lunes, 11 de diciembre de 2017

El reinado de Juan Carlos I

LUCES DE UN REINADO

José Luis García Delgado (ed.): Rey de la democracia, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017. 296 pp.

Publicado en Revista de Libros, 6-11-2017.

http://www.revistadelibros.com/resenas/rey-de-la-democracia-garcia-delgado

“Luces y sombras” es una expresión clásica a la hora de establecer un balance que se pretenda equilibrado de un determinado período histórico, la trayectoria de un personaje, el desarrollo de un proceso o la ejecutoria de una institución. Esto reza también para los treinta y nueve años del reinado de Juan Carlos I (1975-2014), protagonista de una iniciativa política excepcional y símbolo eminente del tránsito entre un régimen dictatorial y un sistema democrático.
La abdicación se ha producido en una fecha que está todavía muy cercana a nosotros. Por otro lado, el Rey, si se me permite la adaptación de la expresión tradicional, “ha muerto” –en términos políticos e institucionales- pero el hombre sigue vivo. Todo ello nos obligaría como historiadores, no como cronistas de la actualidad, a mantener ciertas cautelas. Se ha publicado muchísimo sobre la transición, pero aún queda bastante por saber e investigar de esta reciente fase de nuestro país, sobre todo en el ámbito de la “historia menuda” (que en ocasiones no lo es tanto). El propio sujeto físico, como queda dicho, puede tener todavía un considerable trecho vital y, aunque ahora en segundo plano, su condición de ex Rey o Rey emérito le permite jugar un influyente y nada desdeñable papel representativo o de prestigio. No arriesgo nada, por tanto, al asegurar que, como ha sucedido en muchas otras ocasiones, de aquí a los próximos años saldrán a la luz múltiples documentos y se conocerán algunos pormenores que, a buen seguro, cambiarán en algunos aspectos nuestra percepción de los acontecimientos.
Ahora bien, una vez dicho eso, habría que alegar en sentido opuesto dos reconocimientos que me parecen tan incuestionables o más que los anteriores. El primero cae por su propio peso: la abdicación del Rey cierra indudablemente un ciclo. La tentación de acometer un inventario de todo lo ocurrido en esas casi cuatro décadas es casi irreprimible y es normal que en los tiempos de aceleración histórica que vivimos, nadie o casi nadie pueda resistirse. Ni los historiadores ni las editoriales, que en último término satisfacen las demandas de un público que exige este tipo de cuentas. El segundo reconocimiento añade simplemente un matiz, al tiempo que me permite entrar ya en el meollo de la cuestión. Ningún período del pasado –y mucho menos los más cercanos a nosotros- está definitivamente establecido para los historiadores, es decir, queda como campo yermo, clausurado para siempre. Por el contrario, el pasado cambia y cabe incluso subrayar que cambia constantemente, en función de la perspectiva desde la que lo contemplamos. No estoy hablando, como antes, del surgimiento de nuevos datos sino simplemente de la irrupción de nuevas miradas que alterarán con absoluta certeza –lo están haciendo ya- la consideración de este pasado reciente. Difícilmente puede negarse que la propia situación política actual, marcada por la incertidumbre secesionista y la irrupción de nuevos partidos radicales, hace inevitable una reflexión sobre la trayectoria recorrida, al compás de los cambios experimentados por el análisis, comprensión y aprecio de la España de Juan Carlos I.

La obra que aquí se reseña acusa un claro perfil generacional, marcado por la satisfacción por el camino recorrido y el modo de haberlo llevado a cabo: en suma, la tesis de que el reinado de Juan Carlos I constituye no solo un momento francamente positivo en la historia española sino que, mirado con perspectiva histórica, resulta ser por contraste con un pasado sombrío, un período excepcionalmente fructífero en todos los órdenes. Y que debemos tomar nota de todo ello para hacer frente a las dificultades de los tiempos que corren. El que firma estas líneas se adscribe sin reservas o duda alguna a los presupuestos, argumentaciones y líneas de análisis que desarrollan los autores que participan en este volumen colectivo. Es difícil no estar de acuerdo con Mario Vargas Llosa, que cierra el volumen con un epílogo encomiástico, cuando afirma que los años del reinado de Juan Carlos I, han sido “los más libres, democráticos y prósperos de la larga historia de España”. Es cierto, entre otras cosas, porque la historia de España no abunda en teoría y práctica –al menos continuada- de libertades, democracia y prosperidad. Algunos menos estarán de acuerdo en la apreciación de que esos bienes se deben “en gran parte a su tino y astucia”. Sin negar estas cualidades, no son pocos hoy en día los que las relativizan o prefieren resaltar otros factores menos personalistas. Y aumentarán sin duda las defecciones o, al menos, las matizaciones circunspectas, al leer la catarata de elogios que el escritor hispano-peruano adjudica al monarca: “su destreza política, simpatía, talante y cercanía con la gente común” han logrado “recobrar para la Monarquía española un apoyo popular entusiasta”, que se prolonga incluso en los tiempos que corren, en los que el Rey “ha recibido múltiples manifestaciones de cariño en todas sus presentaciones públicas y muy pocos ataques y diatribas” (pp. 265-266).
No hace falta ser un furibundo antimonárquico para alegar por lo pronto -o por lo menos- que no es precisamente eso lo que dicen las encuestas de opinión pública en España acerca de la popularidad de la Monarquía y en concreto de la figura de don Juan Carlos en los últimos tiempos. No es una cuestión menor porque a cualquiera se le alcanza que, de haberse mantenido la aceptación que en efecto tuvo en un momento dado Juan Carlos I, no se hubiera producido la abdicación. En última instancia bien puede decirse que fue el propio Rey el que reconoció meses antes la gravedad de la situación cuando, aún convaleciente del sonado accidente de Botsuana, hizo aquellas sorprendentes declaraciones desde el propio hospital: “Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”. Todo lo que vino después, incluyendo naturalmente la propia decisión de abdicar, no fueron más que las consecuencias inevitables de ese deterioro (justo o injusto: de eso hablamos luego) de la imagen de la Corona en la opinión pública española. La no invitación a don Juan Carlos en la reciente conmemoración del cuarenta aniversario de las primeras elecciones democráticas (15 de junio de 1977) es un síntoma significativo –e incuestionablemente chocante- de cómo están las cosas…
Seamos sinceros y cojamos el toro por los cuernos. Un libro de las características del que estamos hablando surge en un contexto muy determinado que sería hipócrita ignorar o encubrir. En este sentido, por tanto, tengo que hacer constar que me parece más adecuada la declaración de principios –un poco renqueante, todo hay que decirlo- que efectúa en las páginas iniciales el editor, José Luis García Delgado (pp. 11-13). Una declaración –adelanto ya- que explica también tanto el sentido de este libro como la idoneidad del momento concreto en que aparece. Lo que en el fondo se sostiene en dicho prólogo es que no están los tiempos para aparatosas celebraciones ni, mucho menos, para alharacas palaciegas, pues la crisis ha dejado profunda mella en la sociedad española y aguda sensibilidad en la opinión pública. García Delgado se expresa de manera cauta y circunspecta, sin entrar en detalles incómodos, aludiendo tan solo a la “severidad de la crisis que enmarca el final del reinado y las circunstancias que lo rodearon”.
Las “circunstancias” están en la mente de todos y, de hecho, alguno de los colaboradores del libro, como Charles Powell, alude con nombres propios (Urdangarín, Botsuana) a las contingencias del fin del reinado (p. 191). Volviendo a las palabras del editor y prologuista, García Delgado argumenta que estos últimos eventos han dejado en la vida política española y en la opinión pública un sedimento agrio que es inútil negar. De ahí precisamente “una doble percepción” que explica la necesidad de un libro como este: primero, que las grandes aportaciones del monarca a lo largo de casi cuatro décadas “han sido relegadas, cuando no desdibujadas, por el paso de los años”; y segundo, estrechamente vinculado con lo anterior, “que al enjuiciar el papel histórico del hoy Rey emérito acabe pesando más lo anecdótico que lo fundamental, lo menor que lo mayor, o lo privado frente a lo público”. A buen entendedor…
Dejando de lado los matices formales, no podemos estar más de acuerdo con las premisas enunciadas. Y es completamente congruente ese planteamiento con el tono general del libro, un “producto académico” pero también un acto o “impulso cívico” de reconocimiento y gratitud a la figura del Monarca, como explícitamente señala Francesc de Carreras (p. 80). Tanto es así que, volviendo una vez más al prologuista, se vincula el plano del conocimiento en el que esta obra se sitúa con una inyección de moral ciudadana y hasta de impulso patriótico: “conocer mejor un pasado que puede alimentar nuestra autoestima para mejor ganar el tiempo que viene” (p. 12). Un ideal de ciudadanía ilustrada que está especialmente presente en el espíritu del artículo que firma Victoria Camps, no casualmente titulado “De súbditos a ciudadanos”. En definitiva, el propósito de esta obra colectiva, y al que se han atenido escrupulosamente todos los participantes en la misma, es ir a lo esencial y dejar al margen lo contingente. Esto supone, evidentemente, dar prioridad (absoluta) a lo público e institucional y, dentro de esta esfera, seleccionar aquellos campos concretos en los que haya “acreditadas contribuciones” de la figura que aquí “se erige como protagonista”, es decir, el Rey.
En este sentido, la organización del libro, el criterio de selección de parcelas relevantes, los asuntos concretos que se tratan y hasta la elección de los especialistas –todos ellos figuras relevantes en sus campos específicos- deja poco margen a un disentimiento razonado. Es verdad que no debe buscarse en estas páginas un tratamiento sistemático ni se pretende por otro lado competir con los relativamente numerosos volúmenes que se proponen ofrecer una semblanza biográfica de don Juan Carlos. Aquí no hay biografía propiamente dicha, aunque algunos artículos –por ejemplo, los de Juan Francisco Fuentes y Fernando Puell- contienen distintos apuntes de la vida del monarca que ambos historiadores consideran pertinentes para entender sus decisiones. También, por otro lado, la complementariedad de perspectivas que explícitamente se busca da al volumen un tono satisfactorio de homogeneidad, aunque no evita el inconveniente de las reiteraciones y solapamientos.
Los ocho capítulos que integran el volumen –aparte de los ya aludidos prólogo y epílogo- hacen un recorrido bastante consecuente con los objetivos generales antedichos. En el primero de ellos, el profesor Fuentes traza en magníficas pinceladas impresionistas el retrato de una generación: los hombres que no vivieron la guerra civil –los nacidos entre 1932 y 1942 y, entre ellos, muy particularmente, el Rey, Suárez y Felipe González- concibieron la transición como “proyecto generacional”, o sea, como una oportunidad crucial para el país y para ellos mismos como artífices de un proceso histórico de transformación de un régimen dictatorial en una democracia moderna. Le sigue (capítulo segundo) la contribución de Santos Juliá, que resulta ser -de entre todas- la de más acentuado carácter historiográfico en el sentido convencional, hasta el punto de que la figura de don Juan Carlos aparece solo como culminación exitosa de un tortuoso proceso histórico (por decirlo brevemente, los encuentros y desencuentros de la Corona y la democracia en el último siglo y medio). Para que se hagan una idea de lo que quiero decir, baste señalar que el protagonista de este capítulo es mucho más don Juan de Borbón que el propio Juan Carlos I.
Francesc de Carreras aborda a continuación los aspectos jurídicos de la transición, las claves de la monarquía parlamentaria y el estatus de la Corona. Puell de la Villa, que se ocupa de la faceta militar, resalta con toda la razón que la formación castrense del Rey resultó determinante “para que, en 1975, las Fuerzas Armadas respaldasen sin fisuras el inicio de aquel incierto reinado y también para que, cuando las aguas se tornaron turbulentas” el Monarca pudiera “sofocar cuantos intentos se urdieron para interrumpir el proceso” (p. 117). Incluyendo, por supuesto, la intentona más grave de todas, la del 23 de febrero de 1981 (p. 136). Charles Powell hace una excelente síntesis de la actividad internacional del Rey, distinguiendo tres grandes fases (los inicios, hasta el primer gobierno de Felipe González; las dos décadas finales del XX, con el cénit entre 1991 y 1992; y el lento declive desde comienzos del siglo XXI) y aportando algún que otro dato que ha resultado escandaloso para algunos medios, como el supuesto ofrecimiento real al embajador estadounidense de “estudiar la entrega de Melilla a Marruecos” (p. 174).
El capítulo cinco lo firma José-Carlos Mainer con unas cautelas iniciales que, sin embargo, como era previsible, desembocan luego en un tributo asimilable a los anteriores: “El legado cultural de la España de 1975-2014 es la consecuencia de una vigorosa autoafirmación de todo un país” (…) Y debe reconocerse el esfuerzo del Rey por encarnar una idea de la sociedad española de la que supo asumir con naturalidad la huella de un nacionalismo cívico, liberal e integrador” (pp. 221-222). En el siguiente, Victoria Camps destaca que la monarquía “dejó pronto de ser ese mal necesario” que implicaba la transición “para convertirse en un factor esencialmente conciliador” (p. 235). Y, en fin, lo más significativo de la contribución de Javier Gomá en el capítulo octavo puede ser resumido mediante dos acuñaciones suyas: la “variante española” del proceso de modernización fue… “tarde pero bien”. El Rey asumió “en este empeño colectivo un protagonismo incuestionable contribuyendo de forma determinante a su éxito” (pp. 242, 248, 255).
El cuadro resultante es sin duda el resultado de una hábil y certera utilización de las técnicas y aptitudes de los autores. Aunque hay capítulos muy aceptables y otros que parecen hechos con simple pericia –como si algún autor pusiera, dado su oficio, el piloto automático- debe admitirse que el conjunto raya a buen nivel y se lee con interés sostenido, aunque su misma homogeneidad -como ahora voy a señalar- termina por jugar en su contra, como esas novelas negras que se leen bien pero sabiendo desde la mitad quién es el asesino. Para huir de alusiones que se juzguen frívolas, lo diré de otra manera. En mi opinión, el retrato es fidedigno, porque en estas páginas se da cabida a muchas facetas de lo que fue aquella España entre 1975 y 2014. Todo lo que está aquí es verdad... Pero no es toda la verdad. Como decía al principio, toda vida –personal o de una institución- tiene luces y sombras. Un balance que se repute equilibrado debe por fuerza, como sucede en cualquier contabilidad, señalar el debe y el haber. Los autores pueden alegar en su mayor parte que no silencian los puntos oscuros. Pero lo hacen con tantas precauciones, con tanta sordina, que casi parecen pedir perdón por la mera mención.
Esto no tiene nada que ver con el resultado del balance. Ya he señalado –y repito ahora, por si hace falta- que también suscribo el unánime dictamen: el reinado de Juan Carlos I ha constituido una etapa excepcionalmente positiva en la trayectoria del país. Probablemente es injusto que las últimas actuaciones del Monarca –casi todas ellas de naturaleza estrictamente privada- le hayan pasado tan alta factura en la consideración pública y hayan manchado una ejecutoria tan brillante. Pero, nos guste más o menos, así ha sido. Como es sabido, la distinción entre “vicios privados” y “públicas virtudes” es un tema clásico de la ética política. El monarca, por su condición tan particular, está más sujeto al escrutinio público que el gobernante elegido. En su capítulo, Francesc de Carreras sostiene –manteniéndose en un plano teórico- que en una sociedad avanzada “la perpetuación de una monarquía depende, en gran medida, de la auctoritas del Rey y de la familia real”. La fuente de esta auctoritas es “la aceptación popular”, el crédito que “le otorguen al Rey los ciudadanos para el cumplimiento de sus funciones. El comportamiento personal del Rey o Reina –y del resto de los miembros de la familia real- en el desempeño de sus tareas así como la ejemplaridad de sus vidas privadas (…) serán piezas fundamentales de las que dependerá que la Monarquía” subsista (p. 113). Si aplicamos esas consideraciones generales a la arena política concreta de los años 2010-2014, grosso modo, se pueden entender muchas cosas que aquí, en este libro, no se citan o, en el mejor de los casos, se mencionan de pasada.
Hay otra cuestión que no puedo dejar de lado, ya para finalizar. Independientemente de su figura, su talante, su carácter y sus actos concretos, Juan Carlos I y su reinado son indisociables de la transición. De hecho, una gran parte de la valoración positiva de él -como persona y como Rey- y de sus años en la jefatura del Estado provienen precisamente del protagonismo que se le reconoce en el tránsito pacífico y ordenado de la dictadura franquista a la democracia. Y en la defensa de esta cuando se vio amenazada por poderosas fuerzas involucionistas. Los autores del libro enjuician superlativamente al Rey -no sólo, pero sí en gran medida- porque aprecian el modo en que se hizo el cambio político. Para la mayor parte de ellos la transición formó parte de sus vidas. Pero hoy día se percibe en la sociedad y en la vida pública española una clara ruptura generacional.
Los nietos políticos de la transición –quienes nacieron ya en democracia o eran muy niños en los estertores del franquismo- impugnan el proceso: la transición como apaño, fraude, pacto de silencio o incluso traición. Si le dimos tanta importancia a la ruptura generacional que posibilitó aquella transformación política, según analizaba Juan Francisco Fuentes, tendríamos que otorgársela también a esta otra fisura en sentido inverso. Esa crítica supone por tanto una enmienda a la totalidad a la forma de Estado. Desde esos presupuestos políticos, la valoración de Juan Carlos I cae por la propia base, nunca mejor dicho. Para estos sectores, ya no se trata tanto de juzgar severamente sus actos concretos –y enfatizar sus posibles errores o sus avatares privados- sino de combatir a la propia institución. Una parte creciente de los españoles -sobre todo los más jóvenes- y no pocos sectores políticos alternativos, radicales, nacionalistas y populistas, propugnan la opción republicana. No podemos –o no debemos- mirar hacia otro lado. Creo sinceramente que el libro que nos ha ocupado hubiera cumplido más eficazmente sus objetivos explícitos incorporando algunas miradas más críticas o simplemente reconociendo –aunque solo fuera para combatirlos mejor- el desapego o incluso la desafección hacia la Corona que están ganando terreno en el seno de la sociedad española.

