miércoles, 29 de marzo de 2017

El siglo de la revolución

El siglo de la revolución. Una historia del mundo desde 1914. Josep Fontana. Crítica, Barcelona, 2017. 803 pp. 28,90 €

Publicado en El Cultural, 24-03-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/El-siglo-de-la-revolucion-Una-historia-del-mundo-desde-1914/39413

No cabe duda de que el maestro Josep Fontana (Barcelona, 1931) sigue en plena forma o incluso más combativo que nunca. Su nueva obra, una historia global del último siglo, hay que situarla en el contexto de sus más recientes publicaciones, en especial Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945 (2011). A esta le siguieron El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI (2013), de carácter más ensayístico, y luego la muy polémica La formació d’una identitat. Una història de Catalunya (2014). Hay que reconocer empero que, en puridad, esa calificación de polémica tendría que hacerse extensiva a buena parte de la obra del historiador catalán y en especial a sus últimos títulos. El profesor Fontana no concibe la historia como análisis imparcial o conocimiento neutral. Más bien se apresuraría a denunciar y rebatir esa pretendida neutralidad como sometimiento tácito o explícito a las directrices e intereses de las “clases dominantes”.
Desde ese punto de vista, Fontana es, en el mejor de los sentidos, un analista predecible: nadie se puede sentir engañado. En unos tiempos de cambio acelerado en todos los sentidos, nuestro autor se distingue precisamente por su fidelidad a los presupuestos metodológicos, utillaje conceptual y objetivos últimos de la izquierda revolucionaria. Esa coherencia le ha convertido en referente o icono de un determinado sector historiográfico, que valora no solo su erudición y su incuestionable profesionalidad, sino también la coherencia de su trayectoria personal. Como suele suceder en estos casos, la devoción de unos se compensa con la animadversión de otros muchos, haciendo de este modo difícil el acercamiento desapasionado a una producción historiográfica tan rica y compleja como la del investigador barcelonés.
En concreto, el libro que nos ocupa no puede despacharse como una obra de circunstancias. Sus propias dimensiones dan buena cuenta del empeño: más de ochocientas páginas, de las cuales unas cien condensan una bibliografía apabullante, brevemente comentada. Su estructura y desarrollo siguen sin embargo cauces más convencionales: 17 capítulos (más una introducción y un apéndice) que trazan en estricto orden cronológico el devenir del mundo desde el estallido de la Gran Guerra (1914) hasta nuestros días. El tratamiento y la perspectiva siguen también las pautas habituales de los manuales al uso, con predomino abrumador de la historia política. Aunque se presta mucha atención a los aspectos económicos y sociales, aquí no se hallará –pues no es ese el objetivo del autor- ningún apartado específico de historia económica o social y mucho menos de otros ámbitos, como por ejemplo historia cultural.
Lo que distingue básicamente este volumen de tantas síntesis similares es, como apuntaba al principio, su explícita toma de partido y su carácter resueltamente transformador: conocer el pasado para transmutar el presente y conquistar el futuro. Todo ello en un sentido muy determinado, como puesta al día de los principios marxistas que, en esencia, siguen vigentes. La historia de la humanidad es la crónica de una “lucha por la libertad e igualdad, de revueltas contra los opresores” y deseos de “construir sociedades más justas, aplastados por los defensores del orden establecido”. Para Fontana, la mayor tentativa revolucionaria (Rusia, 1917) marca indeleblemente los cien años que siguen, generando monstruos como los fascismos o reacciones más comprensivas, como los avances sociales y democráticos de las sociedades occidentales en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial (1945-1975).
La primera mitad del siglo –tomando como eje 1945- ocupa tan solo los seis primeros capítulos del libro. Aunque esas páginas son densas y en algún caso muy sugerentes, Fontana parece mucho más preocupado e interesado por la décadas que constituyen la segunda mitad, justamente cuando da comienzo lo que va a llamar “un nuevo orden mundial” marcado por la hegemonía del Imperio americano, primero en competencia con la URSS y luego sin rival a su altura. La desproporción en el conjunto del volumen es patente porque a esta fase, desde la derrota del Eje, se le dedican los once capítulos restantes, casi el doble que al período anterior.
No se trata de una cuestión anecdótica sino muy por el contrario, claramente reveladora de las inclinaciones y objetivos últimos de Fontana: su denuncia de los EE.UU. como responsables de algunos de los mayores males del mundo actual. Un mundo en el que, pese al orden impuesto por un “capitalismo a la deriva”, aún es posible albergar la esperanza en un proyecto revolucionario popular que equivalga a aquella aspiración leninista de la “revolución socialista mundial”.


