrafos seguidos centrados en nuestro país. Para ser más precisos, acerca de lo que supuso para el mundo civilizado (léase Auden, Malraux, Orwell, Hemingway...) la contienda fratricida de 1936-1939. Supongo por tanto que podría decirse, siguiendo el hilo del libro, que la gran -y única- aportación intelectual española al siglo XX sería... ¡nuestra guerra civil!
Me apresuro a pedir perdón por la boutade, pero deben reconocerme a la par que aún a estas alturas del nuevo siglo la guerra civil española sigue constituyendo el tema por antonomasia, el asunto que atrae y subyuga a los investigadores extranjeros, la cuestión que, como han confesado tantos, les ha convertido en lo que antes llamábamos “hispanistas” y ahora, que negamos todo tipo de especificidad hispana, no sabemos bien cómo llamar, aunque más allá de las etiquetas y la terminología el fondo en este caso continúe siendo el mismo, el magnetismo de nuestro enfrentamiento por lo que tenía de simbólico y crucial para el siglo XX en su conjunto. No es extraño por tanto que la primera frase que escribe en el prólogo de este libro Paul Preston -que representa superlativamente tanto en su faceta investigadora como en la vehemencia de su talante la atracción susodicha- se dirija a reconocer “el incesante diluvio de libros sobre la Guerra Civil española” y a enfatizar que, en ese contexto, la publicación de una obra más deba justificarse singularmente como “algo novedoso” y una “contribución valiosa”. Tras un somero examen, Preston concluye que en la “colosal bibliografía sobre la Guerra” el libro de Matthews “tiene un lugar asegurado entre las obras indispensables sobre el conflicto”. Antes de pronunciarnos sobre el dictamen de Preston, vamos a ver qué nos ofrece realmente el análisis de su compatriota.
Empecemos por lo más obvio: de la guerra civil se ha escrito tanto y sobre tantas facetas que, admitámoslo como punto de partida, la novedad radical es ya imposible. Pese a ello ignoramos o no conocemos bien algunos aspectos sustanciales y, por supuesto, damos por hecho que en los años venideros -con la posibilidad de acceder a documentación hasta ahora inédita o vedada- se puedan hacer contribuciones de primera magnitud. La prueba de que se siguen haciendo aportes de trascendental relevancia se halla al alcance de cualquiera que esté al tanto de las novedades editoriales o consulte la bibliografía reciente. Por limitarnos a las más insoslayables, no podríamos dejar de mencionar aquí la monumental tetralogía de Ángel Viñas con documentación nueva procedente de archivos extranjeros , la magna obra de Sánchez Asiaín sobre las finanzas de uno y otro bando o, en un terreno más modesto pero nada despreciable, las nuevas perspectivas que tanto sobre la represión republicana como la “justicia franquista” ha abierto Julius Ruiz o el meticuloso esfuerzo realizado por Martínez Reverte para presentar de un modo asequible a un público amplio las grandes batallas , y todo ello sin contar el más tradicional campo de los estudios sobre la violencia de la contienda, la represión subsiguiente y los antecedentes y las consecuencias políticas del conflicto, con una producción bibliográfica que no cesa de crecer casi semanalmente y de la que aquí es imposible dar cuenta .
Una vez dicho todo eso, no seríamos sinceros si no reconociéramos al mismo tiempo el envés de ese proceso, que no es otro que una inflación de títulos que se trata de justificar al socaire del tirón comercial que todavía mantiene nuestra disputa cainita. Para expresarlo sin ambages: sobre la guerra civil se publican demasiados títulos y, no solo eso, sino para decirlo con más claridad aún, demasiados libros con las mismas premisas, los mismos enfoques, la misma documentación y, como no podía ser de otro modo, iguales o muy parecidas conclusiones. En otras palabras, libros gemelos, refritos, generalizaciones reiteradas ad nauseam o, en el otro extremo, anécdotas triviales o, en el mejor de los casos, asuntos variopintos que solo se sostienen con la coletilla “... en la guerra civil” . Incluso obras serias escritas por buenos especialistas adolecen de esa redundancia y de ahí que los que nos encargamos de reseñar novedades bibliográficas sintamos cierta prevención -cuando no algo parecido al hastío- ante tantos volúmenes clónicos.
