lunes, 11 de septiembre de 2017

Memoria y olvido


LA MEMORIA COMO IMPERATIVO Y EL OLVIDO COMO TERAPIA

David Rieff: Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica. Traducción de Aurelio Major. Debate, Barcelona, 2017. 176 pp. 16,90 €.

Publicado en Revista de Libros, 17-07-2017.

http://www.revistadelibros.com/resenas/la-memoria-como-imperativo-y-el-olvido-como-terapia

Como es habitual en los vástagos de las personas que han alcanzado una notable celebridad, David Rieff tiene que cargar con el sambenito de que se le presente con insistencia –incluso en la breve nota bio-bibliográfica de la solapa del libro que nos ocupa- como hijo de Susan Sontag. No obstante, como sabe cualquiera que haya seguido su trayectoria, la susodicha vinculación familiar es ociosa para encuadrar y comprender su fructífera y proteica carrera como periodista, corresponsal de guerra, analista político, ensayista y crítico cultural. De entre sus últimos libros –casi todos traducidos al español- nos interesa destacar ahora, por motivos que no necesitan explicación, el que aquí se tituló Contra la memoria. De hecho, las primeras palabras de Rieff en el volumen que vamos a comentar, bajo el rótulo de “Agradecimientos”, son para recordar que en 2009 dos integrantes del servicio de publicaciones de la Universidad de Melbourne, le invitaron “a escribir un ensayo en contra de la memoria política” que se publicó dos años más tarde con el título antedicho. Ahora, como su propio nombre indica, Rieff retoma el mismo tema para desarrollar aquel asunto e incorporar nuevos argumentos, moviéndose obviamente en la misma línea. Me atrevo a llevar hasta cierto punto la contraria al propio Rieff para matizar que la aludida línea argumental no es exactamente un alegato contra la memoria política sin más. Como se dice, creo que con bastante justeza en la sinopsis de contraportada, lo que defiende Rieff, si se permite la formulación casi en forma de titular, es que “la memoria colectiva no es tanto un imperativo moral como una opción”. Pero vayamos por partes.
El libro de Rieff, aunque lleva por subtítulo explicativo “Las paradojas de la memoria histórica” no es una obra de historia ni se parece en nada al tipo de publicaciones que, por lo menos en el ámbito español, distingue a la copiosa bibliografía en torno a las relaciones entre memoria, historia y política. Elogio del olvido es un pequeño volumen –unas 170 páginas- que tiene más bien un marcado carácter ensayístico, provocativo y deliberadamente polémico en algunas de sus apreciaciones, y en el que, como viene siendo usual en los últimos tiempos, el autor se permite el lujo de hablar en distintas ocasiones en el tono subjetivo de la primera persona del singular, contar algunas de sus experiencias como testigo de acontecimientos relevantes e incluso relatar anécdotas concretas de sus tiempos como reportero en distintos frentes de batalla. Y todo ello lo hace en unos capítulos que contienen más carga de presente que de pasado (o que se interesan sin rubor por el pasado en función del presente) y que en algunos casos llevan como título preguntas que llaman nuestra atención como fogonazos: “¿Para qué sirve realmente la memoria colectiva?” O este otro: “¿Debemos deformar el pasado para poder conservarlo?”
Rieff –ya lo he dicho- no es un historiador ni mucho menos un filósofo, ni siquiera un teórico político en un sentido investigador o académico. Es un periodista inquieto, un hombre culto que se mueve con soltura en distintos campos, pero que no alza el vuelo mucho más allá de los hechos concretos, o sea, de lo que podríamos llamar sin menoscabo, un empirismo funcional o un decidido pragmatismo político, muy en la línea de un cierto ensayismo anglosajón. Esto que normalmente, en nuestros predios intelectuales, se entendería como desdoro o desvalorización, constituye en mi opinión el elemento determinante para que Elogio del olvido resulte un libro estimulante. No exactamente por lo que dice –que, en el fondo, no es nada radicalmente nuevo- sino cómo lo dice: con una franqueza, una resolución y una sinceridad que prestan al volumen un tono prístino, una mirada a veces hasta algo naif, como una bocanada de aire fresco en un tema siempre viciado porque todo transcurre, como hubiera dicho Sartre, a puerta cerrada, en una atmósfera cargada de resentimientos.