Películas para después de una guerra

PELÍCULAS PARA DESPUÉS DE UNA GUERRA

Gabriela Viadero Carral: El cine al servicio de la nación (1939-1975). Prólogo de José Álvarez Junco. Marcial Pons, Madrid, 2016. 445 pp.

Publicado en Revista de Libros, 20-03-2017.

http://www.revistadelibros.com/resenas/el-cine-al-servicio-de-la-nacion-1939-1975

Los estudios sobre nación, nacionalismo, construcción nacional y todo lo que pueda incluirse en esa órbita, hasta los diversos eventos festivos en torno a la nacionalidad, siguen gozando de buena salud en el panorama editorial, fuera y dentro de nuestras fronteras. Hace pocos meses, la misma editorial que publica el libro que nos ocupa presentaba un estimable volumen de Lara Campos Pérez, Celebrar la nación. Conmemoraciones oficiales y festejos durante la Segunda República (M. Pons, Madrid, 2016). La pervivencia de la pulsión nacionalista en un mundo globalizado –por más paradójico que resulte- y la pujanza de la ideología nacionalista como instrumento de resolución de conflictos complejos, como sucede en tantas regiones del mundo y en nuestro propio suelo peninsular, han llevado a los analistas a prestar una atención extraordinaria, pero sobradamente justificada, a todo lo relacionado con la cuestión nacional, que se ha convertido así desde hace varías décadas en verdadera estrella en las investigaciones de las ciencias sociales y, muy señaladamente, en el campo de los ensayos históricos.
A nadie puede pues extrañarle que no quede desde hace tiempo parcela cultural relevante que no se contemple o examine meticulosamente desde la perspectiva del hecho nacional o del imaginario nacionalista. En nuestros lares, la eclosión de los nacionalismos periféricos o alternativos ha propiciado el interés hacia determinadas expresiones tradicionales, supuestamente enraizadas de forma secular en diversas comunidades. Unas pautas culturales que se transforman luego en rasgos distintivos con resonancias políticas. Se ha hablado así, en la onda de Hobsbawm, de invención de la tradición vasca (Juaristi) o la tradición cántabra (Suárez Cortina) o de la importancia de algunos eventos culturales (Jocs Florals, por ejemplo) en la formación del imaginario catalanista. La construcción de una conciencia nacional española a lo largo de los siglos XIX y XX ha suscitado también el interés de los investigadores. Son decenas o, mejor dicho, centenares, las monografías que examinan el papel que han desempeñado en ese proceso la enseñanza, las fiestas, las conmemoraciones, la pintura, la literatura, la historia y, en fin, el entramado de manifestaciones culturales. Dar cuenta de esta ingente producción desvirtuaría el sentido y límites de este comentario. Sin embargo, una expresión cultural tan importante a lo largo del siglo XX como el cine –elevado a esa categoría de séptimo arte que hoy nadie cuestiona- había quedado hasta cierto punto al margen de esta tendencia.
Entiéndase bien: estamos hablando en términos relativos. En concreto, la lectura de muchos filmes en clave nacionalista ha sido moneda corriente desde hace bastantes años. Y es que, la verdad, hay largometrajes que parecen pedirlo a gritos, todos esos engendros que presentaban una historia grandilocuente de gestos y gestas, una España imperial de guardarropía, aquella España de cartón piedra de CIFESA. Me refiero a películas –cito al azar- como Raza (1941), a partir del argumento del propio Franco, Los últimos de Filipinas (1945), Locura de amor (1948), Alba de América (1951) o Jeromín (1953). De este modo, a partir normalmente de títulos específicos, la relación entre cine y nacionalismo ha sido objeto de estudio en diversos trabajos de algunos historiadores como Marta García Carrión o Santiago Juan-Navarro. Por otra parte, un puñado de investigadores ampliamente reconocidos llevan publicando desde hace tiempo estudios fundamentales sobre los más variados aspectos del cine español: los nombres de Román Gubern, Vicente