miércoles, 24 de septiembre de 2014

España en la I G M

España en la Primera Guerra Mundial. Una movilización cultural. Maximiliano Fuentes Codera. Prólogo de José Álvarez Junco. Akal, Madrid, 2014. 240 pp.

El Cultural, 19-09-2014.

http://www.elcultural.es/revista/letras/Espana-en-la-Primera-Guerra-Mundial-Una-movilizacion-cultural/35174

El centenario de la I Guerra Mundial nos ha traído un considerable número de novedades bibliográficas, que incorporan recientes investigaciones, debaten nuevas perspectivas o bien revisan el evento desde la actual atalaya histórica. La mayor parte de ellas, como es comprensible, se han centrado en los acontecimientos bélicos propiamente dichos, sus causas, características y consecuencias, insertando aquellos en la dinámica política del momento. El foco se ha puesto por ello en el juego de fuerzas entre las grandes potencias. España, por su condición de país neutral, ha quedado al margen de la mayoría de esos estudios, sobre todo los de autores foráneos. No obstante, un reducido grupo de historiadores españoles e hispanistas (F. García Sanz, E. González Calleja, Paul Aubert o Andreu Navarra) han publicado -también ahora- valiosos trabajos sobre la España de esos años, con planteamientos diversos pero con el común denominador de subrayar que nuestro país se estremeció con la contienda, tomó partido visceral por uno u otro bando y sufrió en su territorio las presiones y maquinaciones de embajadores, emisarios y espías.
En esta órbita se inserta el volumen que nos ocupa, con un título algo inane que no hace justicia a su rico contenido. Fuentes, profesor en la Universidad de Gerona, autor de varias obras sobre los intelectuales en España a comienzos del s. XX, sitúa su estudio en el contexto de la investigación historiográfica occidental sobre el conflicto, caracterizada primero por el protagonismo de los hechos militares y políticos, seguida por una segunda fase de “historia social” y continuada por una tercera etapa de “renovada historia de matriz cultural”. Los enfoques de “cultura de guerra” y “movilización cultural”, entre otros, lejos de ser recursos retóricos, muestran que las fuerzas vivas de la sociedad -y muy en primer término los intelectuales- presionan al poder político e influyen en la toma de decisiones mediante sus mítines, manifiestos y otras proclamas públicas. Dicho de otra manera, ello significa en nuestro caso que aunque España no entrara en liza, vivió una “guerra civil de palabras” que tuvo importantes efectos en su trayectoria política, con el fracaso de los proyectos reformistas y regeneracionistas que se vincularon al triunfo de la causa aliada y el definitivo ocaso del régimen parlamentario bajo el sable de Primo de Rivera.
En consonancia con esos objetivos, Fuentes adopta un estricto orden cronológico, que le permite registrar y valorar los cambios que se producen en los frentes y la opinión pública española a lo largo de los más de cuatro años de guerra. Así, por bosquejar las líneas maestras, el año 1916 significa un crucial punto de inflexión, sobre todo en el sentido de radicalización de las posturas. Aunque debe tenerse cuidado con cualquier simplificación en este panorama complejo y cambiante, puede decirse que en general los sectores más influyentes y vociferantes –que siempre fueron los proaliados- pasaron de una neutralidad a secas a una neutralidad activa, cada vez más cercana a la implicación en la causa de la Entente. La intervención de las grandes figuras “progresistas” (políticas e intelectuales) como Unamuno, Lerroux, Melquíades Álvarez, Azaña o Araquistáin, trató de forzar la voluntad de los prohombres del turnismo, reacios en su conjunto (incluso el propio Romanones, el más aliadófilo) a una implicación militar para la que España no estaba en absoluto preparada. De hecho, esa fue la razón última por la que el país no entró en combate, aunque a punto estuvo de hacerlo en algún momento concreto. Para Francia e Inglaterra la aportación militar española era desdeñable y en último término más un problema que un refuerzo. Alemania, por su lado, combinó la presión con la provocación (hundimiento de buques españoles), con la certeza de que el país no se atrevería, como así fue, a pasar de las meras notas de protesta.
Aunque también se ocupa de individualidades y planteamientos teóricos (D’Ors, Ortega), a Fuentes le interesa más trazar un panorama general del debate político, la convulsión social, la controversia ideológica y la tensión cultural del momento. De ahí que sus referencias básicas sean los grandes diarios, las revistas, las actitudes públicas y los manifiestos. En cualquier caso, consigue una síntesis convincente y brillante de lo que supuso para España aquella coyuntura decisiva.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Lo macabro como arma política


¡VIVA LA MUERTE!
LO MACABRO COMO ARMA POLÍTICA

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO*

Publicado en Pasajes de pensamiento contemporáneo, nº 44, primavera 2014, pp. 112-119.