Por todo ello, el basamento teórico de principio no va mucho más allá de lo que en nuestros cenáculos intelectuales ha defendido, por ejemplo, y con muchos mejores argumentos, historiadores como Santos Juliá: una cosa es la historia y otra muy distinta, la memoria. Cuando se trata de vincular ambas utilizando el sintagma de “memoria histórica” se está incurriendo en un oxímoron que solo es aceptable como metáfora y aún así con no pocas prevenciones. La memoria sensu stricto es siempre individual; la “memoria colectiva de un pueblo” es, como hubiera matizado con ironía Borges, un abuso del lenguaje. Si se prefiere algo más flexible, diríamos que no es más que “una metáfora que pretende interpretar la realidad y conlleva todos los riesgos inherentes a la interpretación metafórica del mundo”. Un tema, dicho sea de paso, que hubiera hecho las delicias de Nietzsche. Si damos unos pasos más y nos adentramos directamente en la llamada memoria histórica de un acontecimiento, debemos precisar que “nos referimos en general a la rememoración colectiva de gente que no lo presenció, sino que le fue transmitido por crónicas familiares o, más probablemente […] a través de intermediarios como el Estado, sobre todo en las escuelas o las conmemoraciones públicas, o por medio de asociaciones” (p. 94).
Al proseguir por esa senda, nos vemos abocados a despojarnos de la inocencia. No hace falta que lleguemos al abrupto aforismo nietzscheano: “no hay hechos; solo interpretaciones”. Basta simplemente que reconozcamos una verdad tan incómoda como por otra parte incontrovertible, la de que “la función esencial de la memoria colectiva es la legitimación de un criterio particular y un programa político y social, y la deslegitimación de los opositores ideológicos”. Así, la “apropiación de la historia por parte de la memoria es también la apropiación de la historia por parte de la política” (p. 83). No se puede decir más claro. Bueno, sí. Juzguen ustedes: “la memoria histórica colectiva no es respetuosa con el pasado” (p. 137). Rieff admite algunas excepciones en esa regla general, como la de los judíos (asunto este, por cierto, que me parece más que discutible, pero en el que prefiero no entrar para no perder el hilo de la argumentación). No respetar el pasado, no ser fiel a los hechos, equivale a manipular los mismos en función de unos objetivos. Como el autor procura no caer en el dogmatismo que critica, no llega al punto de decir que la memoria inventa el pasado, aunque alguna que otra vez bordea esa acuñación que puso en boga Eric Hobsbawm, la “invención de la tradición”. En vez de eso, Rieff desemboca en una formulación muy poco sólida desde el punto de vista teórico aunque, como veremos después, muy expresiva desde el prisma de la ejemplaridad política. Concretamente dice que la “memoria se puede usar como prueba de fuego política, para causas tanto buenas como malas” (p. 55).
Aquí el planteamiento de Rieff adolece de una cierta ingenuidad. El problema estriba, como es obvio, en establecer y deslindar “causas buenas” y “causas malas”. ¿Cómo nos ponemos de acuerdo sobre este punto? Tomemos por ejemplo como referencia, siguiendo a Timothy Garton Ash, el uso de la memoria como “componente esencial en la construcción de la identidad europea”. Debemos forzosamente reconocer que, aunque mayoritaria, esa es una opción tan discutible como cualquier otra (como dirían los del Brexit y tantos euroescépticos y eurófobos). Operan además sobre todo ello los prejuicios del presente, conformando una arbitraria hemiplejia analítica. La manipulación descarada del pasado haciendo de William Wallace un mártir y un héroe del nacionalismo escocés –Mel Gibson mediante- se acoge con incomparable más benevolencia que la santificación de Juana de Arco por las huestes de Le Pen, aunque aquellos actúan con una insidia y unas pretensiones semejantes a las de estos. Rieff pone el dedo en la llaga como el niño que señala al rey desnudo: no nos importa tanto la manipulación en sí como quién manipula y con qué fin. Como en el chiste psicoanalítico, cuando “la persona indicada hace las cosas mal, está bien; cuando la persona no indicada hace las cosas bien, está mal” (p. 141).
