miércoles, 19 de marzo de 2014

La aventura comunista de Jorge Semprún

La aventura comunista de Jorge Semprún. Exilio, clandestinidad y ruptura. Felipe Nieto. XXVI Premio Comillas. Tusquets Historia, Barcelona, 2014. 632 pp.
El Cultural, 7-3-2014, p. 21.
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/34272/La_aventura_comunista_de_Jorge_Semprun_Exilio_clandestinidad_y_ruptura

Jorge Semprún (Madrid, 1923-París, 2011) es, sin lugar a dudas, uno de los políticos e intelectuales más atractivos de nuestro siglo XX y lo raro era precisamente que a estas alturas no existiera una biografía bien documentada que hiciera justicia a su papel en la vida política española –la clandestina, primero; la institucional, después- a lo largo de varias décadas del siglo pasado. Ese hueco es el que viene a llenar la completísima biografía escrita por el historiador Felipe Nieto (Santander, 1948), ganadora con todo merecimiento del “XXVI Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias”.
La obra de Nieto es una excelente y minuciosa crónica que tiene como punto de partida la tesis doctoral del autor, presentada en el relativamente lejano año de 2007. Consigno el dato para poner de relieve que las investigaciones conducentes a la elaboración de este libro tuvieron lugar cuando Semprún aún vivía y, de hecho, como se encarga de hacer explícito el propio biógrafo en las páginas iniciales, una parte de la información que aquí se utiliza procede de las largas conversaciones que en su momento mantuvieron los dos protagonistas. No es menos cierto, y eso conviene subrayarlo, que este volumen delata también un exhaustivo rastreo por diversos archivos, un uso intensivo de la prensa del período y un impresionante acopio bibliográfico, dando al conjunto una incontestable solidez documental.
Desde el punto de vista del contenido es importante subrayar que esta no es una biografía completa de Jorge Semprún. Como apunta el subtítulo, trata del “exilio, clandestinidad y ruptura” (obviamente, este último concepto se refiere a su apartamiento del Partido Comunista de España). Si lo traducimos en términos cronológicos, estaríamos hablando de las tres décadas escasas -25 años, si queremos ser exactos- que median desde el final de la guerra civil a la mencionada “ruptura” que, en realidad, fue más bien expulsión del PC en 1964. Es verdad que Nieto hace alusiones anteriores y posteriores a las fechas citadas, pero no dejan de ser simples pinceladas para encuadrar al personaje o su circunstancia.
¿Qué imagen ofrece el libro de esta controvertida figura? Digamos ya que una imagen resueltamente positiva. Desde mi punto de vista, Semprún fue por encima de todo un personaje del siglo XX, con las limitaciones y grandeza derivadas de los trágicos acontecimientos que le tocó vivir. Miembro de una ilustre y acomodada familia madrileña –como es sobradamente conocido, varios miembros de la familia Semprún-Maura desempeñaron puestos relevantes en la política española, tanto bajo Alfonso XIII como durante la República-, un Semprún apenas adolescente tiene que huir junto a sus allegados al exilio al desatarse la guerra civil española.
Su militancia política en la Resistencia contra la ocupación nazi le conduce a vivir una de las experiencias más atroces del momento histórico, el internamiento en el campo de concentración de Buchenwald. Una experiencia que, como el mismo Semprún consignaría muchas veces, le marcará para siempre y que se reflejará en múltiples ocasiones en su obra política y literaria. Aunque ya se había afiliado al PC, el espantoso episodio robusteció su determinación de luchar contra el fascismo y las dictaduras en general –empezando, claro, por la del general Franco- desde las filas del partido comunista, obviando naturalmente que la tutela de Moscú no significaba precisamente garantía de democracia.
Convertido en Federico Sánchez, Semprún entra clandestinamente en España en 1953 con la misión de organizar la resistencia interior al régimen franquista. Durante casi diez años se jugó la vida con la policía política pisándole los talones. Miembro de la dirección del PCE, las discrepancias con el máximo líder -Santiago Carrillo- con respecto a la línea política determinaron su fulminante expulsión, junto con Fernando Claudín. Hasta aquí llega la biografía de Nieto en el volumen que nos ocupa. Ese momento marca indudablemente, como aquí se dice, el fin de una etapa de su vida. A partir de 1965, Semprún se volcará más en tareas literarias e intelectuales, sin abandonar del todo su vocación política. Comenzaba así “una nueva aventura”. Pero esa es también otra historia.