Sobre la transición

Transición. Historia de una política española (1937-2017). Santos Juliá. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017. 651 pp.

Publicado en El Cultural, 8-12-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Transicion-Historia-de-una-politica-espanola-1937-2017/40378

Lo primero que sorprenderá al lector atento en este nuevo libro de Santos Juliá (Ferrol, 1940) son las fechas que acompañan en el subtítulo explicativo al concepto medular de Transición. Acostumbrados a una delimitación cronológica escueta (1976-1978, según el criterio más extendido), la amplitud de las fechas aquí consideradas (¡nada menos que desde 1937 hasta hoy mismo!) sorprenderá y hasta desconcertará a cualquiera. ¿Qué pretende decirnos el reputado historiador, que la transición ha durado ochenta años?
No se trata de eso. Juliá nos propone un amplio recorrido, no de tipo especulativo –formas y modos de transición-, sino de índole política empírica, la transición como alternativa concreta de las fuerzas políticas españolas desde la guerra civil. La indicación es más importante de lo que pueda en principio parecer porque, como el autor advierte desde el preludio, este libro no es exactamente un ensayo de interpretación ni una sociología de la transición ni un fresco cultural del período, sino algo claramente diferenciado de todo ello, la reconstrucción de la historia política de una propuesta y un largo proceso.
La tercera advertencia importante es que Juliá ha hecho un esfuerzo sostenido por atenerse literalmente a los documentos de cada una de las fases que aborda. Siempre que puede deja que hablen los propios textos tal y como fueron redactados en su momento, atendiendo a todos sus matices. Es verdad que esa determinación convierte en farragosos algunos pasajes de las más de seiscientas densas páginas del libro, pero no es menos cierto que al final el interesado o el especialista agradecen ese retorno a las voces originales en vez del habitual refrito adobado con valoraciones particulares.
A pesar de que no resulte evidente en la estructura formal de la obra, el libro tiene dos partes diferenciadas: los primeros siete capítulos, la mitad del conjunto, abarcan las casi cuatro décadas del franquismo. Quizá resulten las más difíciles o incómodas para el lector común, pues se detienen con meticulosidad en los distintos planes de la oposición democrática para superar el trauma de la guerra. Podemos seguir así los sucesivos encuentros y desencuentros de monárquicos y socialistas desde el pacto de San Juan de Luz (1948), las aproximaciones de exiliados y opositores del interior (Munich, 1962), así como las modulaciones comunistas hasta culminar en la fórmula de “reconciliación nacional” (desde 1956).
Los seis capítulos restantes se ocupan de los hechos más próximos a nosotros, o sea, lo que usualmente conocemos como peripecias de la transición y los problemas políticos surgidos en las últimas décadas. Al igual que en páginas anteriores, Juliá ha optado aquí por una fórmula que respeta el orden cronológico pero que en el fondo da primacía a la ordenación temática. Ello se percibe, más nítidamente aún que en las páginas anteriores, en los capítulos que dedica a la transición propiamente dicha.
En el titulado “Libertad” trata de aquel experimento político que no fue a la postre “ni reforma ni ruptura”. En “Amnistía”, quizá uno de los capítulos más impactantes, Juliá demuestra que la transición fue muy generosa con los terroristas –con ETA en particular- sin recibir contrapartidas no ya de quienes empuñaban las armas sino tampoco de nacionalistas ni intelectuales en general. En “Y estatutos de autonomía” analiza las sinuosas negociaciones que dieron como fruto los diversos gobiernos autonómicos, sin que la satisfacción por lo conseguido lograra desplazar una extendida sensación de desencanto. Este último concepto le sirve para rotular el siguiente capítulo, dedicado al ambiente político que rodeó el ascenso y caída de Adolfo Suárez.
Las dos últimas partes de la obra se ocupan de los avatares políticos de las tres últimas décadas. En este caso tanto el análisis como la reflexión de Juliá pivotan sobre dos ejes fundamentales, la cuestión de la memoria histórica y la crisis de la articulación territorial. Por lo que respecta a la primera, el autor, un consumado experto en la materia, disecciona cómo, cuándo y por qué el uso del pasado se convirtió en un momento dado en un arma política al servicio de intereses oportunistas o espurios. En cuanto a la deriva centrífuga de las autonomías, Juliá se centra en las demandas insaciables de los nacionalismos y la convergencia de estos –en particular el catalán- con un populismo antisistema (el fenómeno de Podemos y sus confluencias) hasta desembocar en la crisis actual.

