jueves, 22 de diciembre de 2016

Los últimos de Filipinas

Los últimos de Filipinas. Mito y realidad del sitio de Baler. Miguel Leiva y Miguel Ángel López de la Asunción. Editorial Actas, Madrid, 2016. 415 pp.

Publicado en El Cultural, 16-12-2016.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Los-ultimos-de-Filipinas-Mito-y-realidad-del-sitio-de-Baler/38955

Hoy día no se puede escribir historia de manera inocente. Los hechos no son aquellas cosas que sucedieron y permanecen inalterables sino unos acontecimientos que, filtrados por el tiempo y la memoria, adquieren significados cambiantes en cada momento del presente. Un pequeño episodio en el contexto de la guerra del 98 que fácilmente hubiera podido pasar inadvertido en aquellos aciagos días rebosantes de avatares trascendentales, se convirtió al cabo de los años –bastante después, por cierto, en pleno franquismo- en un asunto que marcaría de modo indeleble nuestro modo de enfocar el fin del dominio colonial español.
En 1945 se rodó la película Los últimos de Filipinas. Millones de españoles –los que tienen cierta edad- recuerdan el tema principal de su banda sonora, aquel lánguido Yo te diré… que potenciaba el sentido crepuscular del filme. El argumento: la heroica resistencia de un puñado de soldados españoles cercados en una iglesia por fuerzas incomparablemente más numerosas en la pequeña localidad de Baler (isla de Luzón, Filipinas). Aguantaron la friolera de 337 días (entre junio de 1898 y junio de 1899) en condiciones tan penosas que casi resultan inverosímiles. Lo hicieron además ignorando que dicha resistencia no tenía sentido, pues España ya había capitulado, renunciando a la soberanía de los territorios de Ultramar
Cuando los autores de este libro reconstruyen de nuevo aquellos sucesos no tienen más remedio que aceptar como punto de partida el modo en que la sociedad española evoca aquel episodio. Pero al mismo tiempo tratan de ser lo más fieles posibles a los hechos documentados. De ese designio contradictorio emerge un subtítulo que nos pone en la pista de su objetivo último: desentrañar mito y realidad del sitio de Baler. Así, rastreando periódicos y archivos, utilizando nuevas fuentes documentales y hasta recogiendo testimonios de familiares de aquellos combatientes, Leiva y López de la Asunción acometen la titánica empresa de establecer casi día a día lo que pasó en aquellos escasos trescientos metros cuadrados –la humilde iglesia, el campanario- bajo un fuego inmisericorde y unas privaciones pavorosas (cf. cap. 15, “La llegada del hambre”).
En el sitio de Baler pasó casi de todo. Hubo heroísmo y deserciones, locura y mezquindad, enfermedades y proezas casi lunáticas, patriotismo y religiosidad. Hubo hasta ejecuciones sumarias, probablemente justificadas por las circunstancias extremas. Como reconocen los autores, no siempre es fácil reconstruir los detalles, porque los protagonistas callaron sobre algunas cuestiones. Al final, se impone el tono encomiástico: “Si fuertes fueron los muros de la iglesia, más fuerte resultó el valor de aquellos héroes. Sus adversarios tuvieron la grandeza de reconocerlo. Dicen que aquella fue la última guerra entre caballeros” (p. 202). Al margen de las valoraciones, este libro constituye sin duda la investigación más sistemática y minuciosa sobre el dramático sitio de Baler. No pasen por alto la extensa parte final –más de cien páginas- que contiene una sucinta biografía de los protagonistas y documentos de carácter heterogéneo pero muy reveladores de las condiciones del asedio y las actitudes de aquellos hombres.

El sabio en el café

Santiago Ramón y Cajal: Charlas de café. Pensamientos, anécdotas y confidencias. Edición, introducción y notas de Francisco Fuster. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2016. 386 pp.

Publicado en Revista de Libros, 19-12-2016.

http://www.revistadelibros.com/resenas/charlas-de-cafe-pensamientos-anecdotas-y-confidencias-ramon-y-cajal