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

lunes, 17 de marzo de 2014

"Venceréis pero no convenceréis"

LAS ARMAS CONTRA LAS LETRAS
MITO Y VERDAD DE UN CHOQUE ÉPICO: UNAMUNO/MILLÁN ASTRAY
(SALAMANCA, 1936)

Publicado con el título de “Venceréis pero no convenceréis”, La Aventura de la Historia, nº 184, febrero 2014, pp. 35-39.

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO*


En agosto de 1936, Salamanca era una ciudad en ebullición. La cara risueña la representaba una parte de la población, la que se felicitaba de haber sido liberada de las “hordas rojas”. El reverso la constituía “la ciudad de las palizas y las torturas”. Muchas personas vivían con la angustia de ser conducidas en cualquier momento a los suburbios y fusiladas en las cunetas o contra las tapias. En la bella urbe castellana no había “guerra de trincheras y bayoneta calada”, confesaba un testigo, sino algo mucho peor, porque “se oculta en el cinismo de una paz en estado de guerra”: se cachea a la gente, no cesan los “paseos”, hay vejaciones públicas, trabajos forzados y desapariciones. Las cárceles están a rebosar. Y “aplicaciones diarias de la ley de fugas para justificar ciertos asesinatos”. Es la paz del terror. Una “salvaje pesadilla”. Un “cementerio al aire libre” donde solo sobreviven las alimañas, “alimentándose de los restos de seres humanos que van dejando las balas por los campos y ciudades”.
El testigo en cuestión era don Miguel de Unamuno y sabía bien de lo que hablaba. Estaba viendo cómo sus amigos eran fusilados uno tras otro por el imperdonable delito de no compartir las ideas de los sublevados: el profesor Prieto Carrasco, antiguo alcalde de la ciudad, con quien el propio Unamuno había proclamado la República desde el balcón del Ayuntamiento; José Andrés Manso, presidente de la Federación Obrera, que tantas veces le había invitado a hablar en la Casa del Pueblo; Salvador Vila, rector de la universidad granadina y alumno predilecto. Filiberto Villalobos, ministro republicano de Instrucción Pública, también había sido condenado a muerte. Era imposible cerrar los ojos a la realidad: la represión se desataba furibunda y se extendía ciega, no ya contra radicales y extremistas, sino contra todo disidente o cualquier republicano, aunque fuera de ideas moderadas.
Pasó el verano y llegaron los primeros fríos del otoño, pero ni pasó la crudeza de la represión ni cesaron los ajustes de cuentas. Al contrario, la violencia se estableció como un nuevo estado de cosas, hasta cierto punto rutinario. Como personaje prominente de la ciudad, Unamuno recibía peticiones desesperadas de familiares para que intercediera por los arrestados, muchos de ellos amigos o conocidos suyos. Entre estos mensajes está el de Enriqueta Carbonell, esposa del pastor de la Iglesia Reformada don Atilano Coco Martín, encarcelado como protestante y masón. Según diversas fuentes, don Miguel llevaba en el bolsillo la carta de esta mujer el día en que se celebraba de modo solemne la festividad del 12 de octubre, Día de la Raza, quizás para interceder ante la esposa del Generalísimo, que asistía a la ceremonia del Paraninfo de la Universidad salmantina.
Antes se ha celebrado un majestuoso acto político-religioso en la Catedral, pero don Miguel no ha estado presente. En cambio, le toca presidir el evento universitario, junto a las fuerzas vivas de la ciudad, civiles, militares, eclesiásticas y universitarias. Están también presentes el general Millán Astray y sus legionarios y doña Carmen Polo de Franco. Abre el acto Unamuno y da la palabra a los conferenciantes, sin que esté previsto que él mismo intervenga más allá del cometido moderador. Parece ser que antes ha dicho de forma privada que prefiere no hablar para que no se le desate la lengua. Los que hablan son los notables previstos, el catedrático de Historia Ramos Loscertales, el dominico Beltrán de Heredia, el catedrático de Literatura Maldonado de Guevara y finalmente José María Pemán. El tema central es la exaltación nacional, el Imperio, la raza y la Cruzada, con críticas y amenazas a todos los que no comulgan con esos ideales, anatematizados de manera apocalíptica como la anti-España.
