miércoles, 10 de septiembre de 2014

La muerte y lo macabro en la cultura española


LA MUERTE Y LO MACABRO EN LA CULTURA ESPAÑOLA

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

Publicado en Dendra Médica. Revista de Humanidades, vol. 13, nº 1, junio 2014.

http://www.dendramedica.es/revista/v13n1/03_La_muerte_y_macabro_cultura_espanola.pdf

RESUMEN
En la actualidad está muy extendida la idea de que la sociedad y la cultura españolas se distinguen por la fiesta y el vitalismo. Sin embargo, durante muchos siglos fue preponderante una visión opuesta, la España grave y ascética o incluso la España negra. En estas últimas fue determinante la presencia de la muerte y lo macabro. El presente artículo hace un recorrido por esta vertiente necrófila sin defender por ello una especificidad de la cultura española en este terreno.

PALABRAS CLAVE: Muerte, macabro, crueldad, vanitas, cultura española

ABSTRACT
Nowadays, there is the widespread belief that Spanish society and culture stand out for their vitality. Notwithstanding this, some centuries ago, the opposite point of view was predominant, that is to say, the ascetic and serious Spain. In this context, the presence of death and the macabre was decisive. This article walks around a necrophiliac side without attempting to defend Spanish specificity in this field.

KEY WORDS: Death, macabre, cruelty, vanitas, Spanish culture


1. Del morir y sus diversas formas

Aunque la muerte sea el destino inexorable del ser humano y, por ello mismo, eso que a todos nos iguala, hay muchas formas de morirse y muy diversas actitudes ante la muerte. Entre quienes piensan que la muerte es el final de todo y los que creen que hay algo después de ella, por citar las dos referencias arquetípicas, cabe una amplísima gama de posiciones. En términos más empíricos, hay amplio consenso en que no es lo mismo morir después de una larga vida que la muerte prematura o en la flor de la edad. Es usual asimismo distinguir una llamada muerte “natural” de la muerte violenta y, ya instalados en esa línea, debe reconocerse que, al menos en nuestra sociedad, esos calificativos o caracterizaciones de la muerte cambian radicalmente nuestra aceptación del desenlace: por eso trazamos, por ejemplo, una radical diferenciación entre la muerte apacible y la muerte angustiosa -si hablamos en términos psicológicos-, o entre la muerte “dulce” y la muerte después de terribles padecimientos, si el enfoque es primariamente biológico.
Del mismo modo, los estudios sobre la muerte adoptan muy diferentes perspectivas. De la muerte se ocupa, claro está, la religión –todas las religiones-, pero también ha sido tema prominente en el arte y la literatura a lo largo de todas las épocas y en prácticamente todas las sociedades. La muerte es, sin duda, una de las grandes cuestiones filosóficas pero al mismo tiempo es objeto privilegiado de investigación de un amplio arco de disciplinas científicas, empezando naturalmente por la medicina y la biología, y siguiendo por la antropología, la psicología o la historia. Hago todas estas distinciones –por otro lado, sobradamente conocidas- porque el título de este artículo es quizás demasiado amplio –o ambicioso en exceso- y temo generar expectativas que, aunque solo sea por la extensión a la que debo sujetarme, no voy a poder colmar. De ahí, por tanto, estas breves consideraciones preliminares.
Mi acercamiento al asunto que nos ocupa es el de un historiador. Podría afinar más y decir un historiador de las ideas y las mentalidades, más emparentado por tanto con el filósofo o con el antropólogo que con algunos profesionales de la historia, como los especializados en demografía o asuntos económicos. Aun así, tendría que seguir concretando porque, como ustedes sabrán, hay una importante escuela historiográfica francesa, los Annales, que ha dedicado una cierta atención a las actitudes ante la muerte a lo largo de la historia. Para ser todavía más preciso, citaré el nombre de un historiador, Philippe Ariès, que ha trabajado muchos años sobre el tema, ofreciéndonos unas obras que hoy son clásicas y, naturalmente, de obligada lectura para todo aquel que quiera transitar por este camino . No obstante, señalo todo esto en su vertiente negativa, es decir, tan solo para delimitar más nítidamente el campo en el que quiero moverme, que no se parece en casi nada al de estos ilustres colegas.
Quiero decir que estos autores (que trabajan normalmente en equipos o insertos en grandes proyectos de investigación) se interesan por las actitudes sociales ante la muerte, los ritos y ceremonias que rodean los decesos, las prácticas funerarias, las formas de enterramiento, los tipos de tumbas, mausoleos y cementerios en general, las misas y otros recordatorios (cuando hablamos de nuestro mundo occidental), las regulaciones sociales -tanto en lo relativo a los difuntos como a sus allegados y herederos-, los monumentos y homenajes que la comunidad o sus fieles dedican al finado, los registros parroquiales, las epidemias, los testamentos, las herencias, las creencias de ultratumba, los duelos, los tipos de luto, las catarsis colectivas y un largo etcétera de factores y matices que ahora nos parece extemporáneo seguir desgranando. Adonde queremos llegar es simplemente a la constatación de que la cuestión de la muerte es un tema amplísimo, imposible de abarcar en su conjunto para un solo autor si no se delimitan aspectos específicos.
