viernes, 1 de abril de 2011

Pintar el silencio

La exposición que el Museo del Prado dedica a Chardin (1699-1779) nos induce a plantearnos una vez más las grandes cuestiones que suscita siempre la pintura realizada con genio y autenticidad. Uno estaría tentado a decir que en esos lienzos se dibuja el instante como tiempo irrealmente detenido si enseguida no cayera en la cuenta de que eso mismo sería aplicable a una inmensidad de ejecuciones pictóricas, obras maestras o no, porque lo esencial de casi todo cuadro -su misterio, en buena parte- procede de esa sensación de irrealidad que proporciona el tiempo misteriosamente suspendido. Lo que pasa es que en el caso de Chardin descubrimos un tiempo en reposo, casi podría decirse un tiempo en silencio, porque, al contrario de lo que sucede habitualmente, aquí el pintor no detiene nada porque lo que pinta ya está detenido, ingrávido, congelado... No me refiero a sus famosas naturalezas muertas -que no todas me gustan, y que no son mejores que muchos bodegones de nuestro Siglo de Oro- sino que aludo a esos cuadros que retratan escenas domésticas e interiores -La bendición, por ejemplo- que tanto recuerdan a la mejor pintura holandesa del XVII; aludo también a esas telas que muestran a niños absortos en sus juegos; o esa asombrosa Dama tomando el te, con la mirada perdida en el humo que sale de la taza, y que tanto recuerda a determinados lienzos de Veermer, como La encajera. ¿Cómo traducirlo a palabras? La expresión que se me ocurre es sencillamente que en esas tablas podemos observar con arrobo cómo se materializa el silencio.

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