Unos célebres versos de Antonio Machado dicen “Un golpe de ataúd en tierra es algo / perfectamente serio” . Siento la tentación de parafrasear al poeta y decir rotundamente que una guerra civil es algo perfectamente serio. Pero nos guste o no, resulte más o menos políticamente incorrecto desde la perspectiva de hoy, no hay más remedio que admitir una dimensión excitante y embriagadora en la guerra civil. Una dimensión apasionada sui generis, claro está, que menuda gracia tenía para el que le tocaba desempeñar el papel de víctima y que, en todo caso, guardaba gran semejanza con el rictus festivo de la muerte triunfante. Eso es lo macabro o una vertiente de lo macabro, los esqueletos danzantes, las calaveras sonrientes o, por decirlo en unos términos atroces pero que se produjeron de facto, cadáveres de seres humanos en exposición como cochinillos desventrados y hasta con el perejil en la boca.
Todo ello era consecuencia de unas irresponsables actitudes anteriores de intelectuales y dirigentes políticos que no se recataron en proclamar que la guerra civil era necesaria, que hasta la deseaban y que era el único modo de resolver los problemas patrios. Un pensador encomiable por tantos conceptos como Unamuno se pasó toda su vida intelectual jugando con la noción de guerra civil, hasta que percibió –cuando era demasiado tarde- que eso era jugar con fuego. Lo mismo les pasó a los líderes políticos de tendencias contrapuestas que alentaron imprudentemente los ánimos de sus seguidores y las ansias revanchistas de los suyos contra los otros. La formulación más chusca, que tenía por cierto una larga tradición de más de un siglo, señalaba sin más que “la guerra civil era un don del Cielo”.
Con tales premisas no es extraño que el golpe de julio de 1936 fuera percibido por unos y otros como la señal ansiada -¡por fin!- para dar rienda suelta a un rencor que se venía incubando desde mucho tiempo atrás. Desde esa perspectiva se entiende mejor un aspecto fundamental de la guerra civil, el de las venganzas y las “limpiezas”, el castigo y el escarmiento. Algunos lo planteaban en términos políticos, ideológicos y hasta religiosos -no en vano se hablaba de “cruzada”-, pero otros no disimulaban intenciones más cotidianas o pedestres. ¡Con qué ganas, con qué fruición se lanzaron miles de personas a ajustar las cuentas pendientes con el vecino, el familiar, el jefe, el rival o, simplemente, con el que se envidiaba por el motivo más nimio! Se intentaban descargar responsabilidades propias acentuando el desprecio hacia la víctima. El lenguaje se convirtió así en fiel reflejo del cinismo con que se afrontaba la muerte del otro.
Pocos ejemplos tan representativos pueden hallarse como los famosos discursos en Radio Sevilla del general don Gonzalo Queipo de Llano. Las “charlas”, como el propio militar se refiere a ellas en sus Memorias , llegaron a escandalizar a los más comedidos de los adeptos por su tono coloquial y desinhibido o, en términos menos comprensivos, por su lenguaje descarnado y soez. Era comprensible que el general tratara de elevar la moral de su tropa al tiempo que intentaba socavar la del enemigo, pero las amenazas, improperios y hasta llamamientos a la violación de las mujeres enemigas desbordaban los límites de lo que era aconsejable confesar abiertamente . Una cosa era el pillaje inevitable tras una batalla y otra muy distinta la expresa incitación a actos crueles en unos términos misóginos y barriobajeros por parte de la más alta autoridad local. Tanto es así que la propia prensa del bando rebelde recibió discretas indicaciones para que suavizara las reproducciones periodísticas de los discursos .
El lenguaje cuartelero de Queipo de Llano ha sido elevado a la categoría de cruda expresión de la barbarie fascista o contextualizado en un ambiente general de exabruptos, dependiendo del punto de vista del analista. En cualquier caso, era habitual un lenguaje sardónico para referirse a realidades hórridas. Una pátina de crueldad innecesaria –sadismo- acompañaba a los mayores desmanes. La acuñación de “dar paseo” podía instalarse con pleno derecho en ese lenguaje de la abyección. No se queda atrás la expresión que se atribuye al mencionado Queipo en relación con el asesinato de García Lorca: “déle café, mucho café” . Como no hay constancia documental de esas palabras, no son pocos los que se aprestan a negar toda verosimilitud al lance pero eso no cambia las cosas desde la perspectiva que aquí trato. Al fin y al cabo las palabras se limitan a reflejar en este caso actitudes y hechos. Y en este caso bien puede aplicarse la formulación de que los hechos hablan por sí solos.
Así, lo cierto es que la campaña de represión que se desató en la Andalucía occidental y el sur de Extremadura bajo el mandato de Queipo de Llano se inscribe por derecho propio en el más negro capítulo de la crueldad de la guerra civil. En 1938 se publicaba -fuera de España, naturalmente- un libro del que fuera delegado de Prensa de Queipo, Antonio Bahamonde. Lejos de ser un “rojo” que quisiera vituperar a los alzados con falsas revelaciones, Bahamonde era un conspicuo derechista que se había alistado voluntariamente en las milicias nacionales. Lo que tuvo ocasión de ver, sin embargo, le horrorizó hasta tal punto que desertó de sus responsabilidades y se refugió en Argentina, donde publicó su demoledor relato de la represión bajo el mandato de Queipo de Llano .
No nos vamos a detener en los aspectos consabidos, como las dimensiones de la represión, que afectó a decenas de miles de personas, desde soldados a dirigentes políticos. Lo peor es que también quedaban incluidos simples simpatizantes de un partido obrero y a veces ni eso, pues podía ser suficiente el delito de tener algún lazo familiar con los antes mencionados. Pasemos por alto también la falta de garantías procesales: un Consejo Sumarísimo era un lujo restringido a unos elegidos, porque lo normal –por lo menos en los primeros momentos- era la saca, el paseo, el fusilamiento improvisado o el tiro en la nuca, siempre sin juicio previo, a menudo sin pruebas, a veces de modo aleatorio. Pero sí tendríamos que detenernos en los métodos de las ejecuciones dado que, en un país atrasado como la España de la época, no existían los sofisticados medios de exterminio que los nazis y los soviéticos pondrían en práctica apenas unos años más tarde: aquí se fusilaba a mansalva, a lo bruto, de manera desmañada, con una falta de profesionalidad –por decirlo en términos macabros- que paradójicamente coadyuvaba a incrementar el clima de terror.
Una de las armas más usadas fue el Mauser Oviedo 1916, un mosquetón que, al decir de algunos estudiosos del tema, era “una auténtica apisonadora de huesos, tejidos y vísceras si se disparaba a solo diez o veinte metros de distancia de las víctimas”. Al tener el proyectil una velocidad de 700 metros por segundo, los cuerpos se reventaban: rostros desfigurados, “cráneos desprovistos de la tapa de los sesos y estos desparramados como gruesas lombrices por el suelo”, grandes orificios de entrada y salida de bala, etc. Como los pelotones de fusilamiento eran a menudo improvisados y sus integrantes bisoños, muchos disparaban mal. Así que en múltiples ocasiones peor que morir era no morir, dependiendo de cuánto duraba la agonía con un miembro seccionado, los intestinos fuera o ahogándose en la propia sangre. El Oviedo podía servir también de otras maneras: “su maciza culata se convertía en una aplastante maza que deformaba los rostros o descoyuntaba los huesos. Permitía además calar una bayoneta en el extremo de su bocacha con la que podía acuchillarse a las víctimas” .
La vertiente macabra no es aquí casual o accesoria. Todo lo contrario. Contribuía de modo decisivo a crear el clima de terror al que aspiraban los facciosos, un clima de terror -por otro lado- paralelo al que desencadenaban sus oponentes en el territorio que controlaban. Este uso político de lo macabro no es una interpretación a posteriori. El antes citado Bahamonde lo consigna así en su obra: la oleada de sangre alcanzaba tales proporciones que anegaba la voluntad y la capacidad de reacción de las víctimas directas y hasta de sus familiares. Están “dominados por el terror”, dice, que se constituye así en “la más poderosa arma” del bando nacional. No es el único que saca esa conclusión. El sacerdote Marino Ayerra consideraba que el dejar insepultos los cadáveres de los asesinados a lo largo de los caminos no era casualidad o desidia, sino que tenía la “finalidad de crear 'científicamente' el clima de terror, la psicosis colectiva del pánico” .
Otro conservador, Georges Bernanos, escritor católico francés, quedó literalmente anonadado por las barbaridades que cometían las huestes que actuaban como ángeles vengativos, emisarios de la muerte en nombre de Cristo. Bernanos decía comprender el uso de la violencia: lo que le parecía inconcebible era su mística y que se convirtiese en un fin en sí misma . El grito de “¡Viva la muerte!” no era solo un bramido desquiciado sino una amenaza convertida en realidad. Cuando se desata la violencia y el terror se instaura, los comportamientos se distorsionan y los seres humanos parecen marionetas. Lo macabro se despliega sin traba alguna. La diferencia entre lo serio y la broma se diluye. Con razón se habla a menudo de broma macabra.
Una de las más habituales era sacar a los prisioneros de las celdas diciéndoles o haciéndoles entender que se les iba a fusilar. Luego, todo el ambiente tétrico de las ejecuciones: órdenes atropelladas, empujones, frío de la noche o del amanecer cercano, gritos, sollozos. No falta quien se hace todas las necesidades encima. Siempre hay alguien, uno de los verdugos, para comentar que estos tíos “no tienen cojones”, se cagan de miedo. Sigue toda la parafernalia. El pelotón que se forma, los presos en fila, los gritos de rigor, “¡carguen!”, “¡apunten” y, luego, en vez de detonaciones unos chasquidos y unas carcajadas… ¡Qué risa!
En esas circunstancias, matar deja de ser un medio para convertirse en un fin por sí mismo. Matar aunque no se sepa bien a quién o por qué. Matar por matar. Si no se halla al que se busca, da igual, se aceptan sustitutos. Se convierte así en habitual que los verdugos se lleven al paredón a un hijo en vez del padre huido, o viceversa, que un hermano pague por otro hermano o por un vecino… Otra broma macabra: se fusila a cualquiera que esté en el lugar equivocado en el momento equivocado. Hay constancia de que se produjo este tipo de casos. Uno de ellos se lo contó el fiscal del Tribunal Supremo de Madrid, Francisco Partaloa, al hispanista Ronald Fraser. Recogida en su historia oral de la guerra civil (Recuérdalo tú y recuérdalo a otros), ha sido reproducido luego en otras ocasiones y en otros libros: al enterarse un influyente conde que iban a fusilar a un amigo suyo, cogió un coche, interceptó el camión en que iban los prisioneros y ordenó que dejaran libre al amigo:
El jefe del pelotón se negó, diciendo que tenía órdenes de entregar dieciocho cadáveres (cadáveres, no prisioneros) en el cementerio. Entonces el conde echó mano de un hombre que pasaba por allí, le ordenó que subiera al camión y se fue con su amigo. El infortunado transeúnte fue ejecutado con los demás .
En cuestión de matar, como en todo, hay grados y niveles. Niveles de horror, claro está, o grados de abyección. Aunque resulte paradójico desde una perspectiva racional, la muerte de una persona cercana puede conmovernos más que seis millones de asesinatos lejanos. La mente humana no puede comprender seis millones de asesinatos y lo archiva en un recóndito lugar del cerebro, el que se destina para las estadísticas. No se puede poner rostro a tantos millones de personas y el rostro es fundamental para que se despierte la empatía.
Por eso, por la distancia que separa al asesino de su víctima, no es lo mismo el bombardeo de una ciudad -con todo el horror y la devastación que conlleva- que el tiro a bocajarro a la cabeza de un individuo, mirándole a los ojos, salpicándose de sangre y de masa encefálica. Aun con todo, hay bombardeos –como el de Guernica- y matanzas colectivas –como las de Badajoz- que, por determinados motivos, adquieren categorías de símbolos. Lo mismo que Paracuellos significa desde la orilla opuesta. Símbolos de la barbarie extrema, la crueldad, el despliegue de la muerte en términos inconcebibles por la razón. Aunque no por ello debe negarse su carácter instrumental: eran la expresión de una desquiciada mística de la violencia –o el forzoso corolario de la exaltación necrófila- pero también cumplían una función ejemplarizante.
La aludida matanza de Badajoz en agosto de 1936 constituyó uno de los primeros hitos del nivel de barbarie que se había desatado en España. La tenaz resistencia de la ciudad extremeña al avance de las tropas franquistas comandadas por el general Yagüe constituyó la razón o la excusa para que, una vez rendida la plaza, las fuerzas nacionales efectuaran una “limpieza a fondo” de la ciudad, un eufemismo que a duras penas encubría un despliegue de fusilamientos masivos, asesinatos a mansalva, saqueos, violaciones, castraciones y todo tipo de sevicias y crueldades imaginables. Decir que el terror se apoderó de la ciudad es un modo tímido de describir una situación en la que ni el más inocente estaba a salvo.
La plaza de toros, donde se encerró a varios cientos de personas a la espera del fusilamiento –aunque hay testimonios que aseguran que también fue escenario de algunas ejecuciones- adquirió categorías de símbolo siniestro. Otro tanto habría que decir de los episodios de toreo macabro. Aunque no hay constancia indubitable de ello, se corrió la voz de que algunos prisioneros habían sido toreados antes de la muerte por algunos verdugos sádicos. Algunos decían que se habían utilizado banderillas y estoques, entre olés de algunos espectadores, aunque este extremo es negado por otros autores o testigos. La propaganda de uno y otro bando usó la matanza con fines contrapuestos: para los franquistas era una muestra de la represión severa que esperaba a todo intento de resistencia, mientras que para la izquierda fue el epítome del salvajismo fascista. Aún hoy, los pormenores de este siniestro episodio, como pasa en casi todos los momentos estelares de la guerra civil española, son enfatizados o amortiguados en función de las perspectivas ideológicas desde las que se contemple .
Lo que interesa destacar aquí es que el encarnizamiento despiadado actuaba eficazmente como arma política. Política macabra, claro, pero muy útil en unas circunstancias como aquellas tanto para disciplinar las propias fuerzas como para desmoralizar al enemigo. Eso lo tenía muy claro el general Mola, hasta el punto de que no solo su praxis apenas se diferencia de la de Queipo, Yagüe y el propio Franco, sino que admitió explícitamente su determinación de “sembrar el terror” sin vacilación alguna, hasta llegar al exterminio total y absoluto del enemigo. El matiz es importante, porque no se trataba solo de vencer –mucho menos, de convencer, como diría Unamuno- sino exterminar o, en su defecto, sinónimos apenas un grado más suave, como limpiar, depurar, purgar o castigar a aquella otra mitad del país a la que apenas se le reconocía su condición de españoles (en todo caso, “malos españoles”).
El fanatismo llegó a tal grado que algunas curas –sobre todo en el frente norte, donde pervivía el rescoldo carlista y el cura trabucaire- se distinguieron en el entusiasmo de “matar rojos” , del mismo modo que, en el bando opuesto, algunos socialistas, comunistas y, sobre todo, anarquistas dieron muestras de una pasión paralela torturando y fusilando eclesiásticos por el simple hecho de serlo. Un anticlericalismo visceral y profundo –”Si los curas y monjas supieran…”- reverdecía ahora con más fuerza que nunca .
El historiador J. Albertí, que ha dedicado un detallado y estremecedor estudio a la persecución religiosa durante la guerra civil, señala que en la “limpieza” anticlerical no solo hubo las previsibles quemas de iglesias y conventos, y los consiguientes asesinatos y fusilamientos, sino saqueos, robos, confiscaciones, secuestros, profanaciones y todo tipo de vejaciones. También, claro está, torturas y mutilaciones para infligir más dolor y humillación a las víctimas. En muchos casos está documentado que herían las partes menos vitales para alargar las agonías.
“Las mutilaciones sexuales, las amputaciones de los brazos y la extracción de los ojos son tres de los suplicios más habituales”, señala Albertí, que va mencionando con nombres y apellidos a los eclesiásticos que sufrieron esas y otras torturas diócesis por diócesis. A los victimarios no les bastaba con matar a mansalva, inocentes incluidos. Al cura del hospital de Vilareal, Josep Avellaneda, fusilado después de múltiples torturas y una larga agonía, “le destrozaron el cráneo y le amputaron pies y manos” después de muerto. De hecho, continúa diciendo el investigador, “la mutilación post mortem, así como la quema de cadáveres, también fue frecuente en la diócesis de Tortosa” .
Las memorias de José S., un pistolero anarquista que operaba en Barcelona con un grupo de secuaces en nombre de la revolución de la CNT-FAI, contiene confesiones anonadantes por varios conceptos, desde la trivialización de la muerte a la naturalidad con la que se asumen robos (incautaciones) y asesinatos (ejecuciones). Entre muerto y muerto, normalmente desparramados por las cunetas, cabe alguna nota pintoresca: “Recuerdo que uno de estos detenidos, antes de morir, nos dijo que no sabía por qué le matábamos. Pero le hicimos callar porque nuestro trabajo era matar y el suyo, morir”. En esta misma línea se ufana de cómo hacen desaparecer los cuerpos de los fusilados, cargándolos nuevamente en el camión para quemarlos en el horno de la fábrica de cemento de Montcada. “De esta manera –dice muy satisfecho- como sus familiares no encontraban el cuerpo del detenido no sabían si este había podido escapar o estaba muerto” .
En ese marco de encarnizamiento, con la devastación inherente a las operaciones militares y la ferocidad que se supone a los combatientes, uno propende a aceptar casi todo. No obstante, siempre hay algo que sorprende, bien por su iniquidad, por su improcedencia o por alguna otra razón. En ese punto aparece lo macabro. Admitimos como inevitable la violencia de un combate pero es más difícil asumir la tortura cruelísima de una niña para que delate a su padre. El episodio en cuestión lo cuenta el biólogo Faustino Cordón y, en resumidas cuentas, se refiere a una niña de once años en el pueblo extremeño de Fuentes de León en septiembre de 1936: “para forzarla a confesar el escondite del padre, se le rapó la cabeza con la sola excepción de un pequeño mechón de cabellos” adornado con los colores de Falange. “Después fue violentamente azotada y finalmente enterrada hasta el cuello en una tumba abierta a propósito” en el cementerio, “mientras fusilaban en su presencia a otras mujeres… Jamás habló para delatar a su padre” aunque, pese a todo, el hombre fue descubierto poco después y fusilado .
Ahora bien, en una guerra y más en una guerra civil de las características de la española, no todo lo macabro podía ser producto de la planificación. Al contrario, lo habitual era que lo macabro surgiera de modo espontáneo, casi natural, como producto de las fuerzas desatadas. La guerra a ras de suelo era el estallido de las bombas, los bombardeos, el temblor profundo de la tierra; era el silencio de los refugios, un silencio nocturno “de ronquidos, gruñidos, toses y palabras de pesadilla”, con el “olor de la carne humana cociéndose en sus propios sudores”; eran los “jergones de esparto, húmedos de nieblas de noviembre”, las “mujeres hambrientas y trastornadas de histeria que habían perdido su hogar”; era, en fin, destrucción a mansalva, “repugnante y asquerosa como una araña pisada” . De este modo, lejos de ser un exceso verbal o un mero ejercicio retórico, el grito ritual de “¡Viva la muerte!” se había transformado en política de muerte: lo macabro como instrumento político.

*Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Autor, junto con Elena Núñez González, de ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014). Este artículo es una adaptación parcial de uno de los capítulos de la mencionada obra.

La muerte y lo macabro en la cultura española


LA MUERTE Y LO MACABRO EN LA CULTURA ESPAÑOLA

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

Publicado en Dendra Médica. Revista de Humanidades, vol. 13, nº 1, junio 2014.

http://www.dendramedica.es/revista/v13n1/03_La_muerte_y_macabro_cultura_espanola.pdf

RESUMEN
En la actualidad está muy extendida la idea de que la sociedad y la cultura españolas se distinguen por la fiesta y el vitalismo. Sin embargo, durante muchos siglos fue preponderante una visión opuesta, la España grave y ascética o incluso la España negra. En estas últimas fue determinante la presencia de la muerte y lo macabro. El presente artículo hace un recorrido por esta vertiente necrófila sin defender por ello una especificidad de la cultura española en este terreno.