Por todo ello no debe extrañar que lo primero que le pidamos a un nuevo libro sobre la guerra civil es que, si es posible desde el propio título y, si no, a partir de sus fuentes, el sentido de la investigación, su tratamiento del problema o sus objetivos últimos, nos ofrezca algo que se salga de los trillados cauces habituales. Matthews en principio lo ofrece. No de un modo absoluto, nos precipitamos a precisar, pero sí en una medida razonable para el asunto que nos ocupa: se trata, para decirlo con la claridad con que lo expresa el propio subtítulo de la edición española, del “reclutamiento obligatorio durante la guerra civil”. Decimos ya desde el principio que la originalidad es menor de la que el propio autor presume porque tanto en las fuentes documentales como en sus conclusiones el libro se nos aparece demasiado deudor de otras obras que luego mencionaremos, pero en especial de la magnífica A ras de suelo, de Michael Seidman . Es verdad que el estudio de Seidman tenía como objetivo la “gente corriente” en general, entendiendo en esta categoría más a los civiles que a los soldados, mientras que Matthews se fija en los combatientes y deja fuera de foco a la población civil. Otra distinción significativa es que Seidman se centraba básicamente en la zona republicana, mientras que Matthews se embarca en un esclarecedor estudio comparado de ambos bandos. Las diferencias, por tanto, son incuestionables, pero las conclusiones se parecen mucho, incluso en ese sentido que ya aparece como fundamental en las páginas finales de A ras de suelo y que luego remarcará Seidman en un también vigoroso libro posterior, La victoria nacional .
Nos referimos al planteamiento según el cual una de las razones fundamentales de la derrota republicana estuvo en sus propias insuficiencias internas, o sea, en su incapacidad logística para satisfacer no ya los requisitos militares de sus tropas, sino las necesidades materiales básicas de la gente. Desde ese punto de vista -un “enfoque materialista” en sentido prístino- no había lealtad posible que resistiera la conjunción de esos cuatro jinetes del Apocalipsis de toda guerra, y de esta en particular, que son el hambre, el frío, el pavor y las enfermedades. Y máxime cuando frente a ellos tenían un enemigo con una mayor y, sobre todo, con una más eficaz organización: “los franquistas alimentaban, vestían y pagaban a sus tropas con mucha más regularidad que los republicanos” . Este aserto lo amplia y lo robustece Seidman en la aludida obra ulterior, cuando descarta que la ayuda extranjera, en particular de la Alemania nazi, fuera el factor decisivo de la victoria de Franco. Tampoco admite que la clave estuviera en la ideología, en la cultura o en el manejo de “los símbolos nacionales”, por citar algunos de los argumentos habituales. Por el contrario, postulando como se ha dicho un acercamiento materialista hasta sus últimas consecuencias -“las calorías tienen tanto sentido como la cultura” -, considera que el triunfo franquista se debió a su mejor gestión de los recursos materiales. Como Seidman hace en esta obra historia comparada, no duda en sostener que “Franco fue el contrarrevolucionario con más éxito del siglo XX y demostró ser más competente que Chiang, Denikin, Wrangel o Kolchak” . Una afirmación, ocioso es subrayarlo, que no implica connivencia ideológica pero que si se pronunciara en nuestro país en cualquier ámbito (desde el académico al político), amenazaría seriamente la integridad física del osado interviniente.
Pues bien, como hemos dicho, también Matthews hace historia a ras de suelo, se ocupa de la gente corriente -en este caso de los ciudadanos que fueron movilizados forzosamente-, atiende a las necesidades materiales como elemento explicativo básico y, aunque maneja una documentación distinta a la de Seidman, se ve impelido a desembocar en las mismas conclusiones. Esto, no obstante, es una simplificación que no hace justicia al rico despliegue de hechos, datos, interpretaciones, matices y sugerencias que despliega Matthews en esta brillante obra. Una reseña, por muy larga que sea, no puede más que aspirar a ser un esbozo introductorio del contenido de un libro, sobre todo cuando, como es el caso, hay tanto terreno que desbrozar. Para paliar en la medida de lo posible la inevitable esquematización que hacemos aquí, permítasenos desgranar sintéticamente las virtudes del planteamiento de Matthews: en primer lugar, frente a las usuales aproximaciones de índole política, social, económica, ideológica, cultural, etc., su acercamiento a la guerra persigue recuperar “la experiencia de quienes vivieron el levantamiento militar como una intrusión no deseada en sus vidas”. Su atención se dirige por tanto a “una mayoría silenciosa” que no sólo ve quebrantada su existencia cotidiana por un fenómeno bélico que irrumpe desde fuera, ajeno a ellos mismos, sino que se encuentra de la noche a la mañana obligada a participar en él, es decir, nada menos que a matar y a morir por no se sabe bien qué y quiénes . Con toda la razón del mundo, el autor español de una obra que lleva por título Ardor guerrero -Antonio Muñoz Molina- ha elegido para desarrollar unos sugerentes comentarios sobre este libro el espléndido epígrafe de “Guerreros desganados” .
