lunes, 26 de mayo de 2014

Cuadernos de guerra

Louis Barthas: Cuadernos de guerra [1914-1918]. Prólogo de Rémy Cazals. Traducción de Eduardo Berti. Páginas de Espuma, Madrid, 2014. 648 pp.

El Cultural, 23-5-2014, p. 20.
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/34723/Cuadernos_de_guerra_(1914%C2%961918)

Louis Barthas era un tonelero francés nacido en Homps, departamento de Aude, en la región de Languedoc-Rosellón. Tenía treinta y cinco años cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Fui movilizado, primero como parte del ejército de reserva y luego, cuando se produjeron las primeras bajas masivas, en la primera línea de combate. A comienzos de noviembre de 1914 ya estaba participando en la terrible guerra de trincheras y en otras encarnizadas operaciones bélicas. Pasó en esa situación tres años y medio, hasta abril de 1918, fecha en la que fue destinado a la retaguardia. Durante ese período tuvo ocasión de vivir, la mayor parte del tiempo como cabo, los combates más feroces de la Gran Guerra, como las batallas de Verdún y el Somme.
Hasta donde se ha dicho la experiencia de Barthas no fue muy distinta a la de cientos de miles de compatriotas, o incluso millones de europeos de su generación (y otras generaciones más jóvenes incluso), que vivieron, sufrieron y en muchísimos casos murieron en la más cruenta contienda que había conocido hasta entonces el Viejo Continente. Lo que tiene de especial el caso de Barthas es que durante todo el tiempo que estuvo en el frente consignó meticulosamente sus experiencias en unos cuadernos escolares que, luego, terminada la guerra, pasó a limpio con el mismo esmero. El resultado de todo ello son diecinueve cuadernos (nada menos que 1732 páginas manuscritas) que dan cuenta de las vicisitudes del soldado de a pie durante esos terribles años.
Como suele ser habitual en estos casos de personajes sin gran relevancia pública o profesional, el testimonio de Barthas permaneció metido en un cajón, prácticamente inédito, hasta que en 1978 el editor François Maspero, al que algunos amigos de la familia habían hecho llegar el manuscrito, decidió que merecía la pena su publicación. Su éxito fue inmediato y su impacto, más que notable. No puede decirse propiamente que se trate de una obra insólita porque disponemos de otros testimonios semejantes desde la perspectiva de uno y otro bando, pero el libro de Barthas destaca por su amplitud, precisión y minuciosidad. No se le puede pedir desde luego la calidad literaria de –pongamos por caso- un Jünger, cuyo Diario de guerra reseñamos en estas mismas páginas no hace mucho, pero el texto constituye un fresco impresionante de la penosa vida del combatiente, entre inmundicias, lodo, frío, hambre, sed, dolores y todo tipo de angustias y padecimientos, amén naturalmente de la muerte a mansalva que es la cotidianeidad del soldado.
A partir de lo consignado puede entenderse perfectamente que Barthas no sea neutral ni frío en su relato. Todo lo contrario. Su texto está imbuido de un profundo espíritu antimilitarista. Su oposición a la guerra –“la maldita guerra”- tiene un carácter absoluto. Pero no se trata de un rechazo genérico o abstracto, sino sustentado en su experiencia concreta de soldado que ve como se deciden unas ofensivas tan sangrientas como estériles, hasta el punto de que el escenario bélico se convierte simplemente en un inmenso matadero. A tono con ello, la obediencia de los soldados se sustenta no tanto en el respeto a sus superiores como en el terror inmisericorde que estos despliegan para que se cumplan las órdenes, por muy absurdas que sean.
El último cuaderno (el que hace el número diecinueve), significativamente titulado “el final de la pesadilla”, consigna el ansiado momento de la liberación: el 14 de febrero de 1919, “un sargento chupatintas” le extiende una hoja y le dice “queda usted libre”. La página final relata la emoción del hombre que ha estado tentando a la muerte durante más de cuatro años y vuelve a sentir los placeres menudos de la vida: “tras años de pesadillas, disfruto la felicidad de vivir (…) y siento una tierna alegría” con las cosas cotidianas. Simplemente… “sentarme en mi casa, a la mesa; echarme en mi cama para acechar el sueño (…); oír cómo la inofensiva lluvia golpea contra las baldosas; contemplar una noche estrellada, serena, silenciosa”…