El sabio es don Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, 1852-Madrid, 1934) y el café podría ser cualquiera de los que frecuentaba el investigador, al igual que otros muchos notables de la capital (en su caso, el Suizo, el Castilla o el café del Prado, entre otros) para hablar largo y tendido de lo divino y lo humano, o sea, de religión, política, artes y letras y, por supuesto, de mujeres. Sabido es que a don Santiago le gustaba salir del estrecho ámbito del laboratorio e incluso del más vasto pero también limitado de la cátedra universitaria para expansionarse y mantener el tipo de relaciones sociales que eran propias de la época. Estamos hablando, naturalmente, del ambiente político y cultural de Madrid y la España del primer tercio del siglo XX, un momento histórico que hoy vemos como de esplendor cultural (la edad de Plata), moderado despegue económico, urbanización acelerada, modernización en todos los órdenes y efervescencia política. En ese marco don Santiago era ya una figura destacada (había recibido el premio Nobel en 1906), aunque no un intelectual a la clásica usanza –por lo menos en nuestro país-, pues su adscripción al campo científico e investigador le convertían en una rara avis en un panorama dominado por literatos, artistas, abogados y filósofos.
De hecho, Ramón y Cajal, a pesar de su incuestionable prestigio, jamás tuvo el tirón de las grandes personalidades del período y, mucho menos, de los grandes referentes, como Unamuno y Ortega y Gasset. Probablemente contribuyó a ello su propio carácter, su mesura y su sentido de la prudencia, que le impedían sentar cátedra en todos aquellos asuntos (culturales, sociales, políticos) que, además de opinables, quedaban claramente fuera de su esfera de especialización. Ello no le frenaba en participar gustoso en los debates y polémicas del momento, pero siempre con un registro de moderación y un tono refractario al dogmatismo. De ahí que con gusto pero también con una actitud humilde –a veces parecía como si quisiera hacerse perdonar- cogiera la pluma para expresar sus opiniones sobre el mundo que le rodeaba. También en su caso, como en las tertulias urbanas, para explayarse sobre lo humano y lo divino: sobre algunas cuestiones frívolas, sobre la condición humana, sobre la vida en general, sobre el país que le había tocado en suerte y, naturalmente, sobre los grandes temas concretos que estaban en el candelero. Todo eso es lo que llena las páginas de este clásico que denominó Charlas de café, un título de la cosecha cajaliana que habría que poner en el apartado de su producción biográfica y humanística, con esos otros volúmenes tan celebrados como Recuerdos de mi vida y El mundo visto a los ochenta años.
No diré que Charlas de café es un libro muy conocido entre los lectores de hoy día (porque me temo que a Cajal no se le lee ni poco ni mucho, sino más bien nada), pero sí me atrevo a señalar que es una obra que al público culto le suena y aún despierta cierta curiosidad. De hecho, es un título que conoció cuatro ediciones -en vida del autor- que sufrieron sucesivas modificaciones e incorporaciones: a la edición original, la de 1920, le siguió muy pronto –dos meses después- una segunda notablemente ampliada; solo dos años más tarde salió a la luz una tercera, también revisada, y, por último, en 1932 se publicó la cuarta, con nuevas correcciones. Luego, tras la muerte de Cajal, el libro se reeditó a lo largo de los años con un moderado pero sostenido tirón, de manera que no es muy arriesgado suponer que muchos de los lectores que lean este comentario tendrán en mente o en los anaqueles de su biblioteca el librito de marras en el inolvidable formato de la colección Austral de Espasa-Calpe. De hecho, el que yo poseo es la undécima reimpresión, fechada en 1982. Ahora Fondo de Cultura Económica presenta una nueva edición, con un estudio introductorio y notas a cargo de Francisco Fuster.
Fuster es un joven historiador valenciano que se ha ido forjando en los últimos años una sólida reputación con estudios originales, ediciones y compilaciones de los más destacados representantes de la edad de Plata. Además de su exhaustivo análisis de El árbol de la ciencia (Baroja y España. Un amor imposible, Fórcola, 2014), Fuster ha rescatado artículos desconocidos o semiolvidados de Azorín o del propio Baroja y ha publicado diversas ediciones críticas de dichos autores y también de otros coetáneos, en especial de Julio Camba, autor que parece interesarle especialmente puesto que entre 2013 y 2015 ha recopilado textos y prologado cuatro diferentes libros del humorista gallego. También se ha ocupado de recuperar al Rubén Darío menos conocido editando dos obras menores del nicaragüense y ha extendido sus tentáculos a autores tan diversos como Feijoo, Cela o García Mercadal, siempre en esa misma línea de desempolvar artículos remotos o editar textos postergados o hasta cierto punto ignorados. Su edición de las Charlas de café es ejemplar, con una pequeña introducción que ubica con precisión al autor y a la obra en su contexto, y unas notas aclaratorias, sobre todo en el sentido de precisiones bibliográficas, que proporcionan información suplementaria sin atosigar al lector con alardes eruditos. Su magnífico trabajo solo tiene una leve sombra al no corregir con una nota aclaratoria un despiste de Cajal que atribuye erróneamente al “espiritual poeta Manuel Machado” una conocidísima cita de su hermano Antonio. Por si fuera poco, la transcripción que hace el propio don Santiago es incorrecta porque computa “que de diez cabezas dos discurren y ocho embisten”, cuando Antonio Machado -más pesimista- elevaba como es sabido la desproporción: “de diez cabezas, nueve embisten y una piensa”.