Algunas de esas alusiones, en particular las dirigidas contra vascos y catalanes, soliviantan al vasco Unamuno. Se le ve nervioso garabateando conceptos y frases en un papel. Se ha conservado ese documento y en él pueden leerse, entre otras palabras, “guerra internacional”, “occidental cristiana”, “independencia”, “vencer y convencer”, “odio y compasión”, “lucha, unidad”, “catalanes y vascos”. Suficiente para que pueda reconstruirse el fondo y sentido de la intervención improvisada del viejo rector, aunque los términos y frases concretas difieren según los distintos testigos, cronistas e historiadores. El discurso pudo pronunciarse en estos términos:
“Ya sé que estáis esperando mis palabras, porque me conocéis bien y sabéis que no soy capaz de permanecer en silencio ante lo que se está diciendo. Callar, a veces, significa asentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Había dicho que no quería hablar, porque me conozco. Pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo.
Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana. Yo mismo lo he hecho otras veces. Pero esta, la nuestra, es solo una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer, y hay que convencer sobre todo. Pero no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión, ese odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva (mas no de inquisición).
Se ha hablado de catalanes y vascos, llamándoles la anti-España. Pues bien, por la misma razón ellos pueden decir otro tanto. Y aquí está el señor obispo, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer. Y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española que no sabéis. Ese sí es Imperio, el de la lengua española y no...”
A estas alturas se había formado tal desconcierto que la algarabía cortó la alocución del veterano orador. Se atribuye la mayor explosión de cólera al general Millán Astray que, sentado en un extremo de la presidencia, habría golpeado con su única mano la mesa y, puesto en pie, habría gritado interrumpiendo a don Miguel “¿puedo hablar?, ¿puedo hablar?”. No hay acuerdo en si finalmente el militar intervino y si fue en ese momento cuando pronunció las célebres frases de “¡Mueran los intelectuales!”, “¡Viva la muerte!”. Se atribuye a Unamuno una segunda parte de su discurso -en realidad la continuación del mismo tras la brusca interrupción- que constituiría en su esencia la respuesta intelectual a la exclamación necrófila (véase recuadro). En ese parlamento el rector pronunció presuntamente el célebre “Venceréis pero no convenceréis” dirigido a los militares rebeldes.
En aquel contexto era como una bomba. Cualquiera que no hubiera tenido el prestigio de Unamuno no habría salido indemne de aquel escenario. Mal que bien, don Miguel pudo salir por su propio pie, protegido al parecer entre otros por la propia doña Carmen Polo, que le ofreció el brazo. Entre insultos y abucheos logró tomar un automóvil que le llevó a su casa de la calle Bordadores. A partir de entonces Unamuno será un exiliado interior en su ciudad de adopción. Insultado, marginado, repudiado por todos y en especial por las fuerzas vivas de la ciudad, vivirá los escasos tres meses que le quedan de vida recluido en su casa, cada vez más solo, incomprendido y amargado que nunca. Murió el último día de ese año de 1936. Según ponen de relieve sus últimas notas, escritas pocos días antes del fallecimiento, seguía obsesionado por el grito necrófilo. Muere Unamuno pensando que, en efecto, en su país ha triunfado la muerte.
El enfrentamiento entre el catedrático y el general presenta todos los elementos para la mitificación: nada menos que la confrontación entre la vida y la muerte, la razón y la fuerza, el intelectual y el militar, las letras y las armas. Un duelo de connotaciones metafísicas para algunos autores. Algunos historiadores han calificado las palabras de Unamuno como “el más noble discurso pronunciado en la Guerra Civil española”. En Las armas y las letras, Andrés Trapiello escribe: “Cuánta grandeza en las palabras de Unamuno, cuánta dignidad en su acto, qué ilimitado coraje quijotesco. Nadie, durante la guerra, ni en las trincheras del frente ni en la retaguardia, estuvo tan cerca de la muerte ni la desafió con más arrestos”.
Como suele suceder, la realidad difiere del mito como la práctica de la teoría y la vida misma de sus idealizaciones. Durante la agitada segunda mitad de 1936 (su último semestre de vida), Unamuno distó mucho de representar una posición pública decidida contra la barbarie que se enseñoreaba del país. Ni siquiera una actitud de coherencia personal e ideológica frente a los dramáticos acontecimientos. Del mismo modo que en 1931 don Miguel proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento de Salamanca, fue también el viejo rector, ya profundamente desencantado con el rumbo que había tomado el régimen republicano, uno de los primeros que en la misma ciudad saludó la sublevación franquista como el golpe que salvaría España.
El 19 de julio felicitaba a la tropa sublevada, pidiéndole la pronta captura de Azaña. A los siete días aceptó una concejalía en el nuevo Ayuntamiento. El 8 de agosto hizo pública una carta a un socialista belga identificándose con el ideario del golpe militar. Desde Madrid, el 23 de agosto, el gobierno republicano le desposeía de su rectorado vitalicio. El 1 de septiembre el presidente de la Junta de Defensa, general Cabanellas, le restituía en los cargos académicos de los que había sido desposeído. Unamuno pasó a presidir la Comisión Depuradora de profesores y maestros. Veintiséis días después firmaba con el claustro en pleno un mensaje de la Universidad en defensa de la rebelión. No puede ser más sintomático en definitiva que el viejo rector presidiera el acto del 12 de octubre en representación del propio Franco.
La posición de Unamuno, aun después del incidente, siguió siendo ambigua y desconcertante. Al escritor griego Nikos Kazantzakis, con quien se entrevistó pocos días después del percance del Paraninfo, le dijo que seguía de parte de los militares. Las múltiples declaraciones que hizo en esas semanas finales de vida a periodistas nacionales y extranjeros, admiradores y diversas personalidades, no permiten trazar un balance claro de cuál era su posición. Distanciado -en el mejor de los casos- del terror franquista, ello no le acercó a la otra España, dado el rechazo que tenía a las “hordas marxistas” y la aprensión a un terror de signo contrario. Unamuno había llegado a elogiar al general Mola, que representaba la solución expeditiva –la razón de la fuerza- que un intelectual más podía rechazar. Pero no era menos curiosa su actitud contemporizadora con Franco, al que consideraba un jefe moderado y civilizado, buena persona y, en todo caso, un hombre mal aconsejado, ignorante por ello de las barbaridades que se estaban desatando en el movimiento salvador.
Ante una toma de posición pública tan contundente, sus dudas, remordimientos y contradicciones, casi siempre expresadas en privado, en conversaciones, cartas y manuscritos íntimos, tienen que quedar por fuerza en segundo plano. Tenía miedo, claro está, quería creerse a toda costa que la sublevación era el movimiento salvador que España necesitaba para enderezar el rumbo, le cegaba su odio a la deriva republicana, era presa de sus contradicciones y de su propio temperamento exaltado... En definitiva, sin juzgarle ni poner en duda sus buenas intenciones, ni sus discretas gestiones a favor de los detenidos o su horror sincero ante tanta sangre derramada, lo cierto es que su figura quedaba fuertemente vinculada a la causa nacional.
La aproximación más ajustada a la terrible realidad de aquellos días y al modo en que la vivió Unamuno, nos da el retrato de un hombre físicamente decrépito e intelectualmente desconcertado, un anciano que se exaspera pero que se ve impotente, que quiere rebelarse pero no sabe bien contra qué o quiénes. Un Unamuno más agónico que nunca, sumido en una agonía espiritual que es el preludio de su agonía física. “No veo ninguna salida, y no solo para España, casi toda Europa ha enloquecido”, le dice al polaco R. Fajans en una entrevista de noviembre de 1936.
Frente a la simplificación mítica –Unamuno como Quijote o héroe solitario-, la realidad fue más compleja y contradictoria. Unamuno tuvo el mérito innegable de alzar su voz en un momento dado, un arrebato que le honra para la posteridad, un acto de coraje y valentía al alcance de muy pocos en aquel dificilísimo trance. Pero, como dice uno de los mejores conocedores de aquellas coordenadas históricas, Luciano G. Egido, debe señalarse igualmente que “su ceguera y su soberbia le impidieron ver la realidad” y que su carácter hipercrítico e “imprudentemente levantisco” le llevó a una encrucijada dramática.
Con todo, es preciso reconocer que la imagen de aquel viejo profesor, levantándose solo y digno entre tantas armas y tanto fanatismo, desarrollando con convicción suprema la única fuerza de la palabra, es un símbolo demasiado bello y rotundo para que lo podamos arrumbar sin más. Merece la pena creer en aquel Unamuno y en aquel bello gesto, aunque sea a costa de dejar en un segundo plano todo lo demás.