miércoles, 14 de mayo de 2014

¡Viva la muerte! Lo macabro en la historia de España

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

Tempora Magazine. http://www.temporamagazine.com/viva-la-muerte-lo-macabro-en-la-historia-de-espana/

El tema de la muerte para un historiador –aquí y ahora- presenta tres grandes dificultades de características claramente diferenciadas. En primer lugar, por ir a lo más obvio, la relativa renuencia que la cuestión en sí genera en muchas personas, mero trasunto de la disposición dominante en la sociedad actual. Con razón se ha acuñado la expresión de “pornografía de la muerte” (Geoffrey Görer, The Pornography of Death), trazando así un revelador paralelismo entre ella y el sexo o, para ser más precisos, contraponiendo la distinta suerte que han corrido una y el otro en el ámbito público: mientras que las relaciones sexuales han salido de las catacumbas al ágora, el asunto de la muerte ha sufrido un proceso opuesto, pasando de ocupar un lugar preeminente en la reflexión humana y en la vida cotidiana a un rincón velado y hasta vergonzante, encomendada a unos fríos especialistas y recluida en recintos cada vez más asépticos. Por decirlo con claridad meridiana, mientras que el hombre de hace pocos siglos convivía de modo natural con la muerte, la sociedad actual la desplaza a los márgenes y, hasta donde es posible, la ignora.
En segundo término, la muerte es un tema complicado para el estudioso porque contiene tantos elementos y presenta tantas derivaciones que resulta tentador acudir a la gastada pero eficaz imagen del agua escurriéndose entre los dedos. Para no irme por las ramas, me ceñiré a un dictamen apuntalado por la experiencia y el prestigio. Quiero referirme, nada menos, que a uno de los grandes sabios en esta materia, el eminente historiador francés Philippe Ariès. En el prefacio de su magistral y ya clásica Historia de la muerte en Occidente, significativamente subtitulado “Historia de un libro que no se acaba nunca”, subraya el profesor Ariès las dificultades de su investigación (la “inmensidad de la tarea”), derivadas en gran medida de “la naturaleza metafísica de la muerte” y sus grandes líneas de fuga. En otras palabras, el estudio de la consideración de la muerte en la historia se abre al examen de las prácticas funerarias, los tipos de enterramientos, las características de los cementerios, las actitudes pías, las creencias religiosas, las ceremonias, la reutilización de las fosas, las cofradías, los testamentos y así un sinfín de factores o elementos que, paradójicamente, plantean, por decirlo con sus propias palabras, más cuestiones de las que resuelven y remiten a las más diversas fuentes, “literarias, arqueológicas, litúrgicas”.