Sánchez-Biosca, Carlos F. Heredero o José María Caparrós Lera, por limitarme a un ramillete representativo, le sonarán no solo a los aficionados cinematográficos sino a cualquiera que se haya interesado por los estudios culturales en el ámbito hispano. Pero, con todo, se seguía echando en falta un estudio de conjunto que proporcionara una visión global de la cinematografía bajo el franquismo en clave nacional. Dicho en otros términos, la plasmación en el séptimo arte del imaginario nacional franquista o, para expresarlo todavía más rotundamente, la España de Franco en las pantallas cinematográficas. Este es el objetivo de Gabriela Viadero en el volumen que nos ocupa.
Lo primero que es ineludible dejar claro es que el presente trabajo procede de una tesis doctoral, dirigida por el profesor Álvarez Junco. Cito el título exacto de la tesis porque ayuda, más que el título comercial, a entender el significado del estudio y los objetivos de la investigadora: La cinematografía como instrumento de construcción nacional: largometrajes de ficción, 1939-1975. Y digo que es inexcusable apuntar el dato de la procedencia porque, como sabemos los que tenemos experiencia lectora, hay libros que delatan más que otros su impronta universitaria o, para decirlo francamente, esas servidumbres que generan los trabajos para adquirir el grado de doctor. Este acusa mucho esa condición, para lo bueno (orden, estructuración, claridad, empeño exhaustivo, análisis minucioso) y para lo no tan bueno, en especial un permanente registro académico que se refleja en un análisis alicorto, excesivas reiteraciones y en términos más formales, un lenguaje algo acartonado que, mucho me temo, puede espantar al lector generalista, al simple interesado en el tema o al aficionado al cine. Quizá una revisión más completa del trabajo original hubiera podido ampliar el público potencial del mismo. De paso, podrían haberse corregido algunas erratas en los nombres propios (así el director Ladislao Vajda aparece cada vez que se le menciona como Vadja), atribuciones erróneas (Muerte de un ciclista es de J. A. Bardem, pag. 400) o simples despistes en las fechas de los filmes: Aprendiendo a morir aparece datado en 1962 en la página 290 y en 1966 en la página siguiente; Los últimos de Filipinas oscila entre 1945 (p. 170) y 1952 (p. 174); Alba de América es de 1951 (p. 158) y luego de 1952 (p. 164). Estos pequeños detalles deberían cuidarse, máxime cuando lo fundamental, la labor de investigación, es notable y sus resultados, más que meritorios. Además, desde mi punto de vista, solo por la penitencia autoinfligida del visionado de esas cuatrocientas cincuenta películas de época merece la autora nuestro reconocimiento y, en la medida en que nos cuenta o recuerda su contenido, nuestra gratitud.
El libro se abre con unas consideraciones esquemáticas sobre el hecho nacional en la historiografía reciente (Introducción). Aunque el primer capítulo lleva un título muy ambicioso (“La cinematografía bajo el franquismo”) se limita a tratar muy sucintamente el marco legal, las instituciones, los sistemas de financiación y la actividad de la censura. Es normal que la autora mencione de soslayo todo ello porque, como explicita en las páginas iniciales, le interesa tan solo el “estudio del mensaje, sin entrar a valorar cuestiones técnicas ni de montaje”, ni todo lo relativo a la industria cinematográfica durante ese período, añado yo. Los capítulos que siguen abordan temáticamente las grandes cuestiones de la “construcción nacional” tal y como la concebía el franquismo. En primer lugar, la mirada al pasado, la conformación de una historia ad hoc que recupera y recrea una concepción de España épica, heroica, gloriosa. Es la España de don Pelayo y el Cid, la nación que asombra al mundo con la Reconquista, que alcanza luego su unidad con los Reyes Católicos y que encuentra su destino providencial en el mayor Imperio del orbe, unos dominios donde no se ponía el sol. No son muchas, pero