PALABRAS CLAVE: Muerte, macabro, crueldad, vanitas, cultura española

ABSTRACT
Nowadays, there is the widespread belief that Spanish society and culture stand out for their vitality. Notwithstanding this, some centuries ago, the opposite point of view was predominant, that is to say, the ascetic and serious Spain. In this context, the presence of death and the macabre was decisive. This article walks around a necrophiliac side without attempting to defend Spanish specificity in this field.

KEY WORDS: Death, macabre, cruelty, vanitas, Spanish culture


1. Del morir y sus diversas formas

Aunque la muerte sea el destino inexorable del ser humano y, por ello mismo, eso que a todos nos iguala, hay muchas formas de morirse y muy diversas actitudes ante la muerte. Entre quienes piensan que la muerte es el final de todo y los que creen que hay algo después de ella, por citar las dos referencias arquetípicas, cabe una amplísima gama de posiciones. En términos más empíricos, hay amplio consenso en que no es lo mismo morir después de una larga vida que la muerte prematura o en la flor de la edad. Es usual asimismo distinguir una llamada muerte “natural” de la muerte violenta y, ya instalados en esa línea, debe reconocerse que, al menos en nuestra sociedad, esos calificativos o caracterizaciones de la muerte cambian radicalmente nuestra aceptación del desenlace: por eso trazamos, por ejemplo, una radical diferenciación entre la muerte apacible y la muerte angustiosa -si hablamos en términos psicológicos-, o entre la muerte “dulce” y la muerte después de terribles padecimientos, si el enfoque es primariamente biológico.
Del mismo modo, los estudios sobre la muerte adoptan muy diferentes perspectivas. De la muerte se ocupa, claro está, la religión –todas las religiones-, pero también ha sido tema prominente en el arte y la literatura a lo largo de todas las épocas y en prácticamente todas las sociedades. La muerte es, sin duda, una de las grandes cuestiones filosóficas pero al mismo tiempo es objeto privilegiado de investigación de un amplio arco de disciplinas científicas, empezando naturalmente por la medicina y la biología, y siguiendo por la antropología, la psicología o la historia. Hago todas estas distinciones –por otro lado, sobradamente conocidas- porque el título de este artículo es quizás demasiado amplio –o ambicioso en exceso- y temo generar expectativas que, aunque solo sea por la extensión a la que debo sujetarme, no voy a poder colmar. De ahí, por tanto, estas breves consideraciones preliminares.
Mi acercamiento al asunto que nos ocupa es el de un historiador. Podría afinar más y decir un historiador de las ideas y las mentalidades, más emparentado por tanto con el filósofo o con el antropólogo que con algunos profesionales de la historia, como los especializados en demografía o asuntos económicos. Aun así, tendría que seguir concretando porque, como ustedes sabrán, hay una importante escuela historiográfica francesa, los Annales, que ha dedicado una cierta atención a las actitudes ante la muerte a lo largo de la historia. Para ser todavía más preciso, citaré el nombre de un historiador, Philippe Ariès, que ha trabajado muchos años sobre el tema, ofreciéndonos unas obras que hoy son clásicas y, naturalmente, de obligada lectura para todo aquel que quiera transitar por este camino . No obstante, señalo todo esto en su vertiente negativa, es decir, tan solo para delimitar más nítidamente el campo en el que quiero moverme, que no se parece en casi nada al de estos ilustres colegas.
Quiero decir que estos autores (que trabajan normalmente en equipos o insertos en grandes proyectos de investigación) se interesan por las actitudes sociales ante la muerte, los ritos y ceremonias que rodean los decesos, las prácticas funerarias, las formas de enterramiento, los tipos de tumbas, mausoleos y cementerios en general, las misas y otros recordatorios (cuando hablamos de nuestro mundo occidental), las regulaciones sociales -tanto en lo relativo a los difuntos como a sus allegados y herederos-, los monumentos y homenajes que la comunidad o sus fieles dedican al finado, los registros parroquiales, las epidemias, los testamentos, las herencias, las creencias de ultratumba, los duelos, los tipos de luto, las catarsis colectivas y un largo etcétera de factores y matices que ahora nos parece extemporáneo seguir desgranando. Adonde queremos llegar es simplemente a la constatación de que la cuestión de la muerte es un tema amplísimo, imposible de abarcar en su conjunto para un solo autor si no se delimitan aspectos específicos.
Uno de esos aspectos es lo macabro. ¿Qué queremos decir con ese término? Lo macabro implica una interpretación específica de la muerte, una valoración determinada que no se detiene en el hecho en sí o en la simple aceptación de la realidad misma del morir. Fijémonos en su etimología, macabré, macabre o macabé, según las distintas fuentes, pero siempre como término asociado o derivado de los Macabeos, aquellos hermanos que según la Biblia sufrieron un martirio particularmente cruento. Y, sobre todo, extravagantemente, asociado como adjetivo al baile o la danza, la danse macabre, la muerte tomando festiva la mano de los humanos y bailando con ellos… ¿Para sonreír o para estremecerse de terror? ¿Celebramos la muerte o es ella la que celebra su victoria sobre los humanos? ¿Nos dejamos llevar por ella, ensayamos la resistencia, protestamos al menos? ¿La concebimos como bien, como liberación, o justo lo contrario? Ahí radica la paradoja. Que no sabemos bien qué hacer, cómo reaccionar, cómo actuar. La muerte parece a veces el mal absoluto pero también la puerta que se abre a otra vida mejor o, como mínimo, al descanso, el descanso eterno. De este modo, como no sabemos bien adónde nos conduce, su presencia nos fascina, nos impresiona, nos desarma, nos espanta…
Es verdad que la mayor parte de los estados de ánimo que suelen asociarse con la muerte tienen un significado negativo. Relacionamos con lo mortuorio términos como luctuoso, lúgubre, sombrío, aciago, doliente, agónico, fúnebre, siniestro, funesto, fatal… Todos ellos, obviamente, no son más que diversas variantes de una actitud afligida o taciturna, en el mejor de los supuestos. En el peor, hablaríamos de desesperación, es decir, de imposibilidad de aceptación. En cualquier caso, lo interesante de lo macabro es que da un paso más, hasta el punto de que se mueve en una órbita peculiar: lo macabro no tiene por qué ser lo tétrico o desagradable sin más, sino que puede buscar en la desgracia más atroz esa risa nerviosa o esa sonrisa que nos deja congelados. “Nadie ha visto jamás una calavera seria”, escribió Ramón Gómez de la Serna . Quedamos así en un estado de perplejidad. Lo macabro puede suponer una actitud pesimista, pero lo que está claro es que no se queda en el simple lamento.
Ello es así porque lo macabro implica una ruptura del orden establecido, conlleva una disposición que, si estuviéramos en el ámbito artístico, calificaríamos de expresionista o hiperrealista. En efecto, lo macabro se relaciona estrechamente con lo grotesco y el esperpento. Como a nadie se le oculta, Valle-Inclán fue un consumado maestro en ese juego de contrastes –sexualidad y muerte, casi siempre chocarreras- que provoca repulsión y risa, sin que quepa distinguir bien una de otra . Lo macabro distorsiona la realidad como un juego o un rompecabezas. Baraja elementos diversos como calaveras, esqueletos, vísceras, cuerpos en descomposición, fluidos, sudarios, tumbas, gusanos, sangre derramada, etc. Lo macabro busca el exceso, se complace en la paradoja, se regodea incluso en lo que otros rechazan. En esa línea, la mirada macabra presenta por lo general un punto irónico, sarcástico: nos muestra lo que no queremos ver y luego, además, nos incita a una reflexión que rompe los esquemas establecidos, empezando por el “buen gusto” y otras convenciones.
De todas maneras, conviene subrayar que en las páginas que siguen tenderemos a concebir lo macabro en sentido amplio y no restrictivo. La razón es muy sencilla: por lo todo lo que se acaba de argumentar, la conceptuación misma de lo macabro tiene una fuerte carga de subjetividad. Con frecuencia se despiertan resistencias, protestas o matizaciones cuando se adjudica esa etiqueta o caracterización. La mirada o la actitud macabra no siempre se reconoce como tal. Al contrario. No es extraño que se diga algo parecido a lo que sucede, por ejemplo, con el pesimismo: que no se puede o debe llamar tal a lo que simplemente es, a lo sumo, mero realismo, la contemplación de las cosas como son. Eso es, por citar una referencia ilustre, lo que decía el pintor Gutiérrez-Solana cuando alguien tildaba de macabra su pintura o su obra literaria. A veces el calificativo de macabro obedece tan solo a la falta de un contexto adecuado, como cuando juzgamos desde los parámetros actuales la fotografía post mortem de niños y bebés, que tan de moda estuvo en las primeras décadas del siglo XX . Por tanto, incluiremos bajo el epígrafe de lo macabro todo lo que sea recreación obsesiva o presencia insistente de la muerte, además, naturalmente, de la complacencia en la misma o del gusto por la paradoja que muchas veces lleva consigo. Y, en fin, vamos ya a contemplar desde esa óptica peculiar la cultura española.