En tercer lugar –y créanme que estoy tratando de ser sintético- pese a todo lo señalado, o como diría un malintencionado, precisamente por ello, estamos ante un campo no diré que sustancialmente desconocido (porque eso sería una exageración), pero sí con lagunas inmensas o con grandes zonas oscuras. Este punto requiere un cierto detenimiento. ¿Qué me dice usted?, pensarán muchos, ¿y qué hay de los Tenenti, Vovelle, Chaunu, el propio Ariès, por recordar ahora tan solo los nombres señeros? ¿Y en nuestro propio país? Aunque aquí no hayamos tenido un equivalente a los Annales, no han faltado contribuciones valiosas en parcelas específicas. En efecto, me apresuro a reconocer. Y no solo eso, sino que es de justicia resaltar algunas de ellas.
Así, en la década final del siglo pasado se publicaron libros tan interesantes como los de Javier Varela (La muerte del rey. El ceremonial funerario de la monarquía española, 1500-1885), F. Martínez Gil (Muerte y sociedad en la España de los Austrias) y M. García Fernández (Los castellanos y la muerte. Religiosidad y comportamientos colectivos en el Antiguo Régimen). Más recientemente, es decir, en los primeros años de nuestro siglo, se han multiplicado las contribuciones, con especial incidencia en la Edad Media (J. Aurell y J. Pavón: Ante la muerte. Actitudes, espacios y formas en la España medieval; J. Pavón Benito: Morir en la Edad Media. La muerte en la Navarra medieval); en el Barroco (J. C. Bermejo de la Cruz: Actitudes ante la muerte en el Ávila del siglo XVII; R. Novero Plaza: Mundo y trasmundo de la muerte. Los ámbitos y recintos funerarios del Barroco español) y, en menor medida, la época contemporánea (J. Casquete y R. Cruz, eds.: Políticas de la muerte. Usos y abusos del ritual fúnebre en la Europa del siglo XX). Y eso citando solo, como quien dice, a vuelapluma. ¿Entonces? ¿No desmiente ese aparente interés en el tema lo dicho hasta ahora?
Seré rotundo: no. En absoluto. Y diré más, aunque reconozco que entro así en una estimación que puede tildarse de parcial o subjetiva. Me atrevo a señalar que podría hasta cierto punto contraponerse el interés por la muerte en el arte (y en especial la pintura) y en otras vertientes del conocimiento (la antropología, la medicina, la psicología clínica, la filosofía, los mismos estudios religiosos y teológicos, hasta la propia literatura y los análisis literarios) con el relativo abandono que ha mostrado hacia ella la historiografía. Por lo menos, si me apuran, la historiografía académica, la tradicional, la más establecida. Evidentemente que hay, pese a ello, algunas obras notables que iluminan determinadas parcelas del asunto –como acabamos de reconocer-, pero no dejan de ser como fogonazos dispersos en un mar de oscuridad.