Matthews insiste a menudo en que, lejos de constituir como en tantos otros conflictos bélicos una minoría cautiva, estos “soldados a la fuerza” formaban la mayoría de la sociedad española de la época. “La preponderancia numérica de los reclutas en ambos bandos se ha subestimado a menudo”, sostiene. Por decirlo en números redondos, 120.000 personas se enrolaron voluntariamente en favor de la República; junto a ellos, fueron movilizados 28 reemplazos hasta el fin de la guerra, lo que supuso un total de 1.700.000 hombres. Los “nacionales” (el autor aclara que usa el término como apelativo, sin otro juicio de valor) atrajeron por su parte a 100.000 voluntarios al comienzo de la guerra, llegando a movilizar en el transcurso de la misma 15 reemplazos, 1.260.000 hombres. Esto no es más que el punto de partida. Como ya adelantamos, con estos mimbres Matthews se impone el reto de hacer historia comparada. Sentada la base de que “dos ejércitos de reclutas” se enfrentan en suelo peninsular durante tres años, queda por dilucidar todo lo demás: cómo recluta cada bando y cómo maneja esos recursos humanos, cómo les procura alimento y resguardo, cómo les proporciona armamento y munición, cómo les forma militarmente y les traslada según las necesidades, cómo les adoctrina y mantiene la disciplina y, en último extremo, lo que es el corolario de todo, qué rendimiento y efectividad extrae cada contendiente de las fuerzas a su cargo.
Si la variable cronológica suele ser fundamental, en este contexto simplemente es determinante. Dado que se trata de una guerra, es obvio que la marcha de la contienda repercute de modo divergente en los bandos en liza: quien lleva la iniciativa -el “ejército nacional”, por respetar la denominación del autor- y va acumulando triunfos, encuentra más facilidades materiales (territorio, hombres, armas, todo tipo de recursos en general), por contraposición a sus contrincantes -el ejército republicano-, que se encuentra en una situación cada vez más difícil. De este modo, metodológicamente hablando, la historia comparada deviene “historia relacional”, según la terminología de Jürgen Kocka: la interacción entre las dos fuerzas supone necesariamente que cuando una gana algo, sea lo que fuere, lo hace siempre a costa de la otra. Por mencionar uno solo de los aspectos que se abordan en el libro, la República se vio abocada a reclutar forzosamente cada vez un mayor número de hombres, de menor edad -la famosa “quinta del biberón”-, pero también más veteranos, a medida que su situación militar se fue haciendo más angustiosa. Paralelamente, cada vez fue también más difícil mantener la moral y la disciplina, y por ello se desembocó en medidas disciplinarias rayanas no solo en la crueldad sino en la pura arbitrariedad. Uno de los episodios más sangrantes tuvo lugar en torno a los combates por Teruel y tuvo como protagonista a la 84ª Brigada Mixta del Ejército Popular. El desgraciado suceso se menciona aquí de pasada, aunque ya había sido materia de estudio en un magnífico libro de Pedro Corral . Volveremos a mencionar a este autor más adelante por otros motivos.