Bueno… y, a todo esto y, sobre todo, a estas alturas, ¿qué aportan estas Charlas de café al lector de hoy? Permítanme antes de entrar en harina casi una confesión personal. Tenía de este libro quizá una imagen idealizada. Lo leí hace mucho tiempo, varias décadas atrás. Para algunos de mis estudios había utilizado algunas de las notas que extraje en su momento pero sin volver a examinarlo en su integridad. Ahora, la relectura que, en el fondo, viene a ser casi lectura a secas porque obviamente mis recuerdos eran difusos, me ha dejado una impresión ambivalente. Es innegable que algunas (o incluso puedo conceder que muchas) de sus páginas nos hablan de aspectos de la condición humana que resultan casi atemporales: así, las referidas a la amistad, el odio, el dolor, la vejez, la muerte, la gloria, el talento o la necedad. Otras, sin embargo, delatan con crudeza que el tiempo no pasa en vano y aparecen no ya solo como distantes de nuestra sensibilidad sino descarnadamente anacrónicas. Paradójicamente, siendo o pretendiendo ser Cajal por encima de todo un científico, las estimaciones de este tenor resisten mal el paso de los años, debido obviamente al avance espectacular que se ha producido en este ámbito. Con todo, lo peor hasta el punto de hacer penosa o hasta risible su lectura es el capítulo dedicado al amor y las mujeres. Si Cajal hubiera escrito sus observaciones pongamos que hasta medio siglo antes, hubiéramos dicho que respondían inevitablemente al espíritu de la época. Pero en los años veinte y treinta del siglo pasado, sus opiniones sobre las mujeres y sus criterios para juzgar lo femenino resultaban, por decirlo suavemente, impropios de una mentalidad abierta a su tiempo.
Cajal no niega que algunas mujeres puedan tener talento. Lo que les niega en tal circunstancia es su condición de mujeres (p. 54). En el mejor de los casos, la mujer es o debe ser pura pasividad, que resulta –obvio es decirlo- virtud o elemento indispensable para adaptarse a la horma masculina. En el peor, una hembra de celos iracundos, no por perder un amante sino porque se cierra un bolsillo (p. 62). En el fondo, da la impresión de que la pobre opinión que tiene el eminente doctor de la otra mitad de la humanidad deriva de su propia insatisfacción personal por no tener a su lado alguien de su altura intelectual. Así se deduce de la alabanza involuntariamente cómica –vista desde nuestra atalaya- del matrimonio proletario: “el esposo goza de un excelso privilegio pocas veces concedido a los hombres de refinada cultura: la posibilidad de dialogar con su mujer” (pp. 59-60). Con todo, es de justicia aclarar que estas y otras consideraciones de parecida índole llenan tan solo una pequeña parte del volumen y, por otro lado, no es menos cierto que se ven atemperadas por algunas otras reflexiones que, a su modo, reivindican la dignidad femenina y los derechos de la mujer, como en la cuestión de los apellidos (pp. 83-84).
Dicho lo malo, queda lo bueno, que es casi todo lo demás. Pero, antes que nada, hay que partir de la base de cual era el objetivo de Cajal al escribir estos “pensamientos, anécdotas y confidencias”, como reza el preciso subtítulo. Con ello evitaremos fundamentalmente el equívoco de buscar en estas páginas lo que no podemos hallar o pedir las peras que el olmo no nos puede dar. En las tres introducciones que se incluyen en esta edición, la primera escrita en 1921, la segunda en 1922 y la tercera en 1932, hallamos un común denominador, que no es otro que el énfasis del autor en el carácter ligero de su obra, una “colección de fantasías, divagaciones” que no pretendían “sentar doctrina” ni aspirar siquiera a la originalidad; “verdaderas humoradas” –matizaba más adelante- que solo aspiran a “entretener y, cuando más, a sugerir”; y, a riesgo de repetirse hasta casi con las mismas palabras, comenzaba su presentación de la última edición que pudo preparar insistiendo “todavía más sobre el carácter frívolo de la mayoría de pensamientos de este libro”. Es obvio que Cajal pretendía resguardarse de las críticas -que, de todas formas le llovieron, en contraste con el aprecio del público, como señala Fuster (pp. 15-16)- rebajando el alcance de su obra. Visto con cierta distancia, podría juzgarse salomónicamente que ni tanto ni tan calvo. El libro no es, ni mucho menos, tan frívolo como su autor pregona con cierta afectación, pero, para decirlo de modo brusco pero claro, tampoco tiene nada que ver con los Essais de Montaigne.
Si tuviera que dar un resumen rápido del contenido, me atrevería a decir que estas páginas contienen un Cajal en estado puro, el Cajal más auténtico, al mismo nivel –como mínimo- que sus otras obras autobiográficas. De hecho, como el propio autor advierte en sus prólogos, hay mucho de su experiencia vital en estas reflexiones pero no solo eso, porque el relato de sus vivencias, la evocación de múltiples anécdotas y la mención a circunstancias concretas de su vida se adoban en este caso con opiniones y manifestaciones (y también, ¿por qué no?, simples prejuicios) que dibujan un panorama muy completo de la personalidad de Santiago Ramón y Cajal. Como él mismo se retrató en sus diversas facetas en varias de sus obras, no voy a entrar en ese apartado nada más que de soslayo. Racionalidad, moderación, laboriosidad, tolerancia, amabilidad, exigencia personal y autocontrol serían algunos de esos rasgos de carácter que, en su conjunto, se armonizarían para producir una incuestionable bonhomía. Quisiera destacar sin embargo que, lejos de la actitud complaciente o benévola hacia sus semejantes que podría suponerse de tales premisas, nuestro investigador confiesa aquí su deplorable opinión de la condición humana. O, al menos, de esos humanos que pululan a su alrededor, sus compatriotas. Don Santiago ve a los españoles vociferantes, hipócritas, aduladores, perezosos, pedigüeños, ingratos, vanidosos… Los resortes que les mueven son todos negativos: la mezquindad, la desconfianza mutua, el fanatismo, la indignación sin motivo sólido, las apariencias, las rivalidades absolutamente vacuas y, por encima de todo, siguiendo el gran tópico de la época, la envidia, el gran pecado nacional. En otras palabras, la verdad, el mérito y la justicia serían no ya virtudes desconocidas entre nosotros sino perseguidas con saña (pp. 43-46).