De la muerte a lo macabro

Llegados a este punto no tengo más remedio que acudir a la experiencia personal. Cuando me planteé hacer una obra de conjunto –podría decirse que algo así como un ensayo interpretativo- sobre la consideración de la muerte en la España contemporánea, el reto se convirtió al mismo tiempo en una limitación insalvable, porque uno y otra –el reto y la limitación- resultaron ser al cabo la misma cosa. Me explico: lo que para mí era el mayor atractivo del tema –el hecho de que fuera un territorio no virgen pero sí poco explorado- constituía inevitablemente un obstáculo descomunal para mis planes, porque pronto constaté que carecía de los necesarios estudios específicos que funcionaran como basamento de mi pretendida construcción. No se puede hacer una obra de síntesis cuando faltan en la medida adecuada los análisis sectoriales y las investigaciones concretas. Hablar de la muerte -en general- en esas condiciones podía trocarse fácilmente en algo tan vacuo como hablar de la vida, sin más: puras elucubraciones, disquisiciones en el vacío o, para decirlo con una expresión popular, poco más que palos de ciego.
De este modo, tras aproximadamente un año de tanteos y de concienzudo examen bibliográfico, fue perfilándose –como se perfilan estas cosas, entre el azar y la necesidad- una dimensión de la muerte que parecía especialmente propicia para mis propósitos, por resultar relativamente abarcable y por gozar de una relevancia incuestionable en nuestra historia: me refiero a la dimensión de lo macabro. Aun así, el objeto de estudio seguía presentando caracteres de excesiva amplitud. Poco a poco se fue perfilando una perspectiva aún más concreta, la utilización de lo macabro en la historia hispana como arma de control político al tiempo que ingrediente fundamental de nuestra cultura y de nuestra concepción del mundo. Por formularlo de un modo claro y expresivo, el objetivo final era el estudio de la “política y cultura de lo macabro”. El punto de partida, al ser un estudio de historia contemporánea, y muy señaladamente circunscrito al siglo XX, no podía ser otro que el grito necrófilo por excelencia (“¡Viva la muerte!”) y el acontecimiento que serviría de pórtico tampoco podía ser congruentemente otro que el famoso incidente de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936 protagonizado por el general Millán Astray y el rector de la misma, don Miguel de Unamuno.
A partir de ese punto puede decirse que, aunque no exactamente todo viniera dado, sí al menos resultaba más diáfano: el fundador de la Legión y el catedrático salmantino representaban, cada cual a su manera, dos modos de entender la muerte y lo macabro que iban a tener una larga estela a lo largo de la centuria. Por esquematizar –e, inevitablemente, simplificar- puede decirse que una de esas líneas es la glorificación de la muerte violenta en el combate, propia sobre todo de las ideologías fascistas, mientras que la otra es la incorporación de lo macabro en la visión del mundo, una característica que acompaña y acentúa el sesgo pesimista de la intelectualidad española, sobre todo a partir del 98. Aquí, sin embargo, aparecía un problema imprevisto, y no precisamente menor. Al examinar, por ejemplo, la producción filosófica de Unamuno, la dramática de Valle-Inclán o la pictórica de Gutiérrez Solana, saltaba a la vista que todos ellos se nutrían de una tradición que a todas luces tenía que explicitarse, porque la vertiente de genios o creadores de cada uno de ellos era también indisociable de la recreación –cada cual a su modo- de una determinada herencia cultural que venía de muchos siglos atrás.
Volviendo una vez más a Ariès, me acordé en esta encrucijada de una de las recomendaciones del maestro, la de abrirse al “tiempo largo” –varios siglos-, porque según él mismo experimentó, los posibles inconvenientes de esa perspectiva quedan sobradamente compensados con una comprensión más cabal de los procesos y las mentalidades. Aquí vino en mi auxilio Elena Núñez, que se encargó de una parte de la obra para la que yo no me consideraba convenientemente preparado: la relativa al Medievo, Barroco y Romanticismo.
No se trataba de hacer una historia lineal sino de efectuar tres calas en el pasado, en momentos simbólicos y en movimientos representativos, para entender mejor -como antes decía- la elaboración que se va a hacer en el siglo XX de unos temas necrófilos que habían marcado profundamente nuestra manera de ser y estar en el mundo: por acudir nuevamente a la mayor brevedad expositiva, las danzas de la muerte medievales, la vanitas barroca y la exacerbación sentimental romántica. Por eso la obra que nos propusimos no obedece una línea cronológica convencional sino que se inicia en el siglo XX y deambula por él hasta que se impone una mirada a un tiempo anterior, a esos tres momentos de la historia, para luego volver, ya con ese arsenal, a un análisis de la guerra civil y de nuestra historia más reciente desde una óptica que creemos convenientemente enriquecida.

Lo macabro en España: ¿hay una especificidad española?