sí muy significativas las películas que se encuadran en este apartado. Por citar algunas de las más conocidas: Amaya (1952) de Luis Marquina, Locura de amor (1948) y La leona de Castilla (1950), ambas de Juan de Orduña, y Jeromín (1953) de Luis Lucía. Es interesante subrayar que aparecen en estos filmes algunas constantes que, pretendidamente enraizadas en la historia, servirán luego para proyectar una determinada concepción de España que sirva a las necesidades del régimen. Una nación fraguada en el crisol de Castilla, amenazada por múltiples enemigos, siempre objeto de envidia y por ello siempre en lucha, tentada a menudo por desavenencias internas pero que solo triunfa cuando consigue superarlas. También, por otra parte, es posible detectar en esta recreación del pasado el esquema típico del discurso nacionalista en forma de tres momentos sucesivos –paraíso, caída, redención- que luego serán utilizados en otros múltiples contextos.
Los capítulos siguientes abordan las tres vertientes fundamentales de esta España soñada, idealizada, que se mantiene poco menos que inalterable, idéntica a sí misma, a pesar de las vicisitudes históricas: primero, España católica; luego, España expansiva, a fuer de generosa (evangelización del mundo); pese a todo o, mejor dicho, precisamente por ello, España, agredida por sus enemigos (guerra de la Independencia, guerra civil). En el libro la autora opta –no sé por qué razón- por un orden inverso: aborda primero las agresiones (capítulo III) y luego sigue con la “España imperial” y la “España católica” (capítulos IV y V, respectivamente). En cualquier caso es una cuestión menor porque lo que verdaderamente importa es el análisis de los filmes que se consideran bajo cada uno de esos epígrafes y, por encima de todo, su contribución a la mitología nacionalista. En lo tocante a la reacción española frente a la invasión napoleónica, la cosa está tan clara que no merece que nos detengamos en ella. El propio éxito de la acuñación del conflicto como “guerra de la Independencia” es sobradamente significativo. Los filmes más prototípicos recrean en forma de gestas la resistencia española ante el extranjero: Agustina de Aragón (1950) de Juan de Orduña, El tambor del Bruch (1947) de Ignacio F. Iquino, Sangre en Castilla (1950) de Benito Perojo, El abanderado (1943) de Eusebio Fernández Ardavín o La guerrilla (1972) de Rafael Gil.
Más problemática resultaba la presentación de la guerra civil como guerra de liberación frente a una invasión extranjera, pero ese fue el mensaje que el régimen intentó transmitir durante las primeras décadas, entendiendo que el marxismo y sus diversos disfraces y aliados eran seculares enemigos de España, no solo externos en términos de nacionalidad sino también completamente extraños a las esencias patrias. Al fin y al cabo el Caudillo nunca abandonó el discurso de la conspiración internacional, ya fuera comunista o judeo-masónica, contra la nación que representaba más y mejor que nadie los valores católicos. En este sentido puede entenderse, como bien destaca la autora, el paralelismo de determinados hechos heroicos de la guerra civil (el Alcázar de Toledo) con otros mitos históricos como Sagunto o Numancia: la resistencia española frente al invasor a lo largo de la historia. Sin embargo aquí se va a producir una evolución desde la actitud militante de primera hora -Sin novedad en el Alcázar (1940) de Augusto Genina, Raza (1941) de J. L. Sáenz de Heredia- a unas actitudes más comprensivas, que pasan a su vez por diversas modulaciones, en las que no nos podemos detener.