En un contexto más amplio, vivimos una época de exaltación de la memoria, hasta el punto de que esta ha desplazado a la historia en las relaciones políticas con el pasado. En palabras de Pierre Nora y refiriéndose sobre todo a Francia, la memoria “ha adquirido un significado tan amplio e inclusivo que se tiende a utilizarla simple y llanamente como sustituto de historia y a poner el estudio de la historia al servicio de la memoria” (p. 82). Quizá el diagnóstico peque de excesivo o poco matizado pero es incuestionable que en muchos países se ha desarrollado una auténtica “industria de la memoria”. La expresión sería del gusto de Javier Cercas que, a propósito de sus últimas novelas, se ha visto implicado en acres polémicas sobre el uso del pasado. Pero, en cualquier caso, lo que importan aquí son las consecuencias, es decir, que el conocimiento riguroso del pasado queda cuanto menos en segundo término frente a la preponderante tendencia a conmemorarlo. Esto es visible incluso en la propia producción editorial, cada vez más volcada a evocar efemérides variopintas, hasta el punto de que se aprovecha cualquier pretexto –centenarios, cincuentenarios o lo que sea- para lanzar títulos que nada aportan desde la óptica científica pero que sirven para recrear desde el presente una determinada concepción del ayer.
Si tomamos en consideración este panorama, podemos valorar la propuesta de Rieff como algo que va mucho más allá de la simple boutade: ¿y qué pasaría si dedicáramos al olvido un esfuerzo al menos equivalente al que hoy se emplea para avivar la memoria? Estamos tan imbuidos del culto a la memoria que a cualquiera se le ocurrirá de inmediato el famoso apotegma de Santayana sobre los pueblos que, por no recordar su pasado, se ven condenados a repetirlo. En un tono menos apocalíptico, se recuerda aquí también el planteamiento de Garton Ash sobre las comunidades sin memoria, que serían tan infantiles o inmaduras como el individuo sin conciencia del pasado. “Pero no hay ninguna evidencia de que esto sea cierto”, repone inmediatamente Rieff. Al revés. “Desde el punto de vista empírico sobran las razones que respaldan el argumento contrario: en muchos lugares del mundo no es la renuncia sino el apego a la memoria la causa aparente de que las sociedades sean inmaduras” (p. 53).
Entramos con ello en la cuestión medular del ensayo. Todo, como se ve, parte de una pregunta impertinente, que puede formularse con diversos matices: ¿por qué la memoria es superior, más elevada, más digna que el olvido? ¿Por qué reconocemos un imperativo de la memoria y no la necesidad de olvidar? ¿Por qué nos empeñamos en forjar una identidad colectiva cuya base no es exactamente la memoria, como suele argüirse, sino un específico modo de construir el pasado? Para contestar con honestidad intelectual a estas preguntas, debemos ser francos y no jugar con las cartas marcadas. El autor apunta en este sentido que “la cuestión de la fidelidad histórica casi nunca parece tan crucial como la solidaridad colectiva que dicha rememoración pretende generar” (p. 129). El pasado se recuerda o, mejor dicho, se evoca a conciencia un determinado pasado (no pocas veces mítico o tergiversado) en función de las necesidades de “creación de una identidad colectiva determinada”. Por consiguiente el pasado no tiene ninguna función terapéutica: en contra de lo que suele argumentarse con insistencia, el conocimiento del pasado no conduce a evitar la repetición de viejos errores. ¿Cuántas veces a lo largo del malhadado siglo XX se ha dicho en vano “nunca más”?
