domingo, 30 de noviembre de 2014

Unamuno

UNAMUNO.
EL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA

Publicado en La Aventura de la Historia, nº extra, noviembre 2014, pp. 108-115.

Un bel morir tutta la vida onora escribió Petrarca, haciéndose eco de la sabiduría clásica (“una muerte virtuosa redime una vida torpe” había enseñado Tácito). A don Miguel de Unamuno y Jugo se le podía aplicar con propiedad esa sentencia, no desde luego porque fuera torpe su vida, ni mucho menos, sino porque tuvo un final memorable y digno, propio del héroe trágico que siempre anheló ser, que le redimió a ojos de muchos de sus compatriotas de los titubeos, contradicciones e incluso torpezas que le habían granjeado tantas incomprensiones y enemistades.
En la Salamanca militarizada de 1936, cuando se había desatado una represión inmisericorde que afectaba no solo a los opositores al levantamiento franquista –partidos obreros, sindicatos, militantes izquierdistas o simpatizantes republicanos- sino a los desafectos de cualquier tipo, a los tibios o cualquiera que despertara la más mínima sospecha, el aún nominalmente rector de la Universidad (pese a llevar ya tiempo jubilado) fue la única voz que se alzó públicamente para decirles a la cara a los sublevados “Venceréis pero no convenceréis”. Desafiando las armas y los amenazantes brazos en alto, un anciano digno, valeroso, indignado y aún enérgico pronunció la pieza oratoria más emocionante de la guerra civil.
El 12 de octubre, “día de la Raza”, en el solemne acto académico del Paraninfo, en presencia de doña Carmen Polo, esposa de Franco, del general Millán Astray y sus legionarios y de todas las fuerzas vivas de la ciudad, civiles y militares, Unamuno clamó contra el odio infecundo y la sangre inútilmente derramada. Frente a la fuerza bruta mantuvo la fuerza de la razón y contra el grito histérico del mutilado fundador de la Legión (“¡Viva la muerte!”) defendió la persuasión de la inteligencia, que era precisamente lo que en su sentir faltaba a los sublevados.
En aquel clima de terror, cualquier otro que no hubiera tenido la edad y el prestigio de Unamuno no habría escapado vivo del recinto. En cierto modo, también el viejo rector salió herido de muerte. Acosado e insultado, vivió recluido en su domicilio, casi prisionero, tan solo dos meses y medio más. El último día de aquel mismo año fallecía don Miguel, aún obsesionado por el grito necrófilo que se había hecho cruenta realidad a lo largo y ancho de su país. Una patria, España, más madrastra que nunca.

Entre guerra y guerra

Es verdad que, mirados más de cerca, el comportamiento y las actitudes del pensador vasco en su último semestre de vida daban pábulo a todo tipo de interpretaciones y malentendidos. Lejos de ser ejemplar, su conducta pública desde el 18 de julio –en manifiesto contraste con las tribulaciones que confesaba en privado o sotto voce- había sido como mínimo imprudente. Su decepción por la deriva del régimen republicano, que a su modo contribuyó a hacer posible, y su particular inquina contra Azaña le habían llevado a adherirse al Alzamiento. Pensaba o, mejor dicho, quería pensar que los militares salvarían a España del caos y las hordas rojas. Creyó en fin que traerían la ansiada regeneración quienes solo entendían de depuración mediante el exterminio del disidente.
A don Miguel le gustaban las paradojas. Su vida misma estaba llena de ellas pero, además, le gustaba provocar así a sus compatriotas, no solo como recurso retórico sino sobre todo como método para sacarles de la modorra secular, al modo costista. Entre las incitaciones más repetidas a lo largo de su trayectoria intelectual estaba precisamente la de la guerra civil. ¡Un hombre culto, una inteligencia preclara, proclamando que solo la guerra civil podría salvar a España! Aunque la mayoría de las veces el filósofo aclaraba que hablaba en términos metafóricos –una guerra civil incruenta- era evidente que el uso reiterado de ese concepto en las circunstancias españolas constituía, como poco, en un hombre de su proyección pública, una gran irresponsabilidad. El propio Unamuno se dio cuenta de ello… cuando ya era demasiado tarde.
La guerra, y muy en particular la guerra civil, fue una sombra recurrente a lo largo de su vida. Había nacido en el seno de una familia de clase media en Bilbao el 29 de septiembre de 1864. A comienzos de 1874 un jovencísimo Miguel vive con expectación infantil el cerco carlista y los bombardeos de su ciudad natal, en una de aquellas guerras civiles que jalonaron el convulso siglo XIX español. El episodio le servirá para ambientar su primera novela, Paz en la guerra, publicada en 1897 (por cierto, con poco éxito).
Este último año es el tercero de la insurrección cubana, un conflicto que desangra a un país ya de por sí sumido en el atraso y la pobreza. Pese a ello, las altas autoridades civiles y militares (de Cánovas a Weyler) alardean de que se empleará “hasta el último hombre y la última peseta” en mantener los últimos restos del Imperio español en el Caribe. Unamuno, a la sazón ya catedrático de Griego en la Universidad de Salamanca, escribe en la Lucha de clases, periódico socialista dirigido por Valentín Hernández, apasionados artículos contra la guerra. Uno de ellos provocó una persecución judicial de la que Unamuno se escabulló no muy gallardamente, dejando que en su lugar se encarcelara al director de la publicación.
Algunos años más adelante, ya en la segunda década del siglo XX, toda Europa primero y el mundo entero seguidamente se convulsionan con la mayor conflagración bélica hasta entonces conocida, no en vano denominada en un principio la “Gran Guerra”. Aunque España fue de los pocos países que mantuvo una neutralidad que le libró de entrar en la carnicería, la sociedad española se conmocionó y fracturó en un durísimo debate interno –hubo quien habló de una peculiar contienda civil- entre los partidarios de uno y otro bando, aliadófilos y germanófilos. El reputado rector de Salamanca hizo valer su prestigio para apoyar con suma vehemencia la “causa de la libertad” (la opción francesa) frente al cerrado autoritarismo que se atribuía al otro sector.