Conviene advertir a estas alturas que la investigación de Matthews tiene una limitación de partida: su estudio no abarca todo el territorio nacional, sino tan solo el imprecisamente llamado ámbito central de la península, que comprende una considerable extensión de la meseta, con Madrid como centro, pero que deja igualmente fuera toda la España periférica, es decir, se mire por donde se mire, una importante porción del país. Otro problema importante, que Matthews no oculta, es el desequilibrio de fuentes documentales. Teniendo en cuenta que este trabajo se ha hecho primordialmente a partir de fuentes primarias -en especial las del Archivo Militar de Ávila, aunque también las del Archivo de la Guerra Civil de Salamanca, que ahora forma parte del Centro Documental de la Memoria Histórica-, conviene precisar, como hace el mismo autor, que buena parte de los expedientes ha pasado necesariamente por filtros censoriales que han podido distorsionar sus resultados, conservando algunos y destruyendo otros en función de los intereses específicos de las autoridades franquistas, que fueron las que tuvieron los documentos bajo su custodia. A pesar de que no se trata de cuestiones menores, da la impresión de que Matthews ha superado notablemente esas limitaciones, ha contado en conjunto con un excelente material y, sobre todo, ha sabido sacar el máximo partido de él. En este sentido hay que ponderar una ordenación ejemplar del estudio en seis capítulos muy bien acotados, que empieza con la reconstrucción del contexto de la recluta, sigue con los mecanismos de movilización, continúa con las ideologías y mitos movilizadores, llega a la vida cotidiana en las trincheras, prosigue con el examen de la disciplina y la desmoralización y culmina finalmente en las diversas modalidades de huida del frente: “deserción, ocultamiento y defección”.
Matthews pergeña así lo que bien podría denominarse una intrahistoria de la guerra civil y, más específicamente, de la vida del soldado en el frente. Quiero decir que en estas páginas no se habla prácticamente de grandes batallas ni de grandes acontecimientos sino de un tedioso día a día caracterizado por las largas esperas, el aburrimiento, el frío, el hambre, la incertidumbre, la ausencia de tabaco, la falta de higiene y hasta de agua potable, los piojos, las enfermedades, las heridas que se gangrenan..., todos esos elementos, en fin, que convierten la vida en la trinchera en un suplicio sin necesidad de que haya fuego graneado, aparezca la aviación enemiga o haya que avanzar a pecho descubierto para tomar un cerro. Resulta a todas luces innecesario insistir en la importancia de preservar la moral de la tropa como valladar ante el descontento por esas terribles condiciones vitales. Máxime teniendo en cuenta -no se olvide- que estamos hablando de hombres llevados al frente contra su voluntad o, como mínimo, con escasa motivación previa. En el examen del proceso de justificación de la guerra y elevación de la moral, Matthews traza un panorama de “mitos movilizadores” en los que la propaganda patriotera más elemental se da la mano con interpretaciones nacionalistas sesgadas, manipulación de la historia y la tradición, argumentos xenófobos, uso torticero de la religión y hasta convenciones machistas para conformar una amalgama que lograse el milagro de transformar la guerra, en función de las necesidades de cada bando, bien en “gloriosa Cruzada”, bien en “resistencia del pueblo español al fascismo opresor”.
En ese repaso de ideologías enfrentadas, que en el fondo resultan ser más semejantes o simétricas de lo que aparentaban, nuestro autor se muestra inevitablemente menos original, pues su análisis se mueve por coordenadas que ya habían sido transitadas por otros historiadores, en particular por X. M. Núñez Seixas, cuyos trabajos sobre los paralelismos ideológicos entre ambos bandos sirven de referencia insoslayable . En particular, destaca el uso de un nacionalismo primario en uno y otro sector, empeñados ambos en la transformación de la guerra civil en una guerra contra el invasor extranjero -nueva edición de la gloriosa guerra de la Independencia contra el francés-; una contienda épica en la que la razón está evidentemente de parte de los heroicos españoles -la España auténtica, el pueblo español- frente a la agresión de las potencias extranjeras: la Alemania nazi para unos, la Rusia soviética para los otros.