Uno de esos aspectos es lo macabro. ¿Qué queremos decir con ese término? Lo macabro implica una interpretación específica de la muerte, una valoración determinada que no se detiene en el hecho en sí o en la simple aceptación de la realidad misma del morir. Fijémonos en su etimología, macabré, macabre o macabé, según las distintas fuentes, pero siempre como término asociado o derivado de los Macabeos, aquellos hermanos que según la Biblia sufrieron un martirio particularmente cruento. Y, sobre todo, extravagantemente, asociado como adjetivo al baile o la danza, la danse macabre, la muerte tomando festiva la mano de los humanos y bailando con ellos… ¿Para sonreír o para estremecerse de terror? ¿Celebramos la muerte o es ella la que celebra su victoria sobre los humanos? ¿Nos dejamos llevar por ella, ensayamos la resistencia, protestamos al menos? ¿La concebimos como bien, como liberación, o justo lo contrario? Ahí radica la paradoja. Que no sabemos bien qué hacer, cómo reaccionar, cómo actuar. La muerte parece a veces el mal absoluto pero también la puerta que se abre a otra vida mejor o, como mínimo, al descanso, el descanso eterno. De este modo, como no sabemos bien adónde nos conduce, su presencia nos fascina, nos impresiona, nos desarma, nos espanta…
Es verdad que la mayor parte de los estados de ánimo que suelen asociarse con la muerte tienen un significado negativo. Relacionamos con lo mortuorio términos como luctuoso, lúgubre, sombrío, aciago, doliente, agónico, fúnebre, siniestro, funesto, fatal… Todos ellos, obviamente, no son más que diversas variantes de una actitud afligida o taciturna, en el mejor de los supuestos. En el peor, hablaríamos de desesperación, es decir, de imposibilidad de aceptación. En cualquier caso, lo interesante de lo macabro es que da un paso más, hasta el punto de que se mueve en una órbita peculiar: lo macabro no tiene por qué ser lo tétrico o desagradable sin más, sino que puede buscar en la desgracia más atroz esa risa nerviosa o esa sonrisa que nos deja congelados. “Nadie ha visto jamás una calavera seria”, escribió Ramón Gómez de la Serna . Quedamos así en un estado de perplejidad. Lo macabro puede suponer una actitud pesimista, pero lo que está claro es que no se queda en el simple lamento.
Ello es así porque lo macabro implica una ruptura del orden establecido, conlleva una disposición que, si estuviéramos en el ámbito artístico, calificaríamos de expresionista o hiperrealista. En efecto, lo macabro se relaciona estrechamente con lo grotesco y el esperpento. Como a nadie se le oculta, Valle-Inclán fue un consumado maestro en ese juego de contrastes –sexualidad y muerte, casi siempre chocarreras- que provoca repulsión y risa, sin que quepa distinguir bien una de otra . Lo macabro distorsiona la realidad como un juego o un rompecabezas. Baraja elementos diversos como calaveras, esqueletos, vísceras, cuerpos en descomposición, fluidos, sudarios, tumbas, gusanos, sangre derramada, etc. Lo macabro busca el exceso, se complace en la paradoja, se regodea incluso en lo que otros rechazan. En esa línea, la mirada macabra presenta por lo general un punto irónico, sarcástico: nos muestra lo que no queremos ver y luego, además, nos incita a una reflexión que rompe los esquemas establecidos, empezando por el “buen gusto” y otras convenciones.
De todas maneras, conviene subrayar que en las páginas que siguen tenderemos a concebir lo macabro en sentido amplio y no restrictivo. La razón es muy sencilla: por lo todo lo que se acaba de argumentar, la conceptuación misma de lo macabro tiene una fuerte carga de subjetividad. Con frecuencia se despiertan resistencias, protestas o matizaciones cuando se adjudica esa etiqueta o caracterización. La mirada o la actitud macabra no siempre se reconoce como tal. Al contrario. No es extraño que se diga algo parecido a lo que sucede, por ejemplo, con el pesimismo: que no se puede o debe llamar tal a lo que simplemente es, a lo sumo, mero realismo, la contemplación de las cosas como son. Eso es, por citar una referencia ilustre, lo que decía el pintor Gutiérrez-Solana cuando alguien tildaba de macabra su pintura o su obra literaria. A veces el calificativo de macabro obedece tan solo a la falta de un contexto adecuado, como cuando juzgamos desde los parámetros actuales la fotografía post mortem de niños y bebés, que tan de moda estuvo en las primeras décadas del siglo XX . Por tanto, incluiremos bajo el epígrafe de lo macabro todo lo que sea recreación obsesiva o presencia insistente de la muerte, además, naturalmente, de la complacencia en la misma o del gusto por la paradoja que muchas veces lleva consigo. Y, en fin, vamos ya a contemplar desde esa óptica peculiar la cultura española.