Más concretamente Rieff puede aducir, llegados a este punto, su experiencia no ya solo como reportero en múltiples frentes de guerra sino como testigo de sucesos aún más escalofriantes, como matanzas sistemáticas y genocidios. “Auschwitz no nos vacunó contra Pakistán oriental en 1971, ni Pakistán oriental contra Camboya bajo los Jemeres Rojos, ni Camboya bajo los Jemeres Rojos contra el poder Hutu en Ruanda en 1994” (p. 105). No se trata tan solo del hecho comprobable de que el pasado no es aleccionador, sino algo mucho más brutal, que los crímenes del pasado se convierten en el combustible que alimenta el rencor de hoy y posibilita nuevas atrocidades, normalmente “en un ambiente de temor y con la justificación de la legítima defensa” (p. 144). No es extraño por ello que quien ha presenciado in situ esa dinámica de violencia o incluso esa espiral de agravios –como por ejemplo en los Balcanes- termine por exclamar acongojado, ahíto de ver sangre derramada: ¡la paz, la paz a cualquier precio! La historia no es un menú a la carta. Cuando la barbarie se enseñorea de las relaciones humanas, una paz injusta es una bendición. Los acuerdos de Dayton eran una chapuza, por supuesto. “Aun así, para muchos de nosotros, tanto cooperantes como periodistas, que habíamos sido testigos presenciales del horror de la guerra de los Balcanes, casi cualquier paz, no importa lo injusta que fuera, era infinitamente preferible a lo que parecía el incesante castigo de la muerte, el sufrimiento y la humillación” (p. 113).
El caso de Chile, al que Rieff le dedica una atención recurrente, resulta paradigmático. La transición a la democracia fue posible, según el autor, porque la consecución de la libertad fue el objetivo supremo al que se supeditó todo, la justicia en primer término. En estas circunstancias, conceder inmunidad a Pinochet “se vio como un sacrificio que merecía la pena asumir”. Y enseguida aparece el Rieff desafiante: dentro de un tiempo, ¿cuántos chilenos concluirían “que la impunidad de Pinochet fue un coste inaceptable para la libertad del país?” (p. 114) ¡Por supuesto que lo ideal hubiera sido que el general rindiera cuentas! Pero a menudo hay que elegir entre opciones precarias. No estamos hablando en términos hipotéticos. El intento de procesar al dictador chileno por parte del juez Garzón nos sumergió en dicho escenario. Si “la detención hubiera podido poner en grave peligro esa transición, ¿habría merecido la pena entonces salvaguardar […] las exigencias de justicia?” (pp. 85-86).
A los españoles esos dilemas nos resultan muy familiares. Precisamente, a la transición española se le dedican también en el libro algunos párrafos, con algunos errores factuales y varios desenfoques en la interpretación. Con todo, no es en estas coordenadas donde Rieff detecta el problema: al fin y al cabo, en países como Francia o España estaríamos hablando de polémicas –todo lo agrias que se quieran- entre especialistas, básicamente historiadores, politólogos o analistas políticos. Pero aquí “probablemente nadie matará o morirá por lo que se haya olvidado o por lo que no haya podido recordarse. Sin embargo, en muchas partes del mundo morir y dar muerte es justo lo que está en juego, y en este sentido la cuestión de si se debe dejar de elogiar el recuerdo y comenzar a elogiar el olvido es más acuciante” (p. 153).
Este es el punto crucial para Rieff: cuando elegir entre recuerdo y olvido es cuestión de vida o muerte. Es verdad que si optamos por el olvido cometemos “una injusticia con el pasado”. Pero recordar significa cometer “una injusticia con el presente”. La conmemoración “podrá ser aliada de la justicia” pero “pocas veces es aliada de la paz” (pp. 148-149). Esta paz puede tener padres espurios. Puede aparecer trufada de oportunismo, hipocresía y hasta cínica indiferencia. Pero al lado de otras opciones, es el mal menor. Rieff nos refiere una anécdota reveladora: cuando De Gaulle decidió hacer tabla rasa con la cuestión de Argelia, se le recordó que se había derramado mucha sangre. Entonces el mandatario francés contestó fríamente: “Nada se seca tan pronto como la sangre”. Más recientemente, el caso de Irlanda del Norte revela que unos acuerdos discutibles, con su secuela de amnistías dolorosas, olvidos forzados y rehabilitaciones impuestas vienen a ser a larga, con todos sus defectos, la única vía factible para salir de un laberinto minado.