2. ¿España festiva o España negra? El problema de las caracterizaciones globales

La primera cuestión que se plantea al desembocar en este espacio es la caracterización global de la cultura española. Hoy en día estamos acostumbrados, como consecuencia de determinadas políticas y campañas, a una estimación festiva de la cultura española y lo español en su conjunto. Dentro y fuera de nuestras fronteras resulta usual asociar España con la fuerza, la vitalidad, la pasión: España, “passion for life” dice un eslogan turístico, heredero en cierto modo del gran hallazgo franquista, “Spain is different”, hijo a su vez de aquella España romántica que crearon los viajeros decimonónicos. España primitiva (auténtica), indomable, visceral, impetuosa, individualista, aventurera y creativa, por citar solo algunos de los rasgos más destacados, en contraposición a aquella otra Europa burguesa, civilizada, aburrida, ordenada, gris, previsible y metódica. Si tomamos las coordenadas de hoy en día o adoptamos un encuadre sociológico, caben pocas dudas de que los rasgos arquetípicos de España –sol, calidez, fiesta, alegría, expansión, descanso, placer- se asocian naturalmente con la vida, no con la muerte.
Y, sin embargo, no siempre fue así. No siempre fue esa la valoración del país y sus habitantes, tanto por parte de los que llegaban como por los que radicaban aquí. La propia estampa romántica era ambivalente desde sus orígenes. España era atractiva, desde luego, pero por razones no exclusivamente positivas sino de un modo muy parecido, podría decirse, a como atraen el mal, el abismo o, en el mejor de los casos, la sorpresa y lo desconocido. España, “el país de lo imprevisible”, decía el inefable Richard Ford . La España romántica, por decirlo sin ambages, era también el país de la muerte: un país violento poblado de bandoleros y facinerosos, atrasado, inculto, fanático, sanguinario y cruel. Una nación, no se olvide, en la que hasta la más bella hembra llevaba una navaja en la liga para hundirla en el pecho del entrometido o del desleal a la primera ocasión. Una comunidad que no concebía divertirse sin derramar sangre a raudales, sangre de animales –en especial toros y caballos- pero también sangre humana. La propia “fiesta nacional” era el epítome de todo ello y fascinaba y horrorizaba a partes iguales.
Más allá de esas estimaciones superficiales, la propia consideración de la cultura española incidía en parámetros semejantes. La expresión cultural más fácil de ver es obviamente la pictórica, porque para apreciar las telas no hace falta conocer el idioma (requisito este último, dicho sea de paso, que le faltaba a la mayor parte de los viajeros). La pintura de nuestro Siglo de Oro, que tanto deslumbró a los visitantes de primera hora, presentaba rasgos de dolor, sufrimiento, martirio o crueldad que fueron magnificados o acentuados por encima de otros caracteres. En todo caso, además, siempre estaba Goya, naturalmente el Goya más tenebroso, que es el que más hechiza, el de los fusilamientos y las pinturas negras. Muertes atroces, aquelarres, mazmorras tenebrosas, suplicios, garrote vil, brujos y brujas, dementes, monstruos…, toda la galería de horrores se desplegaba en un desfile genial ante los ojos asombrados de los visitantes para trazar un panorama de miseria, represión, brutalidad, fanatismo, destrucción y, en definitiva, muerte. El tipo de muerte que se asociaba con la nación quedaba así siempre más próxima a lo macabro que a cualquiera otra modalidad.
Dirijamos un último vistazo a la España romántica. A la estampa decimonónica se viene a sumar, ya a finales del mismo siglo, una acuñación que desequilibra la coexistencia de factores heterogéneos que hasta entonces se había mantenido en el estereotipo romántico en beneficio de una determinada tendencia, la más negativa: se pasa pues de una España de luces y sombras, de claroscuros violentos si se quiere, a una España marcadamente negra, como establece el famoso libro de Regoyos y Verhaeren, luego prolongado en las pinturas del primero y más tarde continuado por la obra de parecido título de Solana . España, un país literalmente obsesionado por la muerte, se dice categóricamente en el primero de los libros citados. El punto de partida condiciona el itinerario como no podía ser menos. El itinerario está formado por sucesivas estaciones de dolor, sufrimiento, pena, agonía y luto, siempre en unas coordenadas de atraso e indigencia. Se dibuja así un país de procesiones, iglesias tétricas, rostros demudados, cortejos fúnebres, tumbas y cementerios.
Se dirá con razón que todo ello conforma desde sus mismos cimientos un entramado de simplificaciones, cuando no directamente distorsiones o hasta infundios. Ese es el material con el que están hechos los tópicos. No vamos a negarlo, desde luego, pero sí tenemos que dejar constancia de que esas visiones, por muy sesgadas o pedestres que parezcan, constituyen el mimbre del que todos nos servimos, inevitablemente, para construir una imagen abarcable del mundo que nos rodea. La persistencia y capacidad de penetración de estas esquematizaciones difícilmente puede ser exagerada . De hecho, si nos ponemos puristas o estrictos, lo primero que tendríamos que hacer es renunciar por ejemplo, no ya a la caracterización de la cultura española, sino al propio uso de este último sintagma. Pero lo cierto es que, muy por el contrario, lo seguimos utilizando tanto en las circunstancias más triviales como en los análisis más sesudos.
En último extremo, nuestra obligación como historiadores es dejar constancia de lo que hay. Las actitudes, las tendencias, los tópicos o las valoraciones sociales son también realidades con las que tenemos que contar. Trataremos, eso sí, de ser críticos. Desde nuestro punto de vista, la existencia de elementos y caracteres contrapuestos es lo que nos impide singularizar la cultura española con un único sello. Creemos errónea la visión unilateral de lo español como sinónimo de lo lúdico o festivo, pero eso no nos debe llevar al otro lado del péndulo, defendiendo una visión contrapuesta, esa España de negruras de la que también hemos hablado. Consideramos en suma que la muerte y lo macabro ocupan un papel importante en la cultura española, pero sin que quepa detectar una especificidad de conjunto en este sentido . Quizás no somos en el fondo tan risueños como algunos no quieren hacer creer pero eso no nos convierte necesariamente en amargados o agoreros. Aquí, por razones de nuestro estudio, nos vemos obligados a subrayar los aspectos necrófilos de la cultura española, pero es importante advertir que esta presencia de la muerte y lo mortuorio suele conjugarse en cada momento y cada situación con elementos de signo opuesto.

3. Ser para la muerte

Olvidémonos, pues, de la pretensión de establecer una valoración de conjunto y vayamos a los hechos mismos. No es necesario en suma defender una determinada interpretación de la trayectoria histórica hispana –en uno u otro sentido- para reconocer que nuestra cultura clásica, la que comienza en el Renacimiento y alcanza pronto su plenitud en el llamado Siglo de Oro, no puede comprenderse sin tomar en consideración como elemento aglutinante una profunda melancolía que, según los casos, se contiene con el recurso al humor (Cervantes) o se desata en una concepción muy negativa de la existencia humana. Podría afirmarse que, anticipándose al existencialismo contemporáneo, el de Heidegger o Sartre, hallaríamos también aquí, en autores como Quevedo en la literatura y Valdés Leal en la pintura, una evaluación sustancialmente adusta del hombre como ser para la muerte. Es verdad que esa muerte no siempre se presenta con rasgos terroríficos, ni mucho menos. A veces es tan solo una pesadumbre resignada, como en las Coplas de Jorge Manrique. Pero creemos no exagerar al decir que constituye una constante o una característica insoslayable el sentido grave de la existencia, como delatan los retratos de la “escuela española”.
Incluso en la obra de un renacentista típico como Garcilaso, según ha puesto de relieve un reciente estudio biográfico, se percibe esa melancolía que pronto se expandirá, adoptando diversos grados y manifestándose en distintos modelos, según los autores o las formas expresivas. Así, en los grandes místicos –Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz- es un tormento más acusado porque dicen ansiar la muerte, una muerte que se demora poniendo a prueba al creyente –“muero porque no muero”-. Muy relacionado con esas actitudes está el ascetismo, la retirada a la vida monacal, la huida del mundanal ruido, de las pompas y vanidades de este mundo, que plasmará por ejemplo un Zurbarán. O el espiritualismo exacerbado del Greco, que parece rechazar la carne y todos los elementos materiales para elevarse más fácilmente hacia Dios, al que solo se puede llegar si se traspasa la puerta de la muerte. Toda atadura a este mundo no solo es un error sino algo más profundo, un pecado que nos puede costar la salvación. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Las famosas palabras del Eclesiastés se tienen presentes como advertencias supremas.
Pero no solo se trata de la profunda impregnación del sentido católico de la existencia en un tiempo y una sociedad determinados. No se puede desconocer que existen también otras razones más materiales que abonan el pesimismo vital de varias generaciones y marcan profundamente la cultura del período. El Imperio español va perdiendo batallas decisivas y con ellas influencia en los asuntos europeos. Castilla se desangra, pese a las remesas de oro que llegan de América. Se generalizan las guerras y con ellas, la miseria, la despoblación, el abandono de las actividades productivas. En la propia península se abren importantes cismas con la rebelión de catalanes y portugueses (1640). La percepción de entrar en declive –la famosa “decadencia”- es tan evidente que no hay autor importante que no la termine reflejando de un modo u otro en su obra. Todo se alía por tanto, desde la concepción contrarreformista de la existencia a los reveses políticos de la Monarquía, para pergeñar un horizonte en el que la muerte se dibuja como destino final de hombres y naciones. La vida, al fin y al cabo, no es más que un sueño, dictaminarán Calderón y Quevedo. ¿Tiene sentido aferrarse a ella?
Más aun que en las letras, en las representaciones pictóricas de la llamada escuela española podemos hallar el peso de la muerte en la cosmovisión hispana. Hemos dicho con toda intención el “peso”, porque es una carga o, si se prefiere el juego de palabras, un auténtico pesar, una dura pesadumbre, que condiciona la vida hasta tal punto que hace de la existencia en este mundo, en el mejor de los casos, una prueba, un tránsito, un paréntesis, una etapa provisional. Así lo reflejan los artistas (como, por otro lado, lo hacen también los místicos, los poetas, los dramaturgos, los literatos o los pensadores). Lo curioso del caso es que, desde una óptica católica, la presencia de la muerte no tendría por qué tener necesariamente unos perfiles inquietantes. Sin embargo, salvo algunas excepciones –por ejemplo, la apuntada impaciencia mística-, se impone el aviso admonitorio o incluso la advertencia apocalíptica .
Así sucede en la alegoría titulada El árbol de la muerte, una obra de Ignacio de Ríes de 1653 que se conserva en la Catedral de Segovia: cuando Jesucristo se dispone a dar la campanada final –el fin del mundo- la muerte se apresta gozosa a talar el árbol de la vida, en cuya copa unos alegres y desprevenidos comensales celebran una alegre comilona. Mucho más descarnado y macabro es un lienzo de autor anónimo titulado Cabeza de muerto, fechado hacia 1680. En él contemplamos tan solo una cara desencajada, que corresponde a un individuo ahorcado. Un hombre que acaba de morir pero que aún conserva perfectamente dibujada en su faz la angustia de la muerte. No solo es el dolor o la tortura de la carne, sino algo más profundo, la resistencia del organismo vivo ante la llegada de lo desconocido y, al tiempo, inevitable. Podría decirse también que es el pánico del ser que se precipita al abismo. En cualquier caso lo que distingue a la sensibilidad barroca es una cierta recreación -¿morbosa?- en ese punto. No es ocasión para insistir en ello. Me limito tan solo a citar esas muestras, cuya representatividad difícilmente puede ponerse en duda por todo aquel que conozca la mentalidad del período .
Pero, como hemos apuntado, no solo es el Barroco o nuestro Siglo de Oro, como tampoco es solo una cuestión de pintura y literatura. En el fondo, estamos hablando de una actitud ante la vida (trascendente, católica: llámesele como se prefiera) que traspasa las delimitaciones cronológicas estrictas, de la misma forma que se expresa con todos los recursos disponibles, no solo los específicamente artísticos (aunque en estos, obviamente, sea más fácil de ponderar). Eso no quiere decir que mantengamos la existencia de una constancia que pueda entenderse como esencia, como aquella inefable “alma de España” que defendieron en su momento tantos intelectuales.
No, ni mucho menos, no estamos hablando de metafísica, sino de ciertos rasgos persistentes en nuestra forma de concebir el mundo y, por tanto, de nuestra cultura. Baste pensar, como antes dijimos, en Goya y en general en nuestro siglo XIX, si prolongamos la reflexión y la mirada hacia nuestros días. Por eso, cuando llegamos al siglo XX y –pongamos como ejemplo- a un autor como Gutiérrez-Solana, tenemos que reconocer que la delectación macabra que encontramos en él y otros coetáneos (Unamuno, Valle-Inclán, etc.) no es sino la continuación o, en cierto modo, la culminación de una larga trayectoria.
Permítasenos que una vez más nos acojamos para reforzar nuestra interpretación a un testimonio de autoridad. En este caso, nada menos, que a Federico García Lorca. En “Teoría y juego del duende”, Federico describe a España “como país de muerte, como país abierto a la muerte”. Hay una cierta desmesura en esa caracterización lorquiana (por lo menos, desde nuestro punto de vista), como cuando dice que “un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo”. Ya hemos dicho que somos contrarios a ese tipo de caracterizaciones globales. Pero junto a esos excesos, el gran conocedor de la cultura española que es el vate granadino, apunta certeramente toda una serie de manifestaciones artísticas, desde El sueño de las calaveras de Quevedo hasta el Obispo podrido de Valdés Leal, pasando por poesías y coplas de todas las épocas, que muestran “un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte”.