2. ¿España festiva o España negra? El problema de las caracterizaciones globales

La primera cuestión que se plantea al desembocar en este espacio es la caracterización global de la cultura española. Hoy en día estamos acostumbrados, como consecuencia de determinadas políticas y campañas, a una estimación festiva de la cultura española y lo español en su conjunto. Dentro y fuera de nuestras fronteras resulta usual asociar España con la fuerza, la vitalidad, la pasión: España, “passion for life” dice un eslogan turístico, heredero en cierto modo del gran hallazgo franquista, “Spain is different”, hijo a su vez de aquella España romántica que crearon los viajeros decimonónicos. España primitiva (auténtica), indomable, visceral, impetuosa, individualista, aventurera y creativa, por citar solo algunos de los rasgos más destacados, en contraposición a aquella otra Europa burguesa, civilizada, aburrida, ordenada, gris, previsible y metódica. Si tomamos las coordenadas de hoy en día o adoptamos un encuadre sociológico, caben pocas dudas de que los rasgos arquetípicos de España –sol, calidez, fiesta, alegría, expansión, descanso, placer- se asocian naturalmente con la vida, no con la muerte.
Y, sin embargo, no siempre fue así. No siempre fue esa la valoración del país y sus habitantes, tanto por parte de los que llegaban como por los que radicaban aquí. La propia estampa romántica era ambivalente desde sus orígenes. España era atractiva, desde luego, pero por razones no exclusivamente positivas sino de un modo muy parecido, podría decirse, a como atraen el mal, el abismo o, en el mejor de los casos, la sorpresa y lo desconocido. España, “el país de lo imprevisible”, decía el inefable Richard Ford . La España romántica, por decirlo sin ambages, era también el país de la muerte: un país violento poblado de bandoleros y facinerosos, atrasado, inculto, fanático, sanguinario y cruel. Una nación, no se olvide, en la que hasta la más bella hembra llevaba una navaja en la liga para hundirla en el pecho del entrometido o del desleal a la primera ocasión. Una comunidad que no concebía divertirse sin derramar sangre a raudales, sangre de animales –en especial toros y caballos- pero también sangre humana. La propia “fiesta nacional” era el epítome de todo ello y fascinaba y horrorizaba a partes iguales.
Más allá de esas estimaciones superficiales, la propia consideración de la cultura española incidía en parámetros semejantes. La expresión cultural más fácil de ver es obviamente la pictórica, porque para apreciar las telas no hace falta conocer el idioma (requisito este último, dicho sea de paso, que le faltaba a la mayor parte de los viajeros). La pintura de nuestro Siglo de Oro, que tanto deslumbró a los visitantes de primera hora, presentaba rasgos de dolor, sufrimiento, martirio o crueldad que fueron magnificados o acentuados por encima de otros caracteres. En todo caso, además, siempre estaba Goya, naturalmente el Goya más tenebroso, que es el que más hechiza, el de los fusilamientos y las pinturas negras. Muertes atroces, aquelarres, mazmorras tenebrosas, suplicios, garrote vil, brujos y brujas, dementes, monstruos…, toda la galería de horrores se desplegaba en un desfile genial ante los ojos asombrados de los visitantes para trazar un panorama de miseria, represión, brutalidad, fanatismo, destrucción y, en definitiva, muerte. El tipo de muerte que se asociaba con la nación quedaba así siempre más próxima a lo macabro que a cualquiera otra modalidad.
Dirijamos un último vistazo a la España romántica. A la estampa decimonónica se viene a sumar, ya a finales del mismo siglo, una acuñación que desequilibra la coexistencia de factores heterogéneos que hasta entonces se había mantenido en el estereotipo romántico en beneficio de una determinada tendencia, la más negativa: se pasa pues de una España de luces y sombras, de claroscuros violentos si se quiere, a una España marcadamente negra, como establece el famoso libro de Regoyos y Verhaeren, luego prolongado en las pinturas del primero y más tarde continuado por la obra de parecido título de Solana . España, un país literalmente obsesionado por la muerte, se dice categóricamente en el primero de los libros citados. El punto de partida condiciona el itinerario como no podía ser menos. El itinerario está formado por sucesivas estaciones de dolor, sufrimiento, pena, agonía y luto, siempre en unas coordenadas de atraso e indigencia. Se dibuja así un país de procesiones, iglesias tétricas, rostros demudados, cortejos fúnebres, tumbas y cementerios.
Se dirá con razón que todo ello conforma desde sus mismos cimientos un entramado de simplificaciones, cuando no directamente distorsiones o hasta infundios. Ese es el material con el que están hechos los tópicos. No vamos a negarlo, desde luego, pero sí tenemos que dejar constancia de que esas visiones, por muy sesgadas o pedestres que parezcan, constituyen el mimbre del que todos nos servimos, inevitablemente, para construir una imagen abarcable del mundo que nos rodea. La persistencia y capacidad de penetración de estas esquematizaciones difícilmente puede ser exagerada . De hecho, si nos ponemos puristas o estrictos, lo primero que tendríamos que hacer es renunciar por ejemplo, no ya a la caracterización de la cultura española, sino al propio uso de este último sintagma. Pero lo cierto es que, muy por el contrario, lo seguimos utilizando tanto en las circunstancias más triviales como en los análisis más sesudos.
En último extremo, nuestra obligación como historiadores es dejar constancia de lo que hay. Las actitudes, las tendencias, los tópicos o las valoraciones sociales son también realidades con las que tenemos que contar. Trataremos, eso sí, de ser críticos. Desde nuestro punto de vista, la existencia de elementos y caracteres contrapuestos es lo que nos impide singularizar la cultura española con un único sello. Creemos errónea la visión unilateral de lo español como sinónimo de lo lúdico o festivo, pero eso no nos debe llevar al otro lado del péndulo, defendiendo una visión contrapuesta, esa España de negruras de la que también hemos hablado. Consideramos en suma que la muerte y lo macabro ocupan un papel importante en la cultura española, pero sin que quepa detectar una especificidad de conjunto en este sentido . Quizás no somos en el fondo tan risueños como algunos no quieren hacer creer pero eso no nos convierte necesariamente en amargados o agoreros. Aquí, por razones de nuestro estudio, nos vemos obligados a subrayar los aspectos necrófilos de la cultura española, pero es importante advertir que esta presencia de la muerte y lo mortuorio suele conjugarse en cada momento y cada situación con elementos de signo opuesto.