A estas alturas, ustedes se habrán preguntado ya por lo que hay de macabro en la historia hispana. ¿Se distingue España por su propensión macabra, es decir, hay una cierta especificidad española en este sentido? Adelantamos ya nuestra conclusión y la expresamos sin ambages: decididamente no. Otros países, otras sociedades, otras culturas nos han superado y nos superan en ese ámbito. Aunque hay algunas constantes culturales a lo largo de los siglos, sería arriesgado proclamar que estas constituyen un entramado definido y claramente reconocible.
Rechazamos por tanto de modo terminante cualquier esencialismo, porque la metafísica poco o nada tiene que ver con la historia concreta. Ahora bien, del mismo modo tenemos que apresurarnos a fijar nuestra posición contraria al estereotipo opuesto: esa determinada tendencia de la marca España que insiste en un vitalismo unívoco como componente típico del carácter español; o ese tópico que aún perdura –y que incluso se ha potenciado en algunos aspectos- acerca de que este es solo el país del sol, de la alegría, la pasión, la juerga y las ganas de vivir. En definitiva, no suscribimos esa imagen excluyente de una España absolutamente contrapuesta a la muerte que se empeña en presentar una determinada propaganda.
O, mejor dicho, la admitimos solo como una de las diversas caras del país y de sus gentes. Para subrayar seguidamente que, junto a esa faceta, la historia y la cultura española se han distinguido también por todo lo contrario: por enfatizar los aspectos más negros de la existencia (este mundo, “valle de lágrimas”) y hasta solazarse en ellos; por una sostenida pulsión cainita que no solo se ha manifestado en las guerras civiles, sino en la persecución implacable del enemigo interior (los “malos españoles”); y por una fijación morbosa hacia el dolor, la crueldad, el tormento o la represión inmisericorde. Es verdad que en ninguno de estos aspectos España y la historia española son distintas de otras muchas naciones, probablemente la mayoría. Pero conviene no olvidar que, con más o menos razones, este país, el nuestro, sigue siendo identificado por millones de extranjeros como el país de las mazmorras de la Inquisición y de los Autos de fe; la potencia imperial dirigida por la mano de hierro de Felipe II y la saña ejecutora del Duque de Alba; y aún se sigue diciendo que los españoles no conciben la diversión y la fiesta sin derramar sangre, como se hace en la llamada “fiesta nacional”.
Como todo el mundo sabe, la concepción católica de la vida y la muerte ha marcado profunda e indeleblemente el devenir hispano. Aunque España no destacó en especial en las representaciones propiamente macabras –si entendemos por tales, aplicando el sentido etimológico, las danzas de la muerte y sus distintas variantes-, sí que siguió la tendencia general de la cristiandad en el sentido de popularizar las figuras de santos y mártires, que eran comúnmente representados en el momento culminante de sufrir todo tipo de crueldades en aras de la fe. Luego, la pintura del Siglo de Oro llevó ese encarnizamiento –la carne doliente hasta el paroxismo- a su expresión más depurada y conmovedora, hasta el punto de que ese sería uno de los rasgos del arte español que más llamaría la atención posterior de la mirada foránea.
Por otro lado, el espíritu contrarreformista y la sensibilidad barroca, de consuno, crearían el caldo de cultivo para que se potenciara una concepción tenebrista de la existencia. En el caso español a todo ello vino a sumarse el conjunto de reveses políticos y militares que marcaron el siglo XVII (el famoso asunto de la “decadencia”, cuestión objeto de controversia aún hoy), generando un peculiar estado de ánimo que llevó a preferir el sueño sobre la realidad (de Cervantes a Quevedo), a despreciar la vida mundana (de Zurbarán a Mañara), a plasmar los aspectos más deleznables de la materia (bodegones) o, en último término, a regodearse en la putrefacción de la carne (Valdés Leal).
Ese espíritu y ese ambiente se mantendrían a lo largo de todo el Antiguo Régimen. De ellos bebe otro genio, Francisco de Goya, que, a finales del siglo ilustrado (que en nuestro país fue bastante menos ilustrado de lo que suele decirse), halla en lo macabro la expresión última de un país que ha perdido la razón, sueña monstruos, devora a sus hijos, dirime sus diferencias a garrotazos y está poblado de seres espectrales (brujas, locos, sádicos, aquelarres diversos). Quizás por todo ello el romanticismo español se nos muestra marcadamente apesadumbrado, carece del espíritu positivo de un Goethe, del desgarro aventurero de un Byron, del impuso vital de un Víctor Hugo. El romanticismo español, ramplón y alicorto, piensa en el mejor de los casos en muertos y fantasmas (Espronceda, Bécquer), mientras que la mayoría de los autores pone buen cuidado en respetar convenciones y creencias arraigadas (el Tenorio de Zorrilla como paradigma).
España, un país triste, dice poco después Azorín, una nación que vive en la oscuridad (real y figurada) y solo quiere pensar en la muerte. El 98 añade, en efecto, un color aún más oscuro al cristal con el que artistas, literatos, políticos e intelectuales en general miran la realidad presente, pasada y futura de un país de eunucos (Joaquín Costa), sin pulso (Silvela), miserable (Zuloaga) o embrutecido (Baroja). Obsérvese que en todos los casos las caracterizaciones conducen más a la muerte que a la vida. La muerte por consunción, podría decirse, pero eso sería en el mejor de los casos.