4. La muerte… ¿fiesta nacional?

Es incuestionable que en casi todas las naciones o, por lo menos, en las grandes culturas, se da una corriente necrófila de esas características. ¿Hay algo especial en la circunstancia española? Continuemos en la línea de reflexión del literato andaluz. Asegura Lorca que la muerte y lo que él denomina el “duende” (es decir, el arte, la inspiración) se alían y se confrontan en la fiesta nacional por antonomasia, las corridas de toros. España, señala el escritor, “es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras”.
En estas tierras ibéricas, prosigue el poeta, la exaltación de la vida es indisociable del canto a la muerte, como una primavera trágica. Así lo han sentido y expresado secularmente los mayores artistas de nuestra historia: “Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benavente en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In Record tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española” .
Aunque pueda resultar ocioso para los que nos movemos en el contexto español, conviene enfatizar un rasgo de esas actitudes ante la muerte que desconcierta a los foráneos. Cuando se habla de la fiesta nacional o del juego con la muerte, el extranjero –el extraño- tiende a pensar en ligereza o frivolidad. Nada más opuesto a la realidad. Claro que se puede jugar con la muerte. Pero, por lo menos en el caso español, suele tratarse de un juego trágico, ese que siempre contempla la posibilidad de que en un segundo el entusiasmo, la alegría o hasta la risa se trueque bruscamente en tragedia, llanto o, en definitiva, muerte.
A las cinco de la tarde…, como diría nuestro antes citado poeta granadino. A las cinco de la tarde… puede empezar el momento de gloria o acontecer el desenlace fatal. Los extremos se dan cita en el mismo acontecimiento. Eso es también muy español. En un desplante chulesco, nos jugamos la vida a cara o cruz. Esa es la esencia del espectáculo taurino, lo que el aficionado llama su “autenticidad”. Aquí, al contrario de otros grandes espectáculos modernos, no hay representación. O, si la hay, es sobre un fondo de verdad. La muerte es de verdad. Y nadie sabe si va a contemplar finalmente el triunfo provisional de la vida o el zarpazo definitivo de la Parca.
Si se tiene eso en cuenta se entienden mejor otros rasgos de la cultura española en este terreno. Más que un juego frívolo o aparentemente despreocupado con la muerte, como se da en la cultura mexicana, el español ha tendido tradicionalmente a una cierta solemnidad. En una carta dirigida a Antonio Machado la poetisa Fina García divagaba sobre “ese quehacer tan español: que es morirse y estar muerto” . Concedamos que también aquí hay una manifiesta exageración, pero es innegable que la cultura española –como resultado de la impregnación católica o por lo que sea- ha tenido por lo general una clara propensión a lo grave, austero y trascendente. En el extremo opuesto, la negación apasionada de la muerte ha conducido a un vitalismo vehemente. Entre uno y otro polo, la actitud española ante la vida y la muerte se ha situado con insistencia en una línea de rencor sordo, burla cruel, exacerbación grotesca, esperpento… Piénsese en las grandes aportaciones españolas en este terreno, desde el Quijote o la picaresca hasta las piezas teatrales de Valle-Inclán. Los observadores foráneos también han coincido en destacar este rasgo como característicamente hispano: el contraste brutal, el claroscuro violento, la genialidad goyesca, la tragicomedia. Una vez más, como antes decíamos, los extremismos.
Se ha dicho en muchas ocasiones de la cultura española que es una “cultura de la muerte” . Unamuno sostenía que la obsesión por la muerte era una característica nacional. Maeztu suscribía en lo esencial ese planteamiento. Si hay una constante en toda la obra lorquiana, esa es sin duda, según el también poeta Pedro Salinas, la presencia asfixiante de la muerte . Hemingway contraponía la actitud esquiva ante la muerte de ingleses y franceses con la franqueza y naturalidad de los españoles . Con un tono en apariencia frívolo, pero con notable agudeza, Luis Carandell se ha referido en múltiples ocasiones a la “presencia persistente” de la muerte en la cultura española . Y podíamos seguir acumulando testimonios en el mismo sentido. Pero, como ya hemos dicho, nuestro objetivo no es tanto apuntalar un planteamiento apriorístico como mostrar empíricamente una realidad, la impronta de la muerte en general y de lo macabro en particular en nuestra cultura. Dejaremos por ello las caracterizaciones globales para mostrar simplemente en las líneas que siguen la huella necrófila en algunas expresiones artísticas y literarias de nuestra historia reciente.
En ese periplo, Unamuno, al que acabamos de citar, puede ser no solo una referencia incontestable, sino un magnífico punto de partida para desbrozar la actitud necrófila de los grandes autores españoles a lo largo del siglo XX. El rector salmantino representa tanto en su vida como en su obra esa actitud severa, grave, austera, un tanto áspera, un mucho lóbrega, que ha pasado por ser característica de una determinada España. No en vano es el autor que escribe Del sentimiento trágico de la vida, que vive y teoriza el cristianismo como agonía, que entiende el patriotismo como militancia trágica y que, desde su juventud, se familiariza con la muerte .
Por expresarlo de manera rotunda, podría decirse que Unamuno entiende la vida humana como un desafío a la muerte. Esta es una de las pocas constantes que se pueden encontrar en una obra caracterizada por los zigzagueos, las paradojas y hasta las contradicciones. Ya lo dijo con su habitual agudeza Antonio Machado: el filósofo bilbaíno fue, entre todos los pensadores españoles que hicieron de la muerte un credo filosófico o religioso, el más rebelde y el menos senequista, porque nunca quiso resignarse a su destino mortal . De ahí, en consecuencia, que nunca pueda distanciarse de su aliento frío, de su sombra inquietante. Como si fuera una premonición, pues don Miguel terminó viviendo sus últimos meses de vida obsesionado por un grito que vería convertido en cruel realidad, como una pesadilla macabra: el “¡Viva la muerte!” de Millán Astray enseñoreándose de su Salamanca natal y de España entera.
Don Ramón María del Valle-Inclán constituiría por derecho propio el segundo gran hito en la trayectoria que estamos trazando. En su caso, decir tan solo que la muerte es una de sus grandes obsesiones sería a todas luces quedarse corto. Porque si ya en Unamuno se percibe una cierta delectación hacia lo macabro, en el genial dramaturgo gallego esa propensión se expresa con crudeza y desparpajo, sin cortapisa alguna. Su estética y su universo están teñidos de las tintas más negras. Hay una evidente complacencia en los aspectos más repulsivos de nuestra materialidad. La muerte en Valle-Inclán, lejos de ser una muerte dulce, sosegada o placentera, es una muerte artera y brutal, sucia y tenebrosa, sórdida y despiadada. Cuando no, simplemente, ridícula.
Todo lo que se acaba de apuntar, lejos de ser una simple valoración de conjunto, adopta en el autor del esperpento los perfiles de una minuciosidad extrema en todo lo relativo a resaltar los detalles repulsivos o degradantes del trance supremo. Como han señalado algunos analistas, en Valle se percibe claramente "una verdadera fascinación por la crueldad y la barbarie" , hasta el punto de que estos rasgos lo impregnan todo, lo contaminan todo. Así, amor y muerte aparecen inextricablemente unidos, pero no en la convencional acepción de antítesis sino en una síntesis macabra que los degrada a lujuria y putrefacción, a deseo carnal y descomposición física y moral. La vida no es aquí sueño, como en Calderón, sino una alucinación o una pesadilla. En el mejor de los casos, una broma macabra que termina abruptamente, sin que logremos entender casi nada. Esa realidad es la que justifica la expresión esperpéntica, la única manera de retratar un universo aberrante.

5. Recreación en lo macabro

El pintor y escritor José Gutiérrez-Solana sería nuestra tercera gran referencia en esta primera mitad del siglo XX. Aquí, todavía más claramente que en los casos anteriores, la presencia de la muerte es tan apabullante que casi hace innecesaria glosa alguna. En su caso, basta abrir los ojos y contemplar los apuntes, dibujos y, sobre todo, los lienzos. Aunque, una vez más, tendríamos que rectificarnos a nosotros mismos, porque señalar simplemente que la muerte es la principal constante del universo solanesco, sin ser incierto ni mucho menos, significa nuevamente quedarnos cortos en la caracterización. El Goya más lóbrego se reencarna en este pintor alucinado, retratista de una realidad putrefacta.
Con la coartada del naturalismo –de la mirada ingenua, incluso- Solana se recrea morbosamente en lo macabro. Más allá incluso del esperpento, el universo solanesco es sucio, infecto y degradante. Su estética necrófila tiñe de sangre, vísceras y fluidos corporales cualquier contemplación de la realidad, incluso la más banal. En Solana nunca podemos olvidar que incluso el más bello rostro no es más que el disfraz momentáneo de una calavera. Podría pues decirse que nos movemos en una órbita en que el antes mencionado “ser para la muerte” adopta la variante de ser... para los gusanos, la putrefacción, la hediondez...
Ya que hemos recalado en el campo pictórico, sería imperdonable que dejáramos de citar en este contexto a nuestro pintor más universal, Pablo Picasso, no tanto porque toda su obra aparezca tiznada con la huella de la muerte –decir eso en una producción tan inmensa y variopinta sería insostenible- sino porque la presencia de esta en algunas de sus obras más características permite reforzar la argumentación que nos ha traído hasta aquí. Si quisiéramos simplemente detenernos en lo más obvio podríamos señalar sin faltar lo más mínimo a la verdad que algunas de sus obras más emblemáticas, como el Guernica, Osario y Masacre en Corea tienen a la muerte como protagonista absoluta. Pero, más allá de esa constatación evidente, quisiéramos desentrañar un aspecto más sutil y, al mismo tiempo, más imbricado en nuestro campo temático. Lo hacemos de la mano de un especialista en historia del arte, el profesor Robert Rosenblum.
Al escudriñar la huella de la tradición pictórica española en la obra del malagueño universal, encuentra Rosenblum múltiples elementos compartidos entre la producción picassiana y la pintura de nuestro siglo áureo. La principal de ella, en opinión del citado especialista, es “la presencia recurrente de la muerte, en forma simbólica o explícita”. Los casos o ejemplos que aduce para sostener esta interpretación son variopintos . Su seguimiento o rastreo, sin embargo, quedan fuera obviamente de las posibilidades de este artículo. Pero no quisiéramos dejar pasar la oportunidad de consignar que la recreación picassiana de la muerte tiene siempre o casi siempre un punto mordaz, muy en consonancia con la tradición cultural española en la que se asienta.
Picasso, en efecto, contempla la muerte como una figura burlesca, un poco en la línea de la representación clásica de la danza macabra. Por eso él, un vitalista vehemente, se siente tentado a desafiarla. Así, es habitual que en algunas de sus composiciones cubistas los elementos macabros se entreveren con elementos cotidianos en un totum revolutum que nos induce a plantearnos que vida y muerte son indisociables. Puede añadirse, a nivel anecdótico pero sumamente revelador, un rasgo de su carácter que elucida su actitud en este terreno: Picasso disfrutaba colocando símbolos de muerte, como las calaveras, en el ámbito doméstico. Memento mori en versión sarcástica.
La segunda mitad del siglo XX, marcada por la sombra ominosa de la guerra civil, ofrece –tanto fuera, en el exilio, como dentro de España- múltiples manifestaciones intelectuales (poesía, novela, ensayo, etc.) que colocan la muerte, individual o colectiva, simbólica o naturalista, como tema central de reflexión. Nos limitamos a mencionar dos figuras incuestionables tanto por su talla intrínseca como por su valor representativo: Delibes y Cela. El primero de ellos, como es sobradamente conocido, saltó a la fama al serle concedido el Premio Nadal de 1947 por una obra que en su propio título llevaba la huella mortuoria: La sombra del ciprés es alargada.
El contenido de la novela hacía honor al título, con la presencia asfixiante de la muerte en las coordenadas existenciales de unos seres humanos que, en la más genuina tradición de la cultura española, transitaban por este mundo como un auténtico valle de lágrimas. No es descabellado por ello interpretar el sentido de la obra como una de las posibles variaciones del tema clásico de la vanitas, despojada en esta ocasión del revestimiento eclesiástico tradicional. Dicho en otras palabras, la actualización de un motivo recurrente a lo largo de los siglos. En cualquier caso, el protagonismo de la muerte en la obra del autor vallisoletano no se limita ni mucho menos a esa novela sino que, como es sabido, constituye una constante en su obra, desde Cinco horas con Mario a los diversos retratos de esa Castilla profunda en los que la muerte tiene una presencia abrumadora. Perdura así una interpretación de una España interior más muerta que viva (entiéndase en todos los sentidos posibles), en la que ya habían incidido antes autores como Azorín y Baroja.
El caso de Cela es más espectacular todavía porque la muerte adopta en su obra la fisonomía abiertamente cruel y desaforada que también había estado presente en una parte de la tradición española, la que parece regodearse en el sufrimiento, en el descuartizamiento de la carne, en los suplicios más espantosos. Desde El jardín de las delicias a las pinturas negras, desde Quevedo a Valdés Leal, hay una visión de la muerte poco o nada sutil que desemboca en lo decididamente macabro. Cela se inscribe por derecho propio en esa estela, hasta el punto de que no pocos críticos sitúan el nacimiento de esa corriente literaria que denominan tremendismo en La familia de Pascual Duarte.
Independientemente de que nos complazca más o menos la denominación, hay que convenir que, en efecto, todo en la vida de Pascual Duarte es tremendo. Y siendo la vida un suplicio, no lo es menos la muerte o, mejor dicho, las muertes en general, vividas como episodios grotescos, opresivos, sucios y espeluznantes. No podemos dejar de recordar a Valle-Inclán y a Solana. Como decíamos antes con Delibes, tampoco en Cela todo esto es una casualidad, ni se trata de una serie de pinceladas anecdóticas. La trayectoria posterior del novelista gallego nos muestra a un autor que persigue los aspectos más lóbregos de la muerte, desde el angustioso San Camilo 1936 al ambiente de venganzas macabras de la Mazurca para dos muertos.
Nos hemos limitado a una reducida muestra. Son muchos, muchísimos más, los autores, las obras, las referencias posibles. Hemos hablado básicamente de pensamiento, narrativa y pintura. Podríamos haber ampliado la perspectiva y haber dado cabida a la religión, la antropología o, ya aproximándonos a nuestro tiempo, el séptimo arte o las nuevas manifestaciones culturales. En todo caso, debe quedar constancia de que los autores y obras aquí citados no son más que la punta de lanza de otros múltiples nombres y elaboraciones que expresan o reflejan un planteamiento similar. Con todo, como decíamos al principio, no hemos nunca pretendido sustentar la tesis de una especificidad española en este terreno. En nuestra opinión, no hay una “muerte española”, como decía José Antonio Primo de Rivera, ni siquiera una interpretación originalmente hispana de la muerte, como se ha dicho desde diversos ángulos . Tampoco detectamos una singularidad de la cultura española en relación a lo macabro. Eso sí, creemos en cambio que nadie nos podrá discutir la importancia que tienen tanto la una -la muerte- como lo otro -lo macabro- en nuestra manera de enfocar la vida y el mundo a lo largo de los siglos.