3. Ser para la muerte

Olvidémonos, pues, de la pretensión de establecer una valoración de conjunto y vayamos a los hechos mismos. No es necesario en suma defender una determinada interpretación de la trayectoria histórica hispana –en uno u otro sentido- para reconocer que nuestra cultura clásica, la que comienza en el Renacimiento y alcanza pronto su plenitud en el llamado Siglo de Oro, no puede comprenderse sin tomar en consideración como elemento aglutinante una profunda melancolía que, según los casos, se contiene con el recurso al humor (Cervantes) o se desata en una concepción muy negativa de la existencia humana. Podría afirmarse que, anticipándose al existencialismo contemporáneo, el de Heidegger o Sartre, hallaríamos también aquí, en autores como Quevedo en la literatura y Valdés Leal en la pintura, una evaluación sustancialmente adusta del hombre como ser para la muerte. Es verdad que esa muerte no siempre se presenta con rasgos terroríficos, ni mucho menos. A veces es tan solo una pesadumbre resignada, como en las Coplas de Jorge Manrique. Pero creemos no exagerar al decir que constituye una constante o una característica insoslayable el sentido grave de la existencia, como delatan los retratos de la “escuela española”.
Incluso en la obra de un renacentista típico como Garcilaso, según ha puesto de relieve un reciente estudio biográfico, se percibe esa melancolía que pronto se expandirá, adoptando diversos grados y manifestándose en distintos modelos, según los autores o las formas expresivas. Así, en los grandes místicos –Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz- es un tormento más acusado porque dicen ansiar la muerte, una muerte que se demora poniendo a prueba al creyente –“muero porque no muero”-. Muy relacionado con esas actitudes está el ascetismo, la retirada a la vida monacal, la huida del mundanal ruido, de las pompas y vanidades de este mundo, que plasmará por ejemplo un Zurbarán. O el espiritualismo exacerbado del Greco, que parece rechazar la carne y todos los elementos materiales para elevarse más fácilmente hacia Dios, al que solo se puede llegar si se traspasa la puerta de la muerte. Toda atadura a este mundo no solo es un error sino algo más profundo, un pecado que nos puede costar la salvación. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Las famosas palabras del Eclesiastés se tienen presentes como advertencias supremas.
Pero no solo se trata de la profunda impregnación del sentido católico de la existencia en un tiempo y una sociedad determinados. No se puede desconocer que existen también otras razones más materiales que abonan el pesimismo vital de varias generaciones y marcan profundamente la cultura del período. El Imperio español va perdiendo batallas decisivas y con ellas influencia en los asuntos europeos. Castilla se desangra, pese a las remesas de oro que llegan de América. Se generalizan las guerras y con ellas, la miseria, la despoblación, el abandono de las actividades productivas. En la propia península se abren importantes cismas con la rebelión de catalanes y portugueses (1640). La percepción de entrar en declive –la famosa “decadencia”- es tan evidente que no hay autor importante que no la termine reflejando de un modo u otro en su obra. Todo se alía por tanto, desde la concepción contrarreformista de la existencia a los reveses políticos de la Monarquía, para pergeñar un horizonte en el que la muerte se dibuja como destino final de hombres y naciones. La vida, al fin y al cabo, no es más que un sueño, dictaminarán Calderón y Quevedo. ¿Tiene sentido aferrarse a ella?
Más aun que en las letras, en las representaciones pictóricas de la llamada escuela española podemos hallar el peso de la muerte en la cosmovisión hispana. Hemos dicho con toda intención el “peso”, porque es una carga o, si se prefiere el juego de palabras, un auténtico pesar, una dura pesadumbre, que condiciona la vida hasta tal punto que hace de la existencia en este mundo, en el mejor de los casos, una prueba, un tránsito, un paréntesis, una etapa provisional. Así lo reflejan los artistas (como, por otro lado, lo hacen también los místicos, los poetas, los dramaturgos, los literatos o los pensadores). Lo curioso del caso es que, desde una óptica católica, la presencia de la muerte no tendría por qué tener necesariamente unos perfiles inquietantes. Sin embargo, salvo algunas excepciones –por ejemplo, la apuntada impaciencia mística-, se impone el aviso admonitorio o incluso la advertencia apocalíptica .
Así sucede en la alegoría titulada El árbol de la muerte, una obra de Ignacio de Ríes de 1653 que se conserva en la Catedral de Segovia: cuando Jesucristo se dispone a dar la campanada final –el fin del mundo- la muerte se apresta gozosa a talar el árbol de la vida, en cuya copa unos alegres y desprevenidos comensales celebran una alegre comilona. Mucho más descarnado y macabro es un lienzo de autor anónimo titulado Cabeza de muerto, fechado hacia 1680. En él contemplamos tan solo una cara desencajada, que corresponde a un individuo ahorcado. Un hombre que acaba de morir pero que aún conserva perfectamente dibujada en su faz la angustia de la muerte. No solo es el dolor o la tortura de la carne, sino algo más profundo, la resistencia del organismo vivo ante la llegada de lo desconocido y, al tiempo, inevitable. Podría decirse también que es el pánico del ser que se precipita al abismo. En cualquier caso lo que distingue a la sensibilidad barroca es una cierta recreación -¿morbosa?- en ese punto. No es ocasión para insistir en ello. Me limito tan solo a citar esas muestras, cuya representatividad difícilmente puede ponerse en duda por todo aquel que conozca la mentalidad del período .
Pero, como hemos apuntado, no solo es el Barroco o nuestro Siglo de Oro, como tampoco es solo una cuestión de pintura y literatura. En el fondo, estamos hablando de una actitud ante la vida (trascendente, católica: llámesele como se prefiera) que traspasa las delimitaciones cronológicas estrictas, de la misma forma que se expresa con todos los recursos disponibles, no solo los específicamente artísticos (aunque en estos, obviamente, sea más fácil de ponderar). Eso no quiere decir que mantengamos la existencia de una constancia que pueda entenderse como esencia, como aquella inefable “alma de España” que defendieron en su momento tantos intelectuales.
No, ni mucho menos, no estamos hablando de metafísica, sino de ciertos rasgos persistentes en nuestra forma de concebir el mundo y, por tanto, de nuestra cultura. Baste pensar, como antes dijimos, en Goya y en general en nuestro siglo XIX, si prolongamos la reflexión y la mirada hacia nuestros días. Por eso, cuando llegamos al siglo XX y –pongamos como ejemplo- a un autor como Gutiérrez-Solana, tenemos que reconocer que la delectación macabra que encontramos en él y otros coetáneos (Unamuno, Valle-Inclán, etc.) no es sino la continuación o, en cierto modo, la culminación de una larga trayectoria.
Permítasenos que una vez más nos acojamos para reforzar nuestra interpretación a un testimonio de autoridad. En este caso, nada menos, que a Federico García Lorca. En “Teoría y juego del duende”, Federico describe a España “como país de muerte, como país abierto a la muerte”. Hay una cierta desmesura en esa caracterización lorquiana (por lo menos, desde nuestro punto de vista), como cuando dice que “un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo”. Ya hemos dicho que somos contrarios a ese tipo de caracterizaciones globales. Pero junto a esos excesos, el gran conocedor de la cultura española que es el vate granadino, apunta certeramente toda una serie de manifestaciones artísticas, desde El sueño de las calaveras de Quevedo hasta el Obispo podrido de Valdés Leal, pasando por poesías y coplas de todas las épocas, que muestran “un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte”.

