miércoles, 31 de agosto de 2011

Sombras de Buenos Aires

Cuando avanzan las sombras de la noche, otras sombras se extienden por las calles y avenidas de Buenos Aires, por las esquinas donde se amontonan las gruesas bolsas negras de basura. Son hombres, mujeres y niños, a veces con carritos de la compra, a veces con otros artilugios más aparatosos pero no menos elementales, que abren una a una las susodichas bolsas, desparraman todo, eligen los cartones, papeles u otros desechos que pueden aprovechar (?) y se retiran luego dejando la esquina, la acera y la calle con decenas, quizás cientos, de restos de papeles, latas, botes, plásticos y otros pequeños objetos inclasificables. Son los cartoneros -malencarados, sucios, malolientes- los nuevos miserables de esta era, ya sin un Hugo que haga epopeya de ellos y su circunstancia. Hacen juego con los piqueteros, con los veteranos de las Malvinas (que acampan en la Plaza de Mayo), con los mendigos que acampan en la Plaza del Congreso, con los chabolistas que forman villas-miserias allá donde pueden, con los borrachos y los indigentes que duermen allá donde hallan el más pequeño reducto. Todos las calles con soportales del centro de Buenos Aires están casi intransitables por la presencia de colchones, cartones y mantas que cobijan (es un decir) al miserable de turno, a veces con niños pequeños, a menudo hasta con cacharros de cocina para hacer allí mismo la comida. Es una invasión que llamaría silenciosa si no fuera porque la presencia misma de tal cantidad de gente es un grito desgarrado que pone de relieve el fracaso de una sociedad. Buenos Aires es como una dama decadente que se empeña en vivir de su pasado sin querer ver que sus hijos no tienen, no ya futuro, sino ni siquiera presente.

sábado, 20 de agosto de 2011

Cómo no puede funcionar un país

En mitad de la carretera que lleva a San Salvador de Jujuy, capital de esta provincia, noroeste de Argentina, me intento resguardar inútilmente del sol que cae a plomo, a pesar de que son las doce de la mañana y es invierno en el hemisferio austral. El coche, parado, hará el número trescientos algo de una fila cuya cabecera se pierde en la siguiente curva, seguido por un número de vehículos similar en la recta que hemos dejado atrás, antes de ser parados por un piquete de manifestantes que piden tierras. Los autos están en su mayoría con el motor apagado porque llevamos ya hora y media de parada. La gente sale de ellos y dialoga, exclama, se lamenta, siempre con el mismo sonsonete: "Dicen que no van a abrir en todo el día". "He oído que dejan pasar unos cuantos cada hora, antes de cerrar de nuevo". "¿No interviene la polícía?" "No, después de unos incidentes con muertos la semana pasada y con elecciones a la vista, nadie quiere ser tildado de represivo". O sea, la policía está, pero deja hacer. Deja hacer la santa voluntad de los piqueteros de turno. Entre los que esperan hay gente con urgencias, como enfermos o embarazadas a punto de dar a luz. No es el único sitio donde ocurre esto. Ahora mismo sucede también en otros puntos de la región. Por los mismos motivos o por reivindicaciones educativas, como nos tocó a nosotros también ayer, un poco más al norte, en Abra Pampa. Tengo el motor parado además porque en muchas estaciones de servicio no hay gasolina. Problemas de suministro. También estoy preocupado porque no me alcanza el dinero para un pago: los cajeros automáticos no suministran más de mil pesos diarios (unos doscientos y pico dólares). ¡Ay, Argentina! No quiero meterme en el fondo del asunto, si las reivindicaciones de unos son justas o no, si los problemas obedecen a causas externas o internas, coyunturales o estructurales. Sólo creo que puedo decir con seguridad una cosa: así no puede progresar un país.