RETRATO DE MILLÁN ASTRAY
El fundador de la Legión española, el general don José Millán Astray, jefe bárbaro y fantoche cruel para sus críticos, militar ejemplar y héroe de guerra para sus seguidores, presentaba una fisonomía inconfundible: tuerto y manco, mutilado de alma y cuerpo, en muchos aspectos un cadáver viviente, como esos esqueletos burlones de las danzas de la muerte. Así le describe un historiador (Carlos Rojas):
“Tuerto como Polifemo, diríase de espiritado su ojo izquierdo, por lo muy abierto y renegrido. Debajo del párpado le cruza el pómulo un terrible costurón. El otro ojo no es sino una cuenca hueca y oculta con un parche negro (...) Unos puntiagudos colmillos y unos incisivos mellados y amarillentos, perdidos en su oscura sonrisa y entre dos grandes orejas de perdiguero, le dan un aspecto entre goyesco y solanesco”.
Un biógrafo muy próximo a su figura (Luis Togores) lo caracteriza en estos términos: “Su imagen, de uniforme, tuerto y manco, con el pecho repleto de condecoraciones, la mira fría de su único ojo, como perdida, y la tez cetrina y cadavérica, resultaba la misma imagen de la muerte en combate, la imagen subyugante de la guerra”.

EL DISCURSO DE UNAMUNO
“Acabo de oír el grito de ¡Viva la muerte! Esto suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado toda mi vida creando paradojas que enojaban a los que no las comprendían, he de deciros como autoridad en la materia que esa paradoja me parece ridícula y repelente. De forma excesiva y tortuosa ha sido proclamada en homenaje al último orador, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán Astray es un inválido de guerra. No es preciso decirlo en un tono más bajo. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no se tocan ni nos sirven de norma. Por desgracia hoy tenemos demasiados inválidos en España y pronto habrá más si Dios no nos ayuda.
Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología a las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes se sentirá aliviado al ver cómo aumentan los mutilados a su alrededor. El general Millán Astray no es un espíritu selecto: quiere crear una España nueva, a su propia imagen. Por ello lo que desea es ver una España mutilada, como ha dado a entender.
¡Este es el templo de la inteligencia y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su recinto sagrado. Diga lo que diga el proverbio, yo siempre he sido un profeta en mi propio país. Venceréis pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho. Me parece inútil pediros que penséis en España”.

*Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Autor, junto con Elena Núñez González, de ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014). Este artículo es una adaptación de las primeras páginas de esa obra de inminente aparición.

jueves, 13 de marzo de 2014

¿Sirve la historia para algo?