4. La muerte… ¿fiesta nacional?

Es incuestionable que en casi todas las naciones o, por lo menos, en las grandes culturas, se da una corriente necrófila de esas características. ¿Hay algo especial en la circunstancia española? Continuemos en la línea de reflexión del literato andaluz. Asegura Lorca que la muerte y lo que él denomina el “duende” (es decir, el arte, la inspiración) se alían y se confrontan en la fiesta nacional por antonomasia, las corridas de toros. España, señala el escritor, “es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras”.
En estas tierras ibéricas, prosigue el poeta, la exaltación de la vida es indisociable del canto a la muerte, como una primavera trágica. Así lo han sentido y expresado secularmente los mayores artistas de nuestra historia: “Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benavente en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In Record tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española” .
Aunque pueda resultar ocioso para los que nos movemos en el contexto español, conviene enfatizar un rasgo de esas actitudes ante la muerte que desconcierta a los foráneos. Cuando se habla de la fiesta nacional o del juego con la muerte, el extranjero –el extraño- tiende a pensar en ligereza o frivolidad. Nada más opuesto a la realidad. Claro que se puede jugar con la muerte. Pero, por lo menos en el caso español, suele tratarse de un juego trágico, ese que siempre contempla la posibilidad de que en un segundo el entusiasmo, la alegría o hasta la risa se trueque bruscamente en tragedia, llanto o, en definitiva, muerte.
A las cinco de la tarde…, como diría nuestro antes citado poeta granadino. A las cinco de la tarde… puede empezar el momento de gloria o acontecer el desenlace fatal. Los extremos se dan cita en el mismo acontecimiento. Eso es también muy español. En un desplante chulesco, nos jugamos la vida a cara o cruz. Esa es la esencia del espectáculo taurino, lo que el aficionado llama su “autenticidad”. Aquí, al contrario de otros grandes espectáculos modernos, no hay representación. O, si la hay, es sobre un fondo de verdad. La muerte es de verdad. Y nadie sabe si va a contemplar finalmente el triunfo provisional de la vida o el zarpazo definitivo de la Parca.
Si se tiene eso en cuenta se entienden mejor otros rasgos de la cultura española en este terreno. Más que un juego frívolo o aparentemente despreocupado con la muerte, como se da en la cultura mexicana, el español ha tendido tradicionalmente a una cierta solemnidad. En una carta dirigida a Antonio Machado la poetisa Fina García divagaba sobre “ese quehacer tan español: que es morirse y estar muerto” . Concedamos que también aquí hay una manifiesta exageración, pero es innegable que la cultura española –como resultado de la impregnación católica o por lo que sea- ha tenido por lo general una clara propensión a lo grave, austero y trascendente. En el extremo opuesto, la negación apasionada de la muerte ha conducido a un vitalismo vehemente. Entre uno y otro polo, la actitud española ante la vida y la muerte se ha situado con insistencia en una línea de rencor sordo, burla cruel, exacerbación grotesca, esperpento… Piénsese en las grandes aportaciones españolas en este terreno, desde el Quijote o la picaresca hasta las piezas teatrales de Valle-Inclán. Los observadores foráneos también han coincido en destacar este rasgo como característicamente hispano: el contraste brutal, el claroscuro violento, la genialidad goyesca, la tragicomedia. Una vez más, como antes decíamos, los extremismos.
