miércoles, 30 de abril de 2014

El peso de la responsabilidad


El peso de la responsabilidad. Blum, Camus, Aron y el siglo XX francés. Tony Judt. Traducción de Juan Ramón Azaola. Taurus, Madrid, 2014. 288 pp.

El Cultural, 18-04-2014, p. 23.
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/34522/El_peso_de_la_responsabilidad_Blum_Camus_Aron_y_el_siglo_XX_frances

Más que un historiador, Tony Judt (Londres, 1948-N. York, 2010), ha desempeñado el papel de ensayista influyente e intelectual comprometido en esta revolucionaria era de internet en la que tan difícil resulta ejercer esos roles. Sus obras, desde Pasado imperfecto a Pensar el siglo XX, pasando por ¿Una gran ilusión?, Algo va mal y Postguerra -por citar solo las más representativas-, han gozado de una calurosa acogida no solo entre sus colegas y la crítica especializada sino entre el público en general, por su capacidad para diseccionar con rigor y claridad la complejidad del mundo contemporáneo. Cualquiera que haya leído algunas de las obras anteriores, sabe que los intelectuales y la Francia del s. XX han sido dos de sus temas recurrentes. Ambos aparecen nuevamente en este breve y peculiar ensayo.
La peculiaridad –que, en cualquier caso, no extrañará al que conozca la obra de Judt- viene dada por el singular punto de partida, una crítica descarnada de la vida pública francesa entre 1918 y 1975, “formada y deformada por tres formas de irresponsabilidad colectiva e individual que se superponían y se cruzaban”: política, moral e intelectual. En ese marco de mediocridad y cobardía destacan las figuras de tres hombres que se atrevieron a enfrentarse a sus coetáneos: Leon Blum, el “profeta desdeñado”; Albert Camus, el “moralista reticente” y Raymond Aron, el “insider periférico”. Tres hombres muy distintos pero con una cualidad en común, la de ser profundamente incómodos para sus conciudadanos.
Los tres, escribe Judt, aunque teóricamente integrados en el ambiente cultural del momento, “estaban a menudo en desacuerdo con su tiempo y su lugar”. Eran por tanto hasta cierto punto outsiders, por emplear la conceptuación del autor. Y lo que les hermana, más allá de sus ostensibles diferencias, es su “compartida cualidad de valentía moral”, su disposición para tomar partido no contra sus teóricos oponentes sino contra su propio bando. Alzaron la voz frente al conformismo político e intelectual, desafiaron el yugo de lo establecido, pagando por ello un alto precio: la soledad, la descalificación, el desprecio incluso. En este sentido, la cita de Camus con la que se abre el volumen sería de aplicación estricta a los tres: “Si existiera un partido de los que no están seguros de tener razón, yo estaría en él”. Y, como coda, no sería menos aplicable la reflexión de Aron: no se trata de elegir el bien frente al mal, sino lo preferible a lo detestable.
Todos ellos en mayor o menor medida cometieron errores. Pero supieron reconocerlos, a menudo con un gran desgaste personal, en ocasiones con riesgo y casi siempre a costa de concitar una profunda incomprensión. Era el precio de ir a contracorriente. Blum, decía Gide, nunca está seguro, siempre está indagando: demasiada inteligencia y poco carácter. Camus se enfrentaba al establishment intelectual con osadía: “¿No creéis que somos todos responsables de la ausencia de valores?” El inconformismo de Aron despertó una hostilidad indisimulada en el estamento académico e intelectual durante tres décadas. Los tres fueron anticomunistas pero, como subraya Judt, fue el modo en que lo fueron lo que les hace útiles “para la mejor comprensión del país y de su tiempo”.
No es casual que el libro esté dedicado a François Furet, porque el gran historiador francés no solo admiraba a esos tres hombres, sino que él mismo fue tratado –según Judt- de un modo no muy distinto a ellos. A su vez, el referente lejano de todos los citados sería otro gran pensador francés, Alexis de Tocqueville. Se dibuja así una línea de grandes intelectuales que, por su capacidad para desafiar las ideas y convenciones del momento que les toca vivir, brillan con luz propia, pero sufren también el resentimiento de sus próximos, son vilipendiados y, en fin, dado el servilismo imperante, no logran crear escuela: no hay escuela Furet de historia francesa, como no la hay Blum de socialismo, Camus de ética o Aron de sociología. Estos tres hombres, sostiene Judt, solo eran fieles a sus convicciones. Esa es en definitiva la razón por la que, con el tiempo, han llegado a simbolizar “lo mejor de Francia”.

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

lunes, 28 de abril de 2014

No solo miedo: las zonas grises del franquismo

NO SOLO MIEDO: LAS ZONAS GRISES DEL FRANQUISMO

Publicado en Revista de Libros:
http://www.revistadelibros.com/articulos/no-solo-miedolas-zonas-grises-del-franquismo

Miguel Ángel del Arco, Carlos Fuertes Muñoz, Claudio Hernández Burgos y Jorge Marco (eds.): No solo miedo. Actitudes políticas y opinión popular bajo la dictadura franquista (1936-1977), Comares, Granada, 2013. 240 págs.
Claudio Hernández Burgos: Franquismo a ras de suelo. Zonas grises, apoyos sociales y actitudes durante la dictadura (1936-1976), Universidad de Granada, Granada, 2013. 448 págs.