Con todo, reconociendo el esfuerzo propagandístico que se hizo por parte y parte, Matthews estima que difícilmente la ideología, por muchos mitos que se pusieran en liza, podía hacer llevadero un enfrentamiento sucio y cruel que se prolongaba a lo largo de los años, desgastando las fuerzas y resistencias de unos hombres en general pobres, casi analfabetos, mal vestidos y peor alimentados. Esto es particularmente cierto por lo que respecta al sector republicano, que veía con impotencia cómo la marcha misma del conflicto repercutía en unas condiciones cada vez más adversas. Aunque en menor medida, el cansancio también hacía mella en las filas franquistas. En esas condiciones, mantener no ya la moral sino la disciplina más elemental se terminó convirtiendo en un gran reto para los mandos militares de uno y otro bando. Como en tantos otros aspectos, el problema siempre resultó más acuciante en las filas republicanas, en parte por la ya aludida marcha de la guerra y en parte también por la mayor eficacia que en este aspecto mostraron los oficiales del “ejército nacional”. Aún así, a uno y otro lado de la trinchera, era frecuente que muchos hombres trataran de eludir el peligro del combate por todos los medios a su alcance: desde enchufes, excusas peregrinas o ausencia injustificadas hasta espantadas, deserciones y automutilaciones.
Entre la variedad de formas de escaquearse las había más o menos arriesgadas. Dejando a un lado el recurso extremo de autoinflingirse heridas en un pie o en una mano -con consecuencias irreparables en no pocas ocasiones, ya fuera por las gangrenas o por las estrictas medidas disciplinarias: léase pelotón de fusilamiento-, las más audaces y complicadas eran las deserciones. Los actos de deserción presentan por otro lado un singular interés para el tipo de análisis que se realiza en el libro. Cualquier observador distanciado tiende a pensar en primer término en razones políticas, ideológicas, doctrinales o de conciencia como razones fundamentales para que un combatiente abandone su puesto y no digamos ya si encima cambia de bando. Nada más lejos de lo que indican los datos disponibles. Las causas solían ser mucho más pedestres, más a ras de tierra o, si se prefiere, más personales, en el sentido de la atracción de los lazos familiares y la vuelta al hogar. Matthews las llama con una cierta imprecisión “causas geográficas”, queriendo decir con ello que cuando un soldado estaba cerca de su casa y su familia, aunque estas estuvieran “del otro lado”, la tentación de volver a ellas era casi irresistible. Es verdad que existían otros muchos motivos, desde el derrotismo al cansancio extremo, desde las enfermedades a la falta de comida, pero todas ellas remiten a las grandes líneas del cuadro que se pretende aquí perfilar, una guerra protagonizada por soldados a la fuerza. No era extraño, por tanto, que a la primera ocasión disponible, esos pobres reclutas, obligados a luchar contra su voluntad, trataran de huir de la quema.
Esta agónica huida, este patético “sálvese quien pueda” ya había sido expuesto por Seidman, en la antes comentada A ras de suelo y, sobre todo por Pedro Corral, que dedicó todo una compleja investigación al asunto de los desertores, trascendiendo incluso el marco de la deserción propiamente dicho para plasmar, antes que Matthews, una visión completamente distinta de la guerra civil. Tanto es así que su libro se subtitulaba con un innegable gancho comercial pero también con bastante fundamento La Guerra Civil que nadie quiere contar . Frente a las idealizaciones épicas, Corral sostenía no sin cierta sorna que “entre morir de pie y vivir de rodillas (…) la mitad de los quintos de la Guerra Civil” prefirieron esconderse, escabullirse o conseguir un enchufe, es decir, cualquier cosa antes que estar en el frente arriesgando su vida y pasando hambre, frío y todo tipo de privaciones. Grosso modo, sus cifras apuntaban a que la suma de prófugos, exceptuados e “inútiles” -los que se libraron del servicio de las armas por medios legales o ilegales- estaría en torno a los 2,5 millones, frente a otros tantos (es decir, otros dos millones y medio) que estuvieron encuadrados en las unidades de una y otra zona. Una vez más, por consiguiente, la mayoría silenciosa, los soldados en la sombra o, como gráficamente les denominaba Corral, “el ejército invisible de la guerra civil” . Las aportaciones de Corral merecían por lo menos una mínima consideración, aunque solo fuera para refutarlas y abrir un debate fructífero. La respuesta del ámbito universitario -tan hemipléjicamente politizado- fue el silencio más clamoroso. Esa visión de la guerra civil no encaja en los cauces establecidos, caracterizados por el enfoque militante y el halo épico.