Curiosamente, a pesar de la retórica del Régimen, la España imperial no ocupó el papel estelar que a priori podía haber tenido asignado en esta construcción nacional. Así, por limitarme a un dato expresivo que menciona Viadero, “el descubrimiento del continente se plasmó una única vez. Fue en Alba de America (1951)” de Juan de Orduña. En cambio la pérdida de las últimas colonias sí conectó más con la sensibilidad victimista del nacionalismo, como se reflejó en Los últimos de Filipinas (1945) de Antonio Román. Por otro lado, la España católica apareció en múltiples filmes, algunos de tanto tirón popular como Marcelino, pan y vino (1954) de Ladislao Vajda, Fray Escoba (1961) de Ramón Torrado, Sor Ye-yé (1967) de Ramón Fernández o Sor Citroën (1967) de Pedro Lazaga.
Los dos últimos capítulos se dedican a la estampa romántica y a la “España ye-yé”. Son muy desiguales, en gran medida porque hay muy distinta tela que cortar en uno y otro. Mientras que el franquismo retomó con agrado la visión decimonónica de un país de gitanas y toreros (y en menor medida bandoleros), con Andalucía y lo andaluz como quintaesencia de lo español, y hasta le sacó una rentabilidad incuestionable (Spain is different), la invasión turística y el cambio de costumbres de los años sesenta fueron más difíciles de digerir desde el punto de vista de la preservación de las esencias nacionales. La España romántica –aunque sería más exacto hablar directamente de la Andalucía gitana y torera- apareció como asunto central o telón de fondo en innumerables filmes, a veces impregnada de otros elementos adyacentes (como por ejemplo la copla o las romerías, con el Rocío en primer plano) y a menudo con tanta versatilidad que podía integrar perfectamente los cambios sociológicos que se estaban produciendo en el país. Las películas de Marisol –andaluza de pelo rubio y ojos azules; capaz de ponerse sucesivamente vaqueros, minifalda y traje de gitana- constituyen el más acabado ejemplo de esa “estudiada combinación tradición-modernidad y símbolo de la nueva España”.
Precisamente esto último enlaza con la antes aludida “España ye-yé”, mucho más problemática de integrar en la caracterización franquista de la nación. De hecho, como señala la autora, la asimilación del otro –el europeo, el turista- era prácticamente imposible. El español se definía precisamente en contraste con todo lo que el extranjero aportaba y significaba: tradición y hasta atraso (¡bendito atraso rural!) frente a modernidad; decencia (sobre todo decencia sexual femenina) frente a inmoralidad; contención frente a promiscuidad; orden y autoridad frente a libertad mal entendida (o sea, libertinaje, concepto caro a la moral del régimen). Con todo, la tentación –esas suecas en bikini que desorbitaban los ojos de un Alfredo Landa o un José Luis López Vázquez- era muy fuerte para el macho ibérico, que se veía expuesto a una ducha escocesa de sofocos y fiascos hasta que al fin llegaba a convencerse de que como en España (y con la parienta)… ¡ni hablar!
Soy consciente de que he hecho un rápido resumen que no hace justicia al rico contenido del libro. Pese a sus defectos –que no he silenciado- estamos ante un trabajo que contiene un material espléndido, susceptible de utilizarse e interpretarse más allá del propio ámbito cinematográfico, como elementos que definen una cultura política en unas coordenadas concretas: un tiempo, un país y un régimen que se caracterizaban por la apelación continua a la nación, la patria, la raza y las esencias nacionales, en definitiva, como fundamentales señas de identidad a nivel individual y colectivo. Ahora bien, entre las muchas consideraciones que me suscita la lectura de esta obra, no querría dejar en el tintero dos de ellas. La primera, de orden si se quiere menor, puede sintetizarse así: no es la primera vez que me da la impresión en los ensayos sobre nacionalismo que el autor –o, en este caso, la autora- se deja llevar por la –llamémosle- lógica nacionalista, hasta el punto de que cualquier acontecimiento termina siendo analizado desde el prisma de esta ideología, como si el mundo, necesariamente, hubiera de entenderse con esas lentes. Pongo un ejemplo. En la página 368 escribe la autora: “Sin embargo, y a pesar de ser el descubrimiento y conquista de América una de las grandes hazañas del nacionalismo español, las películas centradas en estos asuntos son escasísimas, por debajo de la decena”. Mi primera reacción fue volver sobre la frase. ¿He leído bien? ¿El descubrimiento de América, hazaña del nacionalismo español? ¡Si el marino genovés levantara la cabeza! ¡Qué diría aquella reina de Castilla que pretendía ampliar sus dominios patrimoniales! Pero, dejando a los protagonistas, ¿no habíamos quedado en que España como ente político solo tiene sentido en la edad contemporánea? ¿Y qué decir del nacionalismo? ¿Tiene sentido hablar de “nacionalismo español”, así, sin más, nada menos que en el siglo XV?