Podría dar la impresión, a tenor de todo lo dicho, que nuestro autor es un tenaz opositor contra la rememoración, un adalid del olvido, un decidido detractor de la memoria histórica, sin más especificaciones, sin matices. No hay tal. Rieff como ya he dicho antes, es ante todo un pragmático. No pierde de vista casi nunca las circunstancias concretas en que ha de aplicarse una determinada doctrina. En cada situación detecta pros y contras. Pero además él lo dice expresamente en términos genéricos: “que quede claro, no sostengo que siempre sea un error insistir en la rememoración como imperativo moral” (p. 84). Aunque considera, como se infiere de todo lo expuesto, que con demasiada frecuencia la memoria lleva más a la exacerbación de las tensiones que a la pacificación, hay múltiples casos en que ni se puede ni se debe olvidar: las matanzas de las fuerzas imperiales europeas, el genocidio armenio, las atrocidades del militarismo japonés en China… No es factible “curar la guerra”. Se ha insistido mucho hasta ahora en los males de la memoria, pero sería perverso desconocer o silenciar que el exceso de olvido constituye también un riesgo. No es fácil saber cuál es el camino más indicado para restañar heridas. En cualquier caso, el autor insiste en que no “prescribe aquí un alzhéimer moral” porque, reconoce, “estar desprovisto de memoria es estar desprovisto de un mundo” (p. 146).
En último extremo, no cabe aquí un sustrato de optimismo antropológico. Los seres humanos no son tan racionales como a menudo nos gusta pensar y creer. “El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres”, escribió Karl Kraus. Los recuerdos de las atrocidades sirven con más frecuencia para los intentos de emulación que para la expiación y el exorcismo. En el mejor de los casos, para los que prescriben bienintencionadamente el perdón –Ricoeur, Margalit- el dilema sigue siendo el mismo: ¿cómo se edifica el perdón sin una peligrosa amalgama de memoria y olvido? ¿En qué proporciones? Decía Borges que “el olvido es la única venganza y el único perdón”. No estoy tan seguro. Además, no sobreestimemos la capacidad humana para dirigir el curso de los acontecimientos. El hombre es más víctima de la historia que hacedor de la misma. Todas nuestras construcciones –entre ellas, nuestra sociedad, nuestra civilización- están sometidas al paso implacable del tiempo. Rieff lo expresa aludiendo a “la provisionalidad social, nacional y de la civilización”, por analogía a la “fugacidad humana individual” (p. 158).
Dentro de poco, la Shoá, la gran herida moral de nuestro tiempo, será una nota imprecisa en la noche de los tiempos. Tony Judt vio en Berlín cómo unos escolares aburridos en su excursión obligatoria jugaban al escondite en su visita al Monumento a los Judíos asesinados en el Holocausto. Yo mismo tuve ocasión de presenciar una escena similar casi en el mismo sitio: unos chicos y chicas, algo más que adolescentes, con indumentaria casi playera, reían, bromeaban y bebían Coca-Cola entre los testimonios atroces de las matanzas no tan lejanas. ¿Se puede decretar la memoria obligatoria? Y en ese caso, ¿con qué viabilidad? Rieff se remite en este caso a las palabras de Judt, poco sospechoso por su talante y su profesión de querer encubrir nada: museos, monumentos y tantos lugares y ritos de la memoria no son tanto una expresión de nuestra voluntad de recordar cuanto “un indicio de que sentimos haber cumplido nuestra penitencia y ya podemos […] olvidar, y que en nuestro lugar recuerden las piedras” (p. 101).