Se ha dicho en muchas ocasiones de la cultura española que es una “cultura de la muerte” . Unamuno sostenía que la obsesión por la muerte era una característica nacional. Maeztu suscribía en lo esencial ese planteamiento. Si hay una constante en toda la obra lorquiana, esa es sin duda, según el también poeta Pedro Salinas, la presencia asfixiante de la muerte . Hemingway contraponía la actitud esquiva ante la muerte de ingleses y franceses con la franqueza y naturalidad de los españoles . Con un tono en apariencia frívolo, pero con notable agudeza, Luis Carandell se ha referido en múltiples ocasiones a la “presencia persistente” de la muerte en la cultura española . Y podíamos seguir acumulando testimonios en el mismo sentido. Pero, como ya hemos dicho, nuestro objetivo no es tanto apuntalar un planteamiento apriorístico como mostrar empíricamente una realidad, la impronta de la muerte en general y de lo macabro en particular en nuestra cultura. Dejaremos por ello las caracterizaciones globales para mostrar simplemente en las líneas que siguen la huella necrófila en algunas expresiones artísticas y literarias de nuestra historia reciente.
En ese periplo, Unamuno, al que acabamos de citar, puede ser no solo una referencia incontestable, sino un magnífico punto de partida para desbrozar la actitud necrófila de los grandes autores españoles a lo largo del siglo XX. El rector salmantino representa tanto en su vida como en su obra esa actitud severa, grave, austera, un tanto áspera, un mucho lóbrega, que ha pasado por ser característica de una determinada España. No en vano es el autor que escribe Del sentimiento trágico de la vida, que vive y teoriza el cristianismo como agonía, que entiende el patriotismo como militancia trágica y que, desde su juventud, se familiariza con la muerte .
Por expresarlo de manera rotunda, podría decirse que Unamuno entiende la vida humana como un desafío a la muerte. Esta es una de las pocas constantes que se pueden encontrar en una obra caracterizada por los zigzagueos, las paradojas y hasta las contradicciones. Ya lo dijo con su habitual agudeza Antonio Machado: el filósofo bilbaíno fue, entre todos los pensadores españoles que hicieron de la muerte un credo filosófico o religioso, el más rebelde y el menos senequista, porque nunca quiso resignarse a su destino mortal . De ahí, en consecuencia, que nunca pueda distanciarse de su aliento frío, de su sombra inquietante. Como si fuera una premonición, pues don Miguel terminó viviendo sus últimos meses de vida obsesionado por un grito que vería convertido en cruel realidad, como una pesadilla macabra: el “¡Viva la muerte!” de Millán Astray enseñoreándose de su Salamanca natal y de España entera.
Don Ramón María del Valle-Inclán constituiría por derecho propio el segundo gran hito en la trayectoria que estamos trazando. En su caso, decir tan solo que la muerte es una de sus grandes obsesiones sería a todas luces quedarse corto. Porque si ya en Unamuno se percibe una cierta delectación hacia lo macabro, en el genial dramaturgo gallego esa propensión se expresa con crudeza y desparpajo, sin cortapisa alguna. Su estética y su universo están teñidos de las tintas más negras. Hay una evidente complacencia en los aspectos más repulsivos de nuestra materialidad. La muerte en Valle-Inclán, lejos de ser una muerte dulce, sosegada o placentera, es una muerte artera y brutal, sucia y tenebrosa, sórdida y despiadada. Cuando no, simplemente, ridícula.
Todo lo que se acaba de apuntar, lejos de ser una simple valoración de conjunto, adopta en el autor del esperpento los perfiles de una minuciosidad extrema en todo lo relativo a resaltar los detalles repulsivos o degradantes del trance supremo. Como han señalado algunos analistas, en Valle se percibe claramente "una verdadera fascinación por la crueldad y la barbarie" , hasta el punto de que estos rasgos lo impregnan todo, lo contaminan todo. Así, amor y muerte aparecen inextricablemente unidos, pero no en la convencional acepción de antítesis sino en una síntesis macabra que los degrada a lujuria y putrefacción, a deseo carnal y descomposición física y moral. La vida no es aquí sueño, como en Calderón, sino una alucinación o una pesadilla. En el mejor de los casos, una broma macabra que termina abruptamente, sin que logremos entender casi nada. Esa realidad es la que justifica la expresión esperpéntica, la única manera de retratar un universo aberrante.

5. Recreación en lo macabro

El pintor y escritor José Gutiérrez-Solana sería nuestra tercera gran referencia en esta primera mitad del siglo XX. Aquí, todavía más claramente que en los casos anteriores, la presencia de la muerte es tan apabullante que casi hace innecesaria glosa alguna. En su caso, basta abrir los ojos y contemplar los apuntes, dibujos y, sobre todo, los lienzos. Aunque, una vez más, tendríamos que rectificarnos a nosotros mismos, porque señalar simplemente que la muerte es la principal constante del universo solanesco, sin ser incierto ni mucho menos, significa nuevamente quedarnos cortos en la caracterización. El Goya más lóbrego se reencarna en este pintor alucinado, retratista de una realidad putrefacta.
Con la coartada del naturalismo –de la mirada ingenua, incluso- Solana se recrea morbosamente en lo macabro. Más allá incluso del esperpento, el universo solanesco es sucio, infecto y degradante. Su estética necrófila tiñe de sangre, vísceras y fluidos corporales cualquier contemplación de la realidad, incluso la más banal. En Solana nunca podemos olvidar que incluso el más bello rostro no es más que el disfraz momentáneo de una calavera. Podría pues decirse que nos movemos en una órbita en que el antes mencionado “ser para la muerte” adopta la variante de ser... para los gusanos, la putrefacción, la hediondez...
Ya que hemos recalado en el campo pictórico, sería imperdonable que dejáramos de citar en este contexto a nuestro pintor más universal, Pablo Picasso, no tanto porque toda su obra aparezca tiznada con la huella de la muerte –decir eso en una producción tan inmensa y variopinta sería insostenible- sino porque la presencia de esta en algunas de sus obras más características permite reforzar la argumentación que nos ha traído hasta aquí. Si quisiéramos simplemente detenernos en lo más obvio podríamos señalar sin faltar lo más mínimo a la verdad que algunas de sus obras más emblemáticas, como el Guernica, Osario y Masacre en Corea tienen a la muerte como protagonista absoluta. Pero, más allá de esa constatación evidente, quisiéramos desentrañar un aspecto más sutil y, al mismo tiempo, más imbricado en nuestro campo temático. Lo hacemos de la mano de un especialista en historia del arte, el profesor Robert Rosenblum.
Al escudriñar la huella de la tradición pictórica española en la obra del malagueño universal, encuentra Rosenblum múltiples elementos compartidos entre la producción picassiana y la pintura de nuestro siglo áureo. La principal de ella, en opinión del citado especialista, es “la presencia recurrente de la muerte, en forma simbólica o explícita”. Los casos o ejemplos que aduce para sostener esta interpretación son variopintos . Su seguimiento o rastreo, sin embargo, quedan fuera obviamente de las posibilidades de este artículo. Pero no quisiéramos dejar pasar la oportunidad de consignar que la recreación picassiana de la muerte tiene siempre o casi siempre un punto mordaz, muy en consonancia con la tradición cultural española en la que se asienta.
Picasso, en efecto, contempla la muerte como una figura burlesca, un poco en la línea de la representación clásica de la danza macabra. Por eso él, un vitalista vehemente, se siente tentado a desafiarla. Así, es habitual que en algunas de sus composiciones cubistas los elementos macabros se entreveren con elementos cotidianos en un totum revolutum que nos induce a plantearnos que vida y muerte son indisociables. Puede añadirse, a nivel anecdótico pero sumamente revelador, un rasgo de su carácter que elucida su actitud en este terreno: Picasso disfrutaba colocando símbolos de muerte, como las calaveras, en el ámbito doméstico. Memento mori en versión sarcástica.
La segunda mitad del siglo XX, marcada por la sombra ominosa de la guerra civil, ofrece –tanto fuera, en el exilio, como dentro de España- múltiples manifestaciones intelectuales (poesía, novela, ensayo, etc.) que colocan la muerte, individual o colectiva, simbólica o naturalista, como tema central de reflexión. Nos limitamos a mencionar dos figuras incuestionables tanto por su talla intrínseca como por su valor representativo: Delibes y Cela. El primero de ellos, como es sobradamente conocido, saltó a la fama al serle concedido el Premio Nadal de 1947 por una obra que en su propio título llevaba la huella mortuoria: La sombra del ciprés es alargada.