“La Guerra civil española fue una contienda entre ideologías”, concede Matthews en sus conclusiones, pero “fue también un conflicto en el que millones de españoles” se vieron implicados a la fuerza. Muchos de ellos fueron obligados a luchar, aunque no tenían “convicciones definidas” y ello es hasta tal punto así que “recurrieron a expedientes imaginativos y a menudo desesperados para eludir el servicio”, mientras que “otros sirvieron a regañadientes y trataron de no hacerse notar” y otros tantos, en fin, “cambiaron de bando fácilmente cuando les convino o cuando les fue posible”. El autor suscribe explícitamente el criterio de Seidman de “considerar los factores locales y específicamente españoles cuando se analiza el resultado final de la contienda”. Nadie pone en duda la importancia de la intervención extranjera pero lo cierto en último término -la verdad de Perogrullo- es que la guerra civil de España la hicieron... los españoles. Con todas las características de un país que empezaba a modernizarse pero que aún no lo había logrado del todo. Por eso, apunta el autor, “en más de un sentido, la Guerra Civil fue un conflicto moderno”, con reclutamientos en masa, grandes movimientos de tropa y uso de la aviación y, en ciertos casos, grandes armas modernas. Pero fue también al mismo tiempo “una guerra de pobres”, con fusiles obsoletos, transportes en mulas y hombres famélicos en alpargatas.
Y bien, lo que verdaderamente importa, para ir poniendo punto final a esta larga reflexión: agavillando todos los elementos y factores que se han ido desgranando hasta aquí, el dictamen concluyente de Matthews es que las condiciones materiales -entendidas en su sentido más tangible y cotidiano- fueron determinantes en la marcha del conflicto y, como no podía ser de otra manera, en el resultado final del mismo. Más significativo que la mera contabilidad aséptica de los recursos de los que dispusieron uno y otro bando, fue el uso y gestión que hicieron de ellos. Esto último fue lo decisivo. En este sentido, el balance que se traza en la obra no deja lugar a dudas sobre la superioridad del llamado “ejército nacional” sobre el republicano, sea cual fuere la faceta que se enjuicie. “Los soldados nacionales lucharon en mejores condiciones materiales que sus equivalente republicanos, y sufrieron menos episodios de escasez aguda en la línea del frente”.
Las cuestiones ideológicas o doctrinales fueron importantes, sin duda, pero no pueden ser abordadas como si constituyeran una esfera autónoma sino que, muy al contrario, resultan indisociables de las condiciones antedichas y han de ser analizadas y valoradas en ese contexto. En cualquier caso, el examen de esa vertiente muestra una deriva paralela -e inextricable- con la marcha misma de la guerra: eficacia y moral son, para decirlo de modo sucinto, dos caras de la misma moneda. Mientras que el Ejército Popular se veía minado por sus divisiones internas y sus fracturas ideológicas, el “ejército nacional” presentaba una faz monolítica, apuntalada no ya sólo por la autoridad indiscutida del Caudillo sino por la presencia de múltiples oficiales de carrera en sus filas. El transcurso victorioso de la guerra suponía unas inyecciones de moral para la huestes franquistas en la misma medida que significaba un deterioro equivalente de la misma en sus oponentes, que tenían que hacer así frente a más episodios de protestas y descontento. Por ello mismo, en “los tres años de conflicto, los nacionales tuvieron más éxito que los republicanos en la tarea de limitar las deserciones”. No sólo eso, sino que en líneas generales, una estimación de conjunto tiene que admitir que “la movilización nacional para la guerra tuvo más éxito que la republicana”. Finalmente, escribe Matthews, la “capacidad de los nacionales para incorporar a reclutas recalcitrantes, e incluso hostiles, a las fuerzas armadas, y asegurar la prestación de un servicio adecuado por parte de la mayoría, es un factor clave para entender su victoria final sobre la República” . Es verdad que la cuestión de las causas últimas de la derrota republicana -o del triunfo franquista- difícilmente puede cerrarse con un veredicto contundente y asumible desde todas las perspectivas. Pero no es menos cierto que contribuciones como la de Matthews nos ponen en el camino adecuado para aproximarnos algo más a ese objetivo.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La daga y la dinamita

La daga y la dinamita. Los anarquistas y el nacimiento del terrorismo. Juan Avilés. Tusquets, Barcelona, 2013. 424 pp.
RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO
El Cultural, 1-11-2013.