¿SIRVE LA HISTORIA PARA ALGO?
Miguel-Anxo Murado: La invención del pasado. Verdad y ficción en la historia de España. Debate, Madrid, 2013. 234 pp.
RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO
Publicado en Revista de Libros, 28/02/2014 http://www.revistadelibros.com/vitrinas/sirve-la-historia-para-algo
No ya solo el historiador o el profesional de las ciencias sociales, sino cualquier persona mínimamente culta sabe que lo que llamamos “pasado” no es algo como un yacimiento -estático, inmutable, objetivo, a disposición de quien quiera trabajarlo- sino todo lo contrario: algo “líquido”, podría decir Bauman, algo “mistificado” y “legendario”, dijo en su momento Caro Baroja , o simplemente algo “inventado” como establecieron Hobsbawm y otros grandes historiadores hace varias décadas en un conjunto de obras que tuvieron una influencia inmensa sobre legiones de historiadores de los más diversos países. En una de esas reconocidas obras, precisamente la que lleva en su portada la acuñación que luego ha sido repetida ad nauseam y utilizada en los más variopintos contextos -“la invención de la tradición”-, podemos leer ya en el mismo preámbulo un alegato demoledor contra las visiones simplistas, complacientes o interesadas del pasado: “Nada parece más antiguo y relacionado con un pasado inmemorial que la pompa que rodea a la monarquía británica en sus manifestaciones ceremoniales públicas. Sin embargo (…) tal boato es un producto de finales del siglo XIX y del siglo XX. Las “tradiciones” que parecen o reclaman ser antiguas son a menudo bastante recientes en su origen, y a veces inventadas” .
Entre todas las corrientes políticas o ideológicas contemporáneas, el nacionalismo en sus múltiples manifestaciones y variantes se ha destacado en especial por mirar al pasado con ansias abiertamente instrumentales –obviamente legitimadoras-. No es extraño por ello que los estudios críticos o simplemente distanciados del mismo hayan tenido que hacer especial hincapié en desvelar esa manipulación más o menos grosera de la historia que suele acompañar como una sombra a casi todas las reivindicaciones y proclamas nacionalistas. Prácticamente casi todos los grandes analistas del fenómeno, desde el propio Hobsbawm a Trevor-Roper, pasando por Kedourie, Gellner, Anderson, Linz, Connor, Jusdanis o Anthony Smith (por citar solo un ramillete de nombres entre los más conocidos) se han planteado el reto de desbrozar un terreno plagado de minas en forma de tergiversaciones, invenciones, imposturas o puras y simples mentiras.
En el ámbito español, quien más y mejor ha teorizado sobre todo el proceso de fantasías, adulteraciones y falsedades que es inherente a la construcción nacionalista de un pasado quimérico ha sido José Álvarez Junco, que empezó aplicando el concepto de “invención” al mito fundacional del nacionalismo español, la “guerra de la Independencia” y, tras una serie de análisis sectoriales en esa misma línea, desembocó en esa obra magna e insoslayable para cualquier aproximación al tema que es Mater dolorosa . La dinámica centrífuga que ha caracterizado cada vez más descaradamente la descentralización política española ha generado un característico “narcisismo de la diferencia” en las llamadas “comunidades autónomas” –comunidades que en muchos casos nunca han ocultado su aspiración al estatuto de “nación”- y ello a su vez ha desembocado, como era previsible, en una construcción de un pasado ad hoc que aspira a justificar las aspiraciones concretas del presente, a la vez que se utiliza de trampolín para la consecución de los objetivos del porvenir. No es de extrañar, por tanto, que dicho proceso político haya provocado en el ámbito intelectual una serie de estudios que tratan de desenmascarar la “invención de la tradición”… vasca, catalana, gallega, cántabra, andaluza…