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

Hitler fue un psicópata, mucho más que un asesino, un monstruo. ¿Y Stalin? Poco más o menos lo mismo o, en la estimación de muchos, bastante peor en aspectos trascendentales, como la duración del terror y el número de víctimas . Mussolini fue un bufón ridículo, aparte de un megalómano criminal. Eso por lo que respecta a los dictadores de mediados del siglo XX. Desde otra perspectiva, aunque manteniéndonos en el mismo lapso histórico, el pueblo francés –como todo el mundo sabe- resistió gallardamente bajo la bota nazi y un considerable número de patriotas desafiaron el yugo alemán al punto de pagar esa valentía heroica con el sacrificio de la propia vida.
Son solo algunos ejemplos –bastante elementales por lo demás- de elaboración de un pasado que tranquiliza las conciencias y, hasta podría decirse, facilita la digestión de los acontecimientos incómodos y los traumas del pasado. Las sociedades concernidas -o determinadas e influyentes partes de esas colectividades, si queremos ser precisos-, acogen con fruición explicaciones que no solo las exculpan sino que en algún extremo distorsionan los hechos pretéritos para que digan lo que conviene que digan. Algunos historiadores, bastantes intelectuales, muchos políticos, una considerable porción de la prensa y otros miembros destacados del establishment se aprestan con entusiasmo a elaborar el producto que la sociedad en cuestión consume, como hemos dicho, con suma complacencia. Es verdad que esto no pasa en todas las sociedades ni en el mismo grado: por poner otro ejemplo incontrovertible, fue notorio durante mucho tiempo el contraste entre la buena conciencia francesa –se diría que más de media Francia había militado en la Resistencia- y la generalizada asunción de culpas de algunos de los vencidos en 1945, señaladamente Alemania y Japón .
No es lo mismo, sin embargo, asumir una culpa más o menos difusa que verse señalados, por ejemplo, como colaboradores activos en la consumación de un hecho atroz, como un genocidio. La publicación y, sobre todo, la masiva recepción que tuvo el libro del norteamericano Daniel Goldhagen abrió una etapa de encendidos debates sobre la participación de los alemanes corrientes en la maquinaria del Holocausto que aún llega hasta hoy y que se ha visto enriquecida con multitud de aportaciones y testimonios. Complementariamente, también terminaría por caer otro mito, el de que los sufrimientos alemanes cesaron con la caída de la dictadura nazi, el fin de la guerra y la “liberación” . El ajuste de cuentas historiográfico también le llegaría a los franceses bajo la ocupación alemana, que resultaron ser en su gran mayoría –según recientes aportaciones- menos heroicos de lo que presumían y que, más allá de ello, en una considerable proporción, dieron sobradas muestras de un indisimulado espíritu acomodaticio cuando no de actitudes francamente colaboracionistas . El examen descarnado de los hechos ha llegado a afectar a los propios judíos: según algunos autores, los supervivientes o los que se libraron de la persecución nazi no han tenido mayores reparos en instrumentalizar la Shoah para causas espurias o, como mínimo, oportunistas y sectarias .
Señalo todo lo anterior antes de entrar en el ámbito español porque aquí, en nuestros lares, ha tenido lugar un proceso que en parte guarda ciertas analogías con lo apuntado pero que presenta también rasgos específicos y muy significativos. Sobre todo en cuestión de tiempos, un detalle nada despreciable por cuanto ha supuesto que el debate historiográfico haya seguido unas pautas no coincidentes con las de la mayor parte de los países de nuestro entorno. Me explico: el modo en que se realizó la transición de la dictadura a la democracia –no ya sin revolución sino sin ruptura legal siquiera- condujo a las elites políticas, a los mass media y a los intelectuales en general a no cargar las tintas en la caracterización del antiguo régimen y sus representantes. Por supuesto que la izquierda en particular y los sectores democráticos en general abominaban del franquismo, condenaban sus métodos brutales y aspiraban a construir un sistema distinto, basado en el respeto a las libertades y la tolerancia. Pero precisamente por ello, por eso mismo, se trataba de no hacer sangre. El posibilismo, el gradualismo y la contención se dibujaban como las vías más seguras y, en todo caso, en el sentir de muchos, las únicas viables dadas las circunstancias.
El objetivo era mirar hacia delante, no hacia atrás. ¡Claro que el pasado se hacía notar como un pesado lastre, por no decir otras cosas peores! Pero no era tanto una cuestión de condenar como de superar. El silencio (relativo, dicho sea de paso) sobre ese pasado ominoso no era fruto del olvido, sino más bien todo lo contrario. El fantasma de la guerra civil gravitaba de un modo tan asfixiante sobre los artífices de la transición que estaban dispuestos casi a cualquier cosa con tal de no incidir en los mismos errores. En la estimación mayoritaria del momento la fuente de todos los errores fue la conversión del adversario o el simple discrepante en enemigo y, en consecuencia, su exclusión de la vida pública en primer término y luego de la vida sin más. La política del pacto -el consenso- surgió de esa convicción. Dos o tres décadas después, con un sistema de libertades ya asentado y con el país plenamente inserto en el contexto político europeo, las nuevas generaciones se sintieron en la obligación (moral y política) de pedir cuentas por el modo en que tuvo lugar el tránsito de régimen.
El cuestionamiento de la transición llevó a mirar el pasado anterior a ella con otros ojos. No parecía tanto una nueva valoración (al fin y al cabo el consenso no era en el fondo otra cosa que construir entre todos una alternativa al indeseado e indeseable sistema dictatorial) como un cambio de tono o una cuestión de énfasis. Bien es verdad que lo que en un principio pudo quedarse en asunto de especialistas y, a lo sumo, de matices o perspectivas, se convirtió pronto, en un ambiente político enconado, en una actitud cualitativamente distinta que afectaba tanto a la consideración del pasado como a la (des)estimación misma de la democracia española. La historia se convertía así en un arma arrojadiza en la controversia política. Una específica rememoración del pasado (que pronto fue conocida como “memoria histórica”) resultó ser un recurso muy eficaz para deslegitimar a determinados partidos o sectores. Más que un dictador a secas, Franco era un fascista solo comparable a Hitler y Mussolini. En términos militares, lisa y llanamente un criminal de guerra. Se extendió la especie –incluso en obras académicas- de que prolongó artificialmente la guerra para ejecutar una limpieza sistemática de la población civil . Era por tanto un genocida. La guerra y la represión subsiguiente constituían el holocausto español, no como metáfora, sino como espejo de la realidad . El régimen que fundó se mantuvo por consiguiente gracias al empleo sistemático del terror: juicios sumarísimos, ejecuciones, torturas, cárceles, campos de concentración, política de exterminio …