Intelectual comprometido… e irritado

Esas y otras muchas tomas de posición en el debate público y la controversia política durante el convulso reinado de Alfonso XIII (al que, por cierto, profesaba una especial inquina) granjearon a Unamuno una justa vitola de intelectual comprometido con la libertad, su país y su tiempo, siempre en una línea de crítica progresista que, por decirlo con el afán de la época, podría situarse grosso modo dentro de la corriente regeneracionista. La resuelta y temprana oposición a la Dictadura de Primo de Rivera –tanto más estimable cuanto que no pocos intelectuales y políticos sedicentemente progresistas sucumbieron, por lo menos al principio, a los cantos de sirena del Dictador- le valió el destierro, primero en Fuerteventura (1924) y luego en París y Hendaya (hasta 1930).
El exilio intensificó algunos de los rasgos más negativos de su carácter, como el pesimismo, la desesperanza o la queja amarga y muchas veces injusta, por desmesurada. Los escritos en la capital francesa están llenos de lamentaciones por el panorama desalentador que halla por doquier en el sombrío y siniestro otoño parisiense. Y cuando mira a su país no ve más que motivos para el recelo, el abatimiento y la melancolía. La pasión de España se convierte así en desesperación de España (“¡España! ¿A alzar su voz nadie se atreve?” dice uno de sus sonetos).
Con razón o sin ella, Unamuno –tan egoísta en la vida cotidiana como egotista en el plano intelectual- tiende a lamentarse de todo y por todo. En realidad, hasta ese momento, no le había ido tan mal en la vida, si la situamos en el contexto de lo que era usual en la España de la época. Se había criado en el seno de una familia acomodada y en un ambiente hasta cierto punto liberal, había podido llegar a hacer estudios superiores, había ganado una cátedra en una de las más prestigiosas universidades del país, había accedido pronto (1900) al rectorado de la misma, había publicado numerosas obras de los más variados géneros que le procuraron un merecido prestigio y era en fin uno de los intelectuales más influyentes del país. Desde el punto de vista personal, se había casado en 1891 con Concha Lizárraga, que fue siempre –desde que la conoció de jovencito y hasta su muerte en 1934- la mujer de su vida. Con ella tuvo nueve hijos.
La otra cara de la moneda la constituía no tanto los sinsabores y desgracias como la forma concreta en que Unamuno había afrontado la parte menos grata de la existencia. Dicho claramente, es cierto que la enfermedad y la muerte rondaron el entorno familiar de Unamuno desde la niñez: su padre falleció en 1870, cuando apenas contaba seis años de edad y por esas mismas fechas murieron también algunos familiares muy próximos, unas contingencias –todo lo penosas que se quieran- que eran no obstante bastante usuales en la España del momento. Lo decisivo, más que esas circunstancias aciagas, fue el medio en el que se formó el joven Miguel, un ambiente opresivo, sombrío y luctuoso. Ahí se forjó el carácter que luego le distinguiría: austero, tacaño, puritano, autoritario, exaltado, huraño, neurótico.
Este último rasgo se vio intensificado por dos sucesos desgraciados de su vida, la crisis de angustia del 22 de marzo de 1897 (que marcaría un hito en su trayectoria intelectual y espiritual) y, aún en mayor medida, la terrible enfermedad y posterior fallecimiento de su querido hijo Raimundín en noviembre de 1902, con solo seis años de edad. Estos hechos infaustos incrementarán su ya asentada propensión a ver el mundo en su vertiente más negativa. El abatimiento, la amargura, el lamento, la angustia y el desgarro serán compañeros habituales de sus días y reflexiones, dibujando una trayectoria vital más amarga, íntimamente desdichada y hasta algo mezquina que propiamente trágica.