Lo macabro y la guerra civil

Al mezclarse con la brutalidad, la pulsión necrófila desemboca en el escenario macabro. La muerte es el gran tema lorquiano, pero es una muerte indisociable de la represión, la violencia, la crueldad. Lo contrario, desde luego, de una muerte apacible. El mismo Lorca va a tener ocasión de comprobarlo en sus propias carnes. Denuncias anónimas, arrestos masivos, sacas, paseos, ley de fugas, fusilamientos al amanecer… No hay que olvidar la otra línea necrófila de la que hablamos antes, la de los vivas a la muerte y los mueras a la inteligencia. Al final, el fanatismo parece ser contagioso. A uno y otro lado del espectro político, constituidos en bandos irreconciliables, cientos de miles de españoles están empeñados en “limpiar” el país a base de liquidar a sus compatriotas. ¿Qué digo liquidar? Eso es un término demasiado aséptico para describir una realidad salvaje, sucia y mezquina. Una vez más, lo macabro se enseñorea del país. Ahora ya no es una metáfora, sino una sanguinaria realidad.
Cualquier guerra es un escenario apropiado para que se desplieguen los elementos macabros, pero indudablemente una guerra civil presenta siempre en este aspecto un plus mórbido y truculento, derivado del hecho de que el enemigo no es alguien ignoto, sino un vecino o hasta un familiar. La cercanía, paradójicamente, exacerba el odio, hasta el punto de que se desencadena una multitudinaria orgía de sangre. Matar no es suficiente, sabe a poco, no colma la sed de odio. En este escenario toman carta de naturaleza las sevicias, las torturas, el sadismo. Siguiendo el símil de la “limpieza”, no basta con cortar las malas hierbas: lo que se quiere es arrancar las raíces. Por eso se persigue al “otro” hasta más allá de él mismo, de manera que su descendencia o parentela sufren las mismas consecuencias. Dicho en plata, se asesina también a los hijos y familiares de aquel a quien se persigue. En ese delirio macabro la razón queda desplazada por el simple impulso visceral. Así, por ejemplo, no es raro que, después de derrotarle, se trate de humillar al vencido, a veces incluso del modo más delirante, hasta más allá de la muerte: de ahí la profanación de tumbas y, en su suprema expresión escatológica, la vejación suprema, el conocido insulto llevado a la realidad: ¡me cago en tus muertos!
No tiene nada de extraño que un acontecimiento como la guerra civil de 1936-39, más la posterior represión franquista –sobre todo en sus primeros lustros, los llamados “años de plomo”- condicione toda la historia española del siglo XX y tiña nuestra reciente trayectoria histórica de rojo y negro, es decir, de tanta sangre derramada y tantas fosas improvisadas a lo largo de los caminos. Y que todo ello afecte a la consideración de nosotros mismos y a nuestras perspectivas de futuro. Los años de posguerra quedan marcados por la conciencia de fracaso colectivo. Lo mejor de nuestras letras, en el exilio interior o exterior, expresan esa realidad de forma descarnada. Cela o Delibes, por poner ejemplos incontestables, se nos presentan obsesionados por la muerte. El tremendismo recoge la herencia de los Solana y Valle-Inclán –en el fondo, la España