Defensa de España

En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras. Stanley G. Payne. Espasa, Madrid, 2017. 311 pp. 19,90 €

Publicado en El Cultural, 24-11-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/En-defensa-de-Espana-Desmontando-mitos-y-leyendas-negras/40317

Este es un libro que nos resulta difícil imaginar que saliera de la pluma de un típico historiador español. Solo lo podemos concebir como obra de un hispanista, esto es, un enamorado de España. Los españoles, con esa pulsión tan cainita y autodestructiva, que no está en nuestro ADN sino en nuestro sustrato histórico-cultural, difícilmente escribiríamos una sinopsis de la trayectoria de nuestro país con un título tan desenvuelto como En defensa de España y un subtítulo tan poco acomplejado como Desmontando mitos y leyendas negras. Más aún, las primeras frases de la primera página describen una historia y un país de “singular riqueza” hasta el punto de que, si usamos términos comparativos, ningún otro “tiene una historia tan rica en sus imágenes ni tan abundante en conceptos, mitos y leyendas”.
¿Estamos ante el viejo enfoque de la excepcionalidad hispana, para lo bueno o para lo malo? ¡En absoluto! Payne deja bien claro desde el comienzo que buena parte de las acuñaciones internas y externas sobre España “son tópicos esencialmente falsos” pero hay otros muchos rasgos, “procesos o logros históricos enormemente complejos” que suponen un reto para la comprensión del historiador. Para el autor, la obligación de este es despojarse de prejuicios en la medida de lo posible, tarea nada fácil cuando la “envidia y desconocimiento” enturbian desde hace siglos la comprensión cabal del país y sus habitantes. A una feroz leyenda negra le sucede el desprecio ilustrado para desembocar en la ambivalente y longeva estampa romántica que reverdece luego en la mitología de la guerra civil y que el franquismo alimentará pro domo sua (la diferencia española).
Los estereotipos son tan poderosos y persistentes, subraya Payne con ironía, que en el ámbito inglés el epítome de la represión sigue siendo el Santo Oficio… “incluso después de haber pasado por el siglo de Auschwitz y del Gulag”. Algo de esto se le podía aplicar al propio autor, estigmatizado desde hace varios lustros en los ambientes progresistas por su interpretación del fracaso de la República, la guerra y el franquismo. El otrora venerado hispanista, autor de una ejemplar síntesis sobre el poder militar e innumerables obras sobre Falange y el fascismo en general, es ahora olímpicamente despreciado como ultraderechista confeso. Las acusaciones ad hominem y el tono bronco y faltón de nuestras controversias, incluso las pretendidamente científicas, delatan la ausencia en nuestros lares de una tradición de tolerancia y fair play.
Tanto es así que, a estas alturas todavía y aunque resulte cansino, resulta necesario explicitar que las estimaciones anteriores no implican, ni mucho menos, suscribir necesariamente las tesis de Payne. Pero tampoco dar por buenas las imputaciones y tergiversaciones sobre su persona y su obra. En concreto, este libro, ganador del premio Espasa de ensayo, no añade nada a la brillante obra investigadora de Payne por la sencilla razón de que es una breve y bastante elemental introducción a la historia de España. A pesar de que tiene notas a pie de página y una relación bibliográfica final, no es un libro dirigido a los historiadores o los especialistas sino al gran público.
El conjunto acusa un gran desequilibrio entre las diversas épocas. Tras una atractiva introducción sobre los “mitos y leyendas” de un “país exótico”, la historia antigua, media y moderna se despachan en los cinco capítulos iniciales. El siglo XIX y la primera parte del XX se abordan de modo sucinto en el capítulo 6. Todo lo que sigue (siete capítulos, más de la mitad del volumen) está dedicado al período que va de la Dictadura de Primo hasta la actualidad. Ni qué decir tiene que el lector encontrará en las páginas dedicadas a los hechos más conflictivos y controvertidos del siglo XX las valoraciones de Payne sobre la crisis republicana, la contienda civil y el franquismo que tanto aplauden unos como incomodan a otros. No es este el lugar más apropiado para mayores honduras, pues Payne traza las grandes líneas del devenir hispano atendiendo a lo fundamental, prescindiendo en general de matizaciones y polémicas eruditas. Estamos ante un libro que privilegia la escritura clara y didáctica y que se puede leer en una tarde. Aunque la historia académica y oficial suele despreciar este tipo de volúmenes y a quienes los hacen, se trata de una divulgación digna y necesaria en una sociedad como la que vivimos.

Los niños de Rusia

Los niños de Rusia. La verdadera historia de una operación de retorno. Rafael Moreno Izquierdo. Crítica, Barcelona, 2017. 508 pp. 24,90 €

Publicado en El Cultural, 3-11-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Los-ninos-de-Rusia-La-verdadera-historia-de-una-operacion-de-retorno/40234

La guerra civil es una mina inagotable, no ya solo por los hechos trascendentales que tuvieron lugar en un pequeño lapso histórico entre 1936 y 1939 sino por las consecuencias directas o indirectas que siguieron gravitando en las décadas sucesivas. Por otro lado, aunque complementariamente, cuando parece que pueden agotarse los enfoques más convencionales (políticos, militares, económicos, ideológicos), siempre queda el filón de los avatares humanos, a escala individual o en lo referente a pequeños colectivos que padecieron de modo específico aquella coyuntura dramática. De entre ellos, siempre ha concitado una peculiar atracción la peripecia de aquellos niños que fueron embarcados por sus familias con rumbo al extranjero con el objeto de salvarles la vida o, como mínimo, evitarles los sufrimientos que la guerra conllevaba. Tuvieron aquellas expediciones como destino diversos países pero, por motivos que no son necesarios explicitar aquí, fueron los pequeños embarcados hacia la Unión Soviética los que en mayor medida despertaron entonces y ahora el interés de propios y extraños. Hasta el punto de que la opinión pública acuñó una etiqueta que, aunque imprecisa, con el tiempo se haría insoslayable: los “niños de Rusia”.
Lo primero y principal que se debe advertir al potencial lector es que este libro, que lleva en su portada en letras bastante grandes el título de Los niños de Rusia no trata sin embargo en absoluto de la evacuación, la travesía, llegada ni estancia de aquellos pequeños en la URSS sino tan solo, como advierte un subtítulo mucho más diminuto pero más riguroso, de la operación de retorno, es decir, el proceso inverso, la repatriación. Un fenómeno al que, ciertamente, no se le ha prestado la atención debida. Porque, por más sorprendente que resulte, dada la polarización del mundo de posguerra y dada también la repugnancia recíproca entre los regímenes franquista y soviético, lo cierto fue que se establecieron unos mínimos cauces diplomáticos primero y unos recursos operativos después que posibilitaron el regreso de aquellos niños a su patria.
Aquellos niños, naturalmente, eran ya adultos, entre los 23 y 35 años. De ellos partió la iniciativa del retorno a mediados de los años cincuenta, cuando llevaban ya dos décadas en tierras soviéticas. Según un informe de la DGS española, fue el guipuzcoano José Asensio Orueta quien, a la muerte de Stalin, escribió una carta con esa solicitud a Nikolái Bulganin, a la sazón -septiembre de 1955- presidente del Gobierno, según detalla Moreno Izquierdo (pp. 51-52). La pretensión tenía que hacer frente a un triple desafío, pues significaba llegar a un acuerdo de mínimos entre tres instancias de poder con intereses divergentes, el gobierno de la URSS, el de España y el PCE que, por obvias razones propagandísticas, no tenía el más mínimo interés en la operación y que puso todos los obstáculos posibles para que no se llevara a término.
Tras un tira y afloja que en el libro se documenta con minuciosidad, entre los años 1956 y 1957 llegaron seis expediciones, es decir, seis barcos abarrotados, que atracaron en tierras españolas con compatriotas tan ilusionados como temerosos. Comprensible la ilusión, no menos explicable era el recelo que a unos y otros –los que venían y los que estaban aquí- les despertaba la presencia de unos compatriotas cuya adaptación e inserción se antojaban como mínimo problemáticas, fuese cual fuese el punto de vista que se adoptara. El libro comienza con ese tono esperanzado y anhelante –“El sueño cumplido” se titula el capítulo primero- haciéndose eco de las sensaciones escritas por uno de los retornados, Cecilio Aguirre Iturbe, que tendrá un gran protagonismo como informador del autor y al que está dedicado el libro. Pero luego, según se avanza, se comprueba que, como era previsible, la acomodación del colectivo a la realidad española fue bastante difícil. Y más si tenemos en cuenta que andaba la CIA por medio, con interrogatorios y sospechas que nunca llegaron totalmente a disiparse: ¿había agentes infiltrados? ¿Venían a integrase o a espiar? Pese a tantas dificultades, el autor establece en su prolija investigación unas cifras que hablan por sí solas: de los 2678 españoles que llegaron en las fechas citadas, no llegaron a quedarse según cifras oficiales 388, o sea, el 14,5% del total (p. 305).

El siglo XIX

La lucha por el poder. Europa 1815-1914. Richard J. Evans. Traducción de Juan Rabasseda. Crítica, Barcelona, 2017. 1008 pp. 38,90 €

Publicado en El Cultural, 22-09-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/La-lucha-por-el-poder-Europa-1815-1914/40058


Los interesados en la historia del siglo XX asociarán sin duda el nombre de Richard Evans con la magna trilogía sobre la Alemania nazi que se ha ido traduciendo al español desde hace unos años: La llegada del Tercer Reich, El Tercer Reich en el poder y El Tercer Reich en guerra (Península, 2005, 2007 y 2011 respectivamente). Evans (Woodford, Londres, 1947), profesor en la Universidad de Cambridge, es un reconocido especialista en la reciente historia germana, aunque también ha escrito sobre cuestiones históricas más generales y, como en el caso que nos ocupa, se ha interesado igualmente por la visión de conjunto: la evolución de Europa en el siglo casi exacto que media entre la derrota definitiva de Napoleón y el estallido de la I Guerra Mundial (1815-1914). Una síntesis –sin notas bibliográficas- que constituye un reto para cualquier historiador y que Evans ha resuelto con maestría y erudición en este denso volumen que supera las mil páginas pero que se lee con facilidad y con un interés que no decae.
Ello es así porque, a diferencia de otras obras de parecidas características, el historiador británico ha confeccionado su ensayo, como él mismo explicita, no solo “como una obra de referencia” sino pensando en que sea “leído desde el principio hasta el final”. No es una mera declaración de intenciones, como puede comprobarse casi en cualquiera de sus páginas. De hecho, ya desde el propio título, se anuncia el propósito de dotar de un sentido inequívoco la interpretación del devenir europeo a lo largo de esas convulsas décadas: para Evans el concepto fundamental que permite unificar y entender la heterogeneidad de acontecimientos que describe es el del poder. Obviamente, poder en un sentido muy amplio: desde el poder político más convencional o el poder de la fuerza bruta hasta el poder económico, cultural e ideológico. Y también, como no podía ser menos, las diversas luchas contra esos poderes establecidos por parte de aquellos que estaban sojuzgados o excluidos, desde las mujeres como colectivo a los proletarios y campesinos.
No es extraño por tanto que el panorama general que bosqueje Evans tenga un marcado carácter político. Dicho de otra manera, en estas páginas vamos a encontrar básicamente una historia política de Europa. De los ocho extensos capítulos que integran la obra, cuatro, la mitad, presentan plenamente ese carácter; otros dos, sin perder del todo esa perspectiva, se inclinan por el análisis social y económico, uno más se dedica a la “conquista de la naturaleza” y, en fin, hay un capítulo para trazar el ambiente cultural, “la era de la emoción”. Puede decirse, pues, que desde el punto de vista formal y de contenido estamos ante un enfoque clásico, nada rupturista.
Ahora bien, conviene aclarar que el autor se propone hacer una historia transnacional –Europa como realidad y no solo ámbito geográfico- y no una mera yuxtaposición de historias nacionales. Mediante pinceladas sueltas, Evans nos va informando de lo que estaba pasando o de cómo se vivía en cada uno de los rincones del Viejo Continente, mencionando incluso de pasada aquellos sucesos del resto del mundo que incidían directamente aquí, como la emancipación de los países americanos o la penetración colonial en Asia. Con todo, es inevitable que unos países tengan muchísimo mayor protagonismo que otros. Así sucede con las grandes potencias que marcan el devenir europeo -Gran Bretaña, Francia y Prusia (luego Alemania), siempre en precario equilibrio y rivalidad, con Rusia en un extremo como contrafigura permanente-, quedando todos los demás actores en un discreto segundo plano o destacando tan solo de forma puntual: unificación de Italia, guerras balcánicas, etc.
Evans combina de modo eficaz el diseño de las grandes líneas y el análisis de las estructuras con la atención al detalle, a la vida cotidiana y a personajes que resultan relevantes por algún motivo. Es sintomático en este sentido que cada capítulo preludie describiendo la trayectoria vital concreta de un hombre o una mujer (hay paridad, cuatro y cuatro, signo de los tiempos). De este modo se ponen rostros o nombres a una determinada situación. En definitiva, el resultado es una mezcla de brillantez y amenidad que consigue satisfacer al especialista sin ahuyentar a un público más amplio.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Memoria y olvido


LA MEMORIA COMO IMPERATIVO Y EL OLVIDO COMO TERAPIA

David Rieff: Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica. Traducción de Aurelio Major. Debate, Barcelona, 2017. 176 pp. 16,90 €.