Don Quijote como héroe trágico

Sin embargo, Unamuno luchó con todas sus fuerzas para apropiarse en el plano intelectual de esa dimensión trágica de la existencia como elemento consustancial a su vida y su pensamiento. Y en cierta manera lo logró. No es exagerado decir que uno de sus títulos más emblemáticos, Del sentimiento trágico de la vida (1913), le retrata y le representa como ningún otro. Y si añadimos otra obra insoslayable, La agonía del cristianismo (1925), disponemos de las claves fundamentales para enmarcar su cosmovisión: el filósofo vasco vive y teoriza su peculiar fe cristiana como agonía, sufre en sus entrañas el dolor de España, entiende el patriotismo como militancia trágica, está obsesionado con la muerte y, sobre todo, con lo que esta representa para el ser humano (su limitación, su finitud). Unamuno, en fin, solo concibe la vida como desafío a la muerte, como combate trágico, como lucha agónica. Con razón dijo Antonio Machado que el rector salmantino fue, entre todos los pensadores hispanos que hollaron ese campo, el más rebelde y el menos senequista, porque nunca quiso someterse a su destino mortal.
Es congruente con todo ello que uno de sus héroes preferidos sea Don Quijote. En su caso no se trata propiamente de una referencia ideal o idealizada, sino de algo más complejo, pues él mismo se siente implicado en un trágico combate quijotesco contra el mundo, la vida y, en un plano más concreto, contra un país secularmente estancado y unos compatriotas abúlicos o pancistas.
Pero casi nada es lineal en nuestro autor: su fijación quijotesca pasa por dos fases bien diferenciadas, casi antitéticas. Cuando escribe En torno al casticismo (1895), asume la perspectiva progresista convencional para superar la postración española: olvidar la locura quijotesca que nos ha traído tantos males, matar incluso a Don Quijote “para que resucite Alonso Quijano el Bueno”. Diez años después, en Vida de Don Quijote y Sancho (1905), da un giro radical: hay que “rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón”. La locura quijotesca no solo es necesaria, sino redentora. Aunque lo dejen solo, el caballero heroico nos marca el camino… Es difícil sustraerse a la impresión de que Unamuno se refería no solo al héroe cervantino sino al papel que él mismo ansiaba desempeñar en la complicada coyuntura española.
Por ello, decir tan solo que don Miguel fue un incansable inconformista es quedarse muy corto. Fue un rebelde indomable y un heterodoxo recalcitrante en todos los campos que transitó, que fueron muchos: el ensayo, la filosofía, el artículo periodístico, la novela, el relato corto, el teatro, la poesía… La antes mencionada crisis de 1897 le alejó para siempre de un credo socialista sui generis y le sumió en una incertidumbre existencial que ya no abandonaría nunca. Por eso su cristianismo nada tiene de convencional. Unamuno quiere creer porque no puede entender ni, mucho menos aceptar, que estemos abocados a la nada. Por eso interpela a Dios de modo angustioso para, a renglón seguido, desesperarse con su silencio.

El hombre de carne y hueso

Frente a las abstracciones reduccionistas habituales en la reflexión filosófica –la razón, la conciencia, el sujeto, etc.- el pensador español siempre enfatizó que su punto de referencia era el ser humano concreto: la suya, decía, era siempre la perspectiva del hombre de carne y hueso, el que duda, ama, lucha y sufre. Aunque muchas veces tendamos a poner en primer plano sus contradicciones, en el pensamiento unamuniano hay también unas constantes que se reflejan no solo en sus obras más teóricas o reflexivas, sino en otras modalidades literarias aparentemente menos propicias. El pensador aprovechó su incursión por otros géneros para dar rienda suelta a sus obsesiones como preguntas sin contestaciones. Porque él sabía muy bien que las cuestiones más trascendentales para el ser humano no tenían respuesta.
Todo ello es muy patente en su poesía, injustamente minusvalorada en el conjunto de su producción. Aquí se pone de manifiesto que su fe no surge de la razón sino de la angustia y la desesperación del hombre. Es por ello una fe que se empapa en sangre. Más español que nunca, Unamuno reivindica los Cristos sanguinolentos de la tradición hispana, porque el propio Cristo culminó su misión derramando su sangre con un padecimiento atroz. A ese Cristo que no oculta el sufrimiento (Cristo de Velázquez, Cristo yacente de Santa Clara), Unamuno le hace preguntas angustiadas. Creer en Dios, escribe con sinceridad conmovedora, “es anhelar que le haya”. Para nuestro autor el tormento vital no deriva de los espantajos habituales –la posibilidad del infierno, el castigo eterno- sino del hecho ineluctable de la muerte y la posibilidad –esta sí tenebrosa- de que tras ella se abra la nada, el vacío absoluto.
En sus relatos, cuentos y novelas hay también una marcada tendencia a expresar teorías y problemas, dilemas intelectuales y conflictos existenciales. Son en su mayoría, por no decir en su totalidad, narraciones de ideas, cuando no de tesis. Están imbuidas de un espíritu triste, como si su autor volcara la imagen deprimente que le produce el país y el paisanaje (no, por cierto, el paisaje, que cantó en forma magistral en sus libros de viaje). De este modo, el conflicto individual se inserta en el marasmo colectivo. Si la vida humana es siempre de por sí debate agónico, ¿qué decir entonces de ese ser humano que ha tenido la suerte y la desdicha de nacer español? Los conceptos que suele emplear para aludir a la circunstancia española que le toca vivir son bochorno, vulgachería, anemia, decrepitud, pobreza moral… En el mejor de los casos, “somos un pueblo de pordioseros arrogantes”, clama con su característica vehemencia, desmesura y visceralidad.
Su pesimismo en cualquier caso es siempre combativo. El dolor es consustancial a la conciencia humana. A veces, sin embargo, como a todo mortal, le gana el abatimiento. Al fin y al cabo, ¿para qué tanto combate? ¿No sería mejor disolverse en la nada de una vez? El destino del hombre es ser para la muerte, se dice en diversas ocasiones y de diversas formas en Niebla (1914). Y en San Manuel Bueno, mártir (1930), nos parece oír al Unamuno más íntimo cuando confiesa: “Mi alma está triste hasta la muerte”.
Desde el punto de vista intelectual durante el primer tercio del s. XX solo Ortega y Gasset le superó en prestigio e influencia. Polemista brillante, erudito, provocador, el gran problema de don Miguel fue su ego hipertrofiado, su carácter displicente y abrupto, su individualismo exacerbado. Él mismo se justificaría con frecuencia aludiendo a que estaba en permanente guerra interior –como el machadiano guerra con sus entrañas-, pero lo cierto es que a Unamuno le costaba tener discípulos y aun simpatizantes porque su trayectoria ideológica y personal estaba llena de desplantes y zigzagueos, cuando no de clamorosas contradicciones. Más admirado que seguido, más temido que amado, fue también –quizá por todo ello- bastante incomprendido, cuando no acremente vituperado por sus coetáneos. Aun hoy, como reconocen sus propios biógrafos (Jon Juaristi, el último) sigue siendo un personaje a todas luces incómodo. Volviendo al principio, el incidente de Salamanca le dio la oportunidad postrera: la de terminar siendo al final de su vida el Quijote que siempre aspiró a ser. El Caballero heroico y solitario contra “los hunos y los otros”.