España, 1914


ESPAÑA 1914:
LA GUERRA, LOS INTELECTUALES Y EL NACIONALISMO ESPAÑOL

Andreu Navarra Ordoño: 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española, Cátedra, Madrid, 2014. 256 pp.

Publicado en Revista de Libros, septiembre 2014, revistadelibros.com

http://www.revistadelibros.com/resenas/espana-1914


RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

Nos hemos acostumbrado a que nuestros ritos y conmemoraciones (desde lo político en sentido amplio a lo cultural en sentido estricto) funcione a golpe de efemérides, con los inconvenientes (muchos, en mi opinión) y las ventajas (algunas, debe reconocerse) que ello supone. Aceptamos por ello con absoluta naturalidad que hay que recrear (¿re-pensar?) los grandes acontecimientos o las figuras señeras de nuestro mundo cuando se cumplen determinados años, cualquier fecha redonda para entendernos: antes eran los centenarios, pero ahora hay manga ancha para menos (diez, veinte, veinticinco, treinta, cincuenta años) y también, claro, para más (bicentenarios, tricentenarios, etc.) Bien es verdad que en esto, como en casi todo, la memoria es selectiva y por ello la rememoración –o magnificación- de algunos eventos y personajes en detrimento de otros, relegados a la indiferencia o la marginación, dice más sobre nosotros mismos que sobre los hechos o sujetos que presuntamente tratamos de evocar. Me bastará con recordar, sin irme por los cerros de Úbeda, que este año celebramos con toda pompa, apoyo político y aparato mediático el IV Centenario de la muerte del Greco, o que acaba de celebrarse un Congreso que recuerda el centenario de la publicación de un libro, las Meditaciones del Quijote de Ortega (hasta se ha hecho una edición facsímil y crítica conmemorativa de dicha obra con la participación de importantes instituciones culturales ). Sin entrar en juicios que no me competen, llama la atención –por contraste, claro- el discretísimo recordatorio de otros centenarios, como el del nacimiento de Julián Marías, una figura que, dejando ahora aparte sus valores intrínsecos, no resulta presa rentable para tirios y troyanos.
Con todo, debe reconocerse que hay centenarios y… centenarios, o sea, conmemoraciones traídas por los pelos y otras que parecen imponerse con una fuerza difícil de cuestionar. No es obviamente un asunto propio de nuestros lares, sino una tendencia general e imparable que podemos cargar sin mucho remordimiento a la cuenta de las exigencias mediáticas, que es como decir de los requerimientos de la época que nos ha tocado vivir. Todos esos hilos se anudan de modo natural, por entrar ya en materia, en la fecha de 1914, el año en que empieza la Gran Guerra –luego I Guerra Mundial- y sobre todo el año en que comienza el verdadero siglo XX (1914-1991) –el “siglo XX corto”, en la certera acuñación popularizada por el historiador Eric Hobsbawm, tan repetida que es ya un lugar común-. 1914 es la puerta que conduce a nuestro mundo, el mundo actual. Eso nadie lo discute . Podemos por ello en este caso ser más comprensivos con la avalancha conmemorativa que ha llegado a las librerías y ha tomado como motivo fundamental -como no podía ser de otra manera- el desencadenamiento de las hostilidades bélicas. No voy a entrar en ese terreno, que ya ha sido desbrozado con maestría hace pocas semanas por el historiador Borja de Riquer en estas mismas páginas . Apuntaré tan solo como complemento que, junto a la traducción española de algunas obras de referencia de notables autores extranjeros, algunos especialistas españoles se han apuntado a la evocación de aquella coyuntura, bien con obras de carácter general , bien con estudios específicos de lo que supuso la conflagración para un país neutral, como España, que la sufrió de modo indirecto . Y conviene añadir que la marea bibliográfica no solo se circunscribe al terreno historiográfico sino que llega al campo de la ficción, con algunas novelas que, por cierto, han tenido un considerable impacto mediático y un nada despreciable índice de ventas .
El libro de Andreu Navarra que motiva esta reseña, Aliadófilos y germanófilos en la cultura española, a pesar de centrarse en 1914 y tener la Gran Guerra como telón de fondo, presenta unas características muy diferentes de todo lo expuesto hasta ahora. En puridad, no trata de la magna confrontación propiamente dicha ni del nuevo escenario al que dio lugar sino tan solo de un país, España, que se apasionó por la contienda pero no intervino en la misma, y de un debate político que puede resumirse en un punto, el papel o el lugar que debía desempeñar España en el mundo (puede afinarse, si se quiere: en el viejo mundo que contendía y en el nuevo que iba a surgir de la catástrofe). Para comprender la trascendencia de esa reflexión pública , debemos hacer antes que nada un esfuerzo para pergeñar el sustrato que ocasiona la apasionada controversia. Y para ello nada mejor que tomar como punto de partida de nuestra reflexión esta sencilla pregunta: ¿qué pintaba España en el tablero internacional en 1914? Para no ser severos ni crueles nos limitaremos a decir simplemente que no mucho. No es un dictamen personal ni una apreciación derivada de nuestra presente perspectiva histórica sino una evidencia que se impone al observador –a cualquier observador, al nacional y al extranjero- el mismo año de marras. La cuestión es esencial para lo que aquí tratamos, como podrá comprobar inmediatamente quien siga leyendo.
La España de 1914 sigue siendo la España humillada del 98, que no solo se lame las heridas sino que parece regodearse en sus fracasos, que adquieren en la conciencia nacional dimensiones insondables. De Imperio colosal a país de segundo orden, las vacilantes tentativas de recuperar el prestigio en el concierto de naciones mediante una renovada política colonial, ahora en el norte africano, se saldan en el mejor de los casos con acuerdos problemáticos (Conferencia de Algeciras, 1906: España, peón de brega en la disputa franco-germana), cuando no directamente con sonoros fiascos que, para seguir la estela crepuscular son calificados de “desastres” (Barranco del Lobo, 1909; aún quedaba un tercer desastre, el de Annual, en 1921). No quiero en todo caso insistir en lo que he denominado en otra ocasión “el peso del pesimismo” en el devenir hispano del siglo XX y muy concretamente en esos primeros decenios. Me limitaré a un registro empírico que considero sumamente imparcial y al tiempo sobradamente revelador. Del conjunto de obras generales aparecidas con ocasión del centenario, he manejado tres de las más sólidas, las que firman Max Hastings, David Stevenson y Margaret MacMillan . Prácticamente no existen menciones a España en la primera de ellas; son muy escasas y circunstanciales en la del segundo (Stevenson) y algo más abundantes –aunque tampoco mucho- en la de MacMillan, pero solo para recordar que España sufrió una aplastante derrota en 1898, que fue uno de los países europeos en los que más se cebó la “propaganda por el hecho” anarquista y que, además de tener un gobierno neutral, era un Estado débil, en el que “las huelgas y la violencia estaban llevando a grandes zonas del territorio rural al borde de la guerra civil”. Sin ánimo de parecer sarcástico, creo en definitiva que podría decirse sin mucha exageración que la mención más extendida internacionalmente de nuestro país en estos años fue la que calificaba la espantosa pandemia de gripe causante de millones de muertes en 1918: la “gripe española”.
Los historiadores que destacan que algunos de los contendientes tuvieron un cierto interés en cortejar a España -bien para que participase al lado de uno u otro bando, bien (lo que fue mucho más normal y frecuente) para que mantuviera su neutralidad u obtener determinadas facilidades- reconocen por otra parte que, independientemente de esa voluntad de retraimiento de las autoridades españolas (el rey, el gobierno y los partidos dinásticos), lo verdaderamente decisivo para la no-intervención fue el hecho de que la implicación española era más un engorro que un refuerzo. En esto coincidían los gobiernos y los Estados Mayores de las potencias en liza. Con una economía débil, unas extensas costas y, sobre todo, un ejército en bancarrota, España restaba más que sumaba. Ese amargo corolario, una vez más, no es solo el producto de una aviesa mirada foránea ni una interpretación desde aquí y ahora sino una extendida convicción entre la elite española de la época, y era además compatible con actitudes neutralistas o belicistas en uno u otro sentido. Dicho análisis, como bien subraya y glosa Andreu Navarra, constituyó la línea medular de las intervenciones públicas de personajes tan diferentes en todos los sentidos como Francesc Cambó, Antonio Maura y Luis Araquistáin. Y no solo ellos. En cierto modo, era también la posición del francófilo Manuel Azaña –una figura capital en este asunto por la que, sin embargo, Navarra pasa como de puntillas-, sobre todo cuando sostenía con vehemencia –y con la retórica propia del momento- que jamás “un suceso de magnitud tamaña se ha encontrado un pueblo menos preparado que el pueblo español para afrontarlo”. Esta certidumbre enlaza además directamente con lo antes expuesto y es la que permite a Andreu Navarra recordar desde la primera página de su libro la interpretación de Azorín de que 1914 era para España, por encima de todo, un nuevo 98.
Lo que se dilucidaba en el caso español, en opinión de los más perspicaces, no era propiamente hablando una cuestión de voluntad –mantener la neutralidad o intervenir a favor de unos o de otros- sino más bien de falta o patología de aquella, es decir, de impotencia, para ser exactos. De ahí el dictamen de algunos neutralistas (la neutralidad como obligación: ¿qué otra cosa podíamos hacer?), pero también en el fondo el voluntarismo de algunos belicistas, deseosos de curar la secular impotencia hispana con terapia de choque. En cualquiera de las opciones el panorama nacional en aquel trance histórico se dibujaba con tonos particularmente sombríos: a nadie le interesaba “y menos que a nadie a Francia, que España se alinease con ella como nación beligerante (…) Entrar en la guerra hubiera expuesto a España a ser otra Bélgica (…) y Francia hubiera perdido el contacto directo con sus colonias y a un óptimo conjunto de proveedores vascos y catalanes” (pp. 57-58). Esa era la realidad de fondo, la triste realidad que trataban de enmascarar las proclamas histéricas o, en el mejor de los casos, el entusiasmo impostado de algunos sectores, básicamente aquellos que se autodenominaban aliadófilos. Bien es verdad que, llegados a este punto, se impone o debe imponerse la prudencia y la matización: ni es cierto que el país se dividió en dos bloques equivalentes enfrentados (germanófilos y aliadófilos), ni la división era un asunto ideológico y político de tintes definidos (progresistas contra conservadores), ni todos los partidarios del bando aliado estaban por la intervención, ni todo neutralismo era germanofilia encubierta, etc. Aunque esto no se explicita en el libro, no debe perderse de vista que toda esta discusión era asunto de unas elites políticas e intelectuales que poco o nada contaban con el país real, el que hubiera tenido que poner la carne y la sangre en el matadero europeo, y que previsiblemente prefería por razones obvias inhibirse por completo de la hecatombe.
Navarra insiste con razón desde las primeras páginas en que el investigador debe deshacerse “de ideas preconcebidas y de justificaciones ideológicas”, pues no “existieron ni bandos monolíticos ni discursos unitarios”. Las tradicionales “categorías de izquierda y derecha no se ajustan o lo hacen mal ante personalidades” inaprensibles, como las del 98. Unamuno, Valle-Inclán, Azorín y Baroja, cada cual a su manera, “destacaron por su heterodoxia”. Es cierto que en general hubo una cierta identificación entre conservadurismo y germanofilia por el peso de los valores que se asociaban tradicionalmente con Alemania: orden, disciplina, autoridad, fuerza, virilidad, trabajo, eficacia… De modo complementario las izquierdas eran francófilas por los ideales conexos al vecino transpirenaico: libertad, democracia, laicismo, tolerancia, reformismo, progreso, revolución… Pero las excepciones a este esquema, solo válido como punto de partida, fueron innumerables. No entraremos en ellas para no alargar en exceso este comentario pero sí debe subrayarse que las combinaciones fueron múltiples incluso dentro de cada una de las opciones. Por ello sigue teniendo toda la razón el autor cuando sugiere que “el acercamiento más fértil es siempre el que atiende a las individualidades”, y una vez más, recalca, “sin esquemas previos ni generalizaciones”. Eso es en buena medida lo que hace él mismo, al distinguir y estudiar dentro de cada sector a una serie de figuras que destacan por algún motivo, sea su originalidad, su entusiasmo o su coherencia argumental: Cambó y Gabriel Maura entre los neutralistas; Unamuno, Valle, Araquistáin, Blasco Ibáñez y Azorín entre los aliadófilos; Baroja, Benavente, Ricardo León y Salaverría en el campo germanófilo; por último, Navarra hace un rápido repaso final de las argumentaciones dentro del nacionalismo vasco y, un poco más extensamente, del catalanismo, ambos pragmáticos y posibilistas, siempre en función de sus intereses específicos de autogobierno.
Echamos en falta en este esquema, como antes dijimos, una mayor atención a una personalidad central en la política española a partir de este momento, como la de Manuel Azaña, del mismo modo que lamentamos el olvido de otra figura capital, la del mayor agitador político-cultural de la época, Ortega y Gasset. Hay que tener en cuenta además que el pensador madrileño fue en nuestra opinión una de las mentes más lúcidas en el análisis del conflicto y el examen de las consecuencias de la neutralidad española. Para Ortega la guerra era una catástrofe porque suponía el fracaso total de la convivencia europea, la muerte de su ideal europeísta. Lejos de simplificaciones y consignas, su decidida aliadofilia no suponía, como en tantos otros casos, ningún tipo de germanofobia (¡él, precisamente, formado en Alemania y rendido admirador del pensamiento y la cultura germanas!) Frente a la miopía, el oportunismo o la impaciencia de tantos compatriotas, el análisis orteguiano rehúye conscientemente todo maniqueísmo: critica ese característico talante germano, entre imperialista y autoritario, ausente de todo “talento jurídico”, pero procura evitar la caricatura de la propaganda francófila porque en la dinámica bélica, lo primero que se pisotea –por parte de todos- es la razón. Al igual que Azaña, el filósofo supo captar el triste papel reservado a España en esa hora decisiva, no exactamente por el hecho en sí de que participara o no en el conflicto, sino por razones más profundas, de orden histórico, moral y vital. La pasividad y la impotencia hispanas denotaban que estábamos ante un nuevo fracaso, al margen de Europa y del mundo, sin interés por nada ni nadie, y sin que, correlativamente, a nadie le importara esta marginación. El país –concluía Ortega- se parecía mucho a un niño que contemplaba atónito una pelea entre mayores entre el estupor y la atonía.
La parte más original y discutible del libro de Navarra viene después de su correcta exposición de las actitudes en liza. Como, según hemos ya apuntado y él mismo se encarga de recordar, los esquemas habituales derechas/izquierdas, conservadores/progresistas no sirven para definir y caracterizar los campos de germanófilos y aliadófilos, propone otra perspectiva: “señalar hasta qué punto el nacionalismo (o mejor cabría decirlo en plural, los nacionalismos) atravesaba toda la cultura española del momento, y hasta qué punto distintos diseños o proyectos regeneracionistas patrióticos dieron como resultado la aliadofilia, la germanofilia o la neutralidad” (p. 223). Aunque la redacción o formulación es mejorable, lo que parece recomendar Navarra es acudir al criterio nacionalista –de distintos nacionalismos, el español y los periféricos- para entender la controversia intelectual sobre la guerra. El problema, en mi opinión, es que entra a saco con dicha conceptuación –como una especie de arma letal- y aplicando el marchamo de nacionalista a diestro y siniestro, deja el terreno calcinado, es decir, queda una realidad necesitada de las mismas explicaciones que al comienzo del recorrido. Amén de que con ello se sitúa en las antípodas de su propia recomendación sobre el tratamiento individualizado como mejor forma de acercamiento.
Según el autor, en efecto, todo animal pensante en el solar ibérico es per se nacionalista (español o vasco o catalán). Nacionalista (español) era Pi y Margall, como también lo era todo el pensamiento liberal, toda la nómina noventaiochista, toda la derecha -¡por supuesto!-, pero también toda la izquierda… Sobre esa base común operan las diferencias: “El nacionalismo liberal de intelectuales como Miguel de Unamuno o Rafael Altamira se oponen [sic] al nacionalismo tradicionalista de Jacinto Benavente o Antonio Maura” (p. 226). De este modo, los germanófilos eran nacionalistas españoles que querían aplicar aquí los valores alemanes, pues mantenían una concepción autoritaria e imperial muy semejante a la que representaba el régimen de Berlín. Pero los aliadófilos no eran menos nacionalistas, sino nacionalistas españoles de otro tipo, que tomaban como ejemplo la República francesa y sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Para Navarra si pensaban en España -¡y no digamos ya si pensaban en España en términos regeneracionistas!- la cosa no admite dudas: ¡eran nacionalistas!
Empezamos ahora a barruntar que la ausencia de Ortega, anteriormente aludida, no era una casualidad: es que el filósofo madrileño no encajaba en esos esquemas tan primarios. Aunque si lo pensamos bien, podríamos decir lo mismo de heterodoxos tan recalcitrantes como Baroja (¿también nacionalista?) El uso extensivo del concepto de nacionalismo y la calificación de nacionalistas de todos los partícipes del debate público, por su inevitables consecuencias homogeneizadoras, resultan así criterios inoperantes para delimitar perfiles característicos. El propio Navarra parece en algún momento darse cuenta de ello y se excusa brevemente aludiendo a “otros factores” que “podrían haber sido claves”, de tipo personal, familiar, educativo o intelectual. Sea como fuere, insiste en que la clave nacionalista revela en su opinión “por qué esas tendencias aparecieron de pronto, con una violencia inusitada, en el espacio público de una nación no contendiente” (p. 232). Pero para explicar esto último no hace falta apelar al nacionalismo, sobre todo si queremos emplear el término con cierta propiedad. Basta, como hemos apuntado antes, con situar la polémica en el contexto –político, social, histórico, cultural e intelectual- de una nación que, ante un tiempo nuevo y un mundo en transformación, se debatía entre dos modos distintos de afrontar la modernidad: recuperar sus esencias tradicionales o imitar pragmáticamente otros modelos allende sus fronteras.