La segunda cuestión es, más que otra cosa, una reflexión personal a partir del propio objetivo de la obra, tal y como se expresa en cualquiera de los dos títulos: ¿realmente se puede hablar de “cine al servicio de la nación”? Incluso en la más precisa formulación académica, ¿sería exacto decir que la cinematografía del período era un instrumento de construcción nacional? Aunque nos decantáramos por una respuesta positiva (que, en mi caso, vendría acompañada de múltiples matizaciones), yo además me apresuraría a añadir que, como mínimo, también era un instrumento de socialización en el sentido más elemental, así como el tipo de entretenimiento más asequible en la época, fuente de esparcimiento y diversión para todos los públicos, de escapismo si se quiere para los más achuchados por una realidad sórdida, de expresión artística para muchos profesionales… Ya sé que la autora no niega –no puede negar- estas dimensiones pero su planteamiento desliza sibilinamente al lector a una prospección reduccionista o, si se prefiere, a una perspectiva sesgada, que tiene otras consecuencias. Remite en primer término al carácter de propio régimen. ¿Era el franquismo una dictadura totalitaria que controlaba absolutamente todo? Como todo el mundo sabe, lo de dictadura no es discutible pero lo de totalitaria genera una notable controversia entre los especialistas. Desde mi punto de vista, sin entrar ahora en polémicas que a nada conducen, basta recurrir a la cronología para despejar incógnitas: el franquismo de posguerra era una dictadura asfixiante, pero el régimen de los años sesenta-setenta no tuvo más remedio que transigir para su supervivencia con un aflojamiento de las riendas.
A pesar de la represión, del control y la censura, la sociedad española ponía a pruebas las costuras del régimen. Por decirlo en términos cinematográficos, es durante el franquismo cuando ruedan sus películas cineastas como Juan Antonio Bardem, Luis García Berlanga o Carlos Saura, cuyas obras no se tienen aquí en cuenta porque no pueden encuadrarse en el marco previamente establecido. Bajo el franquismo se hacen (y se exhiben, pese a las múltiples trabas) películas tan poco acordes con los ideales de esa España franquista como Bienvenido mister Marshall (1953), Muerte de un ciclista (1955), Calle Mayor (1956), El verdugo (1963) o La tía Tula (1964), y no cito las películas críticas de fines de los sesenta y primera mitad de los setenta, que son legión. ¿Estaba el cine al servicio de la nación? ¿Se hacían películas para servir a la causa de la construcción nacional tal y como lo entendía el franquismo? Por supuesto que sí: las películas de CIFESA y de directores como Sáenz de Heredia, Juan de Orduña, Rafael Gil y tantos otros se plegaban con gusto a la ideología y los criterios del régimen. Pero no es menos evidente que otras muchísimas películas servían a objetivos bien distintos e irreductibles. En sus conclusiones señala Viadero que en “la filmografía de ficción producida entre 1939 y 1975 existe un innegable discurso nacionalista, de mayor o menor intensidad dependiendo de la película”. Echo en falta una mirada más matizada. Pienso por ejemplo en el landismo que inunda las pantallas del tardofranquismo –No desearás al vecino del quinto (1970) como paradigma- y algo me chirría cuando trato de buscar en ese divertimento cutre el susodicho discurso nacionalista.