Esta interpretación, pronto hegemónica en el ámbito universitario, ha venido siendo contestada por una serie de autores y obras que, sin discutir lo esencial –la naturaleza represiva del franquismo, el uso sistemático de la violencia en todos los órdenes, etc.- han querido introducir algunos factores que conforman un escenario más complejo. Por ejemplo, empezando por la misma guerra civil, que Franco no fue un general incompetente y cobarde que triunfó tan solo gracias a la ayuda germano-italiana . O que la represión franquista, incluso en la primera hora, siendo como fue despiadada y atroz, no tuvo los caracteres de exterminio masivo que algunos le atribuyen . La importancia de las obras que aquí consideramos reside precisamente en que no siendo exactamente pioneras, sí parecen consolidar el giro que se está produciendo en la historia académica en el sentido antedicho. Sin que ello suponga que el péndulo tenga que llegar al otro extremo. Por decirlo con las certeras palabras de un buen conocedor del tema, Ismael Saz, el investigador -con los datos en la mano- no tiene más remedio que asumir que “una dictadura no se sostiene únicamente por el miedo y la represión”. No solo miedo es precisamente el título de la obra en la que se deslizan esas apreciaciones. Ahora bien, sigue diciendo Saz, afirmar “que no fue solo el miedo quiere decir exactamente eso, que no fue solo eso, pero no niega que también fuese eso” (pág. 224).
En efecto, no solo miedo, viene a ser lo mismo que decir no solo represión, no solo terror. También se podría expresar de otra manera: un régimen difícilmente se sostiene casi cuatro décadas con la resuelta oposición de la sociedad que lo sufre. Eso significa en el mejor de los casos, que solo una parte reducida -por no decir directamente pequeña- de la población estaba dispuesta a desafiar al poder con una oposición activa. Eso significa igualmente que otra parte del país, obviamente mucho más extensa, tuvo una actitud más o menos pasiva que se movió en una zona gris entre la resignación, el desentendimiento y, si acaso, la colaboración puntual. Y no hay que olvidar por último a esa porción de la sociedad española que, sin tener grandes convicciones doctrinales o políticas, se avino a formar parte del entramado institucional de una manera más o menos circunstancial u oportunista, aunque fuera en los niveles más modestos, como concejales, alcaldes de pequeñas poblaciones, delegados, representantes sindicales, etc. Frente a un cuadro de perfiles definidos en blancos y negros –verdugos y oprimidos- se postula aquí, en estos libros, un panorama sustancialmente distinto, caracterizado por la preponderancia de zonas grises, es decir, amplias capas de la población que no se distinguían por su adhesión al régimen pero que se acomodaron a él de mejor o peor gana. Junto con “no solo miedo”, “zonas grises” constituye la caracterización de la sociedad española bajo el franquismo que más se repite en estas obras (y una de ellas lo proclama abiertamente desde la misma portada).
El volumen que lleva por título No solo miedo es una obra colectiva en la que intervienen quince profesores universitarios con artículos muy diversos –como suele ser usual en estos proyectos- que abarcan en su conjunto todo el período franquista (e incluso un pequeño lapso de la transición), aunque la mayor parte de ellos aborda temas muy concretos con delimitaciones cronológicas no menos precisas. Globalmente, el subtítulo define bien el contenido de la obra: “Actitudes políticas y opinión popular bajo la dictadura franquista (1936-1977)”. Aquí encontramos de todo, desde contribuciones precisas y sugerentes hasta artículos correctos que no dicen apenas nada nuevo porque simplemente recalan en lo obvio. En la aportación que abre el volumen, Francisco Cobo sitúa el problema en la perspectiva internacional, con un somero análisis de la bibliografía que ha ido apareciendo en los últimos años acerca de “los apoyos sociales prestados al fascismo italiano y al nazismo”. Luego, en la primera parte (desde mi punto de vista, la más interesante), bajo el epígrafe de “Desde la noche de los tiempos”, se desbrozan las diversas actitudes –desde la colaboración a la resistencia, pasando por toda la gama intermedia de matices- de los españoles bajo la guerra civil y el primer franquismo. El primer trabajo que aquí aparece lo firma Claudio Hernández Burgos, el autor del segundo libro que comentamos en esta reseña. Su título, “Mucho más que egoísmo y miedo”, nos pone claramente en la pista de lo que trata: las heterogéneas razones y actitudes de los españoles que lucharon en uno y otro bando durante la guerra civil. No es cuestión que obviamente pueda resolverse en una docena de páginas, pero sus apuntes son perspicaces y ponderados.
Otro tanto podría decirse de la contribución que firma Carlos Gil Andrés sobre las diversas formas que adquirió la “colaboración ciudadana en la gran represión”, un “fenómeno complejo” en el que tuvieron cabida desde los enragés fanáticos y vengativos (o directamente sádicos) hasta –en el extremo opuesto- los intercesores que se jugaron la vida por proteger a determinadas personas. Es interesante también el ensayo de Miguel Ángel del Arco sobre las cruces de los caídos como “instrumento nacionalizador en la cultura de la victoria”. Los dos últimos artículos de esta primera parte se refieren respectivamente a los “cuadros locales de la dictadura” (o, en otras palabras, las bases sociales del régimen) y, en el extremo opuesto, las resistencias populares al franquismo, entendidas no como levantamientos ni como oposición frontal, sino como “estrategias” que, sobre todo en las zonas rurales, trataban de “mantener una valiosa distancia con respecto a las representaciones que el Estado franquista intentaba imponer en su labor de represión social y psicológica” (pág. 107).
La segunda parte contiene otros siete artículos heterogéneos, todos ellos encuadrados en la siguiente etapa cronológica -las décadas de los sesenta y setenta: desarrollismo franquista y primera transición-, una época en la que la política rígida de represión es sustituida por formas de control relativamente más sofisticadas en el contexto del nuevo marco de crecimiento económico, atenuación del aislamiento internacional y paulatinas transformaciones sociales. A propósito, se desliza aquí un lapsus llamativo, porque el epígrafe que engloba todo ello según el índice y el titular de la pág. 109 es “Nuevos rumbos, nuevos actores”, cuando en realidad querría decir, según se razona en la introducción, “Viejos rumbos, nuevos actores”, porque lo que se trata de mostrar es que “bajo los intentos de modernización política de la dictadura se escondían los ‘viejos rumbos’ de siempre” (pág. 11).
Aunque precisamente en este lapso histórico debían alcanzar todo su sentido las expresiones de “no solo miedo” y “zonas grises”, no se indaga lo suficiente en el tránsito entre la dureza de posguerra y las nuevas coordenadas sociopolíticas. Aquí se ponen de relieve las limitaciones de un volumen como este, que es una yuxtaposición de trabajos meritorios pero al que falta una columna vertebral que proporcione solidez y empaque a un conjunto que queda un tanto deslavazado. El primer artículo de esta sección, el análisis de las actitudes políticas de los españoles según la prensa extranjera, aun siendo interesante en sí, parece metido con calzador en este contexto. Da la impresión de que se impone la cuota de lo políticamente correcto con “la perspectiva de género” –el papel de la Sección Femenina-, mientras que otros trabajos analizan las “políticas sociales”, la televisión como poderosa arma de propaganda, la evolución del catolicismo o los resquicios de participación política en los estertores del franquismo. El recorrido se cierra con un análisis del papel del medio televisivo ya muerto Franco, en vísperas de la democracia.