negra, una vez más- y la eleva a la máxima expresión. Mientras tanto, el régimen franquista -la España oficial- se empeña en conmemorar la muerte a su manera. Primero, en forma de homenaje a los caídos en cada rincón de la geografía española; segundo, como continuación de ese culto, mitificando al caído por antonomasia, José Antonio (cuyos restos son enterrados solemnemente en dos momentos distintos y en dos distintos lugares); por último, construyendo un mausoleo megalómano, el llamado Valle de los Caídos en Cuelgamuros, en la sierra de Guadarrama.
Las memorias de los que vivieron la guerra o sufrieron la atroz represión subsiguiente completan el panorama. Las experiencias son obviamente disímiles pero casi todas ellas dibujan un entramado de miseria física y moral. “Yo fui feliz en la guerra”, proclamaría provocativamente Chumy Chúmez. No hay que dejarse engañar por las apariencias: el mejor humor español se tiñe de negrura. Tenía también una ilustre tradición de referencia: la literatura picaresca. Hasta llega a ser en algunas ocasiones humor macabro, como si el español dictaminara que, ya que no puede vencer a la muerte, solo cabe la opción de burlarse de ella. Ese desaliento –en el fondo, conciencia de fracaso, término que se pone de moda en los análisis intelectuales- se mantiene hasta la muerte de Franco. Con los primeros pasos del nuevo régimen y la incorporación a la Europa democrática se produce por primera vez en mucho tiempo un cambio de óptica. Ello implica, por lo que a nosotros nos atañe, que lo macabro perderá protagonismo, tanto en su presencia objetiva como en el debate público. Una situación que se mantendrá hasta que los nietos de quienes hicieron la transición pidan cuentas por los pactos suscritos en su momento y reclamen una nueva rendición de cuentas por el pasado: la apertura de las fosas de la guerra civil en nombre de la memoria histórica. Los muertos vuelven así al primer plano de la actualidad y la controversia política.
Este rápido recorrido por nuestro pasado pone de relieve de modo incuestionable el poderoso papel que ha desempeñado lo macabro en nuestra trayectoria histórica a lo largo de varios siglos. Tanto en el arte como en la literatura, en la religión y el ensayo, en el humor y en la vida cotidiana, en la praxis política y en los referentes culturales en sentido amplio, la muerte, lejos de aparecer como el fin de la vida y ser por tanto aceptada con naturalidad, se ha presentado revestida de los más negros ropajes, poseedora de las más taimadas artes, brutal, feroz, inhumana. Como corolario de esas premisas, el mensaje reiterado –casi siempre más explícito que implícito- era congruentemente el del terror a la muerte, porque la muerte rara vez era apacible o confortaba al ser humano. Muerte violenta, muerte inesperada, muerte atroz, muerte en la flor de la edad, muerte a mansalva, muerte con insoportables sufrimientos, muerte en pecado, muerte lenta, muerte repulsiva…, todas las modalidades de una muerte torva se dan cita para configurar lo macabro. Como el hombre es un animal paradójico aun así o, mejor dicho, precisamente por ello, se recrea en el grito necrófilo: “¡Viva la muerte!”.