La transición según Ónega

Qué nos ha pasado, España. De la ilusión al desencanto. Fernando Ónega. Plaza Janés, Barcelona, 2017. 403 pp. 21,90 €

Publicado en El Cultural, 28-07-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Que-nos-ha-pasado-Espana-De-la-ilusion-al-desencanto/39943

Tanto el título como el subtítulo del nuevo libro del periodista Fernando Ónega (Mosteiro, Lugo, 1947) pueden inducir al interesado que contemple el volumen desde la mesa de novedades a un cierto equívoco, potenciado por la foto en blanco y negro que domina la parte superior de la portada: Adolfo Suárez, con el pitillo en la boca, ofrece fuego al otro lado de la mesa a un jovencísimo y casi melenudo Felipe González. Un nuevo retrato nostálgico de la transición, puede pensarse con esas apariencias. ¿Un ayer idealizado desde la óptica y la consciencia de que el áspero presente apenas deja resquicio a la ilusión y sí amplio campo a la incertidumbre y con ella al desencanto?
Quien siga la trayectoria del famoso periodista gallego –cosa harto fácil, dada su persistente presencia como analista político en los más variados medios (prensa, radio y televisión) durante más de cuatro décadas- sabe que Ónega, pese a su veteranía, no se limitaría a ese ejercicio de añoranza inútil. Sí que es verdad, y hay que apresurarse a reconocerlo, que hoy en día para muchos –sobre todo los más jóvenes- su dibujo de la transición parecerá como mínimo edulcorado y su aprecio por los protagonistas de la misma, excesivo o impostado. Pero lo que pasa es que Ónega fue hombre muy de su tiempo en aquella coyuntura histórica e intenta serlo también en esta otra que vivimos. Por ello mismo, su propósito es simplemente recrear un pasado que juzga admirable desde la atalaya actual. Para decirlo en términos reconocibles por el lector que haya seguido sus últimos libros, aquí se volverá a encontrar el tono y el tipo de observación que desplegó en volúmenes tan exitosos como Puedo prometer y prometo (centrado en la figura de Adolfo Suárez) y Juan Carlos I, el hombre que pudo reinar.
Si despojamos la pregunta del título de sus ribetes pesarosos, podríamos responder –y con ello sintetizar el pensamiento del autor- que a España le ha pasado algo tan sencillo de decir como intrincado de ponderar en todas sus implicaciones: que ha cambiado mucho, muchísimo, hasta el punto de que los españoles hoy vivimos en una sociedad que en múltiples aspectos –económico, laboral, cotidiano, mentalidades- poco o casi nada tiene que ver con aquellos tiempos de la transición. Ónega quiere subrayar este proceso de transformación hasta el punto de que dedica una de las partes de las tres que componen el libro a este “cambio social” (cuatro capítulos que desgranan la “revolución” producida en las relaciones personales, formas de vida, costumbres y diversiones, transportes y comunicaciones, en la sanidad, la tecnología, el papel de la mujer…) No contento con ello, insiste a continuación en una lista, quizá algo forzada pero también con matices interesantes: “Los 100 cambios de un país en cambio” (pp. 353-381).
Ahora bien, ese énfasis en la mutación del país a todos los niveles no se entendería o puede quedar cojo si no atendemos al proceso germinal, la madre de todos los cambios, que no es otro (en opinión del autor) que el éxito arrollador que conllevó el paso de un régimen político dictatorial, centralista a ultranza y aislado del mundo moderno a un sistema democrático, descentralizado e inserto en la Europa más avanzada y desarrollada. Por eso Ónega dedica los nueve primeros capítulos –toda la primera parte- a cómo se hizo la transición (“La construcción de la democracia”). El hecho de que hubiera “puntos negros” –título de la segunda parte: corrupción, crisis económica y pulsiones secesionistas- no empequeñece, siempre según él, un deslumbrante balance que debe ser motivo de satisfacción y orgullo.

Antifascismos

Antifascismos. 1936-1945. La lucha contra el fascismo a ambos lados del Atlántico. Michael Seidman. Traducción de Hugo García. Alianza, Madrid, 2017. 442 pp.