miércoles, 1 de marzo de 2017

José Antonio

José Antonio. Realidad y mito. Joan Maria Thomàs. Debate, Barcelona, 2017. 510 pp. 23,90 €

Publicado en El Cultural, 24-02-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Jose-Antonio-Realidad-y-mito/39272

La figura del fundador de la Falange ha despertado desde siempre la curiosidad de los historiadores profesionales que, antes que nada, han tenido que abrirse paso hacia la realidad del personaje desbrozando la intensa y extensa literatura apologética que, como un incensario, derramó el régimen franquista durante cuatro décadas. El pionero fue Stanley G. Payne, con sus diversos estudios sobre el fascismo español en general y sus prohombres en particular, con José Antonio en primer término, naturalmente. Por ese camino transitaron autores tan diversos –y con intereses tan variopintos- como Herbert R. Southworth (casi coetáneamente a Payne) y luego, José-Carlos Mainer, Salvador de Brocà, Javier Pradera o Ismael Saz, por citar algunos de los más relevantes. Mención especial en este ámbito merecen Ian Gibson y Julio Gil Pecharromán, autores de sendas biografías de José Antonio que pueden considerarse por su rigor y planteamientos innovadores directos antecedentes del libro que ahora nos ocupa.
En efecto, el autor de este volumen, Joan Maria Thomàs (Palma de Mallorca, 1953), profesor de la Universidad Rovira i Virgili, tiene la elegancia de proclamarse deudor de toda esta bibliografía anterior, a pesar de que él mismo tiene una dilatada obra sobre diversos aspectos de la Falange y de la cultura política de la época: entre ellas, Roosevelt y Franco. De la guerra civil española a Pearl Harbor (Edhasa, 2007), El gran golpe. El “caso Hedilla” o cómo Franco se quedó con Falange (Debate, 2014) y Franquistas contra franquistas (Debate, 2016). Ahora se enfrenta a la figura cenital del fascismo español con los mismos recursos de sus estudios anteriores: un conocimiento exhaustivo de la época y del contexto político, una amplia documentación de primera mano y una bibliografía sólida manejada con gran pericia.
El reto aquí es conseguir un retrato equilibrado del personaje en cuestión, equidistante tanto de los ditirambos de unos como del odio cerval de sus adversarios políticos. No se trata de apuntarse al término medio –eso sería muy primario- sino algo mucho más complejo: hallar al verdadero José Antonio entre la maraña de interpretaciones de su vida, sus actos y su doctrina. Podemos adelantar ya que Thomàs sale muy airoso del empeño. Obviamente el retrato que hace del dirigente en estas páginas no es el único posible –siempre caben otras interpretaciones- pero no se puede poner en duda que el autor ha hecho un gran esfuerzo por comprender al líder carismático, al ideólogo y al hombre sin hurtar ninguna de sus aristas.
Para ello ha dividido su estudio en cinco grandes capítulos claramente diferenciados. El primero trata de la familia Primo de Rivera, con el dictador en primer plano. Aquí está la médula de la educación político-sentimental de José Antonio, “tanto el deseo de emulación del padre como el de llegar a ostentar por sí mismo un poder político de tipo autoritario” (p. 95). En consecuencia, el primogénito emerge como figura carismática con esa dualidad (capítulo 2), aunque las circunstancias personales y generales irán conformando un “segundo Primo de Rivera como Salvador de España”. Esta última acuñación deviene el núcleo de todo, hasta el punto de que da título al capítulo tercero, aunque aquí el autor del libro se permite un guiño irónico: “Salvando ya España”. Una salvación que, como es sabido, nunca llega a ser tal, ni siquiera desde la perspectiva joseantoniana porque el rumbo de los acontecimientos, aunque fuese grosso modo en el sentido autoritario que Falange auspiciaba, llevará a la soledad del líder falangista. Una soledad política acentuada dramáticamente en el plano personal por su prisión y su muerte en la cárcel de Alicante el 20 de noviembre de 1936.
Ahí termina la corta trayectoria política de José Antonio, pero empieza la larga estela de su mitificación, su elevación a los altares patrios como un nuevo Jesucristo, conformando así “el culto más importante del franquismo, después del dedicado a Franco” (capítulo 5). Antes de desbrozar la santificación del “Ausente”, se dedica un enjundioso capítulo a su ideario. Thomàs insiste en tres puntos importantes: subraya que José Antonio nunca llegó a ser un auténtico intelectual fascista (como Ledesma Ramos), analiza sus ambivalencias (entre el posibilismo y la radicalidad) y, sobre todo, matiza que sus grandes ideales patrióticos e integradores diferían en aspectos significativos del nuevo Estado que, al final de la guerra, se apropió de su legado.

La Resistencia francesa

Combatientes en la sombra. La historia definitiva de la Resistencia francesa. Robert Gildea. Traducción de Federico Corriente. Taurus, Barcelona, 2016. 645 pp. 33,90 €.