Como consecuencia directa de ello, me gustaría subrayar que cae por su base la habitual caracterización optimista de nuestro hombre. No podría ser de otro modo. Si hay un ideal característico de Cajal, sin duda es su concepción redentora del trabajo, no solo desde la perspectiva personal sino colectiva. Siendo y sintiéndose don Santiago profundamente patriota, subraya reiteradamente que no hay mejor muestra de patriotismo que la entrega abnegada al trabajo bien hecho. “El trabajo perseverante y heroico crea la aptitud” (p. 218). El “trabajo intelectual socialmente útil” es una de las máximas fundamentales para alcanzar la dicha (p. 222) “¡Santa fatiga del trabajo!” (p. 228). Los españoles, sus compatriotas, representan justo lo contrario. Cualquier comparación con naciones vecinas o más avanzadas causa rubor al español consciente. Baste un aforismo: “Los hombres del Norte actúan: nosotros, charlamos” (p. 215). Cuanto más se profundice, peor. España es un país de costumbres seculares…, como las “corridas de toros y el vicio de la lotería” (p. 221). Ningún reformador se ha atrevido en serio a suprimirlas. Con ello, Cajal desemboca en uno de los diagnósticos típicos de la mentalidad ilustrada a lo largo de toda nuestra historia contemporánea: “el problema de España es un problema de cultura” (p. 229).
El “problema de España”, he ahí una de las obsesiones de un hombre que se entrega al trabajo, a la ciencia, a la investigación, en un marco refractario a esos esfuerzos y en un ambiente poco propicio siquiera a valorarlos. Nuestro autor apenas se recata en mostrar que sangra por la herida. Una buena parte del libro pero en especial el capítulo X (“Sobre política, guerra, cuestiones sociales, etc.”) pueda leerse en clave regeneracionista clásica. De este modo, con la terminología característica de dicho movimiento, habla con frecuencia de “los males inveterados de España”, de nuestra “pobreza e ignorancia”, de nuestra “desidia secular”, de la ausencia de “ciencia e industria”... Cita con frecuencia a Costa, Unamuno y Ortega, pero también menciona a Mallada o Macías Picavea, porque se siente parte de ese esfuerzo regenerador. ¡Hasta recoge, sin mencionar a Masson, su famoso dictamen sobre lo (poco o nada, se sobreentiende) que debe Europa a España! (p. 313). Insisto, pues, en que don Santiago hurga en la herida, la suya y la de España, no desde luego con el tono catastrofista que desarrollaron algunos de los ensayistas coetáneos pero sí desde la óptica de un “pesimismo comprensivo y crítico”. No cree que pueda haber otro talante porque los males son profundos y es absurdo hacerse ilusiones al respecto. “Solo por el trabajo alcanzará nuestra Patria su pleno florecimiento. Hay que combatir en muchos frentes a la vez”. Entre el derrotismo y la candidez, pugna por hallar una vía propia. La recuperación de la dignidad nacional tal vez sea una quimera quijotesca, pero hay que intentarlo. “¿Ensueños? Quizá, pero nadie vive y trabaja sin ideales” (p. 339).
En última instancia, como ya se ha apuntado de soslayo, debe reconocerse que Cajal no alcanza en sus reflexiones de café la talla del hombre de laboratorio, pero sus aforismos, apuntes, anécdotas y confesiones mantienen por lo general un nivel digno y delatan una notable perspicacia, factores que permiten leerle al cabo de casi exactamente un siglo con un interés sostenido, una franca complacencia y, bastante a menudo, con la sonrisa en los labios. Personalmente, prefiero las partes en que aborda los ribetes más perennes de la existencia humana: el silencio como mejor terapia ante las injurias; las diversas modalidades de ingratitud humana; el amor como pasión irracional; el fútil anhelo de gloria (“la gloria no es otra cosa que un olvido aplazado”, p. 121); la importancia de mantener la consciencia hasta el último suspiro (es penoso, señala, vivir “cual héroe o pensador genial” y morir “como imbécil o demente”, p. 123); el valor, pero también la peligrosidad de la verdad (“un ácido corrosivo que salpica casi siempre al que lo maneja”, p. 191); el trasfondo siempre mezquino del hombre (“poco vales si tu muerte no es deseada por muchas personas”, p. 139). Si, a pesar de todo, no sintonizan con don Santiago, aún cabe otra posibilidad de leer estas páginas con sumo provecho: como un excelente retrato de un ayer entrañable -un mundo cercano y distante al mismo tiempo- y, sobre todo, como el fiel exponente de la cosmovisión de un español ilustrado de comienzos del siglo XX. En este último sentido, el lector de hoy podrá hallar sin dificultad -uno por uno- todos los elementos que constituían el horizonte vital de antaño para un hombre como Cajal: su patriotismo, sus aspiraciones, sus coordenadas culturales, sus temores, su moral y, como trasfondo, hasta el tipo de relaciones sociales que entonces se mantenían. Si no es por todas, por alguna de esas razones merece la pena todavía leer las Charlas de café.