En el Gulag

En el Gulag. Españoles republicanos en los campos de concentración de Stalin. Luiza Iordache. Prólogo de Ángel Viñas. RBA, Barcelona, 2014. 672 pp.

El Cultural, 18-07-2014.

http://www.elcultural.es/revista/letras/En-el-Gulag-Espanoles-republicanos-en-los-campos-de-concentracion-de-Stalin/35005

Como consecuencia de la guerra civil española, cientos de miles de personas abandonaron España. Algunas lo hicieron desde 1936 de modo relativamente organizado pero la gran mayoría, la que huyó cuando se aproximaba el final de la contienda, lo hizo de forma improvisada y presurosa, apenas con lo puesto y algunos mínimos enseres. Las imágenes de hombres y mujeres, ancianos y niños, cansados, heridos, derrotados, cruzando en los primeros meses de 1939 la frontera pirenaica forman parte de la historia y la memoria de nuestro siglo XX. Por razones geográficas, Francia acogió la mayor parte del exilio español y no es extraño por ello que los diversos estudios historiográficos acerca de esa masiva y dramática migración se hayan centrado en detallar las vicisitudes de nuestros compatriotas en suelo galo: hambre, penurias, enfermedades, indignos centros de refugiados y luego… la guerra mundial. La participación de una parte de los republicanos españoles en la lucha contra Hitler y la posterior reclusión de muchos de ellos en los terribles campos de concentración o exterminio han sido también objeto de múltiples atenciones historiográficas.
El exilio español que atravesó el Atlántico –sobre todo a México y también, aunque en menor medida, hacia Argentina- ha sido igualmente tema privilegiado de estudio en las últimas décadas. Pero hubo otro exilio, más peculiar que todos ellos, porque se dirigió muy lejos, al otro extremo de Europa, a un país con el que no había afinidades culturales o similitudes lingüísticas, sino tan solo una singular atracción ideológica y política: la Unión Soviética. Como es sabido, ante el retraimiento de las potencias occidentales y la implicación de Hitler y Mussolini con el bando franquista, la URSS se convirtió en el único soporte internacional de la República española, a la que envió combatientes, consejeros, expertos y material bélico en cantidades considerables. No es de extrañar por ello que los gobiernos republicanos trataran de romper su aislamiento con unas relaciones privilegiadas con las autoridades soviéticas. En este contexto uno de los episodios más emocionantes y dramáticos fue el protagonizado por las diversas hornadas de niños españoles que fueron enviados a Rusia para librarles de los rigores de la guerra. Entre 1937 y 1939 cerca de tres mil niños españoles partieron de España hacia aquel país. La aventura de los “niños de la guerra” o “niños de Rusia” ha sido cuidadosamente estudiada en los últimos años por diversos historiadores españoles (Alicia Alted, Encarna Nicolás, Roger González, Susana Castillo, Verónica Sierra).
Quedaba, no obstante, lo más difícil, trazar un panorama general de la expatriación española en la URSS, más allá de peripecias concretas como la citada. Bien es verdad que, también en este caso, ya habían aparecido en los últimos años algunos libros que empezaban a desbrozar el terreno, como Los españoles de Stalin de Daniel Arasa (Belacqua, 2005) o Españoles en el Gulag. Republicanos bajo el estalinismo de Secundino Serrano (Península, 2011). Las dificultades de una investigación de esas características, los problemas del idioma y el propio hermetismo de las fuentes rusas (hay muchos archivos que siguen cerrados) hacían no obstante que persistieran muchas lagunas y numerosas estimaciones por contrastar. Luiza Iordache (Târgoviste, Rumanía, 1981), profesora en diversos centros universitarios de Barcelona, ha rastreado una treintena de archivos dentro y fuera de España –aunque paradójicamente no de Rusia- para ofrecer la investigación más exhaustiva y completa hasta la fecha de lo que fue la presencia española en la URSS entre 1937 y 1960. Fue un evento que no afectó a muchas personas, pero que presenta rasgos muy reveladores.
El libro que comentamos procede de una tesis doctoral y hay que decir que eso se nota en el tono académico y prolijo que tienen sus páginas (más de seiscientas), no aptas para cualquier tipo de público, sino dirigidas más bien al especialista o al lector muy interesado en la materia. La profusión de nombres, fechas y datos en general pueden ser en este sentido disuasorios porque el meticuloso texto de Iordache incluye por ejemplo relaciones nominales (véanse pp. 277-295) que quizá hubieran estado mejor en el anexo, junto con otras listas como las de pilotos, marinos o internados en el Gulag. Las notas, apretadas y sin puntos y aparte (pp. 577-645) tampoco son de fácil consulta, aunque suponemos que el editor ha optado por ese formato para no ampliar el ya considerable número de páginas. Estas observaciones críticas, básicamente de carácter formal, no afectan en modo alguno al contenido propiamente dicho del libro, que es del máximo interés.
¿Cuántos y quiénes fueron los españoles que dieron con sus huesos en la Unión Soviética desde los años treinta? A finales de 1939 estaban en suelo soviético cerca de 4.500 españoles, básicamente pertenecientes a cinco grupos distintos: 2895 “niños de la guerra”, 130 maestros y acompañantes de estos, 156 marinos de nueve buques estacionados en Odesa, 200 pilotos que se estaban formando en Kirovabad y 890 miembros del PCE y PSUC. A partir de ahí, el estudio de Iordache –que, por cierto, ofrece mucho más de lo que su restrictivo título indica- se articula en cuatro grandes apartados. En el primero trata de los “pilotos, marinos y buques españoles en la URSS” hasta 1944; la segunda parte, la más en consonancia con el título, aborda la represión y el Gulag, con un guiño a la obra cumbre de Vasili Grossman, “Vida y destinos (1940-1956)”; el tercer bloque se ocupa de “las políticas” de los diversos actores implicados (desde la diplomacia franquista al gobierno republicano, pasando naturalmente por el PCE y el gobierno soviético); por último, la cuarta sección analiza el “cambio de rumbo” que, una vez muerto Stalin, representan las repatriaciones, entre 1953-1960.
En principio el sentimiento predominante en aquellos exiliados era de inmensa gratitud hacia un país que los acogía con los brazos abiertos. Pero las cosas se torcieron rápidamente, en gran medida por la dramática concatenación de acontecimientos que desembocaron en la II Guerra Mundial, pero también por las características intrínsecas de la política soviética. La implacable represión estalinista, de aliento paranoico, convertía a cualquier ciudadano en sospechoso: más aún si era un extranjero que aspiraba a regresar a su tierra o, simplemente, no acataba férreamente la política oficial. Lejos de echar una mano a sus compatriotas, la cúpula dirigente del PCE (Ibárruri, Carrillo, Claudín, Uribe) se alineó con el PCUS, primero con el silencio cómplice y luego, desde 1947, abiertamente, tildando de “fascistas” y por tanto merecedores del Gulag a varios cientos de pilotos, marinos y “niños de la guerra”.
Fracasó el gobierno de la República en el exilio en su intento de liberar a los españoles del campo de Karagandá. Por otro lado, el régimen franquista también hizo discretas gestiones para la repatriación, que pasó por fases diversas y contrapuestas. Con el famoso arribo del buque Semíramis a Barcelona en 1954 se abrió una nueva etapa que culminaría con el retorno masivo de la segunda década de los cincuenta. Obviamente, no regresaron todos. Una parte de los refugiados españoles quedó para siempre en tierras rusas. La mayoría sobrevivió a las purgas y las penalidades. Y entre trescientos y cuatrocientos tuvieron que sufrir, junto a los rigores del exilio y la guerra, la estigmatización como traidores y el despiadado castigo del Gulag.