Tras una fructífera trayectoria como investigador de determinados aspectos de la España contemporánea -en especial los años treinta del s. XX: recordemos su excelente estudio de la “izquierda burguesa” durante la II República, reeditado no hace mucho (Comunidad de Madrid, 2006)- y algunas impecables biografías -sobre la Pasionaria (Mondadori, 2005) y Francisco Ferrer (M. Pons, 2006)-, Juan Avilés (Mataró, 1950) se ha concentrado de unos años a esta parte en la exploración del fenómeno terrorista en general y del submundo anarquista en particular, con la meticulosidad, rigor y constancia que le han distinguido en anteriores ocasiones. Buena muestra de ello -dejando aparte los artículos específicos en revistas especializadas- son la obra colectiva El nacimiento del terrorismo en Occidente (S. XXI, 2008), coeditado con Ángel Herrerín y varias monografías sobre El terrorismo en España y Al Qaeda (Arco, 2010; Catarata, 2011). En cierto modo el libro que ahora comentamos viene a ser la culminación de esa reciente pero ya fértil singladura.
En La daga y la dinamita -acertado título, en la medida que aúna no solo las dos armas arquetípicas de la violencia anarquista, sino que simboliza los dos rostros de la llamada “propaganda por el hecho”, tradición y modernidad-, Avilés hace un minucioso recorrido por los orígenes del terrorismo ácrata. Un par de precisiones se imponen por tanto como punto de partida: en primer lugar, el autor no aborda aquí solo los atentados que tuvieron lugar en suelo hispano; es verdad que el caso español es con mucho el que más extensión ocupa, con capítulos específicos dedicados a los episodios más emblemáticos, empezando por el turbio complot de la “Mano Negra”, siguiendo con el asalto de Jerez y desembocando, como no podía ser de otro modo, en los resonantes sucesos que convirtieron a Barcelona en capital española del terrorismo (agresión contra Martínez Campos, bomba del Liceo, explosión de la procesión del Corpus). El final del recorrido es naturalmente el célebre Proceso de Montjuich. Pero de manera muy adecuada, Avilés sitúa todas esas acciones criminales y hasta la doctrina que las justifica o alienta en un contexto más amplio, que no solo incluye la Europa más próxima, donde también se dejó sentir el latigazo extremista -singularmente Francia: baste recordar la figura mitificada de Ravachol-, sino que se extiende a la Alianza de Bakunin, al caldo de cultivo del nihilismo ruso y al decisivo impulso del príncipe Kropotkin.
En segundo lugar, el contenido del volumen responde plenamente a lo que enuncia el título: no pretende una panorámica del terrorismo en general, ni siquiera del terrorismo libertario en concreto, sino un estudio detallado de sus orígenes y primeros pasos. Abarca por ello un lapso muy definido, grosso modo el último tercio del siglo XIX. Quedan así fuera todas las acciones violentas que, protagonizadas o no por militantes anarquistas, ensangrentaron las primeras décadas del siglo XX en España, como el estremecedor atentado contra Alfonso XIII el día de su boda o los magnicidios de Canalejas y Dato, por citar tres referencias ineludibles. Es verdad que tanto la introducción -“la lógica del terrorismo”- como las conclusiones -“Violencia y altruismo”- contienen unas pertinentes reflexiones que trascienden los límites temporales antedichos pero, desde el punto de vista de los acontecimientos, Avilés se limita a dar cuenta detallada de las dramáticas convulsiones del período, que no fueron pocas, empezando por las osadas operaciones del radicalismo ruso, siguiendo por la estrategia insurreccional italiana, el tibio contagio alemán o las agitaciones norteamericanas -esta es la época de los “mártires de Chicago”- y culminando con los resonantes episodios de Francia y España: téngase en cuenta, por limitarnos tan solo a un dato significativo, que en la década de los noventa, con solo tres años de diferencia, son asesinados el presidente francés Carnot y el jefe del gobierno español, Cánovas del Castillo.
Sobre este mismo tema o diversas vertientes del mismo han escrito mucho y muy bien historiadores como Álvarez Junco, González Calleja, Ángel Herrerín o Antoni Dalmau. El libro de Avilés se integra por derecho propio en este selecto club. Es una síntesis brillante, muy bien estructurada, con una claridad ejemplar y un pulcro lenguaje. Un modelo de cómo se puede hacer compatible la investigación rigurosa con el tono divulgativo.