En definitiva, un libro interesante más por sus sugerencias que por sus aportaciones concretas, al que lastra -por una parte- la ya aludida dispersión o heterogeneidad y, por otra, la misma brevedad de las contribuciones que lo integran, un factor nada desdeñable porque hace casi imposible profundizar en los asuntos que se abordan. Unas virtudes y defectos que aparecen ahora invertidos en el siguiente volumen que consideramos en esta reseña, el que firma Claudio Hernández Burgos con el título de Franquismo a ras de suelo. Resultado de la reelaboración de una tesis doctoral, se omite cuidadosamente en el título y subtítulo que se trata de un estudio circunscrito a la provincia de Granada.
Aunque podemos admitir sin problemas la distinción que se hace en las páginas introductorias entre una “historia desde lo local” (que es lo que pretende ser este trabajo) y una “historia local” stricto sensu (págs. 16-17), lo cierto es, por otro lado, que la pretendida representatividad de la demarcación andaluza que se defiende en estas páginas tendría que matizarse y, aun así, sería en cualquier caso un asunto discutible. Encontramos en este sentido un planteamiento excesivamente rígido en el texto, como cuando se dice de modo taxativo que “Granada resulta representativa del conjunto del territorio español” o cuando se afirma de una forma que nos parece apriorística o poco fundamentada que “Granada supone un campo de estudio idóneo para examinar el proceso de implantación de la dictadura y la interacción cotidiana de los ciudadanos con el Estado” (pág. 28). En efecto, en muchos de los aspectos que aquí se examinan (no en todos, sin embargo), Granada y su provincia pueden presentar importantes similitudes con algunas otras zonas españolas pero, sea como fuere, es una cuestión que no puede aceptarse sin más mientras no haya otras aportaciones que lo pongan de manifiesto.
El gran acierto del libro de Hernández Burgos es su amplio lapso histórico, los cuarenta años de franquismo en términos redondos, que le permiten trazar un panorama diáfano de la evolución de las actitudes de los granadinos y de los apoyos sociales de la dictadura desde el comienzo de la guerra civil hasta la muerte del Generalísimo. Las susodichas actitudes –en este caso de los mencionados ciudadanos andaluces, como reflejo de lo que sucedía en el conjunto del país- son, ya para empezar, de problemática catalogación. “Consentimiento, aceptación, indiferencia, resignación, resistencia o disidencia” son algunas de las categorías que han empleado los historiadores para tratar de dar cuenta de ellas. Un panorama intrincado, pues, para el que hay que rescatar una vez más la denominación de amplísimas “zonas grises” en las que se situó una mayoría de españoles que ni apoyaron ni se opusieron resueltamente a la dictadura.
A ello hay que sumar otros factores de complejidad, como la existencia de actitudes aparentemente contradictorias en los individuos y grupos sociales (apoyo, por ejemplo, de determinadas políticas del régimen y rechazo de otras) o, simplemente, comportamientos individuales y colectivos que fueron cambiando o evolucionando a lo largo de esas cuatro décadas que aquí se consideran. Podemos comprobar de este modo que, aunque el foco de estudio sea espacialmente reducido, la variable cronológica y la problemática conceptuación de las respuestas sociales hace que sea difícil, por no decir casi imposible, reducir la complejidad de este asunto a unas cuantas fórmulas estereotipadas. “Bajo la mirada de Franco –escribe Hernández- pasaron varias generaciones de españoles”. Cuarenta años dan para mucho. Tratar de poner en el mismo plano el régimen recién salido de una tremenda guerra y el franquismo tecnocrático y desmovilizador de los años setenta –con una mayoría de españoles que no había vivido la guerra- no tiene el más mínimo sentido.
De ahí que la investigación se articule, como difícilmente podría ser de otro modo, siguiendo las diversas etapas de implantación del régimen, empezando naturalmente por “una guerra que lo envolvió todo” y siguiendo de manera inevitable por una victoria aplastante que, no obstante, deja ya entrever importantes “zonas grises”. “Sobre una nación en ruinas” se construye así una dictadura que, junto a una represión implacable y un control asfixiante, trae también, a su manera, “paz y progreso”. O eso al menos es lo que quiere creer una parte de la población, la que mejor se adapta a las circunstancias. Los españoles en todo caso, por la fuerza de los hechos, terminan “acostumbrándose al régimen”, se refugian en sus asuntos particulares, aprovechan (los que pueden, claro) el tirón desarrollista y con todo, a pesar de ello –o precisamente por ello-, alientan ya en los años sesenta un desasosiego que se transformará en la década siguiente en abierta disidencia. Mantiene Hernández que básicamente las mismas razones que habían llevado al sostenimiento más o menos resignado del régimen durante tantos años hacían inviable la perduración de un franquismo sin Franco. Siempre con matices, desde luego, porque los rasgos dominantes de ese momento histórico –en torno a mediados de los setenta- distan de ser simples en uno u otro sentido. “Cansancio, incertidumbre y miedo” eran rasgos predominantes. Pero también ilusión y esperanza. “Sabían [los españoles] que no querían más franquismo, pero también conservar mucho de lo obtenido bajo el mandato de Franco” (pág. 395).
Me apresuro a reconocer que el resumen antedicho difícilmente puede hacer justicia a una obra que precisamente halla su mejor baza en el análisis y la exposición de las varias veces mencionadas “zonas grises”, esto es, el conjunto de espacios, factores y circunstancias intrincadas que tamizaron las relaciones entre la sociedad española y la dictadura. Una “convivencia” forzada que llevó a unos y otros –a los de arriba y los de abajo, pero también a los adictos y opositores- a una adaptación poco menos que inevitable, con todas las renuncias que ello implicaba (pág. 401). No faltará quien piense, con buena parte de razón, que este descubrimiento apenas supone más que el reconocimiento de una obviedad que ha estado velada por razones exclusivamente ideológicas. Sea. Pero lo cierto es que, como decíamos al principio, la tentación de demonizar y exorcizar al franquismo había llevado en los últimos tiempos a una historiografía militante a una caricatura insostenible del mismo. Bien está que empiece a abrirse camino una disposición alternativa, en la que el objetivo fundamental no sea tanto la condena sin más como la comprensión. Hay indicios de que esta última vía va ganando posiciones . Esperemos que así sea en efecto, que se mantenga y, sobre todo, que nos ofrezca un panorama más rico, complejo y matizado de la sociedad española en ese período histórico.

lunes, 7 de abril de 2014

Guerreros y traidores


Guerreros y traidores. De la guerra de España a la guerra fría. Jorge M. Reverte. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014. 256 pp.

El Cultural, 28-03-2014, p. 24.
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/34392/Guerreros_y_traidores

Jorge M. Reverte es un autor polifacético. Editor, periodista y narrador, ha encontrado también en la historia el hueco que no han querido o sabido llenar los historiadores profesionales, haciendo una tarea básicamente de divulgación -pero también de investigación- dirigida siempre al gran público. Una labor seria y atractiva al mismo tiempo, que se ha visto justamente recompensada con el éxito de ventas y el reconocimiento de la crítica y que alcanzó sus cotas más elevadas con la trilogía bélica de la guerra civil española: La batalla del Ebro, La batalla de Madrid y La caída de Cataluña (publicados entre 2003 y 2006).
Reverte continúa ahora en esa línea con la biografía de un individuo tan desconocido como singular, un tal William (Bill) Aalto, neoyorquino de origen finlandés, nacido en 1916 y fallecido en la misma ciudad en 1958. Entre esas fechas se desarrolla una vida trepidante, la de un aventurero fornido y pendenciero, pero también un ser audaz, generoso y comprometido políticamente, que compendia en su ideología, actitudes y contradicciones buena parte de las convulsiones del s. XX. La vida adulta de Aalto empieza como camionero en los Estados Unidos de los años treinta, cuando las luchas sindicales se resolvían en batallas campales con heridos y muertos. Comunista convencido, se enrola en las Brigadas Internacionales y combate en la guerra civil española protagonizando una rocambolesca hazaña de rescate de unos prisioneros republicanos en Carchuna (Granada). Reverte reconoce en la introducción que el conocimiento de este episodio fue lo que le hizo interesarse por el personaje.
La vida de Aalto prosigue dando tumbos, entre la militancia política y el aventurerismo: tras su breve pero intensa etapa española, ya en Norteamérica, continúa su labor como activista proletario, siguiendo las directrices de Moscú. Con el estallido de la nueva guerra mundial, se enrola en el servicio secreto que dirige William Donovan (OSS), con el objetivo de formar combatientes especializados contra las fuerzas del Eje. Una confidencia inadecuada cambiará de nuevo su vida: al confesar su orientación homosexual, es denunciado por sus propios compañeros y hasta cierto punto estigmatizado. Frustrado y resentido, aún le queda otra dura prueba, la pérdida de la mano derecha al estallarle una granada. Al terminar la guerra, volverá a Europa, deambulará por diversos lugares y, de nuevo en su país, se verá afectado por la persecución anticomunista del FBI dirigido por Hoover. Enfrentado a muchos de sus compañeros y amigos por su carácter vehemente, medio borracho, marginado y enfermo, su azarosa trayectoria terminará en la indigencia y soledad.
Reverte ha rastreado por archivos, bibliotecas y hemerotecas todos los documentos posibles para reconstruir la vida de Aalto, cosa nada fácil en principio. El resultado es una narración vibrante, que no da respiro, de esas que, como quieren algunos autores y resume el tópico, se lee como una novela. Hay un atractivo añadido y es la presencia de nombres muy conocidos de la época, como Hemingway, Dos Passos o Auden, que aparecen de forma más o menos fugaz o indirecta en la biografía de Aalto. Lo peor del volumen, sin duda, ese título insustancial, no mejorado por un subtítulo genérico, que no permite adivinar al lector que en este libro se esconde un personaje de película, uno de esos perdedores románticos que inevitablemente despiertan nuestras simpatías, pese a todos sus defectos.

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

jueves, 3 de abril de 2014

El fracaso al alcance de todos


Miguel Albero: Instrucciones para fracasar mejor. Una aproximación al fracaso, Abada editores, Madrid, 2013. 254 pp.

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

Publicado en Revista de libros, revistadelibros.com, 31/03/2014. http://www.revistadelibros.com/vitrinas/el-fracaso-al-alcance-de-todos

En una sociedad que aparentemente persigue y venera el éxito en todas sus facetas, resulta paradójico el prestigio –diremos romántico o neo-romántico, a falta de mejor acuñación- que sigue nimbando al perdedor. Digo romántico porque, no nos engañemos, el modelo sigue siendo el Werther, aunque hoy tienda a recubrirse con todos los disfraces y distorsiones posmodernas. Por eso -hago constar desde el principio- creo que Albero esquematiza y simplifica abusivamente cuando establece que el fracaso “es un hijo del siglo veinte occidental (uno más) como el nazismo o el Mac Donalds”. No es cierto. Hasta el propio autor lo reconoce una página después cuando señala, esta vez más certeramente, que es con el modelo capitalista y con la valoración de la libertad personal y la iniciativa individual (y luego más categóricamente con la nietzscheana “muerte de Dios”), cuando tiene verdaderamente sentido hablar de éxito y fracaso. Cuando Dios, los dioses o el destino dejan de dictar las vías por las que necesariamente tiene que transitar el ser humano: es entonces, a partir de ese momento, cuando al hombre se le valora por la consecución de su propio proyecto vital. Él es el único responsable. La realización humana parece así inextricablemente ligada al concepto de éxito.
Pero no nos pongamos campanudos, entre otras cosas, como rápidamente vamos a ver, porque precisamente eso sería lo más opuesto al rol que aquí corresponde adoptar. Adoptemos una perspectiva menos metafísica y más mundana, y vayamos al grano, a la dimensión social del éxito y el fracaso. Lo que nos reconcilia con el triunfador es precisamente el descubrimiento de que, tras su fachada deslumbrante, se esconde un gran fracasado. Los ejemplos salen en tropel de las páginas de sucesos: en el momento que escribo, Philip Seymour Hoffman es el último –supongo que a estas alturas, será ya el penúltimo o antepenúltimo- de una interminable lista de supuestos triunfadores, gigantes con pies de barro, de tan ilustre progenie como Kurt Cobain, Michael Jackson, Whitney Huston, James Dean, Marilyn Monroe y no sé cuantas decenas o centenas de otros nombres que llegaron a estar casi deificados para millones de personas en todo el mundo. He citado a propósito “estrellas” exclusivamente estadounidenses –el espectáculo, el escaparate por antonomasia-, no obviamente porque el fenómeno no se dé en otras latitudes o ámbitos culturales, sin tan solo porque me permite la formulación sintética que ahora mismo nos interesa. Por decirlo al modo que popularizó en su día otra gran estrella que coqueteó con el wild side -no Lou Reed sino Mick Jagger-, “vive de prisa, muérete joven y así tendrás un cadáver bien parecido” .
Dejando ahora de lado otras interpretaciones pertinentes, se trataría en cierto modo de la constatación de que el éxito es por definición efímero e impostado y lo sustancial o auténtico es lo que permanece detrás. Aunque en este libro que vamos a comentar no se habla mucho de este tipo de triunfos y estrellas, esa es precisamente la idea central que subyace en todo su recorrido argumental. Ya de por sí la cita de Rafael Cansinos Assens (El divino fracaso) con la que se abre y cierra el volumen presenta reveladoras concomitancias, incluso en la forma, con lo que se acaba de exponer: “Aceptarás desde luego tu fracaso, heroica y magnánimamente, en plena plenitud, como esas mujeres que, en la juventud más deseada, cercenan sus cabellos: aceptarás tu divino fracaso, para sentirte más triunfalmente seguro de ti mismo”. Por si cabía alguna duda, la segunda cita que se encuentra el lector al pasar página es la de una de las mejores obras del último Samuel Beckett, Rumbo a peor. Aquí se disipa cualquier duda que hubiera podido aún albergarse acerca de lo que acaba de exponerse, es decir, la aspiración al fracaso como auténtica naturaleza del ser humano. Un ejercicio metódico y disciplinado para hallarse a sí mismo: No matter. Try again. Fail again. Fail Better” .
Así las cosas, parece que el inevitable paso siguiente no puede ser otro que ingresar con todas sus consecuencias en una deriva existencialista clásica, incluyendo en ella hasta la imposibilidad de alternativa. De hecho, en algunos momentos se bordea en estas páginas un precipicio de esa índole: “no es que el objeto sea el éxito y fracases, es que no es una opción”. No estamos lejos de la formulación clásica del hombre como ser-para-la-muerte, pues “en cuanto naces, ni un minuto antes ni uno después, ya estás destinado al fracaso”. Ser mortal no significa otra cosa que “fracasar de todas todas”. De Pascal a Nietzsche, con modulaciones muy semejantes, se repite la idea de que todos estamos embarcados en el mismo navío con destino inexorable al naufragio (pp. 223-227). Naufragio es precisamente, según Albero, el concepto que más se aproxima al de fracaso. La consabida metáfora del barco que encalla se repite en nuestra cultura, como repasa el autor, desde Cicerón hasta Julio Ramón Ribeyro. Parecería pues que, con esas premisas, el autor se habría visto necesariamente abocado a un ensayo clásico de tonos sombríos. Nada más lejos de la realidad. Desde las primeras páginas -¡qué digo!: desde el título mismo- Albero adopta una pose irónica, parodiando hasta en la propia conformación del libro los manuales de autoayuda. En este caso, ayuda no para triunfar ni para aprender del fracaso sino para apurarlo hasta sus últimas consecuencias. ¿No estamos destinados al fracaso de cualquier modo? ¡Sea! ¡Aceptémoslo! Y esmerémonos entonces en fracasar lo mejor posible.
Como cualquiera puede colegir, esta perspectiva determina profundamente el sentido y alcance de la obra, tanto en su vertiente positiva como en sus limitaciones e insuficiencias. Por expresarlo sin ambages, estamos ante un ensayo que pretende sortear a toda costa el formato clásico que convencionalmente se espera de obras de esas características. Quiero decir que, frente al examen sistemático de la materia o el análisis riguroso, Albero opta -como si le espantara caer en tales excesos- por la vía opuesta, la broma, el tono zumbón, el chascarrillo incluso. Tanto le repele al autor instalarse en la trascendencia o el discurso solemne y admonitorio que termina por caer en el defecto opuesto, una impostada liviandad que, por su reiteración, puede hacerse pesada e incomodar a determinado tipo de lectores (entre los cuales, confieso, me incluyo).
Es verdad, para decirlo todo como es debido, que muchas veces se trata más de un problema de exposición o forma que de fondo propiamente dicho, porque detrás del tono paródico se atisba un concienzudo trabajo de documentación. Del mismo modo o complementariamente, puede decirse tras unos epígrafes a menudo penosos (“Basta de meandros, doctor, extiéndame de una vez la receta”) se agazapa una exposición más estructurada de lo que a primera vista cabía pensar. Las acotaciones del autor, por debajo de la aparente ligereza, suelen ser bastantes certeras y las abundantes citas están por lo general bien traídas y bien insertas en su contexto. Así que, por decirlo rotundamente, si el lector interesado en el tema o que haya llegado a estas páginas buscando algo más que un mero divertimento, logra trascender la fachada y superar los chistes de tercera categoría, se encontrará con algunos apuntes sugestivos y algunas ideas interesantes sobre el fracaso y sus diversas formas de plasmarlo y vivirlo en nuestra cultura y en los más variados ámbitos, como la literatura, la filosofía, el arte, el cine o la misma vida cotidiana. El tratamiento –ocioso es subrayarlo, después de todo lo dicho- no es sistemático. Pero, como le gusta a determinadas corrientes posmodernas, Sartre, Camus Lacroix o Cioran se mezclan con Mark Twain, el Titanic o la secta Moon. El estudio del fracaso en la literatura no es tan heterogéneo, aunque también aquí cabe casi de todo. Los capítulos siguientes siguen la misma tónica, no ya solo por el batiburrillo de elementos dispares, sino también porque se alternan observaciones agudas con referencias pintorescas o inanes.
El conjunto se resiente de todos los factores que acabo de señalar y termina por producir una cierta insatisfacción, como de perspectivas o promesas no colmadas. La deliberada mescolanza de ingredientes –no nos vamos a poner puristas pero nos cuesta aceptar que se mida, o que parezca medirse, con el mismo rasero un sistema filosófico y la ocurrencia más trivial- no contribuye precisamente a paliar los defectos apuntados. He echado en falta sobre todo una mayor atención al papel del fracaso en la cultura española: no en vano la obra cumbre de nuestra literatura tiene por protagonista al que puede ser considerado sin exageración el fracasado por antonomasia. Las alusiones al “muy fracasado don Quijote” son muy escuetas en extensión y pobres en sugerencias. Más allá del famoso hidalgo, nuestra literatura, desde el llamado Siglo Áureo, está literalmente atestada de ilustres perdedores que aquí apenas se convocan.
Más aún, no puede entenderse nuestra historia reciente sin esa recurrente pulsión de fracaso (no nos metemos ahora en si con razón o sin ella, que esa es otra cuestión): la noción de decadencia es consustancial a la historia de España desde hace varios siglos y es el gran tópico que llega hasta el siglo XX o casi hasta nuestros días. Recuérdese que en España las derrotas se han “celebrado” tradicionalmente más que las victorias, desde Villalar en Castilla al Once de septiembre catalán . Y nos hemos regodeado tanto en ellas que durante el siglo anterior las derrotas simplemente nos supieron a poco y convertimos cualquier revés de nuestras banderas en insondables desastres: el desastre del 98, el desastre del Barranco del Lobo, el desastre de Annual… De todo esto hubiera podido sacar Albero muchos ejemplos pues, según una interpretación victimista bien asentada, los españoles nos hemos empeñado con denuedo a lo largo de muchos momentos de nuestra historia en eso mismo que él pretende cultivar desde el propio título: cómo fracasar mejor.
Volviendo al autor, para terminar ya: lo congruente en su caso sería que aspirara con esta obra a cosechar un rotundo fracaso según el principio clásico (quod erat demonstrandum…) Pero me da la impresión de que ha puesto muchos, demasiados medios para conseguir finalmente privarse de él (del fracaso, claro). La verdad es que no sé qué desearle sin incurrir yo mismo en una contradicción insoluble.

miércoles, 2 de abril de 2014

El club de los poetas de la muerte


Publicado en El País, elpais.com, blogs cultura, Historia(s), 27 de marzo de 2014.
http://blogs.elpais.com/historias/2014/03/necrofilia-rom%C3%A1ntica.html

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO*

Cuando se habla del romanticismo, la asociación entre amor y muerte es tan espontánea –o tan tópica- que el propio Museo Romántico de Madrid organizó hace unos años una magna exposición aunando de modo natural esos dos conceptos. Para el romántico el amor –la pasión- nos aproxima a la tumba. Según Larra, penas y pasiones (de amor, claro) han llenado más cementerios que médicos y necios, pues el amor mata, como matan la ambición y la envidia. El amor es un desasosiego, ansiado y temido al mismo tiempo. El amor puede ser el ideal que paradójicamente nos conduce al sin-vivir. En esas condiciones, el ser amado genera sensaciones contradictorias: el enamorado no sabe si prefiere su presencia o su desaparición, pues en ambos casos le falta la plenitud a la que aspira. Las coordenadas son por tanto erotismo y necrofilia. Cuando no se llega a tanto se recala en la perversión: dolor y placer se confunden o son difícilmente disociables.
En una obra clásica, El Romanticismo español, dice Vicente Lloréns que los románticos no inventan nada sino que recrean una concepción del amor vinculado al sufrimiento y la muerte que tuvo su momento de esplendor en el pasado. Esa especie de mal de amores tiene su claro precedente en el mundo medieval, con los trovadores. No son casuales tantas concomitancias entre el universo romántico y determinados elementos del Medievo: castillos, fortalezas, aldeas, guerreros, monjes, monasterios, templos góticos, tumbas recónditas, ruinas y otros elementos de una Edad Media que, sobre todo en el teatro decimonónico, conforman un escenario medieval estereotipado, de cartón piedra. La necrofilia romántica, escribe Lloréns, revela significativos rasgos del pasado, al tiempo que delata concomitancias con otros autores: “Tálamo y tumba al mismo tiempo. Amor y muerte, unidos como en la poesía de la Edad Media. Como en Leopardi”.

Muerte dulce: el plácido sueño del sepulcro
Lejos de ser una broma macabra o una excesiva licencia poética, el epígrafe que antecede expresa una de las vertientes fundamentales de la necrofilia romántica. La acuñación está tomada casi literalmente de un verso de una famosa Rima de Bécquer: “¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte! / ¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!”. La muerte es calma, silencio, relajación, mientras que la vida es lucha constante. “Cansado del combate / en que luchando vivo, / alguna vez me acuerdo con envidia / de aquel rincón oscuro y escondido”, dice el poeta sevillano. La idea romántica de que la vida atribulada del hombre es el mal y la muerte el bien, la quietud ansiada, la expresa también con rotundidad el Duque de Rivas en una de las obras arquetípicas del romanticismo español, Don Álvaro o la fuerza del sino. El protagonista protesta, casi increpa a la Divinidad en su desesperación: “¡Dios eterno! / Con salvarme de la muerte, / qué grande mal me habéis hecho”. Luego rebaja el tono y dirige la agresividad hacia sí mismo, sin variar un ápice el planteamiento central: “¡Muerte es mi destino, muerte / porque la muerte merezco, / porque es para mí la vida / aborrecible tormento”.
Muerte piadosa frente a vida implacable. Así hace hablar Espronceda a la muerte: “Yo calmaré tu quebranto / y tus dolientes gemidos, / apagando los latidos / de tu herido corazón”. En el famoso “Canto a Teresa” de El diablo mundo repite la idea de la muerte dichosa frente a la desazón de la vida: “Y tú, feliz, que hallaste en la muerte / sombra a que descansar en tu camino”. Es curioso observar que en el fondo de estas composiciones late el sentido católico de la existencia, el sentimiento barroco y contrarreformista que se expresa en la vanitas del Eclesiastés: el mundo, la vida toda, vanidad de vanidades y solo vanidad. Esa concepción trascendente de la vida humana termina por aflorar explícitamente hasta en el atrevido Espronceda. Así, en El estudiante de Salamanca encontramos la lamentación postrera: “¡Ay! del que descubre por fin la mentira, / ¡Ay! del que la triste realidad palpó, / del que el esqueleto de este mundo mira, / y sus falsas galas loco le arrancó...”
¿Qué ofrece en definitiva la muerte? Amor verdadero y para siempre. ¿Qué más puede pedir el romántico desengañado por los vaivenes de la fortuna y la impureza de la vida? Frente a los caprichos de los hados, las veleidades de la existencia o las dudas del ser amado, la muerte ofrece garantías incuestionables. Esto sí que es amor eterno. Es verdad que la muerte tiene mala prensa y muchos la temen… de modo infundado. En la “Canción de la muerte” Espronceda trata de desvanecer esos temores. En esa composición el poeta deja hablar a la muerte para que se presente como lo que es, la amante perfecta, comprensiva y compasiva: “Soy la virgen misteriosa / de los últimos amores, / y ofrezco un lecho de flores, / sin espina ni dolor, / y amante doy mi cariño / sin vanidad ni falsía; / no doy placer ni alegría, / mas es eterno mi amor”.
¿Puede extrañar por tanto que el romántico se detenga extasiado en contemplar tumbas y mausoleos o confiese su amor a los cementerios? En una de las Cartas desde la celda, Bécquer se demora en la descripción de una visita a un camposanto. No la necrópolis masificada y hasta caótica de las grandes ciudades, sino el recinto recoleto propio de las pequeñas poblaciones, que parece estar sumido en un sueño de siglos. Un paseo solitario por esos lugares en los que la muerte no causa perturbación a la vida y la vida se mantiene como de puntillas para no profanar el silencio de la muerte es como toda una lección de filosofía. Es verdad que el estado de ánimo del visitante no puede ser de exaltación pero… mejor así, dejarse llevar por una dulce melancolía, una plácida languidez que, en cierto modo, simboliza el tránsito entre vida y muerte.
Este solazarse en la tristeza constituye la quintaesencia romántica. Con un cierto deje de autocompasión, como expresa el propio Bécquer en unos conocidísimos versos: “Cuando la muerte vidrie / de mis ojos el cristal, / mis párpados aún abiertos, / ¿quién los cerrará? (…) Cuando mis pálidos restos / opriman la tierra ya, / sobre la olvidada fosa, / ¿quién vendrá a llorar?”. Llegados a este punto no caben engaños. Como dice con brutal sinceridad el refrán castellano, “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. O en términos becquerianos: “¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”
La muerte amada puede tener un epílogo a primera vista sorprendente, pero de innegable coherencia desde una perspectiva distanciada. Tanto énfasis en la vida como sin-vivir puede llevar a una desesperación o, al menos, una impaciencia que recuerda el teresiano “muero porque no muero”. No estamos hablando solo de ideas o literatura. La tentación de acortar los plazos y aliviar el tránsito no era solo una ensoñación. Larra resolvió el dilema de modo expeditivo y se descerrajó un tiro en la cabeza. Hasta alguien tan conservadora como Rosalía de Castro coqueteaba con la idea del suicidio. El más famoso suicidio literario de la época lo realiza don Álvaro en la pieza teatral del Duque de Rivas con un toque nihilista: “¡Infierno, abre tu boca y trágame! Húndase el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destrucción…!” El pintor Leonardo Alenza trazó una Sátira del suicidio romántico que, reproducida en infinidad de ocasiones en libros y portadas, ha quedado como la expresión más certera de esta propensión romántica por los remedios expeditivos.

Sed de infinito, muerte heroica
La necrofilia romántica se inserta en planteamientos religiosos o filosóficos profundamente inscritos en nuestra cultura, esa concepción o sentido de la existencia que establece la vida como tránsito y la muerte como auténtica verdad. La vida no es otra cosa que un constante e imparable avance hacia la muerte, dice Espronceda en El estudiante de Salamanca: “Cada paso que avanzáis / lo adelantáis a la muerte”. En el fondo, vida y muerte se funden y confunden. Esa confusión termina despertando una atracción morbosa en el romántico que ansía encontrar en la vida los signos de la muerte y se deleita en ellos: de ahí los amores morbosos, la complacencia en la enfermedad, la fascinación hacia los símbolos que pueden revelar el mal agazapado (palidez, delgadez, ojeras, rostro demacrado).
El romántico pide siempre más a todo, empezando por la propia vida: más sentimiento, pasión, arrebato, placer..., pero con ello también más incertidumbre, angustia, agonía... El romántico expresa su anhelo nunca colmado de más, su sed de infinito. Rompe así el límite convencional entre la vida y la muerte. El romántico quiere penetrar en el más allá, saber lo que hay, conocer lo que le espera... Y si pretende que la vida se adentre todo lo posible en la muerte, de manera complementaria también quiere que la muerte invada la vida. Por ello sus fantasías están llenas de elementos sobrenaturales, visiones, apariciones, fantasmas, espectros, signos premonitorios. El esqueleto toma vida, de la misma manera que las tumbas se abren. Las delimitaciones convencionales entre vivos y muertos saltan por los aires.
Por ello el romántico prefiere la noche al día, las tinieblas a la claridad y el sueño a la realidad. Un sueño que se trueca en pesadilla, del mismo modo que la vida se vive caminando siempre sobre el filo de la navaja. La vida del romántico, lejos de ser convencional, pretende estar siempre al límite. De ahí también que le atraigan todos los elementos marginales, bandoleros, héroes, mendigos, prisioneros... Los elementos más excitantes de la vida son los que limitan peligrosamente con la muerte: el naufragio, la pérdida, el duelo, la batalla, el ajusticiamiento, la enfermedad, el suicidio. La escenografía romántica está en consonancia con todo ello.
Tanto énfasis en la muerte hace que el romántico tienda a verla en más alta posición que la vida: la vida es vulgar en comparación con la muerte, sobre todo determinados tipos de muerte. La muerte heroica, por ejemplo. El héroe no es tal si no tiene una muerte grandiosa. La mitificación de la muerte es parte consustancial del sentimiento romántico. El universo romántico no está completo sin la muerte generosa, valiente y digna del militar, del político idealista, del aventurero, del genio. La muerte adquiere prestigio sobre todo cuando sucede en la flor de la edad, como sacrificio supremo, como acto de generosidad. El ejemplo más representativo de esta glorificación de la muerte y el héroe generoso que entrega su vida por un ideal es la famosísima composición de Espronceda a la muerte de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga -evento también popularizado por la pintura de género de la época-: “Hélos allí: junto a la mar bravía / cadáveres están ¡ay! los que fueron / honra del libre, y con su muerte dieron / almas al cielo, a España nombradía”.
No solo el militar. La muerte del genio, del escritor, del literato famoso también tiene su hueco en el panteón romántico. El suicidio de Larra tuvo por ello su aureola mítica y su entierro quedaría ligado para la posteridad al poema que le dedicó otro vate romántico que, desde el mismo momento de declamar aquellos versos ampulosos, tan del gusto del momento, gozaría del reconocimiento general. Nos referimos a José Zorrilla y aquella famosa oda que principia así: “Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana, / vano remedo del postrer lamento / de un cadáver sombrío y macilento / que en sucio polvo dormirá mañana”.
Muerte gloriosa, muerte ejemplar o, en su defecto, muerte digna como culminación de una vida loable. Modos y modelos de morir que el romanticismo político por un lado y el rampante nacionalismo por otro no podían dejar de utilizar para sus propios fines, en esta ocasión coincidentes en lo esencial: establecer un tipo de prohombre que con su sacrificio buscado o su entereza en el momento supremo mostrara al pueblo que la muerte podía ser algo muy superior a la vida.

*Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Autor, junto con Elena Núñez González, de ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014). Este artículo aborda muy resumidamente algunos de los temas tratados en dicha obra.