viernes, 16 de diciembre de 2016

La Edad Moderna

La Edad Moderna (siglos XV-XVIII). Luis Ribot. Marcial Pons, Madrid, 2016. 1011 pp.

Publicado en El Cultural, 2-12-2016.

http://www.elcultural.com/revista/letras/La-Edad-Moderna-siglos-XV-XVIII/38886

En la periodización del pasado que se sigue estudiando en nuestras Universidades se usa la denominación de Edad Moderna para una etapa imprecisa pero con caracteres definidos que empieza en la segunda mitad del s. XV y se prolonga hasta el derrumbamiento del Antiguo Régimen. La susodicha dificultad de los límites no ha sido obstáculo para el asentamiento como disciplina específica de la Historia Moderna (Universal y de España) y para la floración de destacados especialistas en el período aludido.
Uno de ellos, y de los más reconocidos, es el autor del libro que comentamos. Luis Ribot (Valladolid, 1951) fue durante muchos años catedrático en la Universidad de su ciudad natal, hasta que en 2005 pasó a ocupar la cátedra de la UNED. Dos años antes obtuvo el Premio Nacional de Historia por su libro La Monarquía de España y la Guerra de Mesina (1674-1678). En 2009 fue elegido como miembro de la Real Academia de la Historia. Ribot tiene pues una larga experiencia docente y una fructífera trayectoria investigadora que le acreditan como uno de los mejores candidatos para acometer el ambicioso empeño de trazar un fresco general de la Edad Moderna que sirva al mismo tiempo de obra introductoria, manual universitario y síntesis divulgativa, y con ello pueda ser útil tanto al estudiante de la materia como al simple interesado en esos tres siglos largos (del XV al XVIII) que aquí se consideran.
Esos son los objetivos que intenta abarcar este volumen y que, puede decirse ya, cumple con creces, con una disposición clara y didáctica, un lenguaje accesible y una capacidad analítica que solo puede ofrecer un maestro en la materia. El planteamiento general obedece, como no podía ser de otra manera, a un patrón que pudiera denominarse clásico. El enfoque es predominantemente europeo (y, si se quiere más precisión, europeo occidental), con un gran protagonismo de las naciones e Imperios que rivalizaron ente sí por conquistar el conjunto de Europa y, en la medida de lo posible, todo el orbe conocido. España, Francia e Inglaterra son aquí como los tres mosqueteros que no cejan en la pugna por la supremacía y en función de las contingencias del momento tejen complejos y sucesivos juegos de alianzas. A su alrededor se despliega la acción de otras potencias como Prusia y Rusia, que participan en el susodicho entramado de coaliciones. Por supuesto se atiende a otros ámbitos extraeuropeos (Asia, África, América hispana, los Estados Unidos), pero siempre en una escala subalterna. Una jerarquía, ocioso es subrayarlo, que se limita a reflejar el orden de prioridades de la época.
Se colige por otro lado de lo que acabamos de señalar que en estas páginas el lector hallará un predominio muy ostensible de la historia política, tanto en lo referente al análisis de la constitución interna de los Estados como en el examen del ya mencionado y siempre cambiante tablero geopolítico. Junto con la política, se presta atención a la economía –muy ligada a la explicación del surgimiento y expansión de las potencias-, se atiende a las variables demográficas en cada caso, se resalta la importantísima influencia que tuvieron los descubrimientos geográficos del período y se traza un certero cuadro de cómo era la sociedad estamental. Esto último fuerza al autor a dedicar algunas decenas de páginas a un factor tan decisivo como fue la religión, con la “ruptura de la cristiandad” y las ulteriores guerras de religión como acontecimientos cardinales.
La voluntad totalizadora de Ribot es tan evidente que incluso los aspectos científicos, filosóficos y literarios tienen su hueco (varios capítulos íntegramente dedicados a esas manifestaciones culturales) y reciben un tratamiento adecuado, dentro de las limitaciones que a buen seguro ha debido imponerse el autor. Nos referimos sin ir más lejos a un imperativo de control de la extensión para no aumentar el grosor de un volumen que ya de por sí contiene 35 densos capítulos y alcanza las mil páginas. Por ello mismo debemos felicitarnos de que aun se sigan publicando libros con este nivel de exigencia y haya editoriales como Marcial Pons que en los difíciles tiempos que corren para el sector, asuman el desafío de lanzar obras de estas características.