viernes, 18 de octubre de 2013

La ciencia del alma

La ciencia del alma. Locura y Modernidad en la cultura española del siglo XIX. Enric Novella. Iberoamericana/Vervuert, Madrid, 2013. 224 pp.
RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO
El Cultural, 11-10-2013.

Los estudios sobre la inserción de la medicina en la sociedad tienen una brillante tradición en nuestro país, que siempre ha contado con un destacado elenco de médicos con inquietudes humanistas y de historiadores con sensibilidad hacia esa faceta científica. Baste recordar, sin remontarnos excesivamente en el tiempo, nombres de la talla de Laín Entralgo, López Piñero, García Ballester, Luis S. Granjel, los hermanos Peset o Diego Gracia. En el ámbito específico de la medicina mental tampoco han faltado notables investigadores, como algunos de los antes mencionados y también Raquel Álvarez, Rafael Huertas, Antonio Rey, González Duro o Álvarez-Uría, por citar diversos autores casi a vuelapluma y admitiendo que dejo muchos otros nombres ilustres en el tintero. Buena parte de ellos han trabajado en el marco del CSIC, del que procede también Enric Novella, filósofo y médico que hace aquí además las funciones de historiador para trazar un cuadro detallado de los primeros pasos de la pomposamente denominada -con la inevitable retórica decimonónica- “ciencia del alma”: lo que hoy llamaríamos, de modo más llano, los inicios o la prehistoria de la psiquiatría en España.
Las consideraciones anteriores no son gratuitas porque el primer y principal acierto de Novella en esta obra es situar adecuada y meticulosamente la eclosión hispana del “alienismo” -fiel aunque pálido reflejo de lo que sucedía en otros países europeos del entorno- en el contexto de la cultura de la época, es decir, una sociedad española, la de mediados del XIX, en la que las nuevas corrientes y la mentalidad positivista en general luchaban arduamente por abrirse camino entre las rémoras de la tradición, la rutina, el autoritarismo y el dogmatismo religioso. El objetivo fundamental en esas circunstancias era lograr la conversión de la figura vulgar del “loco” en “sujeto psicológico” que requería no sólo un estudio específico sino, lo que es más importante, una atención y un tratamiento que sólo un especialista le podía proporcionar. Ese especialista, el médico, reclamaba para sí -para su profesión- un rol y un reconocimiento inéditos en aquel ambiente. Se trataba en suma de la “medicalización” progresiva de un dominio, el del alma, que hasta entonces había estado en manos del pensamiento especulativo y la religión.
Con un enfoque marcadamente empírico y una decidida voluntad sintética -el libro no llega a las doscientas páginas de texto, descontando índice y bibliografía-, Novella hace un recorrido minucioso por esos discursos y prácticas, o sea, las nuevas formas de entender y abordar la perturbación mental, demorándose en el análisis de las publicaciones periódicas y la literatura científica de la época, en la que va abriéndose paso, con dificultad, la “nueva percepción de la locura”. No se pierde de vista en ningún momento el hecho de que dichos enfoques renovadores solo tienen sentido en una época y un contexto -para entendernos, el marco de la sociedad liberal- en los que, aunque sea a trancas y barrancas, resulta patente que gana peso específico una opinión pública que acoge como irrenunciables los principios de libertad, progreso y emancipación de todos los seres humanos.
No hace falta subrayar que la moderna medicina mental se abrió paso en nuestro país con mayores dificultades y resistencias que en los países limítrofes más avanzados, por razones que a todos se nos alcanzan. Pese a ello, un puñado de médicos (no solo alienistas, sino también higienistas y forenses, entre otros) luchó denodadamente para que los nuevos enfoques alcanzaran una consolidación que, ya a fines del XIX, mostraba bien a las claras que no tenía retorno posible. Con todo, es notorio que el proceso de modernización en el caso hispano no pudo desprenderse de un fuerte aroma conservador, producto de los prejuicios seculares. En este sentido, la tentación de asociar causalmente locura y civilización moderna fue irresistible, hasta el punto de que se convirtió durante la segunda mitad del siglo, como documenta Novella, “en un lugar común del pensamiento conservador español”.