Castilla, España, Europa
Aunque vasco de nacimiento, Unamuno fue uno de los autores del s. XX –al mismo nivel, por poner dos casos paradigmáticos, de Azorín u Ortega- que más insistió en la esencia castellana de España. Castilla, lo castellano, el casticismo o la catolicidad se amalgaman así como elementos fundadores o determinantes de España: “Castilla, sea como fuese, se puso a la cabeza de la monarquía española y dio tono y espíritu a toda ella; lo castellano es, en fin de cuenta, lo castizo”. Son las reflexiones de En torno al casticismo. Unamuno enfatiza: “Castilla paralizó los centros reguladores de los demás pueblos españoles, inhibióles la conciencia histórica en gran parte, les echó en ella su idea, la idea del unitarismo conquistador, la de la catolización del mundo, y esta idea se desarrolló y siguió su trayectoria castellanizándolos. Y de los demás pueblos españoles brotaron espíritus hondamente castellanos, castizamente castellanos, de entre los cuales citaré por ejemplo a Íñigo de Loyola, un vasco. (…) Esta vieja Castilla formó el núcleo de la nacionalidad española y le dio atmós¬fera; ella llevó a cabo la expulsión de los moros, a partir del país de los castillos le¬vantados como atalayas y defensas, y clavó la cruz castellana en Granada; poco después descubrieron un Nuevo Mundo galeras castellanas con dinero de Castilla, y se siguió todo lo que el lector conoce”.
España se enfrenta así, según Unamuno, a un dilema desgarrador: debe decidir entre ser consecuente con sus esencias (Castilla, lo castizo, su peculiar historia) o seguir la vía de otras naciones del occidente europeo (europeización, cientificismo, modernización). Aunque el rector salmantino mantuvo distintas y encontradas opiniones sobre el particular a lo largo de su dilatada existencia, una de las más características y audaces de sus propuestas se cifraba en la “españolización de Europa”: “Tengo la profunda convicción, por arbitraria que sea -tanto más profunda cuanto más arbitraria, pues así pasa con las verdades de fe- (…) de que la verdadera y honda europeización de España, es decir, nuestra digestión de aquella parte de espíritu euro¬peo que puede hacerse espíritu nuestro, no empezará hasta que no trate¬mos de imponernos en el orden espiritual a Europa, de hacerles tragar lo nuestro, lo genuinamente nuestro, a cambio de lo suyo, hasta que no tratemos de españolizar a Europa...”

La patria profunda: la intrahistoria, el paisaje
Unamuno fue un hábil urdidor de frases brillantes, paradojas provocadoras y certeras conceptuaciones. Polifacético, erudito, plurilingüe y, como resultado de todo ello, maestro del lenguaje, Unamuno acuñó algunos conceptos que forman ya parte del acervo cultural español. Como por ejemplo el de “intrahistoria”, tan bien explicado por él mismo que hace ociosa glosa alguna: “Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del “presente mo¬mento histórico”, no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristali¬za en los libros y registros, y una vez cristalizada así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida intrahis¬tórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de la vida silen¬ciosa de los millones de hombres sin historia que a todas las horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que, como la de las madrépo¬ras suboceánicas, echa las bases sobre que se alzan los islotes de la Historia... Esa vida intrahis¬tórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustan¬cia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradi¬ción mentira que se suele ir a buscar al pasado enterrado en los libros y papeles y monumentos y pie¬dras...”
El alma del pueblo es indisociable del medio que lo acoge, la naturaleza física. Unamuno, gran viajero, fue también un admirador y un inspirado poeta del paisaje ibérico, como puede verse en sus hermosos libros de viaje. Entre ellos, Por tierras de Portugal y España (1911) y Andanzas y visiones españolas (1922). La amalgama entre el elemento físico y espiritual será una constante en el paisajismo unamuniano, que encuentra el alma española retratada en la soledad y aridez de la Meseta. “No despierta este paisaje sentimientos voluptuosos de alegría y de vivir”. Por el contrario, insiste, aquí “se achica el hombre” y se “siente en medio de la sequía de los campos sequedades del alma”. Sequedad del terreno, rugosidad del alma. Esa es la autentica realidad española.


BIBLIOGRAFÍA BÁSICA UNAMUNO

-González Egido, Luciano: Miguel de Unamuno, Junta Castilla y León, Valla¬dolid, 1997.
-Juaristi, Jon: Miguel de Unamuno, Taurus, Madrid, 2012.
-Rabaté, Colette y Jean-Claude: Miguel de Unamuno, Taurus, Madrid, 2009.
-Roberts, Stephen G. H.: Miguel de Unamuno o la creación del intelectual español moderno, Universidad de Salamanca, 2007.

martes, 18 de noviembre de 2014

Dos libros sobre Suárez


La sombra de Suárez. Eduardo Navarro. Prólogo de Jorge Trías Sagnier. Plaza Janés, Barcelona, 2014. 336 pp.
El año mágico de Adolfo Suárez. Rafael Ansón. La Esfera de los Libros, Madrid, 2014. 320 pp.

Publicado en “El Cultural”, 14-11-2014.

http://www.elcultural.es/revista/letras/La-sombra-de-Suarez-El-ano-magico-de-Suarez/35485

La Transición y la Guerra Civil son las dos fases de la reciente historia española que más atención han recibido por parte de los especialistas en las últimas décadas. Dentro del interés historiográfico hacia la Transición, el foco se ha puesto habitualmente en su artífice más mediático, Adolfo Suárez. Así lo hacen también los autores de los libros que comentamos, Eduardo Navarro y Rafael Ansón. Otros tres rasgos significativos en común presentan estos volúmenes: están escritos por estrechos colaboradores de Suárez en su etapa más decisiva, retratan con abierta admiración al político abulense y, en tercer lugar, los dos autores se presentan como hombres más cómodos entre bambalinas que en el candelero.
Lo mejor que puede decirse del libro de Navarro es que quizás sea lo más parecido a las memorias que Suárez nunca escribió. Lo peor, para el que espere con morbo revelaciones inconfesables, es que no hallará aquí tales cosas. Sí en cambio múltiples detalles reveladores de los entresijos de la Transición escritos con la ponderación y rigor de un hombre que la vivió en la trastienda. Por ello, como señala Trias Sagnier, editor y prologuista del volumen, su nombre dirá muy poco al gran público. Sin embargo, quienes estuvieron cerca del presidente saben que Navarro fue en efecto la “sombra de Suárez”. Una sombra fiel, discreta y eficaz. Un carácter opuesto al del político de Cebreros: frente al populismo, simpatía y audacia de este, Eduardo representaba el trabajo oscuro, la labor de despacho. Siempre en un segundo o tercer escalón, le faltó coraje para dar un paso adelante y asumir el protagonismo político que en teoría ansiaba. Suárez, que era irresistible cuando quería pero también acremente sincero, lo describió una vez como “impresentable”. La anécdota llegó a oídos del propio Navarro (p. 115), sin que ello supusiera el fin de su colaboración.
Suárez era alérgico a la escritura, casi ágrafo. No obstante, según certifica Trías, hubo un “plan de memorias” que pergeñaron su hija Marian y Eduardo. No es más que un esquema muy elemental, que aquí se reproduce (pp. 26 y ss.). Navarro, por otra parte, escribió su visión del proceso sin aparente intención de publicar. Lo que ahora da a la luz Trías –como antiguo amigo se hizo cargo de sus papeles y documentos- es la fotocopia de un original fechado en 1992. Es una relación estructurada en cinco capítulos, que tiene un inicio natural, el momento en el que Eduardo conoce a Adolfo (curso 1959/60) pero que termina de un modo abrupto en febrero de 1981, dos días después del intento del golpe de Estado. El lector no encontrará en este relato grandes sorpresas pero sí una minuciosa descripción del día a día de la Transición tal como la vivieron sus artífices.
Algo no muy distinto podría decirse del volumen de Ansón, solo que en este caso se acota mucho más el lapso temporal al “año mágico” (julio 1976-junio 1977) y la atención se centra en los medios de comunicación en general y en RTVE en particular. No es una decisión caprichosa, ni mucho menos, sino derivada de dos factores fundamentales: Ansón fue en esa etapa director de esta última –sabe, pues, bien de lo que habla- y además, desde un punto de vista más distanciado, considera que no se ha hecho justicia al papel trascendental que desempeñaron dichos medios y sobre todo RTVE en el éxito de la Transición. Rinde homenaje por ello a periodistas como Lalo Azcona, Eduardo Sotillos, Pedro Macía y M. A. Gozalo, entre otros, y a programas como La clave, Informe Semanal, A fondo o Estudio 1, además naturalmente de los telediarios del cambio.
El relato de Ansón, muy ameno, agiganta la figura de Adolfo Suárez, que aparece como el gobernante providencial que España necesitaba en aquel decisivo momento: osado, imaginativo, resuelto, simpático, intuitivo, carismático… Escribe Ansón en un tono mesurado, siempre comprensivo y respetuoso con todos (adversarios incluidos), quizá para estar él mismo a la altura del mensaje central que quiere transmitir: sumidos a estas alturas como país en una situación también bastante delicada, debíamos tener como referentes aquellos políticos generosos que supieron estar a la altura de lo que los tiempos demandaban.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El libro es la vida


Azorín: Libros, buquinistas y bibliotecas. Crónicas de un transeúnte: Madrid-París. Prólogo de Andrés Trapiello. Edición de Francisco Fuster. Fórcola Ediciones, Madrid, 2014. 240 pp.

Publicado en Revista de Libros, noviembre 2014, revistadelibros.com

http://www.revistadelibros.com/resenas/azorin-cronicas-de-un-transeunte

En un libro como este resulta inevitable que se plantee desde el principio, como forzoso punto de partida, la tradicional dicotomía entre leer y vivir, entre los libros y la vida. Lo hace así Andrés Trapiello, en su ajustado prólogo, cuando comienza planteándose: “¿Leer, vivir? (...) ¿Deja de vivir quien lee, deja de leer quien vive?” Lo hace también el responsable de esta edición, el historiador Francisco Fuster, cuando titula su breve y precisa introducción “Los libros y/o la vida” y seguidamente refiere tres anécdotas de la vida de Azorín que ponen de relieve que este no podía concebir una vida desgajada del placer de la lectura. Lo hace en fin explícitamente el propio Azorín, también desde las páginas iniciales, a través de un fragmento de Con permiso de los cervantistas, cuando reconoce que “Los libros sustituyen a la vida; lo hacen de dos maneras: por interposición y por suplantación”. Pese a lo que en apariencia sugieren estas palabras del maestro, la antítesis queda refutada desde casi su propio planteamiento. Por seguir el orden expositivo, Trapiello se contesta a sí mismo: “Leer es vivir, y no hay vida que se precie de verdadera y plena sin libros. Por tanto, sí, no leer o vivir, sino más bien leer y vivir”. Fuster simplemente constata que “José Martínez Ruiz pasó toda su vida rodeado de libros”. Y, en última instancia, quien más nos interesa aquí, el propio literato aúna de forma natural su gran pasión y su amor a la vida: “¿es que los libros no son vida?”, se interroga retóricamente en uno de los artículos que integran este volumen (p. 115). Y en otro momento deja suspendida una pregunta complementaria que es, en este caso, al mismo tiempo, la culminación de un bello recorrido por las librerías madrileñas: “Pero la realidad auténtica ¿vale más que la ficticia de los libros?” (p. 169).
Obsérvese que hemos dado sutilmente varios pasos más allá de la simple inadmisión del pretendido antagonismo entre leer y vivir. No es solo que rechacemos la dicotomía libros/vida sino que no concebimos esta última sin los primeros. No hay vida digna sin libros. Más aún. Para muchos -desde luego para Azorín sin la menor vacilación- el libro es la vida. Ahora bien, no caigamos en un simplismo de nuevo cuño. Si vivir nunca es fácil, tampoco lo es colmar en la vida las aspiraciones lectoras de un espíritu inquieto. “No se puede, en la inmensa producción literaria humana, antigua y moderna, sentirlo todo, comprenderlo todo” (p. 127). Vivir es elegir y con ello inevitablemente renunciar. La vida humana resulta irremisiblemente corta y limitada para abarcar todo lo que nos proponemos o, para decirlo en el ámbito que nos importa, para poder saciar la sed de lecturas de quien queda prendado de las promesas del papel impreso. ¡Tanto papel impreso precedido de bellas cubiertas, tantas expectativas que no podremos satisfacer en nuestra breve existencia! El lector atento descubrirá permanentemente en las reflexiones de Azorín una sutil melancolía derivada de la constatación tenaz de la fugacidad de la vida. Un existencialismo de andar por casa si que quiere o, para ser más precisos, de deambular por librerías, por bibliotecas, por ferias del libro, libreros de lance o puestos callejeros..., ya sea en su Madrid -tan entrañable como provinciano-, como en la cosmopolita y sublimada capital francesa, un París de “infinitas librerías” y amables buquinistas a orillas del Sena.
A pesar de abarcar un considerable espacio temporal, hay una continuidad y una coherencia incuestionables en las reflexiones azorinianas sobre esta materia, hasta el punto de que en muchas ocasiones nos da la impresión de que estamos leyendo no una serie dispersa de artículos escritos a lo largo de más de medio siglo (de hecho, toda la primera mitad del XX) sino un libro concebido desde sus propias bases como obra unitaria y compacta. Bien es verdad que buena parte del mérito de esta sensación corresponde al compilador, que ha hecho una magnífica labor de edición, no solo rescatando textos perdidos u olvidados (en especial, por lo que respecta al público español, los que se publicaron en el diario bonaerense La Prensa) sino agrupando los escritos del monovarense en cuatro grandes bloques que funcionan como capítulos que se complementan y se refuerzan unos a otros. El primero, “Sobre la edición y difusión del libro”; el segundo, “Sobre las bibliotecas”; el tercero, “Sobre los libreros de viejo y las ferias del libro”; el cuarto y último, “Sobre la lectura”. Como resultado de ello, no solo las cuestiones concretas en torno al libro sino las apreciaciones, los matices y hasta las manías (pues de todo hay) se repiten en distintos momentos o contextos. El leit-motiv, ya lo hemos dicho, es el amor a los libros y a todo lo que tenga que ver con ellos: desde el propio proceso de escritura (¿a mano?, ¿a máquina?) y su materialización en un bello objeto mediante las artes del impresor (magníficas páginas dedicadas a la imprenta y a la edición en general) hasta su destino final en manos del lector impaciente, ávido y finalmente dichoso. Entre uno y otro, el que escribe y el que lee, se interponen -¡gozosa interposición!- esas etapas intermedias en las que el libro recala en bibliotecas y librerías (y, ocioso es decirlo, a Azorín le interesan todas las clases de librerías y bibliotecas del mundo, pero especialmente aquellas que están concebidas para que el bibliófilo o el simple curioso deambule libremente entre mesas y anaqueles).
“La vida es corta y los trabajos y el arte son largos. No se puede leer todo”. Paradójicamente -escribe Azorín, siguiendo a Shopenhauer- “es preciso aprender el arte de no leer; el arte de saber no leer”. Aquí se observa una diferencia esencial entre la juventud y la vida adulta: “Cuando entramos en la vida, ávidos de lectura, lo leemos todo (...) Pero los años pasan; la vida nos solicita; tenemos que observar, y vivir, y gustar”. Y así terminamos por constatar que “hemos de limitar nuestras lecturas; dos o tres literaturas es mucho; dentro de una misma literatura, todos los libros, de primero y de segundo plano, es mucho también” (p. 119). Con todo, advierte Azorín, no debemos caer en el error de vivir para leer: “nuestro estudio no son los libros, sino la vida, los seres que nos rodean”, dice en otro artículo, “Grados de la cultura”. Por eso, hay tantos falsos bibliófilos, lectores pedantes y vacuos, “eruditos formidables que no saben nada”. El pequeño filósofo nunca pierde de vista qué es lo importante. No se trata de leer para atesorar conocimientos, como quien conserva una gran fortuna de la que gusta presumir. De hecho él detesta –quizás exageradamente- al lector meticuloso que hace fichas y toma notas. Tampoco se trata de atesorar (acumular) lecturas: no es mejor lector el que lee mucho sino simplemente el que sabe leer. Por eso, en última instancia, es mejor una cultura natural que una cultura libresca impostada: “la observación, el sentido medio de la vida, el equilibrio, la agudeza, la sencillez, la discreción, la intuición rápida de las cosas, harán del espíritu de este hombre uno de los más bellos intelectos que podamos encontrar”. Aunque no haya leído nada, aunque no sepa acaso ni escribir, “tendrá la cultura exquisita, suprema, del matiz de las cosas” (p. 190).
El mundo que retrata Azorín es un mundo que se va, que en buena parte se ha ido ya. Y no me refiero solo al hecho obvio y hasta cierto punto anecdótico de escribir con pluma y papel o a la no menos patente desaparición del mundo de la impresión tradicional, sino a todo el ámbito del libro e incluso al proceso mismo de la lectura, que han sufrido una transformación tan radical en los últimos decenios que cabe hablar de un nuevo Gutenberg. Curiosamente, hay aspectos menores que persisten y probablemente siempre permanecerán, aunque cambien el medio y el soporte, como las erratas. “Las erratas son incoercibles, ineluctables. Imposible reducir las erratas y luchar contra las erratas”, escribe Azorín en “Editar e imprimir”. Obviando ahora el punto de exageración que contienen esas frases, hemos de admitir que, en efecto, en el proceso de comunicación humana las dichosas erratas (aunque se las deje de llamar así) seguirán existiendo, no como resultado de aquel viejo proceso de edición e impresión que describe Azorín, sino simplemente como consecuencia de la falibilidad humana. Como es sabido, muchos analistas se apoyan en esta y otras permanencias para sostener que la aparición del libro digital no supone en lo esencial una transformación del hecho mismo de leer (y de escribir, claro). No estoy tan seguro. Y menos seguro estoy si tomo como referencia el mundo que describe Azorín. No sé que sucederá con el libro tradicional. Al fin y al cabo, hoy por hoy sigue existiendo, del mismo modo que continúan existiendo las librerías y las bibliotecas, las ferias del libro, las librerías de viejo, los puestos callejeros y, lo que es más importante, millones de personas, jóvenes y viejos, que se interesan por todo ello. Pero si nos fijamos con atención veremos que el lector que describe y propugna Azorín es ya una especie en extinción.
Es un lector curioso, culto, atento, sensible, caviloso, abierto a todo; es alguien que lee, relee y torna a leer, por placer, sin prisas, entre otras cosas porque tiene todo el tiempo del mundo. Es -¿por qué no decirlo?- un personaje ocioso. Su día transcurre calmo entre paseos meditativos, visitas a librerías, inspecciones de bibliotecas (públicas y privadas), pláticas con libreros, charlas con amigos (normalmente también escritores), reflexiones caprichosas y, por supuesto, muchas, muchas horas de lectura sosegada y placentera… Él o sus amigos más cercanos viven en esas casas burguesas o esos amplios pisos decimonónicos que constituyen el refugio ideal para la lectura. Dejo la palabra al propio Azorín y juzguen ustedes, sin que yo interfiera con más consideraciones: “Arnaldo se sienta en un sillón, junto a una mesa, coge un libro, lee unas páginas y lo deja. Vive Arnaldo en una casa antigua: los techos son altos, espaciosas las salas, hondas las alcobas y largos los pasillos. El libro impera en la casa; hay en la morada espaciosa estancia henchida de libros; y allá en lo profundo, donde no llegan ni por asomo los ruidos de la calle, se abre otro aposento también repleto de volúmenes” (p. 90). Como se dice más adelante, el lema de un personaje así –da igual en este caso si del propio Azorín o de alguno de sus allegados- es el erasmiano Festina lente, apresúrate despacio. “Iban pasando los días; pasaban dulcemente; pasaban estando yo arrellanado en la butaca. Puesto que la vida es festina lente, yo no debía apresurarme en mi trabajo” (p. 100). El mismo entorno en el que viven estos personajes está en trance de desaparición, ese viejo Madrid del que solo quedan algunos reductos cercados por el ruido y la contaminación, un Madrid acogedor, dorado, otoñal, recoleto, descrito con pinceladas magistrales: “En otoño se celebran en Madrid las ferias de los libros. Otoño es el mes madrileño por excelencia. El aire es templado, vivo, penetrante, inervador; esplende radiante el cielo azul. Comienzan a amarillear –con tintes de oro- las frondas. La feria de los libros se celebra a lo largo del Botánico; a espaldas de las casetas llenas de volúmenes se extiende el viejo y bello jardín; cerca, en la plazoleta, de las anchas tazas de las fuentes van cayendo hilos de agua…” (p. 121).
Se comprenderá por todo lo dicho que la lectura del volumen deje un cierto poso de melancolía. No exactamente porque uno tenga que lamentar ese mundo perdido o porque repute este forzosamente como mejor que el actual (yo no me incluyo desde luego entre esos nostálgicos), sino tan solo porque el que escribe estas líneas y casi con seguridad usted que las está leyendo, coinciden –coincidimos- en el azoriniano amor al libro y nos encontramos un poco perplejos o desubicados –por decirlo suavemente- en la situación actual. Es verdad que el propio escritor levantino escribe con frecuencia que en su época se está viviendo una profunda crisis del libro, pero ese diagnóstico, desde la perspectiva actual, nos hace sonreír. Ahora bien, no es menos cierto por otra parte, que nuestra crisis editorial –cuyos contornos Azorín nunca pudo imaginarse- nos deja en cierto sentido en una posición muy parecida a la que describe el escritor levantino: ahora son muy distintas las amenazas que cercan al libro pero seguimos resistiendo una aguerrida minoría –como editores, libreros o simples lectores- en una concepción del libro y de la lectura que, por encima de cualquier otro matiz o discrepancia, valora este objeto como elemento imprescindible de formación, cultura y placer. Para decirlo con la formulación con la que abríamos esta reseña, no concebimos la vida sin libros. La propia aparición a estas alturas de un volumen como el que estamos comentando –y la apreciable acogida que al parecer está teniendo- constituye una buena muestra de que, aunque relativamente minoritarios, seguimos siendo muchos los que nos reconocemos en esos valores. No quisiera por ello terminar estas reflexiones sin un reconocimiento a la labor de un joven historiador, Francisco Fuster, responsable de esta primorosa edición, que lleva haciendo en los últimos años una labor encomiable de recuperación de los artículos desperdigados u olvidados de algunos escritores españoles del siglo XX como Baroja , Camba o, aparte de este volumen, otros textos del propio Azorín .