jueves, 1 de diciembre de 2016

CAÍDOS POR LA PATRIA

HISTORIA Y MEMORIA DE LAS TRINCHERAS

George L. Mosse: Soldados caídos. La transformación de la memoria de las dos guerras mundiales. Traducción y estudio preliminar de Ángel Alcalde. Prensas de la Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2016. 320 pp.
Pedro Ruiz Torres (ed.): Volver a pensar el mundo de la Gran Guerra. Institución Fernando el Católico/Diputación de Zaragoza, Zaragoza, 2015. 328 pp.


Publicado en Revista de Libros, 3-10-2016.

http://www.revistadelibros.com/resenas/caidos-por-la-patria

Hasta hace relativamente poco se decía que todo lo concerniente a la Primera Guerra Mundial constituía historiográficamente lo postergado o no muy bien conocido, sobre todo en comparación con el abrumador número de estudios de toda índole que había generado la otra gran guerra, la de 1939, tan descomunal en todos los sentidos que había desplazado el foco de atención. Todavía se sigue utilizando de modo residual o retórico ese cotejo, como menciona Carmen García Monerris en uno de los capítulos de Volver a pensar el mundo de la Gran Guerra: “La Gran Guerra pasó a ser la Primera cuando estalló la Segunda y gran parte de la historiografía, y en cierta manera también de la memoria colectiva, permaneció mucho más atenta a esta y a sus consecuencias evidentes”. De lo que se sigue, de un modo quizá algo forzado, la consecuencia de que el supuesto “redescubrimiento” de la guerra del 14 nos conmueve hasta el punto de que “se diría, incluso, que esta capacidad [de conmoción] supera con mucho a la siguiente guerra mundial” (pp. 26-27).
La verdad es que la conmemoración del centenario del atentado de Sarajevo ha despejado todas las dudas que aún pudieran subsistir sobre el particular. Los historiadores, con “redescubrimiento” o sin él, es decir, como mera continuidad de lo que venían haciendo desde décadas atrás, se han volcado en la exploración meticulosa de todos los elementos que se dieron cita en aquella contienda de proporciones inéditas en su momento, desde los aspectos más trillados –las responsabilidades en el estallido- hasta sus consecuencias –el nuevo mapa de Europa- pasando naturalmente por todos los demás aspectos que hicieron de ella lo que nadie discute, la primera gran conflagración moderna por el papel central de la tecnología y la participación de masas. Ahorro el lector, al que supongo bien informado, estas referencias bibliográficas (que, por otro lado, serían inabarcables si pretendiera ser mínimamente justo y riguroso). Esta misma revista se ha ocupado de algunas de las más relevantes publicaciones recientes (Borja de Riquer: A los cien años de la Gran Guerra) y quien esto escribe también se hizo eco en su momento del impacto de los acontecimientos en el solar hispano (España 1914. La guerra, los intelectuales y el nacionalismo español). Por lo demás, adelanto ya que el lector interesado dispone en los dos libros que aquí se comentan de una magnífica selección bibliográfica (Mosse, pp. 281-295; y Ruiz Torres, pp. 291-318, esta última además actualizada y adaptada a la perspectiva del público español).
Es un lugar común que ahora, con ocasión de la efeméride, se ha vuelto a repetir, que la gran diferencia entre 1914 y 1939 estriba en la complejidad de los hechos que conducen a la catástrofe en la primera de las fechas, frente a la flagrante culpabilidad del agresivo expansionismo germano en la segunda. Tanto es así que ha hecho fortuna una de los títulos del centenario, el Sonámbulos de Christopher Clark, para caracterizar el estado de ánimo o de opinión que lleva a las elites gobernantes del momento al enfrentamiento armado. Pero los historiadores han examinado de modo tan exhaustivo todas las variables que confluyen en la vorágine del verano de 1914 que a estas alturas no tendría sentido hablar de carencias en nuestro conocimiento sino más bien de todo lo contrario, una inflación de datos y testimonios que, por otra parte, abona interpretaciones no siempre coincidentes. De ahí precisamente que uno de los conceptos que más se repiten en la producción historiográfica de los últimos años, incluso en los títulos, sea el de re-pensar, referido a aspectos concretos del gran conflicto o a su significado global. Sin ir más lejos, uno de los libros que ahora comentamos propone desde su frontispicio “volver a pensar el mundo de la Gran Guerra”, pero además una de sus contribuciones, la de Carolina García Sanz, tiene como objetivo “repensar la neutralidad”. No hacen con ello más que seguir la estela de diversos análisis aparecidos en revistas especializadas en los últimos años, como el de Frédéric Rousseau, “Repensar la Gran Guerra” (Historia Social, nº 78, 2014) o el dossier coordinado por Francisco Veiga, “Repensando la Gran Guerra” (Historia y Política, nº 32, 2014). Como es obvio, no se trata de una coincidencia accidental.
Esta concordancia solo puede entenderse de modo adecuado si tomamos una cierta distancia y miramos con perspectiva la evolución de los estudios sobre la conflagración. Sigo esquemáticamente la clasificación que hace Pedro Ruiz Torres en su capítulo “Memorias, historiografías y usos públicos de la Gran Guerra”. Un primer período –hasta finales de la década de 1940- estaría protagonizado por los historiadores de la generación de los combatientes: el positivismo y el historicismo predominantes llevarían a un estudio “desde arriba” marcado por una confianza que hoy tildaríamos de ingenua en la identificación de los hechos y en el peso de los documentos como pruebas incontrovertibles. Estaríamos hablando pues de una historia abrumadoramente política, con énfasis en los acontecimientos militares, las decisiones de los gobernantes y los movimientos diplomáticos. Desde los años cincuenta y, sobre todo, en las dos décadas subsiguientes (los sesenta y setenta), se impone una perspectiva que podríamos llamar social: la atención se desplaza de las elites a la gente común y sus condiciones de vida, con especial interés por establecer un gran fresco económico-social, es decir, problemas económicos, protestas colectivas, conflictividad social, mentalidades, etc. Podría decirse, siempre en términos esquemáticos, que en esta segunda etapa historiográfica se desplaza hasta cierto punto el centro de interés anterior hacia lo que cabe denominar el “frente interior”, o sea, el impacto de la guerra en la sociedad. En todo caso, la gran aspiración de esta segunda oleada de monografías es hacer una “historia total” de la guerra frente a la precedente historia político-militar. En las décadas postreras del siglo XX se va abriendo paso una tercera fase que se propone hacer una “historia cultural” en un sentido omnicomprensivo o globalizador, pues quiere tener en cuenta no solo los hechos acaecidos y las circunstancias adyacentes sino la propia perspectiva del sujeto que interpreta los eventos del pasado desde un tiempo posterior: “el nuevo enfoque cultural tiende a dar gran importancia como objetos de estudio a los procesos de elaboración y transformación del recuerdo y a los usos públicos de la memoria y de la historia” (Ruiz Torres, p. 255).