Publicado en El Cultural. 14-07-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Antifascismos-1936-1945/39874

Michael Seidman (Filadelfia, 1959) no es solo hispanista, porque su curiosidad investigadora le lleva a desbordar el ámbito hispánico. No obstante, para el público español es sobre todo el autor de dos libros innovadores sobre la guerra civil: A ras de suelo (2003) y La victoria nacional (2012). Destaco los conceptos de curiosidad e innovación porque cualquiera que haya seguido la trayectoria del historiador estadounidense sabe que lo que más descuella en su producción es su resuelta voluntad de aportar una mirada renovadora en los asuntos que aborda, deshaciendo así el lugar común, producto de la pereza intelectual, de que poco o nada original se puede decir sobre ellos.
Aunque en principio no lo parece, su nueva obra traducida al español se mueve por los mismos derroteros. Su fundamento y punto de partida es incuestionable: frente al interés historiográfico que se ha prestado al fascismo, su opuesto, el antifascismo, “ha recibido poca atención”. Seidman cuantifica la desproporción en cuarenta a uno. Una asimetría tanto menos justificable cuanto que en general “el fascismo fue un fracaso”, excepto en muy pocos lugares –entre ellos, Italia, Alemania y España-, mientras que el antifascismo fue “un éxito evidente, tal vez la ideología más potente del siglo XX”. Por ello, el propósito declarado de este volumen es “llenar esa laguna” analizando cómo se desarrolló el antifascismo en diversos países entre 1936 y 1945.
El problema que nos encontramos es de formulación sencilla pero de difícil respuesta: ¿qué es exactamente el antifascismo? De entrada, ¿puede usarse el singular al emplear el término? ¿Podemos hablar, como se hace de los movimientos fascistas, de un corpus doctrinal y una determinada praxis? Para Seidman el antifascismo se caracterizó por su flexibilidad y dinamismo, por preferir el consenso a la confrontación, por su interclasismo y capacidad para moldearse a las nuevas exigencias sociales, pero todos esos rasgos –reconoce él mismo- apenas logran atenuar su “naturaleza extremadamente diversa” y su carácter “escurridizo”.
Hubo un antifascismo revolucionario, que es el que mejor conocemos nosotros, porque se desarrolló durante la guerra civil española. Agrupaba a los sectores progresistas y aspiraba no solo a detener al fascismo, sino a construir una nueva sociedad por vía revolucionaria. Pero hubo también un antifascismo contrarrevolucionario, más habitual que el anterior, como demuestran los demás casos que Seidman analiza, en especial los de Gran Bretaña, Francia y EE.UU. Este otro tipo de antifascismo aglutinaba también a fuerzas muy variopintas, pero su rechazo al fascismo se hacía desde planteamientos y propósitos refractarios a los ideales revolucionarios.
Por tanto, es inevitable preguntarnos si los antifascismos fueron algo más que una estrategia coyuntural para contener la amenaza descomunal que representó el fascismo en sus diversas modalidades y en especial el III Reich. Aunque Seidman deja al margen a los comunistas, podría decirse para ejemplificar lo anterior que tan antifascistas eran Churchill, Roosevelt o De Gaulle como Stalin o Tito. Seidman no entra a fondo en esta cuestión porque su libro no es una obra de teoría política sino un estudio histórico con marcado carácter empírico y voluntad de síntesis. No se le puede exigir por tanto aquello que no está en sus propios objetivos.
Pero es inevitable que el libro como obra de conjunto se resienta en su unidad y sentido, reducido así a una ordenada sucesión de capítulos que abordan movimientos antifascistas heterogéneos. Parece forzada también la inclusión de algunas iniciativas, como las resistencias obreras a la disciplina laboral, que se dieron en muy diversos contextos y con significados no asimilables. La relación de estas actitudes con el antifascismo en cualquiera de sus modalidades se antoja, cuando menos, problemática. Lo que escribe Seidman siempre es interesante y sugestivo, pero a veces resulta también desconcertante.