Publicado en El Cultural, 10-02-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Combatientes-en-la-sombra-La-historia-definitiva-de-la-Resistencia-francesa/39226

De entre los múltiples episodios concretos que se aglutinan en los dramáticos años de la Segunda Guerra Mundial, el que se conoce como resistencia a la ocupación nazi de Francia –brevemente, la Résistance- ocupa un lugar central para la identidad nacional en el país vecino. No solo se contempla así, explícitamente, en varios lugares de este libro (véanse por ejemplo pp. 18 y 453) sino que el historiador se propone a partir de este reconocimiento la tarea de desligar los sucesos contrastados de la construcción legendaria posterior, explicando al mismo tiempo la génesis y función de este mito fundacional de la conciencia identitaria.
El historiador en el caso que nos ocupa es Robert Gildea (Egham, 1952), fellow del Worcester College de la Universidad de Oxford. La tarea hercúlea que emprende en este libro es la de iluminar las entrañas y los contornos reales de la resistencia tomando como punto de partida el paradigma gaullista, que no es otra cosa que una elaboración parcial e interesada que ha gozado durante muchos años -sobre todo en las décadas inmediatamente posteriores al fin del conflicto- del rango de interpretación canónica y doctrina oficial (aunque, en verdad, casi siempre también objeto de debate). “Para hacer frente al trauma de la derrota, la ocupación y una guerra civil en potencia”, escribe Gildea, se desarrolló un potente mito que cubría tres importantes flancos: presentaba la resistencia como reacción tenazmente mantenida por el pueblo francés durante cuatro años (1940-1944), expresión del sentir de todo el país –salvo una ínfima minoría de traidores y colaboracionistas- y, en última instancia, lo que era más importante de todo, dejaba a salvo el orgullo patrio manteniendo que la liberación de Francia había sido obra de los propios franceses.
Podemos adelantar ya que el minucioso escrutinio del historiador oxoniense no deja bien parados ninguno de esos tres pilares de la versión oficial y, aún más, pone en solfa otros mitos accesorios –por ejemplo, todo lo relativo a las actitudes ante los judíos- y de paso esclarece o trae a primer plano aspectos hasta ahora desatendidos, como el papel que desempeñaron las mujeres y los extranjeros. Robert Gildea no solo impugna la explicación gaullista, sino que desmonta también el relato alternativo que durante largos años pugnó con aquel por la supremacía en la sociedad francesa, el de los comunistas. El libro ofrece así un retrato de la resistencia muy complejo y matizado y, por esto mismo, se presta poco a que pueda resumirse con una mínima fidelidad con el trazo grueso de la esquematizaciones tradicionales. Pese a ello, sí puede decirse sin traicionar en exceso su planteamiento que el historiador británico derriba sin contemplaciones la quimera de la resistencia como un movimiento homogéneo, “militar, patriótico y masculino”. Insiste, por el contrario, en que la resistencia tuvo un notable abigarramiento en su composición interna y hasta albergaba una sorprendente disparidad ideológica en sus integrantes, desde la extrema derecha a la extrema izquierda.
En este sentido, una de las cuestiones trascendentales que se impone desentrañar el autor en su investigación es la que atañe a las razones concretas que movieron a cientos de personas a integrarse en las filas resistentes. No puede darse aquí tampoco una respuesta unívoca: había patriotas en el sentido más tradicional del término, pero también comunistas franceses que luchaban contra el fascismo, republicanos españoles, alemanes escapados de las garras de Hitler, judíos centroeuropeos… El prototipo de héroe resistente, a imagen y semejanza de Jean Moulin (figura elevada a los altares patrios), no puede ya sostenerse a estas alturas, porque ignora o margina a otros colectivos, como los cientos de mujeres que desempeñaron un papel decisivo en una imprecisa segunda línea o incluso con las armas en la mano. Otro colectivo al que se presta aquí gran atención son los judíos. De hecho, argumenta Gildea, la resistencia se contempla con otra perspectiva a la luz del Holocausto. En definitiva, queda seriamente cuestionada la estampa de una resistencia monolítica, constante en su lucha y clara en sus objetivos. Ni siquiera fue tan inequívocamente francesa: no era toda Francia, ni mucho menos, la que estaba por esa labor heroica ni fueron solo franceses los que se consagraron a la causa.