Pues bien, he aquí, en estas nuevas coordenadas, donde hay que situar los volúmenes que ahora nos ocupan. El de Mosse es casi un clásico, a pesar de que su primera edición, con el título de Fallen Soldiers. Reshaping the Memory of the World Wars, aparecido en 1990. Como bien dice Ángel Alcalde en su ajustado estudio introductorio, su consagración vendría con la edición francesa de 1999, que salió con un título bastante distinto, que intentaba precisar el sentido de la aportación fundamental de Mosse: De la Grand Guerre au totalitarisme. La brutalisation des sociétés européennes. En Alemania y, más aún, en Italia, la obra de Mosse tuvo un indudable impacto. No así en España, primero por la razón estructural que todos conocemos (ese ensimismamiento de la historiografía española, tan poco interesada en su conjunto por mirar fuera de sus fronteras) y segundo –factor nada despreciable- porque, como también apunta Alcalde, la perspectiva culturalista de Mosse era un tanto sospechosa para la hegemónica historiografía marxista, más interesada de un modo dogmático en aspectos económicos, sociales y políticos. No obstante, algunos de los conceptos que Mosse puso en boga -como el de trivialización de la violencia bélica y, aún en mayor medida, el de brutalización de la vida política- fueron conocidos y utilizados en sus análisis por los historiadores españoles, bien porque conocieran la edición original de su obra, bien porque tomaron contacto con ella por la versión francesa. En cualquier caso, lo cierto es que es ahora cuando Fallen Soldiers se vierte al español por vez primera en esta cuidada edición del mencionado Ángel Alcalde, con un retraso que está en consonancia con la recepción tardía del conjunto de la obra de Mosse en nuestro país.
Soldados caídos es un libro no demasiado extenso –unas trescientas páginas escasas- que tiene un tono sintético y se lee con facilidad, a pesar de que su autor no es especialmente brillante en su exposición y en algunos momentos resulta premioso y reiterativo. Dividido en tres partes que tienen como eje la Primera Guerra Mundial (los orígenes, la guerra propiamente dicha y la posguerra), su centro de atención es Alemania –el país natal de Mosse y, con diferencia, el que mejor conoce-, aunque también contiene múltiples alusiones, datos y testimonios de Francia y Gran Bretaña y, en mucha menor medida, de Italia. De España solo hay una pequeña sección del capítulo 9 que trata de los voluntarios que se enrolaron en las Brigadas Internacionales y de aquellos otros que se integraron en el bando franquista durante la guerra civil (pp. 239-247). El enfoque del libro, como ya quedó apuntado sucintamente, es de tipo cultural en sentido amplio, pues abarca como manifestaciones de esa índole una amplia panoplia de expresiones, desde las más convencionales (arte o literatura) hasta los monumentos conmemorativos, los cementerios, el deporte, la educación, los rituales de todo tipo, el alpinismo o las postales. Su tesis fundamental, si se permite la simplificación, es que antes, durante e inmediatamente después de la Gran Guerra se crearon las condiciones culturales –el caldo de cultivo, las actitudes, las mentalidades- para el desarrollo de las ideologías totalitarias que dominaron la vida política europea –y muy especialmente la alemana- durante los años treinta. Al hablar de la esfera política, Mosse no se refiere solo ni principalmente a la acción de unos determinados gobiernos o unos partidos concretos, sino al entorno o sustrato que posibilitó el ejercicio de un poder totalitario: la fanatización de las masas, el adoctrinamiento chovinista, la insensibilidad hacia el sufrimiento humano, el desprecio hacia el otro (de nación o de etnia), la glorificación de la experiencia bélica, la instrumentalización cuasi religiosa de la muerte, el victimismo y la sed de venganza…, entre otros muchos factores que desgrana y analiza meticulosamente a lo largo de diez capítulos ciertamente apasionantes.
Mencionar, como antes he hecho, la siembra de la semilla totalitaria en términos impersonales o genéricos no hace justicia al planteamiento del libro. Mosse apunta explícitamente al nacionalismo como promotor político y responsable moral de ese estado de cosas. De hecho, la primera línea de su primera página, aún en el apartado de agradecimientos, confiesa que su obra surgió de su interés “por el nacionalismo moderno y sus consecuencias”. Su punto de partida no es muy distinto al que se han planteado cientos de historiadores al escrutar la Europa de comienzos del siglo XX: ¿cómo una sociedad culta y civilizada pudo embarcarse en una matanza colectiva de proporciones tan descomunales? La diferencia que introduce Mosse con respecto a otros analistas reside en su énfasis en la manipulación nacionalista del combate: cómo algo que en principio produce horror y espanto (la terrible guerra de trincheras) se convierte en “el mito de la experiencia de guerra”. Dicho en términos más concretos, cómo la experiencia del barro, la sangre, la mutilación, la asfixia por gas venenoso, las heridas que hacen del cuerpo humano un delirante guiñol, las agonías más espantosas, el horror en definitiva en proporciones inauditas, se convierte en la propaganda nacionalista de uno y otro bando en todo lo contrario, en un evento grandioso, reverencial, heroico, ejemplar, místico y sagrado.
Mosse insiste en que no solo se trata de legitimar la guerra sino hacer de ella un acontecimiento único, un rito iniciático, un bautismo de virilidad. Enrolarse en las filas patrias no podía ser una carga, una pena o un dolor sino una oportunidad, un orgullo y un desafío. Pero como el resultado innegable era la muerte –para cientos de miles de jóvenes- toda esa retórica del combate tenía que venir complementada por una no menos eficaz inversión de valores: frente a la vida miserable del cobarde o del sometido, lo digno y grandioso era la muerte por la patria. Por ello, las retaguardias de todos los países se llenan de monumentos conmemorativos a los caídos y de cementerios exclusivos para los valerosos soldados. La vida oficial rinde homenaje a sus héroes –siempre o casi siempre los supuestos héroes no están allí para contarlo- en ceremonias impresionantes: la patria, agradecida. No solo la patria, sino la religión también. El mismísimo Cristo –según la escultura funeraria predominante en todos los países- baja del cielo para acoger en sus amantísimos brazos a sus hijos más queridos, esos soldados que dieron gustosos su sangre por su país, como Él nos redimió –también con su sangre- a todos nosotros. Hasta la naturaleza se impregnó de esa mística del caído. Al fin y al cabo, el árbol, el bosque, la colina o el arroyo simbolizan lo permanente, lo esencial, lo que nunca muere: “el bosque es el símbolo de resurrección, y de la primavera que sigue al invierno” (p. 150). El soldado reposa en la tierra que le vio nacer, vuelve a la tierra. La víctima no es en el fondo tal pues sigue viviendo entre nosotros. Su sacrificio no ha sido en vano, su sangre es la savia que vivifica el cuerpo social.
En ese contexto se inscribe uno de los conceptos clave del análisis de Mosse, el de banalización o trivialización, que se aplica a muchos de los elementos de ese entramado: banalización de la guerra, del sufrimiento, de la crueldad, de la destrucción, de la muerte en una palabra. Las formas que adopta esa difuminación de los perfiles crueles de la contienda son innumerables y algunos de ellos ya han sido citados de refilón en los párrafos precedentes. Todo pasaba por insertar la experiencia bélica en la vida cotidiana, despojándola, eso sí, de sus perfiles más lacerantes: “mediante su asociación con los objetos de la vida diaria, el teatro popular o incluso el turismo en los campos de batalla” (p. 36). A veces se presentaba la guerra como un juego o incluso un cuento de hadas (pp. 185 y 187), se bromeaba con ella, se popularizaba en postales, se hacía de ella algo parecido a un evento deportivo y se frivolizaba sobre sus episodios más sangrientos en la prensa o en la vida cotidiana. En cualquiera de esos casos, el objetivo era “hacerla familiar”. Aquí no estaríamos hablando de “su sublimación en una religión cívica” sino de su asimilación al mundo de las cosas ordinarias.