Publicado en Revista de Libros, 17-07-2017.

http://www.revistadelibros.com/resenas/la-memoria-como-imperativo-y-el-olvido-como-terapia

Como es habitual en los vástagos de las personas que han alcanzado una notable celebridad, David Rieff tiene que cargar con el sambenito de que se le presente con insistencia –incluso en la breve nota bio-bibliográfica de la solapa del libro que nos ocupa- como hijo de Susan Sontag. No obstante, como sabe cualquiera que haya seguido su trayectoria, la susodicha vinculación familiar es ociosa para encuadrar y comprender su fructífera y proteica carrera como periodista, corresponsal de guerra, analista político, ensayista y crítico cultural. De entre sus últimos libros –casi todos traducidos al español- nos interesa destacar ahora, por motivos que no necesitan explicación, el que aquí se tituló Contra la memoria. De hecho, las primeras palabras de Rieff en el volumen que vamos a comentar, bajo el rótulo de “Agradecimientos”, son para recordar que en 2009 dos integrantes del servicio de publicaciones de la Universidad de Melbourne, le invitaron “a escribir un ensayo en contra de la memoria política” que se publicó dos años más tarde con el título antedicho. Ahora, como su propio nombre indica, Rieff retoma el mismo tema para desarrollar aquel asunto e incorporar nuevos argumentos, moviéndose obviamente en la misma línea. Me atrevo a llevar hasta cierto punto la contraria al propio Rieff para matizar que la aludida línea argumental no es exactamente un alegato contra la memoria política sin más. Como se dice, creo que con bastante justeza en la sinopsis de contraportada, lo que defiende Rieff, si se permite la formulación casi en forma de titular, es que “la memoria colectiva no es tanto un imperativo moral como una opción”. Pero vayamos por partes.
El libro de Rieff, aunque lleva por subtítulo explicativo “Las paradojas de la memoria histórica” no es una obra de historia ni se parece en nada al tipo de publicaciones que, por lo menos en el ámbito español, distingue a la copiosa bibliografía en torno a las relaciones entre memoria, historia y política. Elogio del olvido es un pequeño volumen –unas 170 páginas- que tiene más bien un marcado carácter ensayístico, provocativo y deliberadamente polémico en algunas de sus apreciaciones, y en el que, como viene siendo usual en los últimos tiempos, el autor se permite el lujo de hablar en distintas ocasiones en el tono subjetivo de la primera persona del singular, contar algunas de sus experiencias como testigo de acontecimientos relevantes e incluso relatar anécdotas concretas de sus tiempos como reportero en distintos frentes de batalla. Y todo ello lo hace en unos capítulos que contienen más carga de presente que de pasado (o que se interesan sin rubor por el pasado en función del presente) y que en algunos casos llevan como título preguntas que llaman nuestra atención como fogonazos: “¿Para qué sirve realmente la memoria colectiva?” O este otro: “¿Debemos deformar el pasado para poder conservarlo?”
Rieff –ya lo he dicho- no es un historiador ni mucho menos un filósofo, ni siquiera un teórico político en un sentido investigador o académico. Es un periodista inquieto, un hombre culto que se mueve con soltura en distintos campos, pero que no alza el vuelo mucho más allá de los hechos concretos, o sea, de lo que podríamos llamar sin menoscabo, un empirismo funcional o un decidido pragmatismo político, muy en la línea de un cierto ensayismo anglosajón. Esto que normalmente, en nuestros predios intelectuales, se entendería como desdoro o desvalorización, constituye en mi opinión el elemento determinante para que Elogio del olvido resulte un libro estimulante. No exactamente por lo que dice –que, en el fondo, no es nada radicalmente nuevo- sino cómo lo dice: con una franqueza, una resolución y una sinceridad que prestan al volumen un tono prístino, una mirada a veces hasta algo naif, como una bocanada de aire fresco en un tema siempre viciado porque todo transcurre, como hubiera dicho Sartre, a puerta cerrada, en una atmósfera cargada de resentimientos.
Por todo ello, el basamento teórico de principio no va mucho más allá de lo que en nuestros cenáculos intelectuales ha defendido, por ejemplo, y con muchos mejores argumentos, historiadores como Santos Juliá: una cosa es la historia y otra muy distinta, la memoria. Cuando se trata de vincular ambas utilizando el sintagma de “memoria histórica” se está incurriendo en un oxímoron que solo es aceptable como metáfora y aún así con no pocas prevenciones. La memoria sensu stricto es siempre individual; la “memoria colectiva de un pueblo” es, como hubiera matizado con ironía Borges, un abuso del lenguaje. Si se prefiere algo más flexible, diríamos que no es más que “una metáfora que pretende interpretar la realidad y conlleva todos los riesgos inherentes a la interpretación metafórica del mundo”. Un tema, dicho sea de paso, que hubiera hecho las delicias de Nietzsche. Si damos unos pasos más y nos adentramos directamente en la llamada memoria histórica de un acontecimiento, debemos precisar que “nos referimos en general a la rememoración colectiva de gente que no lo presenció, sino que le fue transmitido por crónicas familiares o, más probablemente […] a través de intermediarios como el Estado, sobre todo en las escuelas o las conmemoraciones públicas, o por medio de asociaciones” (p. 94).
Al proseguir por esa senda, nos vemos abocados a despojarnos de la inocencia. No hace falta que lleguemos al abrupto aforismo nietzscheano: “no hay hechos; solo interpretaciones”. Basta simplemente que reconozcamos una verdad tan incómoda como por otra parte incontrovertible, la de que “la función esencial de la memoria colectiva es la legitimación de un criterio particular y un programa político y social, y la deslegitimación de los opositores ideológicos”. Así, la “apropiación de la historia por parte de la memoria es también la apropiación de la historia por parte de la política” (p. 83). No se puede decir más claro. Bueno, sí. Juzguen ustedes: “la memoria histórica colectiva no es respetuosa con el pasado” (p. 137). Rieff admite algunas excepciones en esa regla general, como la de los judíos (asunto este, por cierto, que me parece más que discutible, pero en el que prefiero no entrar para no perder el hilo de la argumentación). No respetar el pasado, no ser fiel a los hechos, equivale a manipular los mismos en función de unos objetivos. Como el autor procura no caer en el dogmatismo que critica, no llega al punto de decir que la memoria inventa el pasado, aunque alguna que otra vez bordea esa acuñación que puso en boga Eric Hobsbawm, la “invención de la tradición”. En vez de eso, Rieff desemboca en una formulación muy poco sólida desde el punto de vista teórico aunque, como veremos después, muy expresiva desde el prisma de la ejemplaridad política. Concretamente dice que la “memoria se puede usar como prueba de fuego política, para causas tanto buenas como malas” (p. 55).
Aquí el planteamiento de Rieff adolece de una cierta ingenuidad. El problema estriba, como es obvio, en establecer y deslindar “causas buenas” y “causas malas”. ¿Cómo nos ponemos de acuerdo sobre este punto? Tomemos por ejemplo como referencia, siguiendo a Timothy Garton Ash, el uso de la memoria como “componente esencial en la construcción de la identidad europea”. Debemos forzosamente reconocer que, aunque mayoritaria, esa es una opción tan discutible como cualquier otra (como dirían los del Brexit y tantos euroescépticos y eurófobos). Operan además sobre todo ello los prejuicios del presente, conformando una arbitraria hemiplejia analítica. La manipulación descarada del pasado haciendo de William Wallace un mártir y un héroe del nacionalismo escocés –Mel Gibson mediante- se acoge con incomparable más benevolencia que la santificación de Juana de Arco por las huestes de Le Pen, aunque aquellos actúan con una insidia y unas pretensiones semejantes a las de estos. Rieff pone el dedo en la llaga como el niño que señala al rey desnudo: no nos importa tanto la manipulación en sí como quién manipula y con qué fin. Como en el chiste psicoanalítico, cuando “la persona indicada hace las cosas mal, está bien; cuando la persona no indicada hace las cosas bien, está mal” (p. 141).
En un contexto más amplio, vivimos una época de exaltación de la memoria, hasta el punto de que esta ha desplazado a la historia en las relaciones políticas con el pasado. En palabras de Pierre Nora y refiriéndose sobre todo a Francia, la memoria “ha adquirido un significado tan amplio e inclusivo que se tiende a utilizarla simple y llanamente como sustituto de historia y a poner el estudio de la historia al servicio de la memoria” (p. 82). Quizá el diagnóstico peque de excesivo o poco matizado pero es incuestionable que en muchos países se ha desarrollado una auténtica “industria de la memoria”. La expresión sería del gusto de Javier Cercas que, a propósito de sus últimas novelas, se ha visto implicado en acres polémicas sobre el uso del pasado. Pero, en cualquier caso, lo que importan aquí son las consecuencias, es decir, que el conocimiento riguroso del pasado queda cuanto menos en segundo término frente a la preponderante tendencia a conmemorarlo. Esto es visible incluso en la propia producción editorial, cada vez más volcada a evocar efemérides variopintas, hasta el punto de que se aprovecha cualquier pretexto –centenarios, cincuentenarios o lo que sea- para lanzar títulos que nada aportan desde la óptica científica pero que sirven para recrear desde el presente una determinada concepción del ayer.
Si tomamos en consideración este panorama, podemos valorar la propuesta de Rieff como algo que va mucho más allá de la simple boutade: ¿y qué pasaría si dedicáramos al olvido un esfuerzo al menos equivalente al que hoy se emplea para avivar la memoria? Estamos tan imbuidos del culto a la memoria que a cualquiera se le ocurrirá de inmediato el famoso apotegma de Santayana sobre los pueblos que, por no recordar su pasado, se ven condenados a repetirlo. En un tono menos apocalíptico, se recuerda aquí también el planteamiento de Garton Ash sobre las comunidades sin memoria, que serían tan infantiles o inmaduras como el individuo sin conciencia del pasado. “Pero no hay ninguna evidencia de que esto sea cierto”, repone inmediatamente Rieff. Al revés. “Desde el punto de vista empírico sobran las razones que respaldan el argumento contrario: en muchos lugares del mundo no es la renuncia sino el apego a la memoria la causa aparente de que las sociedades sean inmaduras” (p. 53).
Entramos con ello en la cuestión medular del ensayo. Todo, como se ve, parte de una pregunta impertinente, que puede formularse con diversos matices: ¿por qué la memoria es superior, más elevada, más digna que el olvido? ¿Por qué reconocemos un imperativo de la memoria y no la necesidad de olvidar? ¿Por qué nos empeñamos en forjar una identidad colectiva cuya base no es exactamente la memoria, como suele argüirse, sino un específico modo de construir el pasado? Para contestar con honestidad intelectual a estas preguntas, debemos ser francos y no jugar con las cartas marcadas. El autor apunta en este sentido que “la cuestión de la fidelidad histórica casi nunca parece tan crucial como la solidaridad colectiva que dicha rememoración pretende generar” (p. 129). El pasado se recuerda o, mejor dicho, se evoca a conciencia un determinado pasado (no pocas veces mítico o tergiversado) en función de las necesidades de “creación de una identidad colectiva determinada”. Por consiguiente el pasado no tiene ninguna función terapéutica: en contra de lo que suele argumentarse con insistencia, el conocimiento del pasado no conduce a evitar la repetición de viejos errores. ¿Cuántas veces a lo largo del malhadado siglo XX se ha dicho en vano “nunca más”?
Más concretamente Rieff puede aducir, llegados a este punto, su experiencia no ya solo como reportero en múltiples frentes de guerra sino como testigo de sucesos aún más escalofriantes, como matanzas sistemáticas y genocidios. “Auschwitz no nos vacunó contra Pakistán oriental en 1971, ni Pakistán oriental contra Camboya bajo los Jemeres Rojos, ni Camboya bajo los Jemeres Rojos contra el poder Hutu en Ruanda en 1994” (p. 105). No se trata tan solo del hecho comprobable de que el pasado no es aleccionador, sino algo mucho más brutal, que los crímenes del pasado se convierten en el combustible que alimenta el rencor de hoy y posibilita nuevas atrocidades, normalmente “en un ambiente de temor y con la justificación de la legítima defensa” (p. 144). No es extraño por ello que quien ha presenciado in situ esa dinámica de violencia o incluso esa espiral de agravios –como por ejemplo en los Balcanes- termine por exclamar acongojado, ahíto de ver sangre derramada: ¡la paz, la paz a cualquier precio! La historia no es un menú a la carta. Cuando la barbarie se enseñorea de las relaciones humanas, una paz injusta es una bendición. Los acuerdos de Dayton eran una chapuza, por supuesto. “Aun así, para muchos de nosotros, tanto cooperantes como periodistas, que habíamos sido testigos presenciales del horror de la guerra de los Balcanes, casi cualquier paz, no importa lo injusta que fuera, era infinitamente preferible a lo que parecía el incesante castigo de la muerte, el sufrimiento y la humillación” (p. 113).
El caso de Chile, al que Rieff le dedica una atención recurrente, resulta paradigmático. La transición a la democracia fue posible, según el autor, porque la consecución de la libertad fue el objetivo supremo al que se supeditó todo, la justicia en primer término. En estas circunstancias, conceder inmunidad a Pinochet “se vio como un sacrificio que merecía la pena asumir”. Y enseguida aparece el Rieff desafiante: dentro de un tiempo, ¿cuántos chilenos concluirían “que la impunidad de Pinochet fue un coste inaceptable para la libertad del país?” (p. 114) ¡Por supuesto que lo ideal hubiera sido que el general rindiera cuentas! Pero a menudo hay que elegir entre opciones precarias. No estamos hablando en términos hipotéticos. El intento de procesar al dictador chileno por parte del juez Garzón nos sumergió en dicho escenario. Si “la detención hubiera podido poner en grave peligro esa transición, ¿habría merecido la pena entonces salvaguardar […] las exigencias de justicia?” (pp. 85-86).
A los españoles esos dilemas nos resultan muy familiares. Precisamente, a la transición española se le dedican también en el libro algunos párrafos, con algunos errores factuales y varios desenfoques en la interpretación. Con todo, no es en estas coordenadas donde Rieff detecta el problema: al fin y al cabo, en países como Francia o España estaríamos hablando de polémicas –todo lo agrias que se quieran- entre especialistas, básicamente historiadores, politólogos o analistas políticos. Pero aquí “probablemente nadie matará o morirá por lo que se haya olvidado o por lo que no haya podido recordarse. Sin embargo, en muchas partes del mundo morir y dar muerte es justo lo que está en juego, y en este sentido la cuestión de si se debe dejar de elogiar el recuerdo y comenzar a elogiar el olvido es más acuciante” (p. 153).
Este es el punto crucial para Rieff: cuando elegir entre recuerdo y olvido es cuestión de vida o muerte. Es verdad que si optamos por el olvido cometemos “una injusticia con el pasado”. Pero recordar significa cometer “una injusticia con el presente”. La conmemoración “podrá ser aliada de la justicia” pero “pocas veces es aliada de la paz” (pp. 148-149). Esta paz puede tener padres espurios. Puede aparecer trufada de oportunismo, hipocresía y hasta cínica indiferencia. Pero al lado de otras opciones, es el mal menor. Rieff nos refiere una anécdota reveladora: cuando De Gaulle decidió hacer tabla rasa con la cuestión de Argelia, se le recordó que se había derramado mucha sangre. Entonces el mandatario francés contestó fríamente: “Nada se seca tan pronto como la sangre”. Más recientemente, el caso de Irlanda del Norte revela que unos acuerdos discutibles, con su secuela de amnistías dolorosas, olvidos forzados y rehabilitaciones impuestas vienen a ser a larga, con todos sus defectos, la única vía factible para salir de un laberinto minado.
Podría dar la impresión, a tenor de todo lo dicho, que nuestro autor es un tenaz opositor contra la rememoración, un adalid del olvido, un decidido detractor de la memoria histórica, sin más especificaciones, sin matices. No hay tal. Rieff como ya he dicho antes, es ante todo un pragmático. No pierde de vista casi nunca las circunstancias concretas en que ha de aplicarse una determinada doctrina. En cada situación detecta pros y contras. Pero además él lo dice expresamente en términos genéricos: “que quede claro, no sostengo que siempre sea un error insistir en la rememoración como imperativo moral” (p. 84). Aunque considera, como se infiere de todo lo expuesto, que con demasiada frecuencia la memoria lleva más a la exacerbación de las tensiones que a la pacificación, hay múltiples casos en que ni se puede ni se debe olvidar: las matanzas de las fuerzas imperiales europeas, el genocidio armenio, las atrocidades del militarismo japonés en China… No es factible “curar la guerra”. Se ha insistido mucho hasta ahora en los males de la memoria, pero sería perverso desconocer o silenciar que el exceso de olvido constituye también un riesgo. No es fácil saber cuál es el camino más indicado para restañar heridas. En cualquier caso, el autor insiste en que no “prescribe aquí un alzhéimer moral” porque, reconoce, “estar desprovisto de memoria es estar desprovisto de un mundo” (p. 146).
En último extremo, no cabe aquí un sustrato de optimismo antropológico. Los seres humanos no son tan racionales como a menudo nos gusta pensar y creer. “El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres”, escribió Karl Kraus. Los recuerdos de las atrocidades sirven con más frecuencia para los intentos de emulación que para la expiación y el exorcismo. En el mejor de los casos, para los que prescriben bienintencionadamente el perdón –Ricoeur, Margalit- el dilema sigue siendo el mismo: ¿cómo se edifica el perdón sin una peligrosa amalgama de memoria y olvido? ¿En qué proporciones? Decía Borges que “el olvido es la única venganza y el único perdón”. No estoy tan seguro. Además, no sobreestimemos la capacidad humana para dirigir el curso de los acontecimientos. El hombre es más víctima de la historia que hacedor de la misma. Todas nuestras construcciones –entre ellas, nuestra sociedad, nuestra civilización- están sometidas al paso implacable del tiempo. Rieff lo expresa aludiendo a “la provisionalidad social, nacional y de la civilización”, por analogía a la “fugacidad humana individual” (p. 158).
Dentro de poco, la Shoá, la gran herida moral de nuestro tiempo, será una nota imprecisa en la noche de los tiempos. Tony Judt vio en Berlín cómo unos escolares aburridos en su excursión obligatoria jugaban al escondite en su visita al Monumento a los Judíos asesinados en el Holocausto. Yo mismo tuve ocasión de presenciar una escena similar casi en el mismo sitio: unos chicos y chicas, algo más que adolescentes, con indumentaria casi playera, reían, bromeaban y bebían Coca-Cola entre los testimonios atroces de las matanzas no tan lejanas. ¿Se puede decretar la memoria obligatoria? Y en ese caso, ¿con qué viabilidad? Rieff se remite en este caso a las palabras de Judt, poco sospechoso por su talante y su profesión de querer encubrir nada: museos, monumentos y tantos lugares y ritos de la memoria no son tanto una expresión de nuestra voluntad de recordar cuanto “un indicio de que sentimos haber cumplido nuestra penitencia y ya podemos […] olvidar, y que en nuestro lugar recuerden las piedras” (p. 101).

La transición según Ónega

Qué nos ha pasado, España. De la ilusión al desencanto. Fernando Ónega. Plaza Janés, Barcelona, 2017. 403 pp. 21,90 €

Publicado en El Cultural, 28-07-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Que-nos-ha-pasado-Espana-De-la-ilusion-al-desencanto/39943

Tanto el título como el subtítulo del nuevo libro del periodista Fernando Ónega (Mosteiro, Lugo, 1947) pueden inducir al interesado que contemple el volumen desde la mesa de novedades a un cierto equívoco, potenciado por la foto en blanco y negro que domina la parte superior de la portada: Adolfo Suárez, con el pitillo en la boca, ofrece fuego al otro lado de la mesa a un jovencísimo y casi melenudo Felipe González. Un nuevo retrato nostálgico de la transición, puede pensarse con esas apariencias. ¿Un ayer idealizado desde la óptica y la consciencia de que el áspero presente apenas deja resquicio a la ilusión y sí amplio campo a la incertidumbre y con ella al desencanto?
Quien siga la trayectoria del famoso periodista gallego –cosa harto fácil, dada su persistente presencia como analista político en los más variados medios (prensa, radio y televisión) durante más de cuatro décadas- sabe que Ónega, pese a su veteranía, no se limitaría a ese ejercicio de añoranza inútil. Sí que es verdad, y hay que apresurarse a reconocerlo, que hoy en día para muchos –sobre todo los más jóvenes- su dibujo de la transición parecerá como mínimo edulcorado y su aprecio por los protagonistas de la misma, excesivo o impostado. Pero lo que pasa es que Ónega fue hombre muy de su tiempo en aquella coyuntura histórica e intenta serlo también en esta otra que vivimos. Por ello mismo, su propósito es simplemente recrear un pasado que juzga admirable desde la atalaya actual. Para decirlo en términos reconocibles por el lector que haya seguido sus últimos libros, aquí se volverá a encontrar el tono y el tipo de observación que desplegó en volúmenes tan exitosos como Puedo prometer y prometo (centrado en la figura de Adolfo Suárez) y Juan Carlos I, el hombre que pudo reinar.
Si despojamos la pregunta del título de sus ribetes pesarosos, podríamos responder –y con ello sintetizar el pensamiento del autor- que a España le ha pasado algo tan sencillo de decir como intrincado de ponderar en todas sus implicaciones: que ha cambiado mucho, muchísimo, hasta el punto de que los españoles hoy vivimos en una sociedad que en múltiples aspectos –económico, laboral, cotidiano, mentalidades- poco o casi nada tiene que ver con aquellos tiempos de la transición. Ónega quiere subrayar este proceso de transformación hasta el punto de que dedica una de las partes de las tres que componen el libro a este “cambio social” (cuatro capítulos que desgranan la “revolución” producida en las relaciones personales, formas de vida, costumbres y diversiones, transportes y comunicaciones, en la sanidad, la tecnología, el papel de la mujer…) No contento con ello, insiste a continuación en una lista, quizá algo forzada pero también con matices interesantes: “Los 100 cambios de un país en cambio” (pp. 353-381).
Ahora bien, ese énfasis en la mutación del país a todos los niveles no se entendería o puede quedar cojo si no atendemos al proceso germinal, la madre de todos los cambios, que no es otro (en opinión del autor) que el éxito arrollador que conllevó el paso de un régimen político dictatorial, centralista a ultranza y aislado del mundo moderno a un sistema democrático, descentralizado e inserto en la Europa más avanzada y desarrollada. Por eso Ónega dedica los nueve primeros capítulos –toda la primera parte- a cómo se hizo la transición (“La construcción de la democracia”). El hecho de que hubiera “puntos negros” –título de la segunda parte: corrupción, crisis económica y pulsiones secesionistas- no empequeñece, siempre según él, un deslumbrante balance que debe ser motivo de satisfacción y orgullo.

Antifascismos

Antifascismos. 1936-1945. La lucha contra el fascismo a ambos lados del Atlántico. Michael Seidman. Traducción de Hugo García. Alianza, Madrid, 2017. 442 pp.

Publicado en El Cultural. 14-07-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Antifascismos-1936-1945/39874

Michael Seidman (Filadelfia, 1959) no es solo hispanista, porque su curiosidad investigadora le lleva a desbordar el ámbito hispánico. No obstante, para el público español es sobre todo el autor de dos libros innovadores sobre la guerra civil: A ras de suelo (2003) y La victoria nacional (2012). Destaco los conceptos de curiosidad e innovación porque cualquiera que haya seguido la trayectoria del historiador estadounidense sabe que lo que más descuella en su producción es su resuelta voluntad de aportar una mirada renovadora en los asuntos que aborda, deshaciendo así el lugar común, producto de la pereza intelectual, de que poco o nada original se puede decir sobre ellos.
Aunque en principio no lo parece, su nueva obra traducida al español se mueve por los mismos derroteros. Su fundamento y punto de partida es incuestionable: frente al interés historiográfico que se ha prestado al fascismo, su opuesto, el antifascismo, “ha recibido poca atención”. Seidman cuantifica la desproporción en cuarenta a uno. Una asimetría tanto menos justificable cuanto que en general “el fascismo fue un fracaso”, excepto en muy pocos lugares –entre ellos, Italia, Alemania y España-, mientras que el antifascismo fue “un éxito evidente, tal vez la ideología más potente del siglo XX”. Por ello, el propósito declarado de este volumen es “llenar esa laguna” analizando cómo se desarrolló el antifascismo en diversos países entre 1936 y 1945.
El problema que nos encontramos es de formulación sencilla pero de difícil respuesta: ¿qué es exactamente el antifascismo? De entrada, ¿puede usarse el singular al emplear el término? ¿Podemos hablar, como se hace de los movimientos fascistas, de un corpus doctrinal y una determinada praxis? Para Seidman el antifascismo se caracterizó por su flexibilidad y dinamismo, por preferir el consenso a la confrontación, por su interclasismo y capacidad para moldearse a las nuevas exigencias sociales, pero todos esos rasgos –reconoce él mismo- apenas logran atenuar su “naturaleza extremadamente diversa” y su carácter “escurridizo”.
Hubo un antifascismo revolucionario, que es el que mejor conocemos nosotros, porque se desarrolló durante la guerra civil española. Agrupaba a los sectores progresistas y aspiraba no solo a detener al fascismo, sino a construir una nueva sociedad por vía revolucionaria. Pero hubo también un antifascismo contrarrevolucionario, más habitual que el anterior, como demuestran los demás casos que Seidman analiza, en especial los de Gran Bretaña, Francia y EE.UU. Este otro tipo de antifascismo aglutinaba también a fuerzas muy variopintas, pero su rechazo al fascismo se hacía desde planteamientos y propósitos refractarios a los ideales revolucionarios.
Por tanto, es inevitable preguntarnos si los antifascismos fueron algo más que una estrategia coyuntural para contener la amenaza descomunal que representó el fascismo en sus diversas modalidades y en especial el III Reich. Aunque Seidman deja al margen a los comunistas, podría decirse para ejemplificar lo anterior que tan antifascistas eran Churchill, Roosevelt o De Gaulle como Stalin o Tito. Seidman no entra a fondo en esta cuestión porque su libro no es una obra de teoría política sino un estudio histórico con marcado carácter empírico y voluntad de síntesis. No se le puede exigir por tanto aquello que no está en sus propios objetivos.
Pero es inevitable que el libro como obra de conjunto se resienta en su unidad y sentido, reducido así a una ordenada sucesión de capítulos que abordan movimientos antifascistas heterogéneos. Parece forzada también la inclusión de algunas iniciativas, como las resistencias obreras a la disciplina laboral, que se dieron en muy diversos contextos y con significados no asimilables. La relación de estas actitudes con el antifascismo en cualquiera de sus modalidades se antoja, cuando menos, problemática. Lo que escribe Seidman siempre es interesante y sugestivo, pero a veces resulta también desconcertante.

jueves, 15 de junio de 2017

Intelectuales y III Reich

Creer y destruir. Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS. Christian Ingrao. Traducción de José Ramón Monreal. Acantilado, Barcelona, 2017. 624 pp.

Publicado en El Cultural, 9-6-2017.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Creer-y-destruir-Los-intelectuales-en-la-maquina-de-guerra-de-las-SS/39736


“Eran apuestos, brillantes, inteligentes y cultivados. Fueron responsables de la muerte de varios cientos de miles de personas”. Con estas escuetas pero impactantes frases comienza el pormenorizado estudio que Christian Ingrao (Clermont-Ferrand, 1970), especializado en el III Reich y la violencia política del período, dedica al selecto grupo de intelectuales y profesionales cualificados que colaboraron activamente en la barbarie hitleriana desde sus diversos puestos de responsabilidad en las SS. La investigación del historiador francés se centra en un reducido conjunto de personas –ochenta- pero trata de dar una imagen representativa de una importante parcela de la sociedad alemana –ilustrada y eficiente- que ejecutó sin rechistar las consignas del régimen y, lo que es aún más significativo, se sintió profundamente seducida por la demagogia nazi hasta el punto de compartir de manera entusiasta sus objetivos últimos.
Conviene aclarar desde el principio para orientación del lector que el prolijo estudio de Christian Ingrao –con un impresionante aparato bibliográfico y manejo de fuentes de primera mano- no incluye a los intelectuales germanos más prominentes del período, los que vivieron en la retaguardia aquellos convulsos años. Para simplificar y entendernos, en estas páginas no se hallarán alusiones a filósofos como Heidegger o escritores como Jünger. Los intelectuales cuya pista se sigue en este volumen se mueven en un registro mucho más modesto y sus nombres no dirán nada al público español. En cambio sus acciones se dibujan con una nitidez espeluznante, golpeándonos con su brutalidad extrema: ¿cómo unas mentes cultivadas pudieron cometer tales atrocidades?
El volumen que comentamos procede directamente de la tesis doctoral del autor, que comenzó a trabajar en el tema en 1995 y acometió su redacción entre 1997 y 2001. Son precisiones necesarias porque, como el propio Ingrao reconoce en una especie de breve ensayo explicativo que precede a la relación bibliográfica (pp. 549-556), estas dos últimas décadas han sido trascendentales para los historiadores del período y más concretamente para los escrutadores de la Alemania nazi, por dos motivos fundamentales. El primero, la apertura de muchos archivos soviéticos, que ha permitido el acceso a múltiples documentos ignotos de valor incalculable. El segundo, el progreso del conocimiento de la sociedad alemana bajo el III Reich, con obras renovadoras y debates que han trascendido el ámbito de los especialistas. Baste citar en este sentido desde la publicación de Las benévolas de Jonathan Littell, que nuestro autor considera una especie de réplica en ficción de su trabajo, hasta la famosa polémica entre Christopher Browning y Daniel Goldhagen sobre la participación de los alemanes corrientes en la maquinaria de guerra y exterminio del régimen nazi.
El título elegido condensa bien los propósitos de la obra. En primer lugar, “creer” en el sentido de compartir los ideales de la revolución nacionalsocialista: como era previsible, antisemitismo en un lugar preponderante, pero también una serie de valores motrices como el victimismo (la famosa puñalada en la espalda de 1918), el nacionalismo beligerante y expansivo o el darwinismo social, con todo lo que ello implicaba. El segundo factor es “destruir” porque los individuos –o los sectores sociales- que asumen los antedichos ideales políticos se integran pronto, y con un entusiasmo digno de mejor causa, en una infernal e imparable dinámica de destrucción y muerte que se enseñorea del viejo continente, sobre todo la Europa Oriental. Y en tercer término, Ingrao menciona con insistencia para designar a este grupo de colaboradores activos de la belicosidad hitleriana el concepto de “intelectuales”, porque frente al tópico del antiintelectualismo nazi argumenta que se desarrolló un caldo intelectual de nuevo cuño –nietzscheísmo, racismo, eugenesia- en el que se formaron estos profesionales agresivos.
El proceso de formación está expuesto en la primera parte, titulada “Una juventud alemana”. No es casual que comience bosquejando un proceloso “mundo de enemigos”, un marchamo que se repite luego como referencia indispensable para la génesis de una cosmovisión o, como aquí se dice, un ámbito de vida (Lebensgebiet). Los individuos cuya trayectoria estudia Ingrao vivieron su niñez y se formaron en una sociedad convulsionada, traumatizada por la Gran Guerra, humillada en la derrota, embebida de rencor. Ese es el magma que subyace en lo que el autor denomina camino hacia la “nazificación del saber”. Estos “niños de la guerra” se convierten en jóvenes bien formados en sus respectivas materias pero sin salir nunca de una “cultura de guerra”.
El paso siguiente es “ser nazi” con todas sus connotaciones. Esto significa, entre otras cosas, y para seguir usando las expresiones que abundan en el volumen, “un proyecto de refundación sociobiológica”, la “apropiación de un sistema de creencias” y una “mecánica social del compromiso”. La estampa de conjunto admite no obstante “unas militancias y unas formas de reclutamiento diferentes”. Menciono esto porque Ingrao va alternando a lo largo de las páginas el retrato de una generación con el interés por caracterizar trayectorias individuales concretas, con nombres y apellidos, que ofrecen perfiles claramente diferenciados. Todos los estudiados fueron responsables de crímenes en alguna medida pero hasta en esto hay grados: no todos cometieron las mismas barbaridades.
La tercera parte del volumen, de lejos la más amplia –y también la más interesante- lleva por título “Nazismo y violencia: el paroxismo de 1939-1945”. En los diversos capítulos que la componen, Ingrao detalla cómo fueron las actitudes de los verdugos, con qué argumentos justificaron las matanzas y qué sintieron al llevarlas a cabo. Al profano le puede sorprender la persistencia de una mentalidad de guerra legítima y defensiva que se instaló en las conciencias de los soldados. Merced a ella se podía defender cualquier cosa, hasta lo inconcebible. Se podría aducir como ejemplo el testimonio escalofriante de un policía vienés, participante en una de las muchísimas matanzas en masa.
Él mismo confiesa en una carta a su mujer que al principio temblaba de nerviosismo pero al “décimo coche, apuntaba ya con calma y disparaba de manera segura a las mujeres, los niños y los numerosos bebés, consciente de que yo mismo tengo dos en casa, con los que estas hordas actuarían de igual modo, incluso quizá diez veces peor”. Y prosigue en la misma línea, con detalles como este: “Los niños de pecho salían volando al tiempo que describían una gran parábola, y nosotros los reventábamos en el aire antes de que cayeran en la fosa y el agua. Hay que acabar con estos brutos que han traído la guerra a Europa”… (p. 338).
Los capítulos que integran esta tercera parte abordan con detenimiento y hasta con detalles macabros cómo eran aquellos espantosos asesinatos colectivos. Nadie estaba a salvo. Las matanzas adquirían proporciones apocalípticas, a menudo acompañadas de una crueldad tan salvaje que hace difícil su comprensión y durísima la lectura. Ingrao sostiene que se desbordó la pura necesidad militar para desembocar de modo sistemático en el puro “placer de matar” (p. 432). Interesantísimo e imprescindible por ello el capitulo 11, “Los intelectuales de las SS sometidos a juicio”, en el que se percibe más justificación que arrepentimiento. En cualquier caso, no podía haber castigo equiparable a la magnitud de los crímenes. Aún más, en sus conclusiones el autor subraya que pese a “la dimensión traumática de la experiencia genocida, no hubo nunca ruptura del consentimiento de estos hombres a la matanza” (p. 536).

miércoles, 7 de junio de 2017

Símbolos nacionales

EL LITIGIO DE LOS SÍMBOLOS NACIONALES:
ENTRE LA REPRESENTACIÓN Y LA EXCLUSIÓN

Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas: Los colores de la patria. Símbolos nacionales en la España contemporánea. Prólogo de Anne-Marie Thiesse. Tecnos, Madrid, 2017. 452 pp.

Publicado en Revista de Libros, 05-06-2017.

http://www.revistadelibros.com/resenas/el-litigio-de-los-simbolos-nacionales-entre-la-representacion-y-la-exclusion

Una típica viñeta de Mingote, que se reproduce en el libro que vamos a comentar (p. 347), muestra a una madre tradicional que en tono admonitorio se dirige a su hijo ostensiblemente irritado: “¡Mientras el himno nacional no tenga letra, no tendrás más remedio que aprender a silbar, como todos!” Y, en efecto, alrededor del chaval se bosquejan los rostros mofletudos de los compañeros, que se afanan en soltar aire para seguir los compases del chunda-chunda. El efecto buscado, obviamente, es el de una situación risible, chusca o irritante, según los matices o sensibilidades de cada cual. La caricatura de Mingote se publicó en el ABC del 23 de octubre del 87. A pesar de lo que ha llovido desde entonces, los términos del contencioso apenas se han modificado en lo esencial. Desde el fin de la dictadura, de forma periódica, casi siguiendo ciclos que de tan repetidos ya nos conocemos al dedillo, se han ido sucediendo las controversias en torno al himno, siempre polarizadas en torno a las dos manifestaciones antitéticas de determinados estamentos o sectores del país: por un lado, quienes han pretendido realzarlo como indiscutido e indiscutible símbolo patrio –y dignificarlo con una letra cantable- y por otro, los que por razones diversas y no siempre asimilables lo rechazan con vehemencia (y lo silban y abuchean públicamente a la menor ocasión). Cada una de estas iniciativas sociales o políticas despierta pasiones viscerales y, sobre todo, alienta indefectiblemente las iras de los oponentes, generando así una dinámica que solo el cansancio apacigua, hasta que cualquier nimio incidente se torna pretexto para recomenzar.
Lo dicho respecto al himno es básicamente extrapolable, mutatis mutandi, al resto de los símbolos nacionales y, en especial, al que es más importante de todos ellos por obvias razones de visibilidad, la bandera, objeto no ya solo de agrias diatribas políticas y hasta sentimentales, sino de perfomances diversas de exhibiciones y rechazos, agravios y desagravios, desde exaltaciones cuasi sacrosantas hasta quemas rituales. Ante esa palpable tensión social cabe siempre el recurso de relativizar o incluso minimizar el valor de los emblemas, aduciendo que en definitiva un símbolo es tan solo eso –ni más ni menos- o que tiene el valor que le queramos dar. Lo que es viable a escala individual –cada cual es libre de pensar o sentir lo que quiera, o incluso no sentir emoción alguna ante las representaciones de la colectividad- se hace empero más complicado en el ámbito público, en la arena política. Al fin y al cabo, vivimos en un mundo que, aunque globalizado, sigue marcado por las fronteras, parcelado en estados y naciones que buscan diferenciarse entre sí al tiempo que necesitan establecer pautas de cohesión interna. De manera complementaria, la ciudadanía en general o, en términos más concretos, el más elemental ejercicio de los derechos individuales resulta indisociable de la identidad nacional, porque la nación es el marco que posibilita todo ello. En este sentido el panorama es tan diáfano que hoy en día prácticamente cualquier impugnación de las representaciones simbólicas se hace no para abolir todas ellas –como aquellos utópicos que querían borrar las demarcaciones fronterizas- sino para sustituirlas por otras, con toda la carga política o ideológica que ello conlleva.
Todo lo cual nos conduce indefectiblemente al reconocimiento –nos guste o no- de la relevancia de las representaciones colectivas en general y, en el caso que nos interesa ahora, de los emblemas nacionales. Exactamente ese es el punto de partida del libro que tenemos entre manos. Tomando como referencia una cita de Carlos Serrano, pionero de los estudios de estas características en el caso español, Moreno Luzón y Núñez Seixas –dos reputados historiadores, con una larga trayectoria en este tipo de indagaciones- establecen que, una vez asumida la centralidad de los fenómenos culturales por las ciencias sociales –la historia entre ellas-, “el protagonismo de lo simbólico” queda fuera de toda duda. Y matizan: los símbolos “moldean las identidades nacionales, coadyuvan de manera eficaz a la tarea de nacionalizar las poblaciones y permiten legitimar regímenes y movimientos políticos nacionalistas, dotándolos de un arsenal de imágenes fácilmente reconocibles” (p. 18). La importancia que hoy se atribuye a los emblemas nacionales contrasta, en opinión de los autores, con el hecho de que es este “un campo poco frecuentado por la investigación académica”. Si ello es así, habría que reconocer de igual modo que en los últimos tiempos la llamada “historia cultural de la política” está insistiendo mucho en estos aspectos, desde la ya clásica catalogación de los denominados “lugares de memoria” –en la órbita de las aportaciones de historiadores señeros como Pierre Nora y George L. Mosse - hasta recopilaciones sistemáticas del arsenal simbólico de algunos nacionalismos ibéricos, como han hecho para el caso vasco muy recientemente algunos historiadores coordinados por Santiago de Pablo . También hace poco ha aparecido un interesante volumen sobre himnos y canciones emblemáticas como “símbolos de identidad colectiva” que ha coordinado Carlos Collado y presta atención preeminente al caso español .
Los símbolos nacionales tienen cuatro funciones básicas, con ramificaciones complejas en cada una de ellas: en primer lugar, cumplen una misión homogeneizadora y cohesiva, capaz hasta cierto punto de trascender las divisiones y conflictos latentes o explícitos en una comunidad; en segundo término, ayudan a perfilar una determinada identidad colectiva, el “nosotros” frente a todos los demás, los “otros”, los extranjeros; en tercer lugar, presentan una dúctil capacidad movilizadora, son como resortes o mecanismos para la acción, sea en defensa de una causa determinada, resistencia a una agresión exterior o consecución de un horizonte soñado; por último, los emblemas nacionales desempeñan una función sentimental o emotiva que puede canalizarse en sentidos muy diversos según las circunstancias y que en cualquier caso se refleja nítidamente en la producción cultural e intelectual. Esta esquematización está lejos de hacer justicia a la polivalencia o plasticidad de los símbolos, sobre todo cuando consideramos estos en sentido amplio o inclusivo, es decir, no solo himnos o banderas, sino también paisajes característicos, grandes monumentos, lugares emblemáticos o hasta determinados entornos urbanos. Como pasa en otros muchos campos, un símbolo es más persistente, eficaz y a la postre más fuerte cuanto mayor es su versatilidad o incluso su ambivalencia, pues grupos diversos y hasta enfrentados pueden admitir de buen grado sentirse representados por él.
Una vez dicho eso, para perfilar el campo en el que nos vamos a mover, conviene del mismo modo establecer que este libro no descarta alusiones a esa amplia simbología que configura o refleja la nación pero se centra casi exclusivamente en los dos elementos más usuales y llamativos, la bandera y el himno. No es, sin embargo, como los mismos autores aclaran desde las páginas iniciales, un estudio de vexilología (banderas), heráldica o cualquier otra modalidad centrada en la iconografía propiamente dicha, sino un recorrido histórico convencional, tanto en su contenido como en su articulación formal, que toma como eje básico las vicisitudes de la identidad nacional española, siempre “alrededor de y a partir de las cuestiones simbólicas”. Podíamos decir, pues, que estamos ante un compendio de la historia contemporánea de España a través de sus símbolos. Conviene puntualizar aún más, antes de proseguir: es, sin duda, una magnífica síntesis, muy didáctica, bien escrita, clara y precisa. La estructuración en ocho capítulos (más una introducción y unas conclusiones) sigue un orden cronológico y se atiene en la periodización, grosso modo, a los criterios usuales, con una atención creciente hacia las fases más próximas: a todo el siglo XIX se le dedica un capítulo, el siguiente al regeneracionismo, otro al reinado de Alfonso XIII y luego, sucesivamente, a la República, la guerra civil, el franquismo, la transición y, por último, la España plenamente democrática de las últimas décadas.
Aunque no se pierde de vista el contexto general en que se sitúa el caso español, apenas se abordan las cuestiones comparativas, pues no pasan de meras menciones dispersas y circunstanciales las que se dedican a Francia, Gran Bretaña, Italia, Alemania o Suiza. Sí en cambio se da bastante importancia al surgimiento desde los decenios finales del siglo XIX de unos nacionalismos periféricos, en especial el vasco y el catalán, que no solo ponen en entredicho por diversos motivos los símbolos españoles sino que ofrecen elementos alternativos (la senyera, la ikurriña) que entrarán a disputar el mismo espacio político y sentimental. En buena medida, como sugieren los autores, la historia de los símbolos nacionales españoles en los dos últimos siglos no puede entenderse sin ese desafío explícito en el propio solar hispánico. Aunque este es un punto que no llega a desarrollarse, lo que puede haber de una cierta especificidad en la trayectoria de los símbolos nacionales españoles es el fruto de esa presencia entendida como amenaza (separatismo) y, paralelamente, la ausencia de España en los grandes conflictos internacionales de la historia contemporánea, en especial la dos grandes guerras mundiales del siglo XX. En suma, desde la guerra del francés, los españoles no han sentido seriamente amenazada su integridad territorial por ninguna potencia extranjera.
La historia de los que con el paso del tiempo y no pocas vicisitudes se convertirán en emblemas nacionales empieza en una fase muy concreta del siglo XVIII, siendo monarca de España Carlos III. De las disposiciones y reglamentaciones de su reinado procede la que podría llamarse primera andadura de los principales símbolos, la bandera rojigualda (que empieza a ondear en los buques españoles desde 1785) y, por otro lado, la música militar que en principio se conoce como Marcha de granaderos o Marcha granadera y que luego, desde 1836, será Marcha Real (y más tarde se convertirá en Himno Nacional). Con todo, la adopción de esos símbolos es tan titubeante al comienzo que la resistencia de 1808 ante el invasor francés no se hace, según los autores, bajo “una única bandera que identificase a España y alentara el patriotismo de los españoles”. Por si fuera poco, la sublevación de Riego en 1820 tendrá un importante efecto en el terreno simbólico, aportando una marcha, el llamado himno de Riego, que se convertirá en desafiante competidor de la Marcha Real de modo persistente durante varios decenios, hasta el punto de que desplaza a esta como himno nacional con la instauración de la II República. En relación con esa subsistencia de determinados símbolos resulta curioso observar cómo ya también desde comienzos del siglo XIX, el color morado, que quería representar la rebelión comunera, se convierte en “distintivo de las tendencias progresistas” durante un largo período, hasta desembocar exitosamente en la bandera del régimen del 14 de abril. Motivo –ocioso es recalcarlo- por el que aún hoy sigue vigente para determinadas tendencias políticas.
Tornemos al recorrido lineal. En el tramo central del XIX, desde 1840 aproximadamente, se consolidan los dos principales símbolos, la bandera bicolor y la Marcha Real. Aunque discutidos en su función representativa e incluso desplazados en algunas fases (como la ya citada etapa republicana), desde una perspectiva de conjunto puede decirse que no tuvieron de facto alternativas viables como emblemas nacionales y que, por expresarlo en términos simplificados pero inequívocos, mantuvieron una hegemonía indiscutible, pese a todos los pesares, durante toda nuestra historia contemporánea. Es verdad que se cargan de connotaciones conservadoras –o cuando menos de un liberalismo templado- a lo largo del siglo XIX, pero no es menos cierto que resisten sin grandes problemas el vendaval revolucionario más importante del período (el Sexenio de 1868-1874) y que, como subrayan los autores, incluso la I República “no sustituyó la bicolor por tricolor alguna” (p. 61). A falta de grandes enemigos a su altura, el nacionalismo español se curtió en el norte africano con campañas coloniales que en principio despertaron grandes entusiasmos, en particular aquella “Guerra de África” (1859-1860) que encumbró a un catalán, Juan Prim, como general victorioso del ejército español. El fervor del momento es indisociable de la rojigualda, como reflejan los cuadros de la época.
Como en tantos otros aspectos de nuestra historia reciente, el 98 marca una quiebra. Ya de por si es significativo que una tonadilla zarzuelera, la Marcha de Cádiz, pudiera representar la exaltación patriótica del momento mejor que el himno oficial. En todo caso, lo decisivo fue que la pérdida colonial y la derrota ante los EE.UU., vivida como humillación, arrastraron la autoestima nacional y afectaron, como no podía ser menos, a todos los símbolos patrios, que ya no eran emblemas victoriosos sino de una nación postrada y un punto ridícula (de ahí la alusión, tan usual en la época, al “patriotismo zarzuelero”). Catalanistas y bizkaitarras hurgaron en la herida y desplegaron alternativas que se vivieron como insurgencias de nuevas Cubas, en esta ocasión en el propio solar ibérico. El regeneracionismo pudo significar una renacionalización sobre bases más sólidas pero pronto derivó hacia una repetición de los mismos errores, otra vez en suelo africano. Solo que ahora las lanzas victoriosas se tornaron reveses insondables, en una sucesión de nuevos “desastres” similares al 98 (Barranco del Lobo, Annual) que arrastraron el crédito de la nación, del patriotismo oficial y, como no podía ser menos, de sus símbolos representativos. Apurando la repetición de viejos errores hasta el esperpento, un pasodoble, La banderita (procedente de una obra, Las corsarias, que se presentaba como “humorada cómico lírica”), desplazaba nuevamente al himno nacional como expresión del sentimiento patrio. La guerra de Marruecos y la dictadura de Primo de Rivera condujeron a una indisimulada militarización de los símbolos nacionales y a una cierta patrimonialización de los mismos, con efectos excluyentes para muchos sectores sociales y políticos del país, que no se veían reflejados en aquella España. Esa España, por ejemplo, que vibraba a los sones de El novio de la muerte.
Quiero decir que, a esas alturas, los símbolos ya no solo no integraban sino que parecían concebidos para excluir, para delimitar campos. Así las cosas, nada tiene de extraño que el vuelco que supone la instauración de la II República signifique en primer lugar una completa remoción de los emblemas nacionales, con el inevitable guiño a la tradición progresista, o sea, el color morado y el himno de Riego. Con buen criterio, los autores subrayan sin embargo que la breve primavera republicana no estuvo libre de dilemas y contradicciones en el aspecto simbólico, pues tanto los elementos revolucionarios de izquierda y de derecha cuanto los nacionalismos alternativos –en especial vascos y catalanes- se encontraban mejor representados por sus símbolos específicos (himnos y banderas). Así, los catalanistas con Els Segadors, socialistas y comunistas con La Internacional, los anarquistas con ¡A las barricadas!, etc. Y de este modo, cuando se desencadena la guerra civil, cada facción conserva e incluso potencia esos símbolos, al tiempo que cada uno de los bandos contendientes coincide, como ya señaló Núñez Seixas en un estudio imprescindible, en acogerse a las esencias patrióticas, haciendo la guerra contra “el invasor” . Los invasores eran los rusos y los marxistas extranjeros para unos y los nazis alemanes y fascistas italianos para los otros. Nacionales y rojos coinciden en un punto esencial a los efectos que aquí se trata: ambos dicen representar al auténtico pueblo español. De ahí que su arsenal simbólico hurgue en las raíces nacionales y se cargue de connotaciones mitológicas, historicistas y hasta raciales. Raza, como es sabido, será entre otras cosas el título de aquella famosa película franquista.
Una vez más, sin embargo, las cosas resultan vistas de cerca menos lineales y más complejas de lo que parecen. La aparente homogeneización simbólica del franquismo –imposición solemne de la rojigualda y el himno tradicional- encubría discrepancias entre las diversas familias de esa nueva España que, por decirlo en términos simplificados, tenía que optar entre la pulsión fascista (falangista) o el confesionalismo tradicional (nacionalcatolicismo). Ya que nos movemos en el terreno simbólico, me limitaré a una constatación sobradamente conocida: una parte no despreciable de los afectos al régimen se sentían más a gusto con el Cara al sol que con un himno de resonancias monárquicas, como la vieja Marcha Real. Al cabo, los resquemores se diluyeron en la propia deriva de un sistema longevo hasta desembocar en una trivialización simbólica que implicaba la aceptación generalizada de los emblemas nacionales, pero también una cierta indiferencia, perceptible sobre todo en términos de educación sentimental. Ello hizo que muchos españoles de la época se reconocieran una vez más como tales en canciones o tonadillas alternativas: así, por ejemplo, el famoso pasodoble Suspiros de España o incluso El emigrante de Juanito Valderrama, hasta desembocar en el inefable ¡Y viva España! que popularizaría Manolo Escobar.
Si no perdemos de vista esta perspectiva, podría decirse que la “normalización” simbólica que trae consigo la democracia, a la muerte de Franco, implica por encima de todo una continuidad con el proceso de banalización simbólica perceptible en los últimos tiempos del franquismo. Desde el punto de vista oficial la transición simbólica fue menos traumática de lo que cualquiera habría predicho. El PCE, el partido más emblemático de la oposición antifranquista, renunció a la bandera tricolor a cambio de su legalización. Aquella comparecencia de Carrillo con la rojigualda marcó un hito en ese sentido y fue, ya que hablamos de símbolos, una de las expresiones simbólicas más rotundas de cómo fue aquel proceso. Ahora bien, como apuntábamos líneas arriba, la democracia a pie de calle supondrá con el tiempo y en líneas generales –hay excepciones, como de inmediato mencionaré- una aceptación banal de los emblemas nacionales compatible con una sutil distorsión: la solemnidad se trueca en frivolidad o, al menos, una espontaneidad de ribetes lúdicos. En nada es más patente esta transmutación que en la presencia recurrente del toro de Osborne como símbolo representativo de España hasta el punto de que llega a desplazar al propio escudo en el centro de la bandera en múltiples eventos festivos y deportivos. De modo complementario y en la misma línea trivial y hasta frívola, subsiste el recurso al pasodoble antedicho, “¡Y viva España!”, pero ahora eclipsado, sobre todo con ocasión de las victorias deportivas, por un estribillo aún más pedestre: “¡Yo soy español, español, español…!” Un observador distanciado no podría dejar de sorprenderse por cómo había cambiado todo desde los tiempos no tan lejanos del “¡Arriba, España!”
En la actualidad esa relativa normalización (y progresiva aceptación) de los emblemas nacionales tiene que hacer frente a un triple desafío: el primero y más obvio es una vez más el procedente de las sensibilidades de los nacionalismos alternativos. La convivencia de sus símbolos con la bicolor se sigue manifestando problemática y no digamos ya con el himno, objeto de sonoras pitadas en cuanto hay ocasión para ello. El segundo reto viene de sectores radicales de izquierda (de dentro y fuera del sistema) que han resucitado la bandera republicana como símbolo de su disconformidad con aspectos esenciales de la democracia española. La tricolor en sus manifestaciones viene a simbolizar su repudio a la corrupción, a la casta y al modo en que se gestó la propia transición desde el régimen anterior. La llamada “memoria histórica” parece aquí entroncar de un modo natural con los símbolos de la II República. Por último, no cabe ignorar que la aludida normalidad con que una gran parte de la ciudadanía acepta los emblemas oficiales es compatible con una cierta incomodidad que aún pervive en los sectores que se autodenominan progresistas y, en términos más genéricos, el escaso entusiasmo y una cierta indiferencia emocional, razón que explica la pervivencia o el surgimiento de elementos alternativos, como antes se dijo del toro o de canciones pegadizas (cuyos estribillos se corean con un entusiasmo que el himno no puede ofrecer).
Todas estas cosas están expuestas en el libro con mesura y hasta una cierta asepsia, como si los autores, en aras de una indagación científica e imparcial, hubieran decidido colocarse au dessus de la mêlée. No lo digo en términos críticos o peyorativos, porque me parece una opción razonable, pero no es menos cierto que esa perspectiva puede despertar suspicacias e incomprensiones. Así, por citar un matiz tan solo, los autores tratan de ser neutrales ante lo que consideran una tenaz pugna entre nacionalismos (empezando, claro, por el español). Se reparten así responsabilidades, pues la clave del conflicto –por y contra los símbolos en cuestión- se focaliza en la existencia de diversos proyectos y sensibilidades que luchan por su hegemonía con marcada vocación excluyente. La constante histórica, podría sintetizarse, estriba en esa voluntad de deslindar –nosotros frente a ellos- y pocas veces de integrar. Y sobre esto, viene a decirse en términos salomónicos, nadie está en condiciones de tirar la primera piedra. En buena medida ese planteamiento deriva de la no aceptación de la tesis de la debilidad del nacionalismo español y de las supuestas insuficiencias del proceso de nacionalización hispano. Muy por el contrario, la insurgencia de nacionalismos alternativos en la península vendría a delatar, según los autores, la potencia y desarrollo del nacionalismo español. Sería en cierto modo como una reacción ante el empuje avasallador de un españolismo caracterizado en la mayor parte de las fases que aquí se tratan como militarista, confesional y profundamente conservador. Bien es verdad que todo esto se apunta pero sin que se termine de profundizar ni desarrollar, pues el libro se ciñe mucho más a la pura exposición factual que al análisis político incisivo.
Del mismo modo, la sugestiva hipótesis de la “normalidad” simbólica en toda nuestra historia contemporánea, incardinada en la consabida ausencia de especificidad de la trayectoria histórica española, hubiera requerido de un mayor desarrollo teórico y un más rico cuadro comparativo con las naciones de nuestro entorno. Después de la pormenorizada relación de imposiciones, exclusiones y escaso consenso de los emblemas nacionales, resulta cuanto menos algo chocante que los autores se remitan a que todo ello entra dentro de lo habitual o normal en cualquier nación que albergue en su seno una pluralidad de grupos y regiones con intereses, emociones y objetivos políticos diversos o incluso divergentes. La nacionalización, nos recuerdan con perspicacia, no significa homogeneización y, aún más, es compatible con la existencia de múltiples discrepancias. Todo ello es cierto pero no resuelve la incógnita principal, a saber, en qué medida podemos aseverar que la permanente polémica en torno a los símbolos nacionales que distingue el conjunto de nuestra historia contemporánea entra realmente en eso que por comodidad conceptual denominamos “normalidad”. Me limito a plantear la cuestión en términos muy sencillos: ¿es normal y usual en los países de nuestro entorno un himno sin letra que no puede ejecutarse en amplias zonas del país sin sonoras manifestaciones de repudio o una bandera que despierta las iras de numerosos sectores sociales y políticos? Mientras que símbolos triviales –del toro a las tapas- han experimentado un auge en todos los sentidos –del iconográfico al merchandising-, los emblemas nacionales suscitan en amplias capas de la población una aceptación conformista pero poco vibrante, que convive además con la beligerancia de sectores más politizados que aplican a los símbolos oficiales aquel famoso eslogan de las manifestaciones indignadas del 15-M: “¡que no, que nos representan, que no!” Por lo demás, en la presente coyuntura histórica resulta particularmente llamativo el contraste entre la tibieza –por decirlo suavemente- que despiertan aquí los emblemas nacionales y lo que está sucediendo en buena parte del mundo con esa simbología, agitada con furia xenófoba por grupos, partidos y líderes nacionalistas –de Trump a Le Pen-, que conforman un fenómeno hoy por hoy impensable en el seno de la cultura política española.