viernes, 21 de febrero de 2014

A la sombra de Grey: el nuevo boom del libro erótico

A la sombra de Grey: el nuevo boom del libro erótico

Rafael Núñez Florencio*
(I.E.S. "Rey Pastor", Madrid, España)

Publicado en Revista Internacional del Libro, Digitalizacion y Bibliotecas, volumen 1, nº 2, pp. 27-36. http://ijbes.cgpublisher.com/product/pub.222/prod.13/m.2?


Resumen
El éxito en diversos países –entre ellos, España- de la trilogía de E. L. James Cincuenta sombras ha propiciado una oleada de publicaciones que tratan de explotar esa fórmula que algunos han denominado "porno para mamás". El autor de este artículo se propone explorar el fenómeno atendiendo básicamente a tres criterios: en primer lugar cuestiona en cada uno de sus términos este "nuevo boom del libro erótico"; segundo, examina la idealización de la realidad que se manifiesta en dichos relatos; por último, analiza los roles masculino y femenino para concluir que, más allá de una supuesta transgresión, subyace en estos planteamientos una profunda impronta conservadora.
Palabras clave: James, Grey, erotismo, porno para mamás, bondage, sumisión, sadomasoquismo


The E. L. James trilogy Fifty Shades success has led to a wave of publications that are trying to exploit that formula what some people call "mummy-porn". The author of this article wants to explore this event only dealing with three points of view. Firstly, he questions this "new erotic book boom" in each of its terms. Secondly, he examines the reality idealization which is shown in those tales. Lastly, he analyzes both, masculine and feminine roles, in order to conclude that it underlies a huge conservative stamp, far away from a supposed transgression.
Key words: James, Grey, eroticism, mummy-porn, bondage, submission, sadomasochism.

Al igual que el agente secreto por antonomasia se llama Bond –James Bond- y ya no hace falta decir más para saber de quién y de qué estamos hablando, el Grey del título –Christian Grey, of course- tampoco debe necesitar presentación, al menos durante los meses que dure la ola de este otro y más íntimo "calentamiento global", por expresar el fenómeno con el feliz marbete de un reputado crítico literario. Y, sin embargo, pese a que el tal Grey no necesite de tarjeta de visita, su sombra y lo que sigue –o sea, la casi totalidad del titular que encabeza estas páginas- si merecerían, si queremos ser mínimamente rigurosos, unas palabras preliminares.
Porque el caso, admitámoslo de partida, es que aquí no se pretende hacer de Christian Grey el centro de atención –pues ya se bastan él solito y su demiurgo E. L. James para publicitarse- sino analizar su alargada sombra, que perfila eso que he optado por denominar "nuevo boom del libro erótico", una manera casi a la desesperada de orillar a toda costa el término "literatura", a la vez que se da cabida a otros conceptos –lo confieso- simplemente… a falta de mejores acuñaciones. Pero, en el fondo, sin dejar de rumiar: ¿Nuevo? ¿Boom? ¿Literatura? ¿Erótica?
Hablar de "nuevo" y, en general, de novedades stricto sensu en ésta y en cualquier otra vertiente del ámbito literario no deja de ser, como todo el mundo sabe, una concesión a la pereza mental o, en el mejor de los casos, al oportunismo ramplón de la mercadotecnia (que, sin embargo, funciona, ¡y de qué modo!). Ni siquiera en los aspectos más específicos –libros escritos por mujeres y desde una óptica pretendidamente femenina; supuesta ruptura de la sexualidad convencional, normalización de las antes llamadas perversiones, etc.- puede hablarse con propiedad de fenómeno novedoso. Para no irnos por los cerros de Úbeda sino a referencias reconocibles por cualquiera, ahí están los éxitos en las últimas décadas de libros de estas mismas características: Delta de Venus de Anais Nin, Historia de O de Pauline Réage, Nueve semanas y media de Elizabeth McNeill, Las edades de Lulú de Almudena Grandes, La vida sexual de Catherine M. de Catherine Millet o Los cien golpes de Melissa Panarello (y repito, limitándome sólo a una muestra). Ni siquiera en el aspecto teóricamente más innovador –las nuevas tecnologías de la comunicación que propician un "sexo virtual"- cabe reconocer un salto cualitativo: baste citar un ilustre precedente de hace más de un par de décadas, Vox de Nicholson Baker.
Por lo que respecta al "boom", ¿qué se puede decir a estas alturas del uso y abuso de esta rúbrica? Desde el famoso "boom" de la literatura latinoamericana –¡medio siglo atrás!-, se ha hablado ya de tantos booms y se ha calificado de ese modo a tantas modas pasajeras y fenómenos tan triviales que el término carece de calado. Aquí, como en la esfera económica, la inflación ha devaluado la divisa y hoy en día estamos hastiados de tanto boom que se agota en cuestión de meses, si no de semanas. Estaríamos tentados de meter a Mr. Grey y a todas sus sombras en este saco de productos de rápida caducidad si no fuera porque, aun con toda su inconsistencia, nos detiene el reconocimiento de los millones de ejemplares -¿cuántos van ya: sesenta, setenta?- vendidos en todo el mundo. Los que llevamos ya varias décadas en este ámbito y sabemos como autores o editores que los libros se venden de uno en uno –y no a docenas, como los huevos, ni a centenares, como las lentejas- tenemos que ser honestos y consecuentes y quitarnos el sombrero ante eventos de estas dimensiones.
Y este reconocimiento nos lleva al siguiente punto, fuente de todos los equívocos y hontanar de casi todas las controversias: ¿estamos hablando de literatura? Si utilizamos un flexible criterio posmoderno o simplemente el célebre dictamen de Cela con respecto a la novela ("Novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título y entre paréntesis, la palabra novela"), tendríamos que admitir que una ficción impresa como la urdida por E. L. James puede acogerse a la categoría de literatura. Luego, claro está, no podríamos evitar las matizaciones –literatura de consumo, subliteratura, etc.- para afinar nuestro criterio y distinguir las obras de esta James de Henry James o de James Joyce, por más que los volúmenes de unos y otros estén lomo con lomo en nuestras estanterías. Ahora bien, desde mi punto de vista –y me voy a mojar ya hasta mancharme- constituye una simple pérdida de tiempo enjuiciar este tipo de libros en términos estrictamente literarios, como ha hecho la crítica convencional. ¿Qué sentido tiene dictaminar, por ejemplo, que los personajes son planos, el lenguaje paupérrimo, la trama inverosímil y el relato en su conjunto pueril e insustancial? ¡Pues claro! ¿Qué otra cosa cabría esperar? Pretender o solicitar excelencia en este terreno es lo mismo que la sabiduría de nuestro idioma designa como pedir peras al olmo. Debe quedar claro que estamos hablando de otra cosa, de un eficaz producto comercial por un lado y de un sugestivo fenómeno sociológico. Entiéndase bien: no se trata de quitar méritos a nada ni a nadie sino simplemente de poner las cosas en su sitio.
Este proemio –más largo de lo deseable- termina con el último concepto incluido en el título, el que hace referencia al erotismo. De él cabría decir algo no muy distinto a lo señalado en las divagaciones anteriores: en efecto, en estos tiempos en los que la llamada modernidad líquida traspasa las fronteras convenidas e impregna los ámbitos más insospechados, ¿conserva el erotismo un espacio propio? En un mundo de explicitud y de saturación de imágenes, minado por el porno rampante, ¿tiene algún contenido el término erótico? O si, como ha sucedido con frecuencia en nuestra cultura, el erotismo se concibe vinculado a una cierta transgresión, ¿queda aún margen para ésta? La pregunta no es baladí, al igual que las cuestiones anteriores no son mera retórica, porque los autores que escriben aquí y ahora saben muy bien que tienen que competir en un mundo en el que las representaciones detalladas de todo tipo de prácticas sexuales están a la orden del día y en los más diversos formatos. Adelanto ya que, en mi opinión, la clave del éxito del tipo de libros de los que estamos hablando reside precisamente en haber encontrado ese –a priori- difícilísimo nicho propio. Algunos le han llamado con acentuada displicencia mummy-porn, porno para mamis. En los párrafos que siguen trataremos de desentrañar algunas de sus claves y sondearemos algunas de sus implicaciones.

¿Por qué lo llaman sexo cuando quieren decir amor?

Apuntemos de entrada lo principal, aquello que -no por ser obvio y evidente- debe regatearse como punto de partida de cualquier reflexión: la mayoría –la inmensa mayoría- de las obras que integran el nuevo boom del libro erótico están escritas por mujeres, asumen de partida el punto de vista femenino y –esto pasa por estar al mismo nivel de certeza pero en mi opinión es mucho más discutible- están dirigidas prioritariamente a un público lector femenino. Estas tres afirmaciones contienen a su vez o conllevan una serie de planteamientos que merecen ser ponderados con cierto sosiego. Veamos, al menos, algunos de ellos.
En la práctica totalidad de los libros que he examinado la narradora es una mujer, que suele escribir en primera persona con una marcada subjetividad sus experiencias sentimentales, amorosas y sexuales, sin que se establezcan unas fronteras nítidas entre las vertientes aludidas. Este matiz es importante en mi opinión porque no se trata tan sólo de lo más obvio, que es la mujer quien habla (o escribe, en este caso), quien cuenta sus sensaciones, quien explicita sus objetivos o quien señala las expectativas sino que, además de todo eso, asume un punto de vista tópicamente femenino. ¿Y esto qué demonios significa? No se pongan en guardia esperando disquisiciones sesudas o, al menos, ciertas sutilezas porque aquí no hay nada sutil ni consideraciones de enjundia. Podría decirse más bien que todo es lo que parece. Me explicaré ateniéndome a los hechos, es decir, haciendo una breve sinopsis de las narraciones a las que me estoy refiriendo.
Anastasia Steele –Ana en la intimidad- es una jovencita que aún no se ha graduado en Literatura, que aspira a trabajar como becaria, que se ve a si misma como patosa y se reconoce inexperta en todo. Baste decir con respecto a lo que aquí importa que se trata de una chica virgen que -¡oh, caprichos del destino!- conoce casualmente a un hombre guapo, rico y todopoderoso como Grey, el magnate Christian Grey, de Grey Enterprises Holdings Inc., como firma los abundantísimos mensajes que se intercambia con Ana. No es ya que Grey sea el príncipe azul –que lo es sobradamente y en todos los aspectos: también en ése que está usted pensando- sino que la distancia desde cualquier punto de vista con la pobre Ana es sideral, hasta el punto de que convierte literalmente en inverosímil que un hombre como él se enamore de verdad de una chica como ella. ¡Claro que si de lo que se trata es de creer en los milagros o en los cuentos de hadas, allá cada cual!
En la trilogía Crossfire –en muchos aspectos, clónica de la anterior- la narradora, Eva Tramell, una chica normalita, queda prendada de "Gideon Cross, de Cross Industries, quien, a la ridícula edad de veintiocho años, era uno de los veinticinco hombres más ricos del mundo". Por otro lado, y como quien no quiere la cosa, "el hombre más sexy del planeta". Total, puestos a pedir y a soñar, ¿para qué quedarse cortos? No es de extrañar así que uno de los volúmenes de la trilogía se titule Reflejada en ti. El título es tan explícito que ahorra más líneas de glosa.
La tendencia es tan fuerte y tan patente que una breve narración titulada ¿Dormimos juntos?, de Andrea Hoyos, que pretende ser explícitamente la antítesis de las Cincuenta sombras ("yo en su libro no me reconozco, ni a mí ni a nadie, y tampoco encuentro piel ni literatura. No encuentro vida") resulta que -¡oh, las coincidencias!- está escrita desde la perspectiva de una joven que en un principio también es becaria y conoce al presidente "de una gran agencia de publicidad, la que sería "la" agencia de publicidad si no fuera porque ahora todas pertenecen al mismo gran grupo. GGP". El presidente en cuestión, Borja, no es sólo un tipo rico, poderoso y sobrado, no. Es atractivo, alto, se cuida y "siempre parece recién salido de la ducha: huele siempre bien y apetece tocarle sólo para que te contagie su limpieza y su frescura". En fin, que hasta la más renuente puede sentir la tentación de probar al tal Borja, aunque aquí la fantasía cederá terreno a una realidad más pedestre, como luego diremos.
En fin, para no abusar de la paciencia del lector tanto como hacen estas autoras con los suyos, me limitaré a consignar un caso más, el Rodrigo que protagoniza Pecados que cometimos en cinco islas de Carmela Díaz. (Por cierto, si él es Rodrigo, ella se llama Jimena, por si cogen la indirecta). Una vez más le dejo la palabra a la escritora en la descripción de su hombre (aunque más debería decir superhombre): "Columnista, articulista, tertuliano, conferenciante, presentador, entrevistado y entrevistador, blogger, tuitero, colaborador imprescindible en radio, prensa, televisión, digitales… Domina los medios, y su lengua, tan viperina como audaz, provoca terremotos causados unas veces por verdades como puños y otras, por dardos envenenados. Para mí, un fenómeno." ¿Ya está? ¡Qué va!: la chica queda seducida por su magnetismo varonil en la primera cita. Bien es verdad que ya iba predispuesta: "Suponía que se me caería la baba con su conocimiento y sabiduría. Conocía, porque me apasiona escucharle, de su embaucador tono y timbre de voz". Pero en la distancia corta Rodrigo es todavía mejor: "Lo que ignoraba, porque eso solo se descubre frente a frente, es que acabaría siendo hipnotizada y besada por una mirada: directa, profunda, intensa, demoledora. Desafiante y decidida. Y si mientras te está clavando esos ojos, te habla con dulzura, cuidando la entonación, controlando el tiempo, confesándote parte de sus sueños, sentimientos, miedos y emociones, te quedas indefensa". Y no es que la chica sea subjetiva, no, porque en la parte final del relato se nos informa que el mundo entero se ha rendido a los encantos de Rodrigo, que resulta galardonado nada menos que con el Nobel de Literatura. ¡Ahí queda eso!
Estas y otras especificaciones del mismo jaez que, como ya he dicho, ahorro al lector, permiten establecer un retrato robot del hombre ideal según estas narraciones eróticas. Se trataría de un varón ni demasiado joven ni excesivamente maduro –para que aúne experiencia y vigor: pongamos que entre treinta y cincuenta años-, alto, bien parecido, no necesariamente guapo en el sentido convencional pero sí muy sexy, atlético y musculoso (nada de tripita, claro está)…, es decir, unas cualidades físicas de manual que se verían potenciadas por un look a un tiempo cuidado e informal, en el que el aseo y la fragancia constituirían elementos esenciales. La apariencia física –junto a lo ya dicho resulta fundamental saber vestir según el momento, desde el traje elegante al casual de los jeans ceñidos y la camiseta realzando el fornido pecho- sería el trasunto de un carácter fuerte, seguro, dominante, impulsivo… y se correspondería a un estatus de poder y riqueza. En muchos casos, no un cierto dominio o una posición acomodada, sino poder y riqueza en grado superlativo. En esto, como en tantas otras cosas, el Grey que confiesa ganar "unos cien mil dólares a la hora" constituye el paradigma.
Déjenme añadir dos o tres pinceladas más para perfilar el retrato robot. El hombre ideal es mundano, sabe moverse en los más diversos ambientes, entiende de coches, vinos y delicatessen, sabe gozar de la vida en una palabra. Él es siempre quien decide, él da las sorpresas, él tiene a gala ser un poco chulesco (y a ellas les gusta), él mantiene siempre el control (que sólo perderá cuando la fémina consiga acceder a las fibras más secretas de su ser). Y, en fin, por último no tengo más remedio que consignar –dado que no puede olvidarse que estamos hablando de narraciones eróticas- el aspecto más íntimo, un aspecto que –como inevitable tributo a los tiempos que corren- las escritoras no dejan a la imaginación de sus lectores. Como podrán suponer, la madre naturaleza ha dotado a este hombre ideal de unos atributos mucho más que dignos para cumplir las funciones que antaño se consideraban sólo reproductivas y que hoy se han diversificado en multitud de prácticas más sugestivas, lúdicas o placenteras. Me limito por tanto a dejar constancia de que en todos los libros examinados las autoras dedican un considerable espacio a describir con minuciosidad cómo es y qué puede hacerse con esa parte de la anatomía masculina.
Lo que nos importa ahora destacar es que ellas –las protagonistas, las narradoras- contemplan este tipo de hombres alzando la mirada, es decir de abajo arriba. No los miran, los admiran y, lo que es más revelador, no pretenden en ningún momento ocultar esa admiración. Al contrario, la confiesan abiertamente pues eso les permite admirarse ellas mismas de haber conseguido rozar en alguna medida el corazoncito de ese ser superior. La cuestión resulta esencial para explicar y entender algunas cosas que vendrán después. Por lo pronto, la propia relación de pareja que se establece a partir de esas premisas. La desigualdad de partida es tan grande que condiciona inevitablemente todas las facetas de la mencionada relación, empezando, claro está, por unas expectativas sentimentales claramente descompensadas y siguiendo por unas experiencias sexuales que resultan viciadas desde la propia base.
Detengámonos en este último punto y planteémoslo sin tapujos: ¿es sexo lo que ellas buscan y piden a este hombre idealizado? Eso indican las apariencias. De hecho, probablemente no estaríamos escribiendo este artículo si no fuera porque aparentemente se ha desatado un boom de libros eróticos escritos por mujeres, que admiten francamente que disfrutan con el sexo y con una variada gama de prácticas sexuales hasta hace poco inconfesables para la gente bien. De ahí, como apuntamos antes, las etiquetas de porno romántico, porno para mamás, sexo de mesa camilla, etc. Ya no es sexo con la luz apagada o sexo sugerido, sino sexo a plena luz, completamente explícito, con un lenguaje desinhibido que describe los actos íntimos con todos los detalles, tanto objetivos como subjetivos. Se trataría de un cambio social y de mentalidades paralelo a la proliferación de sex-shops de diseño en los centros urbanos y a las reuniones tuppersex.
Una disposición menos complaciente o conformista llevaría a poner en cuestión esa hipótesis a partir de indicios reveladores de una realidad más compleja. Es significativa por ejemplo la idealización de ambientes, situaciones y personajes hasta el punto de que en algunos casos parece que estamos ante una puesta al día de la vieja trama romántica o, peor aún, de los cuentos de hadas, desempeñando en este contexto la ya aludida sublimación del caballero un remedo del papel del príncipe azul. Hay que reconocer que el príncipe tiene sombras –hasta cincuenta tiene el propio Grey- pero ¿qué mortal está libre de defectos? Además, las sombras son indispensables para el conflicto, pues entre chica-conoce-chico y el happy end debe interponerse algo que permita escribir unos gruesos –y todo hay que decirlo- reiterativos volúmenes de encuentros y desencuentros. También debe reconocerse que los relatos eróticos anti-Grey se distinguen precisamente por la renuncia al final feliz, como si ese mero tributo les redimiera de una similar tergiversación de la realidad. Tal es el caso de las antes citadas ¿Dormimos juntos? y Pecados que cometimos en cinco islas.
Si mantenemos esas coordenadas, estamos ya en disposición de responder a la pregunta que antes nos planteábamos acerca de qué buscan estas mujeres en esos hombres superiores. ¿Sexo? En parte, sí, ¿por qué no? A estas alturas la mujer "normal" no tiene qué esconder nada ni avergonzarse de nada. Sí, lo dice abiertamente, disfruta con el sexo y con unas prácticas sexuales que hasta hace poco se asociaban con "otro tipo" de mujeres. La continuidad entre erotismo y pornografía desemboca de un modo natural en la difuminación de fronteras en otros campos: lo normal se diluye, la transgresión apenas se reconoce como tal, las antiguas perversiones son ahora "otras" prácticas. Ya no hay tabúes, todo vale, con tal de que haya libre consentimiento.
Pero lo curioso es que este discurso no lo elabora la mujer sino que se pone en la mente y en la boca del varón. Lo que ellas hacen es aceptar con más o menos resistencias o, si se prefiere, con más o menos entusiasmo, una teoría que les llega de fuera y, lo que es más importante, una praxis que les es impuesta por el partenaire masculino. Y aquí es donde operan de modo decisivo los sentimientos, siempre desde la óptica femenina: si para conquistar y conservar un varón tan excelso una tiene que prestarse a ciertas cosas, ¡qué diantres!, ¡habrá que hacerlo! Lo esencial es no perder la perspectiva: el sexo es importante, pero es el amor lo que verdaderamente importa. Una de las novelas que aquí consideramos, la de Megan Maxwell, se titula Pídeme lo que quieras. Y en efecto, él le pide que realice todas sus fantasías. Y ella le complace en todo. A cambio, ella sólo le pide una cosa: amor. En El límite del placer, de Eve Berlin, toda una inmersión en el bondage y en sexo pretendidamente anticonvencional termina de la manera más convencional que se pueda imaginar, con ambos protagonistas rendida y convencionalmente enamorados: "Él la besó (…) Era alucinante. Precioso. Auténtico. El amor era la llave. El amor era la fuerza que siempre había temido no tener. Ya no debía tener miedo. El amor la mantendría más a salvo que nada en el mundo. Alec la mantendría a salvo (…) Segura. Amada. Por fin". En Reflejada en ti, de Sylvia Day, la chica confiesa que haría cualquier cosa por conseguir de él unas migajas de amor: "Aun a sabiendas que has estado con ella, quiero arrastrarme de rodillas ante ti y suplicarte que me des las sobras. Una caricia. Un beso. Una palabra tierna. Has hecho que me vuelva así de débil".

Las esclavas felices

Hemos orillado cuidadosamente hasta ahora el aspecto que más ha dado que hablar y -¿por qué no reconocerlo?- más morbo ha alimentado, hasta el punto de ser la principal causa del éxito de esta hornada erótica. No descubrimos ningún secreto, porque ya se han encargado nuestras autoras y sus publicistas de advertirnos desde el principio de qué va la cosa. En buena parte de estos libros no hace falta avanzar muchas páginas para adivinar los caprichos sexuales varoniles. Con curiosidad, dudas o cierta resistencia, la dama se encontrará transportada a un escenario -el dormitorio o un cuarto preparado ad hoc- adornado de ataduras, esposas, fustas, látigos, cuero, mordazas, cadenas, collares…, es decir, toda la parafernalia del bondage o, por hablar en los términos clásicos, sadomasoquismo. Más allá del ámbito estrictamente doméstico, las prácticas de sexo con dolor y sometimiento se prolongan en clubes o mansiones elegantes, con ritos y ceremonias con múltiples miembros –desde tríos improvisados u organizados a orgías más o menos sofisticadas-, con toda la variedad imaginable de prácticas sexuales. En principio todo es siempre bajo consentimiento, aunque la dinámica del juego lleva inevitablemente a severas imposiciones y castigos lacerantes.
Y bien, ¿qué hay de nuevo en todo ello? Esencialmente, nada. Pero hay dos matices relevantes: el primero, la absoluta "normalización" –como antes decíamos- de prácticas consideradas marginales. Ahora son simples juegos y quienes juegan a ellos son personas que han dejado muy atrás los picores adolescentes, completamente integradas en su entorno, formales y responsables en sus profesiones, quizás con hijos pequeños o familiares a su cargo. Personas de orden, vamos, por decirlo al modo clásico. El segundo matiz es todavía más determinante para nuestro análisis pues algo ya trillado –que estos libros están escritos por mujeres- adquiere un valor añadido, algo que estos relatos no tendrían de estar urdidos por mentes masculinas. Dicho sin ambages, se da por descontado que el dominante halle satisfacción en su poder (y lo justifique y lo defienda), pero está lejos de ser evidente que el sometido (mejor dicho, la sumisa, porque siempre es ella) admita esa situación y, mucho menos, sus argumentos.
Vivimos en una sociedad en la que la mujer es libre y legalmente igual al hombre, pero que sigue luchando por equiparar realmente, en la práctica cotidiana y en las más diversas esferas –laboral, política, familiar, etc.- los roles masculinos y femeninos. En estas circunstancias resulta cuando menos chocante que en estas fantasías la mujer renuncie voluntariamente a su libertad y se rinda al hombre bajo un explícito contrato de sumisión. No conviene sacar las cosas de quicio, naturalmente, pues estamos hablando sólo de elucubraciones, fantasías, juegos… Pero los juegos pueden decir mucho de quienes se aprestan a entrar en ellos y seguir sus reglas.
Y, sospechosamente, estas reglas (y sus correspondientes pautas de conducta) se asemejan mucho a la más añeja distribución de papeles entre los sexos. Tras la epidermis de la transgresión –por otra parte hoy en almoneda- late como mínimo una obvia desigualdad cuyas consecuencias no son difíciles de calibrar para todo aquel que se resista al embeleco. En estos relatos, de manera sistemática, él decide y ella asiente. Él es dominante y ella sumisa. Él es rico y poderoso y ella queda deslumbrada por él. Si Cenicienta, después del final del cuento tradicional, se retirara a su alcoba con el príncipe, ¿qué pasaría? Pues naturalmente que él sería activo y ella pasiva. ¿Y si él tuviera –digamos- otros caprichos? Pues él haría de amo y ella de esclava. Él la ataría y ella quedaría a su merced para que le hiciese lo que desease. Y ella se dejaría hacer, primero con sorpresa, luego con paciencia, finalmente con dolor. En el juego sadomasoquista, él sistemáticamente haría de sádico y ella de masoquista.
Pero -¡ay!- la masoquista también disfruta. Disfruta con lo suyo, es decir, con el sometimiento, la humillación, el castigo, el insulto, las imposiciones, las mordeduras, los pellizcos, los azotes en el trasero hasta dejarlo enrojecido… y no sigo para no dar más pistas, pero todo esto y mucho más forma parte del ritual erótico. En casi todos los relatos –no en todos, a decir verdad- es ella misma, la sumisa, quien tras unos titubeos iniciales admite que entra en un mundo nuevo, con una exacerbación de los sentidos y unas sensaciones insólitas que le terminan llevando primero a un clímax y luego a unos éxtasis que, no por repetitivos, dejan de ser menos portentosos.
Bueno, dirá usted, sobre todo si no ha leído ninguno de estos libros y si, como supongo, se considera una persona abierta y tolerante, ¡allá cada cual con sus gustos! Bien, admitamos que cada cual puede practicar en su intimidad o en su ámbito privado lo que le venga en gana. Pero hurtaríamos al debate un detalle esencial si no reveláramos la perspectiva desde la que se presenta el proceso: quien relata en primera persona su ¿ascenso?-¿descenso? al universo sadomasoquista no es un alma torturada que busca nuestra comprensión sino una chica normal y corriente, liberada, alegre, una mujer de su tiempo, culta, moderna, profesional. Una mujer joven, en suma, que cifra su ideal en una relación de igual a igual con el varón pero que descubre -¡cielos!- que está hecha para ser dominada. Por el hombre, por supuesto.
Dicho así parece que estemos tergiversando o llevando el agua a nuestro molino. Lo cierto es que ese planteamiento aparece tal cual en algunas de las obras que aquí consideramos. El caso más flagrante es el de La sumisa insumisa, título que ya de por sí hace ociosa toda exégesis en cuanto a su contenido, pero que descubre casi de modo indecente ese matiz de potrillo que se resiste a la doma que tanto atrae a los hombres que se aprestan a disciplinar a sus amantes (por el bien de éstas, claro, aunque ellas no lo sepan o luego les cueste admitirlo). Aunque, para que todo sea dicho, la verdad es que terminan reconociéndolo, aunque sea a regañadientes. Reconociendo incluso el placer que les provoca ser sometidas por el varón, bien por la fuerza de la mirada, bien –sin tantas contemplaciones- por la mera fuerza física. En El límite del placer, la chica se cree una top (dominante), pero el hombre advierte al primer vistazo –le dice literalmente "lo vi en cuanto te miré"- que, lejos de ello, se trata de una bottom (sumisa) y la reta a demostrárselo. Ella muestra una tibia resistencia ("Si resulta que no puedes someterme, como te crees…"), pero él es seguro, contundente, avasallador, irresistible: "Lo haré. Aunque prefiero hablar de domar". Imaginen quien gana.
Hay dos aspectos entrelazados en este sometimiento femenino. El que más ha llamado la atención porque es el más evidente y aparatoso es el puramente sexual. En casi todos estos relatos las chicas son atadas y amordazadas, azotadas y golpeadas, humilladas y penetradas contra su voluntad. En más de un caso –Cincuenta sombras, La sumisa insumisa- sus cuerpos quedan con marcas o cicatrices que requieren cuidados especiales. Cuando no hay látigos o castigos, el hombre fuerza a la chica a mantener relaciones sexuales con otros hombres y mujeres en su presencia (Pídeme lo que quieras). Sea como fuere, la sensación dominante es que la experiencia merece la pena (repito, siempre desde la perspectiva de ellas). Por esta vía tortuosa se termina apuntalando la ancestral convicción machista acerca del "no" femenino. O sea, que el "no" significa "sí, si insistes".
La excepción más clara a esta regla es la que se contiene en Pecados que cometimos en cinco islas, cuando la chica juega con él a invertir los papeles y le pone atado, desnudo, a cuatro patas y con el trasero indefenso ante un joven negro bien dotado. No me resisto a transcribir sus palabras por lo que tienen de reveladoras en este contexto. Ella le dice: "Esta noche he actuado como un hombre. Como cientos de hombres cada día a lo largo y ancho del mundo entero. Como cualquier hijo de puta cruel y despiadado que inmoviliza por la fuerza y contra su voluntad a una mujer, aprovechando su supremacía física. Que la humilla, la veja y la fuerza sexualmente. He visto en tus ojos el pavor y la angustia que siente una mujer, una adolescente o una niña cuando está siendo violada".
El otro aspecto antes anunciado puede quedar en un segundo plano por la aparatosidad del bondage y las prácticas anejas, pero en el fondo y a la larga resulta más determinante en el bosquejo de estas relaciones desiguales. Se trata sencillamente de que en todos estos casos, más allá de cómo se viva la sexualidad, quien manda es el hombre (y entiéndase mandar en la acepción más amplia posible). Podría decirse también, desde la orilla opuesta, que la mujer se supedita en todo al varón. La formulación, siendo válida, se queda corta porque el rol femenino no sólo implica obediencia o sometimiento sino algo más profundo. En todos estos relatos –incluso los que describen una sexualidad más convencional, como No me mires así de Noé Casado- la mujer renuncia a ser ella misma y decidir por sí misma, y sólo se reconoce en los deseos y aspiraciones del hombre. Así se confiesa explícitamente en multitud de ocasiones. Una de las ediciones españolas de Historia de O lleva un prólogo de Jean Paulhan titulado "La dicha en la esclavitud". Como melómano no he podido evitar el recuerdo de Juan Crisóstomo de Arriaga: Los esclavos felices. ¿Habría que cambiarle el género?
Algunos sociólogos –entre ellos, el mediático Steven Pinker- sostienen que la representación ritual de la violencia es un modo eficaz de exorcizar a la misma en la realidad. La teatralización de sometimientos, torturas y violaciones vendría a ser de este modo la prueba palpable de que tales acciones han dejado de ser un peligro en la sociedad en que vivimos. Sería algo parecido a lo que sucede con las competiciones deportivas respecto a las confrontaciones bélicas. También podría ampliarse el paralelismo a las funciones que realiza la televisión, internet o los juegos y ficciones en general: a pesar de lo que a primera vista pueda parecer, esas dosis masivas de violencia virtual o imaginaria constituyen el gran éxito de la civilización, es decir, la progresiva renuncia al empleo de la violencia en la vida cotidiana. En este sentido, por volver al asunto que nos atañe, Arcadi Espada ha llegado a escribir que "la publicación de un libro como el de Grey es una prueba feliz de cómo la violencia va retrocediendo" ("Rosa látex", El Mundo, 22-12-2012).
No sé si esa hipótesis es sólo un deseo o la sincera expresión de un optimismo antropológico que no me termina de convencer. Reconozco en las aseveraciones anteriores unos argumentos sólidos y una base empírica estimable, pero las conclusiones me parecen precipitadas. Sobre todo si se formulan con tanta contundencia y reduccionismo, sin atender a otros datos, matices o tendencias que pueden interpretarse en sentido contrapuesto. No sé si peco de incredulidad o pesimismo, pero veo la relación entre la realidad y su representación ritual más compleja de lo que esas proposiciones establecen. O, dicho de otra manera, que la frontera entre una y otra es más porosa de lo que parece. Que la ficción imita la realidad es algo sabido, pero lo contrario también es cierto. Por si fuera poco, en estos tiempos de realidad virtual las distinciones tradicionales se han volatilizado. Con todo, la violencia sexual de esas ficciones no me parece tan relevante como el punto de vista que hace de esa violencia algo querido por la mujer. Esta manipulación insidiosa se refuerza fácilmente al inscribirse, como hemos señalado, en ese contexto más amplio de reforzamiento de los roles tradicionales. Mr. Grey y todos sus clónicos no tienen entidad para que nos los tomemos en serio, pero no deja de ser un punto cargante a estas alturas que se empeñen en vendernos como moderno un producto cuya fecha de caducidad expiró hace más de un siglo.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Algunas obras del "boom":
-Berlin, Eve: El límite (trilogía)), El límite del placer, El límite del deseo, El límite de la tentación. Terciopelo.
-Bloome, Indigo: Avalon (trilogía): Destinada a gozar, Destinada a sentir, Destinada a volar, La Esfera de los libros.
-Casado, Noé: Treinta noches con Olivia, Esencia. No me mires así, Editora Digital. A contracorriente, Terciopelo.
-Day, Sylvia: Crossfire (trilogía): No te escondo nada, Reflejada en ti, Atada a ti. Espasa.
-Díaz, Carmela: Pecados que cometimos en cinco islas, Tagus.
-Grey, Sasha: La sociedad Juliette, Grijalbo.
-Hoyos, Andrea: ¿Dormimos juntos?, Amazon.
-James, E. L.: Cincuenta sombras (trilogía): Cincuenta sombras de Grey, Cincuenta sombras más oscuras, Cincuenta sombras liberadas, Grijalbo.
-Kenner, Julie: Desátame, Grijalbo.
-Maxwell, Megan: Pídeme lo que quieras (trilogía): Pídeme lo que quieras; Pídeme lo que quieras, ahora y siempre; Pídeme lo que quieras, o déjame, Planeta.
-Peñasco, Rosa: La sumisa insumisa, Suma.

Otros libros citados:
-Baker, Nicholson: Vox, Alfaguara.
-Grandes, Almudena: Las edades de Lulú, Tusquets.
-Millet, Catherine: La vida sexual de Catherine M., Anagrama.
-Nin, Anais: Delta de Venus, Bruguera.
-McNeill, Elizabeth: Nueve semanas y media, Tusquets.
-Panarello, Melissa: Los cien golpes, Poliedro.
-Réage, Pauline: Historia de O, Tusquets.

Artículos periodísticos y análisis críticos:
-Abella, Anna: "El erotismo se convierte en 'best-seller', El Periódico, Barcelona, 4 de junio de 2012.
-Alvarado, Esther: "Nacidos a la sombra de Grey", El Mundo, 24 de febrero de 2013.
-Espada, Arcadi: "Rosa látex", El Mundo, 22 de diciembre de 2012.
-Mañana, Carmen: "Receta para cocinar un ‘best seller’ porno", El País, Madrid 11 de septiembre de 2012.
-Martín Rodrigo, Inés: "Las novelas eróticas azotan el mercado", ABC, Madrid, 27 de noviembre de 2012.
-Posadas, Carmen: "(A)sombros de Grey", ABC, 29 de enero de 2013.
-Quelart, Raquel: "Desmontando el mito de 'Cincuenta Sombras', La Vanguardia, Barcelona, 28 de septiembre de 2012.
-Rodríguez Rivero, Manuel: "Orgasmos vendidos y leídos", El País, Madrid, 10 de julio de 2012.
-Rodríguez Rivero, Manuel: "Vacaciones BDSM en playa o montaña", El País, Madrid, 4 de agosto de 2012.
-Sandri, Piergiorgio M.: "El clímax de la novela erótica femenina", La Vanguardia, Barcelona, 2 de noviembre de 2012.
-Schifino, Martín: "Calentamiento global", Revista de libros on line,
http://www.revistadelibros.com/articulos/el-otro-calentamiento-global
-V. I.: "La novela erótica (casi pornográfica) que devoran las mujeres", La Razón, Madrid, 12 de marzo de 2012.

*Rafael Núñez Florencio, filósofo e historiador, así como escritor, crítico y editor, es autor de numerosas obras sobre historia contemporánea mundial y de España, en especial sobre los aspectos sociales, políticos, ideológicos y culturales, desde el terrorismo anarquista al militarismo, pasando por la crisis del 98, la visión foránea de España o la construcción nacional del paisaje. Su última publicación se titula El peso del pesimismo (Marcial Pons, Madrid, 2010).

miércoles, 5 de febrero de 2014

Europa en ruinas


Europa en ruinas. Relatos de testigos oculares de los años 1944 a 1948. Hans Magnus Enzensberger. Traducción de Begoña Llovet. Capitán Swing, Madrid, 2013. 392 pp.
RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO
El Cultural, 31-1-2014, p. 20.
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/34070/Europa_en_ruinas
Nadie osa poner en cuestión que Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, 1929) es no solo uno de los grandes escritores alemanes de nuestra época, sino uno de los más destacados intelectuales europeos del tiempo presente. Polifacético, inquieto, políglota, traductor, responsable editorial de múltiples iniciativas culturales, impulsor de variopintos proyectos literarios, poeta, novelista, autor teatral y ensayista político, la hiperactividad de Enzensberger se despliega de modo sorprendente y casi siempre original en los más variados campos del conocimiento a lo largo de más de medio siglo. No en vano su obra y su figura se han ganado un respeto casi unánime a lo largo y ancho del Viejo Continente, como atestiguan los prestigiosos premios obtenidos en los más diversos países europeos. Entre ellos, en España, donde se le concedió en 2002 el “Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades”, aparte de otros reconocimientos menores en estos últimos años. Por cierto, conviene subrayar que nuestro autor, aparte de hablar español y ser gran conocedor de la historia española, es un apasionado defensor de nuestra cultura, a la que ha dedicado luminosos ensayos.
En el libro que ahora nos ocupa, sin embargo, la autoría de Enzensberger pasa, si así puede decirse, a un segundo plano. Se limita a un breve prólogo de unas veinte páginas y, por encima de todo, a una labor de recopilación y ordenación de materiales ajenos, concretamente los informes y reportajes que elaboraron diversos periodistas o escritores que, siguiendo los pasos de las fuerzas aliadas, asistieron de forma directa a la “liberación” del continente europeo pero, sobre todo, contemplaron horrorizados el panorama de destrucción, miseria, venganza y exterminio que se adueñó de casi todas las naciones, de Italia a Hungría, de Grecia a Francia, en los terribles años del fin de la II Guerra Mundial y primera posguerra. Conviene por tanto advertir al lector incauto que, pese a que el nombre prestigioso de Enzensberger campee en la portada con un tamaño tipográfico superior al propio título, en realidad el volumen que comentamos responde más bien al subtítulo de Relatos de testigos oculares de los años 1944 a 1948, hasta el punto de que puede decirse que son ellos los responsables de estas estremecedoras páginas: reporteros y autores como Martha Gellhorn, A. J. Liebling, Norman Lewis, Janet Flanner, R. T. Pell, Edmund Wilson, Alfred Döblin, Max Frisch, Stig Dagerman y John Gunther.
Entiéndase lo anterior simplemente como un aviso que el crítico debe hacer para cumplir su papel de informar al lector. Porque, una vez expuesta esa advertencia, lo inmediato que debe consignarse es que el volumen merece la pena por sí mismo, sin necesidad de que lo respalde autoridad alguna o lo apadrine un nombre ilustre. Como se dice en las páginas iniciales, hoy día estamos acostumbrados por los medios a relacionar los reportajes más atroces con el mal llamado “Tercer Mundo”. De este modo, los pillajes, violaciones masivas, saqueos, devastaciones, hambrunas, uso sistemático de la tortura, deportaciones, ejecuciones indiscriminadas y todo tipo de sevicias e infamias las asociamos con lugares como Luanda o Beirut, El Salvador o Sri Lanka, nunca con las refinadas capitales europeas, de Atenas a Roma. Pero son precisamente estas ciudades –estas y otras muchas, como París, Frankfurt, Varsovia o Praga- las que protagonizan estas páginas. Cuando en estas capitales y en sus naciones respectivas reinaban el caos y la desolación. Y no solo en términos materiales: por supuesto aquella Europa, después de seis años de guerra devastadora, era un montón de ruinas. Pero a la ruina material había que añadirle algo todavía peor en el fondo: una absoluta bancarrota política y moral.
El panorama que se dibuja en estas páginas nos recuerda punto por punto, pincelada a pincelada, al que trazaba Keith Lowe en Continente salvaje. Europa después de la Segunda Guerra mundial (Galaxia Gutenberg, 2012), reseñada no hace mucho en estas mismas páginas, aunque esta era una obra más estructurada. Volviendo a Enzensberger, lo importante, como dice al final de su breve prólogo, es que esta Europa rica pero desnortada no pierda de vista esa otra “Europa en ruinas de la que apenas nos separan unos decenios”.