lunes, 2 de febrero de 2015

Eros en la Edad de Plata


Maite Zubiaurre: Culturas del erotismo en España, 1898-1939. Traducción y adaptación de la autora. Cátedra, Madrid, 2014. 420 pp.

Revista de Libros, 26-01-2015.

http://www.revistadelibros.com/resenas/eros-en-la-edad-de-plata

Este comentario bien podría haberse titulado igualmente “La España verde”, pero me ha detenido en el uso de ese marchamo la convicción de que el lector despistado o presuroso podía creer que estábamos hablando de ecologismo, itinerarios turísticos o política ambiental. Hoy en día –no sé si me equivoco mucho- la utilización cotidiana del adjetivo o la coloración antedicha (“un chiste verde”, por ejemplo) está tan en desuso casi como aquel otro término, “sicalíptico”, que se puso de moda en la época que examina este libro. Y, no obstante, de eso, de la “España verde” o “sicalíptica” trata precisamente este documentado estudio de una autora para mí desconocida, Maite Zubiaurre, quizás porque ha desarrollado su carrera profesional fuera de nuestras fronteras. Según me entero por la contraportada, “realizó sus estudios de doctorado” en la Universidad de Columbia (Nueva York) y es actualmente “catedrática de literatura española y alemana” en la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA). De hecho, este libro se publicó primeramente en inglés en 2012 por Vanderbilt University Press con el título de Cultures of the Erotic in Spain, 1898-1939. La propia autora ha realizado la traducción y adaptación de la obra original.
Vuelvo a la carga con lo de la España verde o sicalíptica porque, desde las páginas iniciales (en su “Nota” preliminar y en su larga “Introducción”), insiste Zubiaurre en la contraposición entre esa España y las más usuales España negra o España roja, hasta el punto de que se atreve a proponer como motor de su investigación la presencia o, por decirlo con sus palabras, “la existencia de una ‘tercera España’ en la que florecen abiertamente, y en el terreno de la cultura popular, el arte y la literatura eróticos, así como los múltiples aspectos de una (pseudo)ciencia sexual”. Estaríamos, según la autora, ante una “España audaz y distinta” que “escapa a las limitaciones impuestas por el prestigio intelectual de una minoría” y que ante la “avalancha erótica” que traspasa los Pirineos reacciona “a veces con abierto entusiasmo y otras, con mal disimulada resistencia” (pp. 13-14). Merece la pena que nos detengamos en algunos pormenores de la cita porque ahí podemos encontrar algunas claves para entender y encuadrar debidamente la obra que comentamos.
En primer lugar, Zubiaurre presenta sus pesquisas en este campo como una aportación decisiva en una parcela que ha sido “ninguneada por la historiografía cultural” hasta el punto de que habla en distintas ocasiones, apoyándose en Jo Labanyi, de una “España fantasmal” o una “historia fantasmal”. Se refiere, por decirlo más claramente, a que –siempre según su criterio- las manifestaciones eróticas en nuestro país han sido sistemáticamente marginadas, silenciadas o despreciadas en beneficio de una minoría selecta o de una “alta cultura” (de Unamuno a Ortega o Marañón), como si esta última fuera la única que hubiera existido o la única producción intelectual que debía tenerse en cuenta al trazar el abigarrado panorama de nuestra “Edad de Plata”. Aunque no le falta razón en parte, Zubiaurre exagera la nota pro domo sua.
Es verdad hasta cierto punto que lo que llama la “cultura erótica popular” ha recibido mucha menos atención que la otra (¿la elitista?), pero de ahí a denunciar que haya sido “ninguneada” -como víctima de una especie de conspiración de silencio- hay un salto que estimamos poco fundamentado. Sin ánimo de ser exhaustivo, ni mucho menos, este crítico, que no es especialista en erotismo pero que si ha tocado tangencialmente el tema al abordar diversas vertientes de la época en cuestión, recuerda los estudios de hace ya bastantes años de la hispanista Lily Litvak o los más recientes trabajos de Jean-Louis Guereña , las incursiones sociológicas de Amando de Miguel o la incansable labor pedagógica de Efigenio Amezúa y ello sin contar las síntesis divulgativas, como la de Federico Revilla y Lorenzo Díaz o, en el extremo opuesto, los minuciosos trabajos de investigación de distintos historiadores procedentes de diversos campos, como la antropología o la historia de la ciencia . En último extremo, la completísima bibliografía que la propia Zubiaurre consigna al final del volumen (diecisiete páginas de amplio formato y con tipografía mínima) constituye el mejor desmentido de que este sea un ámbito abruptamente preterido o taimadamente silenciado.
Zubiaurre sin embargo no se detiene ahí. Al contrario, avanza resueltamente en el mismo sentido y saca consecuencias que, como vamos a ver inmediatamente, resultan cuanto menos discutibles. Sostiene que el olvido de la cultura erótica, popular, lúdica o festiva es cualquier cosa menos casual. Es, por decirlo sin ambages, el resultado de una actitud premeditada y, sobre todo, firmemente asentada en los prejuicios ideológicos, morales y políticos de una minoría rectora –y, en este caso, básicamente una intelectualidad- que prescribe la “regeneración” como la máxima prioridad del país, y entiende que esa recuperación de las energías nacionales debe estar basada en el mantenimiento o recuperación de los roles más tradicionales. O sea, pensando como han pensado todos los varones a lo largo de la historia, la intelligentsia del momento habla en términos de energía, fuerza, virilidad, masculinidad… Dicho en otras palabras, trabajo versus ocio, responsabilidad versus despreocupación y, en fin, en última instancia, deber versus placer… La Castilla que ha de hacer o rehacer España es, pese al género gramatical, una Castilla masculina, imperiosa, ascética, guerrera (o, por lo menos, orgullosa de sus hazañas pretéritas). “Por el contrario, el afeminamiento, la inmadurez sexual y la promiscuidad rápidamente se identificaban con lo foráneo y lo no castellano, sobre todo con Andalucía, la Babilonia ibérica, contaminada de sensualidad mora, y con el donjuanismo de raigambre andaluza como epítome de ese afeminamiento extranjero y exótico” (p. 25).
Con ese bagaje emprende Zubiaurre el examen de la producción artística, literaria e intelectual del período. Como punto de partida, tres famosos lienzos le sirven para perfilar a grandes trazos esa España sedicentemente progresista que, en el fondo, preserva como su más preciado tesoro los roles tradicionales: el retrato de Unamuno de Vázquez Díaz; el “sórdido lupanar” que retrata Gutiérrez-Solana en el cuadro titulado Coristas; y, por último, la gitana de desnudos senos de Romero de Torres en Naranjas y limones. Tres miradas, tres composiciones y un mismo mensaje. No en vano, continúa la autora, el franquismo, a pesar de “su espíritu salvajemente reaccionario” (¿o precisamente por eso?), conservó, toleró y hasta magnificó las figuras de algunos de esos autores como Unamuno y Romero de Torres. Y así, en una continuidad lamentable, “lo que prevalece en tiempos democráticos (…) es precisamente aquello que el régimen de Franco decidió preservar y fomentar”. Seguimos creyendo por ello, continúa la autora, que la Edad de Plata “engendró exclusivamente Unamunos, ebrios de orgullo castellano y ruidosas glorias pretéritas, o bellezas andaluzas e intemporales, a lo Romero de Torres” (pp. 46-47). Pero lo cierto es que frente a aquella España seria y hasta sombría, hubo también en realidad una España risueña, hedonista, jaranera y hasta rijosa (dicho sea, en este caso, sin ningún ánimo peyorativo).
Como puede colegirse de los planteamientos anteriores, frente a esa España contenida, austera y ceñuda aparece la España verde o sicalíptica que mencionábamos al principio o, para ser más precisos, la reivindicación de esa otra España ligera, desenvuelta y frívola. El problema, como ya el lector atento habrá columbrado, está en los matices o gradaciones. Nada que objetar en principio al planteamiento si no se pierden las perspectivas. Zubiaurre escribe bien, argumenta con datos incontestables e ilustra sus aseveraciones con ejemplos oportunos. Pero de vez en cuando le vence la tentación de la brocha gorda. O, lo que es lo mismo, una actitud militante que casa mal con un estudio que se pretende científico y, por tanto, desapasionado. Su defensa a ultranza del hedonismo, de la “cultura popular” y de la llamada perspectiva de género termina por jugar en su contra.
Así las cosas, la autora concentra sus críticas y su ironía al enjuiciar las obras de los grandes representantes de la cultura del período –en particular, carga contra Unamuno, Ortega y Marañón, aunque otros muchos reciben balas perdidas en forma de acres reprimendas por reaccionarios, patriarcales, machistas o misóginos-. Unas cuantas citas darán idea de la munición de grueso calibre que se emplea contra ellos. Marañón y Unamuno eran los “modelos ejemplares y heroicos del amor monógamo y heterosexual (…), estandartes vivientes y con patas de la paternidad responsable (…) La intelectualidad franquista contribuyó a reforzar esa imagen, y se afanó en resaltar la fiera e hipermasculina heterosexualidad de los dos próceres” (p. 24). Con respecto a Ortega señala que su “propósito esencial aunque inconfesado (…) era preservar sus propios privilegios, es decir, las prerrogativas del patriarcado nacional y dirigente” (p. 80). Más adelante, ya en el capítulo tercero, Ramón y Cajal se lleva lo suyo como prototipo del varón nacional , pero la crítica una vez más se centra en las dos lumbreras nacionales de la época, Marañón y Ortega.
En las estimaciones de don Gregorio sobre materia sexual “resuenan con estridencia –subraya la autora- la homofobia, la demagogia patriotera y el castellanocentrismo” (p. 99). No es un desahogo ocasional. Algo después reitera que en “las reflexiones marañonianas sobre la sexualidad resuenan, con timbre de demagogia, las hazañas del imperio español y la proezas de la conquista” (p. 103). Pero “Marañón no es el único adalid de este llamativo neoimperialismo sexual” (p. 106). Ortega no le va a la zaga. El filósofo madrileño resulta ser una especie de “guerrero intelectual” (contra el erotismo pero en el fondo también contra la mujer que no cumplía su papel tradicional), en cuyo interior (en el de Ortega, claro) “es frecuente que resuenen, con repiques de nostalgia, las viejas glorias militares del muerto imperio español” (p. 120). El pensador, por otra parte, aparece alarmado ante las “perversiones” que pueden contaminar la moral patria. “Su alarma, de hecho, la acrecentaba la peligrosa proximidad geográfica y cultural del mundo árabe, y la declarada afición y tolerancia de este para con el amor homosexual” (p. 124). Ahorro al lector más perlas.
Por expresarlo en lenguaje llano, podría decirse que Zubiaurre se muestra incansable y batalladora en su empresa de descubrir mediterráneos. Al fin y al cabo, hubiera bastado con que dejara hablar a los mismos textos de los autores que analiza, sin subrayados ni alharacas. Nadie le hubiera discutido en el fondo su tesis primordial: por decirlo con sus propias palabras –por una vez contenidas- que “incluso los intelectuales más salientes, a los que se atribuía un pensamiento liberal y en ocasiones peligrosamente subversivo, en el fondo se avenían a los prejuicios más estrechos en materia de sexualidad, y contribuían a perpetuarlos” (p. 95). ¡Acabáramos! ¿Eso era todo? ¿Qué pretendía, que Unamuno hiciera sonetos al burdel, Ortega pergeñara la metafísica del amor libre o que Marañón loara al chapero? Todos ellos fueron hombres de su tiempo y tuvieron, naturalmente, una visión morigerada del erotismo y la sexualidad en general. Es verdad que hubo coetáneos suyos que trascendieron esas convenciones y vivieron una vida más libre de prejuicios, si así quiere llamárseles. Una actitud que, con discutible perspectiva histórica, Zubiaurre equipara a los Almodóvar y su troupe de la famosa movida madrileña. La autora cita por ejemplo a literatos o artistas de la talla de Álvaro Retana, Hoyos y Vinent o Pedro de Répide. Pero… ¿de verdad resulta serio sostener que hay una especie de conspiración para silenciar el legado de tales figuras? ¿O es sencillamente que ninguno le llegaba siquiera al tobillo a Unamuno, Ramón y Cajal, Ortega o Marañón, con todo lo repulsivamente machistas que hoy nos resulten las incursiones de todos ellos (de estos últimos, quiero decir) en el erotismo y la sexualidad?
Sin embargo, si el lector consigue llegar al capítulo 4 verá recompensados su esfuerzo y su aguante. Porque en buena medida a partir de aquí no diremos que se acaba pero sí que se atenúa mucho la cruzada antimachista y antipatriarcal que la autora nos ha ido endosando en las páginas anteriores. Zubiaurre parece que se olvida de los sermones y se dedica a lo suyo, a lo que debió ser objeto del libro desde el primer momento: a trazar un panorama lo más completo posible de esa sexualidad descarada y jubilosa que ha ido anunciando desde el comienzo. Resulta que la espera, aunque larga, ha merecido la pena. Ahora es el momento para gozar del libro. He utilizado el término “gozar” no por casualidad y sí con toda la intención, no solo por la amenidad del texto sino muy especialmente por el abanico de material gráfico que se reproduce a lo largo de los siguientes capítulos. Si, como se ha dicho en muchas ocasiones, el erotismo es cuestión de mirada, el erotómano encontrará sustento en cantidades masivas. Bien es verdad, para decirlo todo, que cantidad no es calidad, pese al parecido fonético, y que el mencionado despliegue gráfico da como resultado un panorama sicalíptico en el que los mejores ingredientes del erotismo -la sutileza, el ingenio o la insinuación- no constituyen precisamente los rasgos más destacados.
Las postales eróticas son en su mayor parte desnudos femeninos en posturas estereotipadas. Las llamadas novelas eróticas dejan poco resquicio a la imaginación. Me gustan las pollas largas, se titula una de 1930 y, en efecto, algunas de las ilustraciones que se reproducen en el libro nos permiten no ya suponer sino constatar las dimensiones de los mencionados gustos en cuestión. Cuando el hombre no da la talla la mujer necesitada se entrega a un equino –caballo o asno- que compensará lo forzado de ciertas posturas con la inobjetable generosidad del mencionado órgano. Recuérdese a este respecto que en alguna lámina del famosísimo volumen Los Borbones en pelota (que disfruta, por cierto, de varias reediciones actuales ) aparece Isabel II en plena faena con un burro en posición tan inverosímil como sexualmente explícita. La crítica anticlerical es también moneda corriente en estos pagos, con curas y monjas en pleno frenesí. Tampoco aquí se deja casi nada a la imaginación. Por otro lado, tríos, amores lésbicos o fetichismos diversos (como los de la bicicleta y la máquina de escribir) nos muestran que en esto del sexo, como en tantas otras cosas, no hay nada nuevo bajo el sol o está todo inventado desde hace mucho tiempo. La propia indumentaria erótica femenina –medias, velos, collares, transparencias, tacones- es casi la de nuestros días, con muy leves variantes. Ni qué decir tiene que, salvo pocas excepciones, el sujeto urdidor de las fantasías eróticas es el hombre mientras que la mujer es casi siempre objeto, bien objeto pasivo o bien desencadenadora (con su pose, su indumentaria o ausencia de ella) del deseo masculino.
El capítulo 8, “Sexo patriótico. Mantillas, cigarrillos y trasvestidos”, nos presenta un ambiente kitsch que aún no se ha perdido del todo y que incluso reaparece hoy en día con una pátina de modernidad (Almodóvar). Otros recursos están totalmente superados, como el del naturismo para amparar el desnudo: “El desnudismo científico triunfa en Cataluña” titula una revista, Pentalfa, de 1932. Aunque bien es cierto que la idea de una “sardana al desnudo” (imagen de la misma revista que se reproduce en la página 171) aún podría ser utilizada en las circunstancias actuales (desconozco, de hecho, si la propuesta se ha hecho realidad). El último capítulo analiza las “ficciones eróticas”, es decir, un campo -el de la narración, la novela popular- que conoció un desarrollo espectacular en la época. Eran historias amorosas que gozaron de amplia tirada y bajo coste. En cuanto a su tono, podían ir “desde el sensualismo más ñoño y descafeinado, hasta la pornografía más explícita y brutal” (p. 343). Algunos de sus autores se hicieron muy famosos. En esto, como en todo, hay narradores insustanciales (la mayoría) y algunos de un cierto nivel: los nombres de Felipe Trigo y Eduardo Zamacois pueden considerarse representativos de este segundo grupo. Aunque, como hemos dicho, hay para todos los gustos, un somero repaso a los títulos de esas novelitas resulta muy iluminador, tanto en lo que se refiere a su contenido como a la concepción del sexo y la mujer que albergaban los autores: Finita la perversa, Las impurezas de Pura, Cómo cayó Inocencia, Tinita la caprichosa, Lolita se pone nerviosa, Lilly y los plátanos…
El volumen de Zubiaurre termina con un breve epílogo que es también una especie de homenaje a todos aquellos que han aportado algo en el ámbito del erotismo o bien han contribuido al estudio del mismo. Y reitera finalmente los dos objetivos fundamentales de su trabajo: “rescatar ese tesoro perdido” y “dinamitar” la “imagen que todavía se tiene de la España de la llamada Edad de Plata, una España sombría y reconcentrada, la ‘España negra’ de los Gutiérrez Solanas y de los Unamunos” (p. 398). España verde frente a España negra. Como ya he señalado, desde mi punto de vista, el magnífico trabajo de Zubiaurre cumple de sobra su propósito de rescatar esa otra España frívola y hedonista. Otra cosa muy distinta es que esta última tenga la suficiente entidad como para eclipsar –no digamos ya “dinamitar”, como dice la autora- a esa otra imagen clásica de la España austera y angustiada del primer tramo del siglo XX. Y ello por dos grandes razones: la primera, porque en el debate público esta España ganaba por goleada a la nación festiva (y, podría añadirse, porque en la cruda realidad pocos, salvo una exigua minoría urbana acomodada, podía permitirse disfrutar de la fiesta). Segundo, porque los representantes tradicionales de la España seria nunca encontraron rivales de su talla en esa otra España voluptuosa. No hay un solo nombre de esta España verde que haya superado el paso del tiempo. Y no precisamente por ninguna conspiración de silencio. Bien está por tanto que hagamos un rato de voyeurs y nos riamos un poco. Pero sin más pretensiones.

Moscú, 1937

Terror y utopía. Moscú en 1937. Karl Schlögel. Traducción de José Aníbal Campo. El Acantilado, Barcelona, 2014. 1008 pp.

El Cultural, 30-1-2015.

http://www.elcultural.es/revista/letras/Terror-y-utopia-Moscu-en-1937/35876

En las escasas ocasiones en el año en las que el crítico tiene el privilegio de enfrentarse a un libro como este, siente el deber –pero también la satisfacción- de consignar desde la primera línea el reconocimiento y rendido tributo que se deben prestar a obras de estas características. Mil páginas de texto (de las cuales, cerca de 150 son de notas y bibliografía en letra pequeña) hablan bien a las claras de la ambición del trabajo del profesor Karl Schlögel (Allgäu, 1948), si nos fijamos en los aspectos cuantitativos. Más impresionante empero es la dimensión cualitativa de la obra, porque lo que el investigador alemán se propone hacer aquí es nada menos que un fresco panorámico y al tiempo pormenorizado de lo que era la capital soviética en el funesto año de 1937.
Recordemos para los menos versados en los acontecimientos históricos que la fecha citada se inscribe en la ejecutoria de la URSS con todos los merecimientos como un hito espectacular en su densa trayectoria de purgas internas, persecuciones, ajusticiamientos sumarios y horrores de toda clase y condición. 1937 es uno de los peores años del peor siglo de toda la historia rusa: es el momento en el que se desencadena uno de los más vastos movimientos de represión interna de la historia universal contemporánea. Dos millones de personas son detenidas, torturadas, encarceladas, represaliadas, deportadas o ejecutadas en una siniestra oleada de depuración que no dejó literalmente títere con cabeza. Tan siniestra como sistemática, bien planificada y llevada a término con un celo digno de mejor causa. Se instaló un estado de terror como nunca antes se había conocido en la historia.
No es que temblaran los opositores, los disidentes o los menos convencidos. Es que hasta los adictos e incluso los más fanáticos miembros del partido y la administración se hallaban en el punto de mira. Las razones de todo ello son lo más difícil de establecer porque un movimiento de esa naturaleza jamás podrá explicarse de modo totalmente satisfactorio. ¿La paranoia de Stalin? ¿La propia dinámica de un régimen que se había construido sobre el uso sistemático del terror y se sostenía gracias a él? Ni siquiera tras la lectura del libro de Schlögel podemos decir que haya una respuesta unívoca. El caso es que todos eran sospechosos. Todos eran culpables en potencia y el simple expediente de la visita policial los convertía en culpables en acto, es decir, en traidores a la causa del socialismo. Merecedores por ello mismo de la muerte, como reconocían los propios reos después de unos interrogatorios y unos procesos que asombraron al mundo entero.
El gran mérito del libro de Scholögel es que no se queda en la investigación y la documentación de esa gran oleada de terror. Su mirada es omnicomprensiva. Considera que para entender y explicar una monstruosidad de ese tipo no es posible quedarse en el hecho estricto de la represión sino encuadrarla en un marco mucho más amplio. Al fin y al cabo, Moscú, la ciudad que es el epicentro de ese terremoto sangriento, no es a esas alturas un lugar mísero, sombrío y destartalado sino todo lo contrario, una urbe moderna que vive una expansión sin precedentes, que se moderniza con rascacielos, el metro y nuevas comunicaciones, que tiene una intensa vida cultural y que se engalana hasta el punto de convertirse de puertas afueras en una de las ciudades más atractivas del mundo en ese momento histórico.
En esa ciudad aparentemente deslumbrante –mejor dicho, en la otra ciudad que se esconde tras ella, en sus mazmorras, pasadizos y cárceles secretas- es donde tienen lugar las sevicias, las delaciones, las confesiones falsas… Terror en estado puro. Pero, como dice el título del libro, terror y utopía. Simultáneos e imbricados. No es extraño por ello que el centro del terror, el lugar emblemático de Moscú, la Plaza Roja, sea a la vez “lugar de celebraciones y patíbulo”. También las sociedades pueden enloquecer, sugiere al fin Schlögel. “Y sin esa locura de toda una sociedad no habría existido el año 1937” (p. 517).
(Si hay reediciones, que alguien subsane por favor ese “De echo” que hiere la sensibilidad en la p. 853).