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

Cuando la muerte no es el final


Publicado en Claves de Razón Práctica, nº 234, Mayo/Junio 2014, pp. 90-95.
http://www.elboomeran.com/upload/ficheros/noticias/090095_florencio6x.pdf

“Cuando la pena nos alcanza / por un hermano perdido, / cuando el adiós dolorido / busca en la Fe su esperanza”. Así comienza el himno “La muerte no es el final”. Aunque ustedes crean que no, lo han tenido necesariamente que oír, de modo completo o más probablemente fragmentario en muchas ocasiones, en los telediarios o en los reportajes que han dado cuenta de los funerales y actos de homenaje a las víctimas del terrorismo o a los caídos en actos de servicio (básicamente militares, aunque también civiles). De unos años a esta parte la música y la letra del himno en cuestión se han convertido en elementos característicos e insustituibles de los actos fúnebres de nuestras Fuerzas Armadas.
En contraposición a lo que suele pensarse, la composición no tiene una larga raigambre, sino que procede de la década de los ochenta del siglo pasado -unos treinta años, por tanto-, cuando el teniente general Sáenz de Tejada encargó al compositor Tomás Asiaín la adaptación musical de unos versos escritos por el sacerdote vasco Cesáreo Gabaráin. No es extraño por ello que enseguida aparezca la dimensión trascendente. En efecto, el espíritu religioso en forma de fe en otra vida superior se hace explícito de inmediato y se repite como ansiosamente en la segunda estrofa: “En Tu palabra confiamos / con la certeza que Tú / ya le has devuelto a la vida, / ya le has llevado a la luz. / Ya le has devuelto a la vida, / ya le has llevado a la luz”.
La lectura fría y en privado de esas estrofas apenas dirá nada a quien desconozca el contexto del que estamos hablando. Al fin y al cabo, técnica o literariamente hablando, no es más que una mediocre composición, equiparable a otras muchas de parecido corte y similares propósitos. El que haya participado sin embargo en uno de esos actos fúnebres tendrá forzosamente que reconocer la carga turbadora que contiene el mencionado himno cuando suena en una situación fuertemente emotiva y se canta a voz en grito en un ambiente estremecido por la muerte violenta de alguien próximo o querido, generalmente en la flor de la edad. No hace falta compartir principios políticos ni trascendentes, solo dejar que funcione la empatía.
Aunque, ciertamente, es más fácil si se comparten los antedichos principios, porque la conjunción del espíritu religioso con el patriótico deja la puerta abierta a un doble significado: por un lado, la obvia esperanza en el más allá, esa “otra vida” que reduce o convierte a esta, la terrenal, en un breve paréntesis y transforma a la muerte en un simple tránsito; por otra parte, complementariamente, la satisfacción de que, de ese modo, el sacrificio no ha sido en vano. En definitiva, la vida futura ilumina a esta y le da sentido cuando ya se han perdido todos los demás sentidos.
A riesgo de parecer un poco cínicos en asuntos que tocan las fibras más sensibles del ser humano, habría que añadir que tanta búsqueda de sentido no es una necesidad del finado sino de los vivos, que son los que en puridad precisan ser consolados y confortados. No hace falta compartir la aludida fe en la otra vida para constatar que, por vericuetos más o menos intrincados, la muerte, en efecto, no es a menudo el final, ni para los vivos -dispuestos en muchos casos a sacar réditos al difunto- ni para el propio cadáver que, lejos de “descansar en paz”, es desenterrado, traído y llevado en función de las contingencias o avatares más variopintos.
Los historiadores, antropólogos y otros científicos sociales han acuñado la rúbrica de “políticas de la muerte” para referirse a esa variada panoplia de rituales fúnebres, ceremonias religioso-políticas, establecimiento de muertes ejemplares, entierros multitudinarios, exhumación de fosas, traslados de restos, veneración de reliquias, lápidas conmemorativas y tantas otras muestras y formas de cultivar más o menos artificiosamente el recuerdo de los muertos o, aun peor, instrumentar la muerte en función de las necesidades de los vivos.
Late en el fondo de tan diversas manifestaciones necrófilas una voluntad política encaminada a obtener un reconocimiento, afianzar una identidad, lanzar un desafío, extender una influencia o legitimarse como poder, por citar -sin agotarlos- algunos de los vectores posibles en estas “políticas de la muerte”. Conviene en todo caso dejar claro para ahuyentar suspicacias que, cuando hablamos aquí del deceso, no nos referimos a la dimensión individual -el mero hecho biológico-, ni a las opciones personales o privadas, sino a las coordenadas sociales, políticas y culturales que se manifiestan en un conjunto de símbolos, en unos escenarios adaptados al efecto (iglesias, panteones, cementerios), en unos recorridos específicos (cortejos, peregrinaciones) y en una liturgia cargada de mensajes para la colectividad.
Puede afirmarse así que en algunos casos la muerte se convierte en un suceso más importante que la vida, siempre que se tenga en cuenta que nos referimos en uno y otro caso a sus “representaciones culturales”, es decir, a grandes construcciones ideológicas que sirven a las sociedades para enfrentarse a la muerte. En términos que han hecho fortuna hoy en día podría pues hablarse de una “construcción social de la muerte” que, más allá de la usual dimensión religiosa, presenta sorprendentes beneficios para determinados sectores sociales, aquellos que saben apropiarse del legado del muerto para fines inequívocamente mundanos.
La muerte puede ser también un factor que aglutine a la colectividad en una vertiente todavía más inquietante: ahora ya no es el muerto propiamente dicho el protagonista, quien concita los honores o nos deja su ejemplo, sino la muerte como objetivo, la muerte del distinto, del "extraño", como elemento que cohesiona a una sociedad y constituye su voluntad de futuro. Hay comunidades -en el pasado y ahora mismo- que recurren a la eliminación física del otro -al que previamente se ha estigmatizado-, por ser un cuerpo extraño a la comunidad ansiada. El extranjero -no necesariamente de nacionalidad- es culpable y, por tanto, ha de ser aniquilado sin contemplaciones para que la sociedad recupere su edén perdido o alcance la tierra prometida.
Los nacionalismos exacerbados y redentoristas, con su énfasis en la comunidad perfecta, prístina y homogénea, con su retórica victimista del paraíso perdido, han sido siempre un perfecto caldo de cultivo para tales actitudes de xenofobia. Las versiones más extremas, desde los nazis a los particularismos balcánicos, han enfangado de sangre todo el continente europeo a lo largo del siglo XX: el antisemitismo, los genocidios, la deportación forzosa de minorías, el holocausto o la limpieza étnica no son más que diversas manifestaciones (y grados) de esa práctica de conseguir la cohesión grupal mediante el expeditivo método de eliminar a todos los demás.
La intransigencia y el fanatismo convierten en sagrada la causa propia: de ahí que se sacralice la política o que esta se amalgame con la religión en un todo indisociable. La figura del terrorismo suicida que ha surgido en el seno del fundamentalismo islámico es una buena muestra de ello. En este caso se trata tanto de matar como de morir, dado que la muerte individual constituye el tributo a una causa que, siendo religiosa y política al mismo tiempo, hace del asesino un liberador de su pueblo y un mártir de la fe. En todos los casos el denominador común es que la muerte resulta ser más un punto de partida que un final de trayecto.
En Tus amigos no te olvidan, un peculiar libro de Luis Carandell sobre la muerte y los muertos, se deslizan unas consideraciones muy agudas sobre las manías necrófilas de los españoles. La frase ritual de “Descanse en paz” que se pronuncia sistemáticamente en todos los entierros, dice Carandell, no deja de ser una piadosa intención, cuando no lisa y llanamente una solemne mentira. Aquí, en España, no se tiene la menor intención de dejar en paz a los muertos en sus tumbas, sobre todo cuando los finados son relevantes o se puede extraer alguna rentabilidad de la exhumación. A veces no basta con ello y los pobres restos mortales son llevados de un lado para otro en función de los intereses de los vivos, intereses por lo común dignos de mejores causas. “España es uno de los países del mundo donde menos se deja en paz a los muertos y donde se les dan más paseos”, sentencia Carandell.
Es nuevamente en la esfera política y el ámbito público en general donde resulta más acusada la propensión macabra a sacarle partido a los muertos. En un país como este, sigue diciendo nuestro autor, de tan clara “vocación funeraria”, los muertos juegan un papel trascendental en política. Los españoles convierten a los muertos en objetos arrojadizos, hasta el punto, dice Carandell con tanta gracia como exageración, “lo más útil que el español hace en su vida por sus semejantes es morirse”. La historia está llena de casos que pueden resultar ejemplares en este sentido. “La imagen del Cid Campeador, a quien los suyos atan sobre el caballo después de muerto para que les conduzca a la victoria sigue estando, entre nosotros, a la orden del día”.
Sin irnos tan lejos en el tiempo, es verdad que la historia española –la historia reciente- nos ofrece múltiples ejemplos de grandes manifestaciones en torno a un féretro: Castelar, Blasco Ibáñez, Durruti, Tierno Galván… La pasión necrófila fue una constante en el franquismo, que mitificó el martirio de José Antonio, el “caído por antomasia”, trasladó solemnemente sus restos por dos veces (1939 y 1959), llenó el país de cruces y placas conmemorativas de sus muertos y construyó en fin esa basílica megalómana en Cuelgamuros (el Valle de los Caídos).
Por citar un caso aún más reciente, la memoria histórica ha sido entendida restrictivamente por algunos sectores como exhumación de fosas (siempre “de los nuestros”) con fines partidistas. Con todo, no estamos de acuerdo con Carandell, porque la utilización política de los muertos es un fenómeno generalizado que se pierde en la sima de la historia y que afecta a todas las sociedades y regímenes políticos. Miren lo que ha pasado con el último muerto ilustre: Mandela, elevado a los laicos altares con no pocas dosis de oportunismo por parte de unos y otros.
En fin, ya que se habla tanto y tan a menudo de la pulsión hispana de excavar fosas y tirarse los muertos a la cabeza -del rival o antagonista-, resulta adecuado constatar -y con ello, si cabe, consolarnos- que esta manía de abrir tumbas, trasladar cadáveres, extraer reliquias y traficar con los restos es un síndrome casi universal. En contra del piadoso deseo de “descanso eterno”, los vivos siguen empeñados en no dejar, con unas u otras excusas, a los muertos en paz. Ni siquiera desde un enfoque laico, la muerte es el final. Quod erat demonstrandum.

*Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Autor, junto con Elena Núñez González, de ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014). Este artículo aborda muy resumidamente uno de los temas tratados en dicha obra.