El contenido de la novela hacía honor al título, con la presencia asfixiante de la muerte en las coordenadas existenciales de unos seres humanos que, en la más genuina tradición de la cultura española, transitaban por este mundo como un auténtico valle de lágrimas. No es descabellado por ello interpretar el sentido de la obra como una de las posibles variaciones del tema clásico de la vanitas, despojada en esta ocasión del revestimiento eclesiástico tradicional. Dicho en otras palabras, la actualización de un motivo recurrente a lo largo de los siglos. En cualquier caso, el protagonismo de la muerte en la obra del autor vallisoletano no se limita ni mucho menos a esa novela sino que, como es sabido, constituye una constante en su obra, desde Cinco horas con Mario a los diversos retratos de esa Castilla profunda en los que la muerte tiene una presencia abrumadora. Perdura así una interpretación de una España interior más muerta que viva (entiéndase en todos los sentidos posibles), en la que ya habían incidido antes autores como Azorín y Baroja.
El caso de Cela es más espectacular todavía porque la muerte adopta en su obra la fisonomía abiertamente cruel y desaforada que también había estado presente en una parte de la tradición española, la que parece regodearse en el sufrimiento, en el descuartizamiento de la carne, en los suplicios más espantosos. Desde El jardín de las delicias a las pinturas negras, desde Quevedo a Valdés Leal, hay una visión de la muerte poco o nada sutil que desemboca en lo decididamente macabro. Cela se inscribe por derecho propio en esa estela, hasta el punto de que no pocos críticos sitúan el nacimiento de esa corriente literaria que denominan tremendismo en La familia de Pascual Duarte.
Independientemente de que nos complazca más o menos la denominación, hay que convenir que, en efecto, todo en la vida de Pascual Duarte es tremendo. Y siendo la vida un suplicio, no lo es menos la muerte o, mejor dicho, las muertes en general, vividas como episodios grotescos, opresivos, sucios y espeluznantes. No podemos dejar de recordar a Valle-Inclán y a Solana. Como decíamos antes con Delibes, tampoco en Cela todo esto es una casualidad, ni se trata de una serie de pinceladas anecdóticas. La trayectoria posterior del novelista gallego nos muestra a un autor que persigue los aspectos más lóbregos de la muerte, desde el angustioso San Camilo 1936 al ambiente de venganzas macabras de la Mazurca para dos muertos.
Nos hemos limitado a una reducida muestra. Son muchos, muchísimos más, los autores, las obras, las referencias posibles. Hemos hablado básicamente de pensamiento, narrativa y pintura. Podríamos haber ampliado la perspectiva y haber dado cabida a la religión, la antropología o, ya aproximándonos a nuestro tiempo, el séptimo arte o las nuevas manifestaciones culturales. En todo caso, debe quedar constancia de que los autores y obras aquí citados no son más que la punta de lanza de otros múltiples nombres y elaboraciones que expresan o reflejan un planteamiento similar. Con todo, como decíamos al principio, no hemos nunca pretendido sustentar la tesis de una especificidad española en este terreno. En nuestra opinión, no hay una “muerte española”, como decía José Antonio Primo de Rivera, ni siquiera una interpretación originalmente hispana de la muerte, como se ha dicho desde diversos ángulos . Tampoco detectamos una singularidad de la cultura española en relación a lo macabro. Eso sí, creemos en cambio que nadie nos podrá discutir la importancia que tienen tanto la una -la muerte- como lo otro -lo macabro- en nuestra manera de enfocar la vida y el mundo a lo largo de los siglos.

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