Algunas referencias bibliográficas
Ariès, Philippe: El hombre ante la muerte, Taurus, Madrid, 1992.
Ariès, Philippe: Historia de la muerte en Occidente: desde la Edad Media hasta nuestros días, El Acantilado, Barcelona, 2000.
Ges, Carlos: La Hermana muerte: florilegio de macabrerías a través del humorismo español, Sociedad Castellonense de Cultura, Castellón de la Plana 1953.
Núñez Florencio, Rafael y Núñez González, Elena: ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro, Marcial Pons, Madrid, 2014.
Redondo, Augustin, ed. de: La peur de la mort en Espagne au siècle d'Or. Littérature et iconographie, Publications de la Sorbonne-Presses de la Sorbonne Nouvelle, París, 1993.

El telón de acero


El telón de acero. La destrucción de Europa del Este, 1944-1956. Anne Applebaum. Traducción de Silvia Pons Pradilla. Debate, Barcelona, 2014. 704 pp.

El Cultural, 9-5-2014, p. 22.
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/34625/El_telon_de_acero_La_destruccion_de_Europa_del_Este_1944%C2%961956

Los lectores interesados en la historia política del s. XX recordarán probablemente Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos, el anterior gran libro de Anne Applebaum (Washington D.C., 1964), una obra monumental que yo mismo tuve ocasión de reseñar en estas páginas, que ganó el Pulitzer de no ficción en 2003 y que fue pronto traducido al español y publicado en la misma editorial (Debate, 2004) que ahora nos presenta El telón de acero. Diez años después la ambición y la minuciosidad investigadoras de la periodista norteamericana se mantienen en este nuevo reto, un fresco impresionante de lo que fue la vida cotidiana, económica, cultural y sobre todo política del este europeo bajo el yugo soviético. No obstante, conviene precisar a este respecto que su investigación tiene una estricta delimitación cronológica (desde los estertores de la guerra al año 56) y, aún más importante, que se centra solo en tres países (Polonia, Hungría y República Democrática Alemana), dejando el resto de las naciones de la zona en un discreto segundo plano.
Aun con esas especificaciones, estamos ante un esfuerzo colosal, que implica el dominio de varias lenguas, un gran conocimiento del contexto a varios niveles, un rastreo por innumerables archivos y una habilidad incuestionable para orientarse entre fuentes variopintas y una documentación abrumadora (solo las notas y bibliografía ocupan unas cien páginas del volumen). Pero que no se espante el simple interesado: el tono y el lenguaje de Applebaum siguen siendo lo mismo de cercanos, atractivos y diáfanos que en trabajos anteriores. En una palabra, consigue transformar la complejidad y hasta la posible aridez de una excelente monografía en el formato de la más trepidante crónica periodística.
El propósito fundamental de Applebaum es estudiar cómo se implanta en la práctica un sistema totalitario, cómo afecta a millones de personas y cómo la gente se adapta, subsiste o se rebela ante esa imposición. Ese objetivo se complementa con el examen de la destrucción premeditada de la sociedad civil y los diversos fenómenos que acompañan el proceso, desde la educación a las manifestaciones artísticas, pasando naturalmente por las formas de control de la población. Este punto, obviamente determinante para la supervivencia de los regímenes tutelados por Moscú, incluye a su vez la más variada gama de recursos, desde los burdos y brutales (ejecuciones, encarcelamientos, trabajos forzados) hasta los persuasivos (propaganda en prensa y radio). Todo ello conforma un panorama complejo de violencia, represión, silencio y miedo que marcaría de modo indeleble y uniforme, pese a la variedad de origen, a los diversos países que quedaron tras el telón de acero.
Con ser penosas las condiciones de vida –y hasta durísimas en algunos momentos o para algunas minorías-, Applebaum subraya en diversas ocasiones que lo peor fue tener que convivir con la mendacidad impuesta de forma permanente desde el poder: por decirlo con las sentenciosas palabras de uno de los más famosos disidentes, el checo Václav Havel, la obligación de “vivir en la mentira”. Lo que importaba no era tanto creer o no en la teoría como “repetirla como un ritual”. Bien es verdad por otro lado que el totalitarismo, con su voluntad desenfrenada e insaciable de controlarlo todo, tenía en sus propias entrañas las semillas de su destrucción, porque cualquier manifestación de vitalidad social, incluso la más nimia, terminaba convirtiéndose en una forma de protesta en potencia. El totalitarismo nunca funcionó, nunca cumplió los objetivos que él mismo se proponía. Se menciona en este punto un dato revelador –y curioso para el lector español- como es la comparación entre el PNB de Polonia y España entre 1950 y 1988, con un progreso apabullante de la segunda sobre la primera. Sin embargo, lo que sí consiguieron estos regímenes fue causar un daño inmenso a la sociedad civil. Según Applebaum se pone así de manifiesto cómo una minoría decidida, si cuenta con fuerza y recursos, puede destruir la libertad y las instituciones de forma duradera. Por eso, desde una perspectiva más distanciada, la autora considera que la historia de la estalinización muestra “lo frágil que puede llegar a ser la civilización”.

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO