martes, 12 de abril de 2011

Nostalgia de otra vida

Como en casi toda película que merece la pena, en Mademoiselle Chambon, anodino título para una obra rebosante de sensibilidad, hay múltiples matices o, como podría decirse más pedantemente, múltiples lecturas posibles. No voy a hacer nada que se parezca a una crítica de la película que ha dirigido Stéphane Brizé, ni detenerme en bosquejar esas diversas facetas, que saltarán a la vista de cualquiera que contemple la cinta con una mínima receptividad. Quiero tan sólo resaltar un aspecto que, siendo importante, no tiene por qué ser objetivamente esencial en la construcción de la historia, pero que a mí me parece atractivo objeto de reflexión: un albañil, casado, con una familia cohesionada y una vida estable (podría decirse que moderadamente feliz), se encuentra de pronto sin quererlo ni buscarlo atraído por la maestra de su hijo, una mujer de superior cultura y modales más refinados. La música clásica -en concreto, las piezas para violín que ella ejecuta con pudor de simple aficionada- constituye el ámbito etéreo de una confluencia tan sugestiva como a la postre inviable. El hombre encuentra de ese modo que está viviendo una determinada existencia, pero que otras vidas (¿mejores, peores?) fueron (¡y son!) también posibles. En cualquiera de las opciones, la renuncia es inevitable: existir es siempre elegir y con ello renunciar a otras vidas posibles. Y así, al tiempo que se vive, se deja uno ganar también por la melancolía que genera la conciencia de todo lo que no se vive, todo lo que uno está perdiendo: nostalgia de otra vida. Otras vidas posibles -imaginadas- y sólo una vida realmente vivida.

viernes, 1 de abril de 2011

Pintar el silencio

La exposición que el Museo del Prado dedica a Chardin (1699-1779) nos induce a plantearnos una vez más las grandes cuestiones que suscita siempre la pintura realizada con genio y autenticidad. Uno estaría tentado a decir que en esos lienzos se dibuja el instante como tiempo irrealmente detenido si enseguida no cayera en la cuenta de que eso mismo sería aplicable a una inmensidad de ejecuciones pictóricas, obras maestras o no, porque lo esencial de casi todo cuadro -su misterio, en buena parte- procede de esa sensación de irrealidad que proporciona el tiempo misteriosamente suspendido. Lo que pasa es que en el caso de Chardin descubrimos un tiempo en reposo, casi podría decirse un tiempo en silencio, porque, al contrario de lo que sucede habitualmente, aquí el pintor no detiene nada porque lo que pinta ya está detenido, ingrávido, congelado... No me refiero a sus famosas naturalezas muertas -que no todas me gustan, y que no son mejores que muchos bodegones de nuestro Siglo de Oro- sino que aludo a esos cuadros que retratan escenas domésticas e interiores -La bendición, por ejemplo- que tanto recuerdan a la mejor pintura holandesa del XVII; aludo también a esas telas que muestran a niños absortos en sus juegos; o esa asombrosa Dama tomando el te, con la mirada perdida en el humo que sale de la taza, y que tanto recuerda a determinados lienzos de Veermer, como La encajera. ¿Cómo traducirlo a palabras? La expresión que se me ocurre es sencillamente que en esas tablas podemos observar con arrobo cómo se materializa el silencio.