Mantiene el autor de un modo que a mí se me antoja un poco excesivo o incluso contradictorio que introducir la guerra “en lo cotidiano fue indispensable para su mitificación”. No veo clara la armonización de esos dos conceptos en principio antitéticos como trivialización y mitificación pero, sea como fuere, de esa mixtura extrae Mosse su noción más importante, verdadero leit-motiv de todo el libro, la idea de brutalización como rasgo definitorio de la política de entreguerras en muchos países y particularmente en Alemania. Una característica que en última instancia explica, según el autor, todo o casi todo lo que sucede en la posguerra y, sobre todo, verdadero tobogán siniestro que conduce a la ulterior hecatombe, que dejaría pequeña a la Gran Guerra. “Cada vez más, la política se vio como una batalla que tenía que culminar con la rendición incondicional del enemigo” (p. 207). La hipótesis de Mosse es brillante pero él mismo reconoce que el establecimiento de una relación directa entre la “creciente indiferencia hacia la muerte de masas” y ese proceso de brutalización política no es “algo fácil de demostrar” (p. 206). En el libro se desgranan algunas de las derivaciones de dicho proceso, como la “deshumanización del enemigo”, pero se reconocen también otros factores, como el “drástico declive del nivel de vida germano”, que, siendo de índole diferente, pudieron contribuir en no escasa medida a la brutalidad ambiente. Quizá el libro de Mosse tiene su punto flaco en esas estimaciones osadas, no siempre avaladas por una base empírica, pero sin lugar a dudas constituye una lectura fascinante para todo el que se interese por las actitudes sociales, la evolución de las mentalidades y la práctica cultural del período de entreguerras.
En el volumen que coordina Pedro Ruiz Torres y en el que intervienen junto a él otros nueve especialistas de diversos ámbitos de conocimiento, también se da primacía a la historia cultural en sentido amplio. De hecho, menciono a nivel algo más que anecdótico que la propia obra de Mosse que hemos comentado en los párrafos precedentes también es citada en varias ocasiones (cf. por ejemplo pp. 241, 242, 251, 287). Quizá el aspecto en principio más novedoso del libro, aunque no sea ni mucho menos el primer exponente de ello, radique en su propósito de ofrecer una visión de conjunto del mundo de la Gran Guerra en un sentido poliédrico, es decir, con la intervención de expertos en áreas diversificadas: “historia, antropología, crítica literaria, teoría del conocimiento, filosofía, teoría de los lenguajes y ciencias de la comunicación”. El resultado de esta yuxtaposición sale mejor de lo que a priori podía preverse porque el coordinador ha hecho un buen trabajo de edición, los textos están bastante cuidados y rayan por lo general a notable altura y, en definitiva, el volumen presenta una homogeneidad que el lector termina por agradecer. Con todo, no cabe desconocer ni silenciar que la atención, lejos de focalizarse, se dispersa en múltiples direcciones, a veces complementarias pero otras no tanto. Cada cual hallará, junto a capítulos de gran interés, otros que le resulten prescindibles, por la sencilla razón de que es imposible seguir con el mismo interés, pongo por caso, un texto de antropología filosófica centrada en los combatientes (Llinares) o un balance del impacto de la guerra en España (Fuentes Codera) que un análisis de la obra autobiográfica del escritor Siegfried Sassoon (Llorens). Del mismo modo que la mirada filosófica de Sergio Sevilla, polarizada en Scheler y Freud, contrasta con el análisis de Sánchez Durá sobre los testimonios fotográficos, o la perspectiva de género que introduce Thébaud.
Se comprenderá por ello que nos resulte imposible en una reseña que ya a estas alturas alcanza una notable extensión entrar más a fondo en el contenido de los diversos capítulos. Pese a todo lo expuesto, si no exactamente un basamento común, sí al menos puede detectarse al recorrer las páginas del volumen una voluntad manifiesta de trascender las visiones convencionales. Un objetivo o aspiración que desemboca, para ser más concretos, en una perspectiva integradora de los variados elementos que se dieron cita en esos años decisivos. Con ello desembocamos de nuevo en lo que antes señalábamos respecto a la historia cultural de nuevo cuño, esa que aspira a hacerse eco de lo que sucede en las trincheras pero también en la retaguardia, que quiere contar con los testimonios realistas del combatiente pero también con la propaganda política, que atiende a los valores belicistas que compartieron muchísimos voluntarios pero que no desconoce las resistencias de otros sectores y las protestas pacifistas y, en fin, que se interesa por el neutralismo tanto como por las estrategias de los ejércitos contendientes. En lo tocante a la perspectiva del analista, valora todo lo que pueda aportar alguna luz sobre una realidad compleja: fuentes orales, testimonios escritos del soldado, memorias, fotografías, directrices de los Estados Mayores, rituales, conmemoraciones, trastornos sociales, condiciones de vida, transformaciones políticas, crisis económicas, cambios en las costumbres y hábitos sociales y un casi interminable etcétera.
No resulta extraño por ello que un lector atento pueda detectar en la amplísima gama de referencias bibliográficas que contienen los diversos capítulos algunas constantes significativas. Así, frente al punto de vista frío, distanciado y supuestamente objetivo de la historiografía tradicional, en estas páginas se percibe que los autores sienten una mayor atracción o, por lo menos, muestran una innegable curiosidad por aquellas otras aportaciones bibliográficas que se centran en la experiencia, bien sea la experiencia del combate propiamente dicha, bien sea la del testigo que reelabora la memoria en forma literaria o la de quien intenta explicarse en ese momento histórico las vicisitudes que está contemplando. Y así, de este modo, los escritos de un Jünger o de un Zweig resultan insoslayables, del mismo modo que cobran protagonismo el enfoque psicológico de Paul Fussell, el énfasis en la memoria de Jay Winter, la recopilación de recuerdos y testimonios de Jean Norton Cru o el enfoque antropológico de Stéphane Audoin-Rouzeau o Joanna Bourke, y eso por poner solo unos ejemplos, casi a nivel aleatorio.
Permítanme terminar mi reflexión con un apunte inquietante, que tomo del capítulo de Ruiz Torres sobre las “memorias, historiografías y usos públicos de la Gran Guerra” (pp. 264-265): al “volver a pensar”, como indica el título, aquel mundo de hace cien años resulta que con las vueltas y revueltas de la historia, nos vemos en la actualidad en una situación paradójica. Todo ha cambiado mucho, indudablemente, pero al mismo tiempo resurgen en el Viejo Continente antiguos fantasmas, desde el repunte de añejos conflictos nacionalistas hasta una avasalladora crisis económica que amenaza con llevarse por delante trabajosas conquistas sociales. Una serie de trastornos que nos devuelven hoy a una situación en múltiples aspectos más cercana al “mundo que hizo posible aquella enorme catástrofe de lo que se pensaba en la década de los sesenta” y que por eso mismo nos permite “percibir las continuidades mejor que hace cincuenta años”.