Si me he demorado más de lo habitual en ese preámbulo, no es por capricho o casualidad, sino para señalar que, en contra de lo que parece sugerir Murado desde las primeras páginas, no estamos ni mucho menos ante un terreno inexplorado, sino más bien todo lo contrario. Una impresión de audacia desmitificadora, la que se recibe al abrir este libro, que se suma a la que el lector ya ha podido adquirir al leer en la contraportada que “utilizando la historia de España como ejemplo”, el autor nos mostrará “de manera sorprendente” que el pasado no es más que “un relato lleno de lagunas y hechos mal conocidos, sospechosos o claramente inventados”. Ni una sola referencia explícita a que, lejos de provocar sorpresa –como no sea en el que ignora la copiosa bibliografía en este campo de al menos las cuatro o cinco últimas décadas- este libro se viene a sumar en todo caso a una larga estela de obras críticas ante la tradición, la historia o el pasado escritas, eso sí, desde la propia historiografía . La cuestión no es accesoria, sino más relevante de lo que en principio puede parecer, por lo que pronto se verá.
Esta obra se dirige, como se explicita desde el capítulo primero, contra la interpretación tradicional de la historia de España, representada, o aún mejor, encarnada por ese venerable sabio de noventa años, don Ramón Menéndez Pidal, que ya en la misma fotografía de la portada recibe de manos de Charlton Heston -¡ay, perdón, quise decir del Cid Campeador!- la espada legendaria, la famosa Tizona, con la que aterrorizaba a los musulmanes invasores de la Península. En esa foto, en ese acto, no solo se simboliza sino que se compendia toda la mistificación del pasado que Murado quiere denunciar. Todo es impostado, no solo porque el atrezzo sea de cartón-piedra (recordemos que la escena en cuestión es una de las ceremonias que arropa el rodaje de El Cid en la España de 1960), sino porque las propias referencias históricas han sido fantaseadas, cuando no lisa y llanamente falsificadas, como se desmenuza en las páginas siguientes. No es ya solo que la leyenda de Rodrigo Díaz de Vivar, sus batallas, sus victorias y todo lo que le rodea sea en su práctica totalidad inventado sino que, por no existir, probablemente no existió siquiera… ¡la invasión y conquista musulmana! Por lo menos, como tal “invasión” o como “conquista” digna de ese nombre (pp. 33-35, 45-48). Lo mismo que no existieron don Pelayo, Covadonga (pp. 38-42) o, más atrás, Viriato, los sitios de Sagunto y Numancia (pp. 57-61) o, yendo otra vez hacia delante en la flecha de la historia, las míticas hazañas de Hernán Cortés, la descomunal tempestad que destrozó la Armada Invencible, la caballerosa rendición de Breda o los sucesos del Dos y Tres de Mayo de 1808.
Murado juega hábilmente con el equívoco que genera el planteamiento anterior. Al decir “no existieron”, el lector queda atrapado en el desconcierto. ¿Cómo que “no existieron”? Entiéndase, claro: no existieron esos personajes y esas situaciones tal como nos lo ha contado la historia tradicional. Pudieron existir otros personajes más o menos similares, pudieron darse unas situaciones más o menos parecidas… ¡o no! Porque el problema está en las “fuentes” (¡equívoca conceptuación!), que no son precisamente como las fuentes de agua cristalina que manan puras de la madre tierra. Las fuentes documentales que usa la historia están contaminadas hasta tal punto que es imposible beber de ellas sin sufrir una especie de intoxicación que nubla la vista y nos deja presos de alucinaciones. La metáfora biológica puede servir perfectamente en opinión de Murado para el ámbito intelectivo.
Peor aún, porque apurando los paralelismos, bien podría decirse que por no haber, no hay ni fuentes, o que las fuentes están secas. “En el pasado no existen los hechos (…) en el sentido de acciones que pueden ser comprobadas objetivamente”. Dicho de otra manera, el historiador no puede estudiar el pasado, por la sencilla razón de que “el pasado como tal no existe ni es posible experimentarlo directamente” (p. 18). No se trata de un exceso puntual porque el postulado se va repitiendo insistentemente con varias imágenes y ligeras variantes: “El pasado es inaprensible. La historia es como la ceniza de un incendio” (p. 12). Esta exigencia empirista –un tanto pedestre o tosca, por decirlo suavemente-, le conduce finalmente a suscribir apreciaciones desmesuradas como la de Froude: “la historia es como una imprentilla infantil en la que uno puede elegir las letras que quiere y ordenarlas en la forma que quiere para que digan lo que a él le apetece” (p. 36). Si eso es así, no nos es posible disociar la historia de la leyenda, el mito o, simplemente, la fantasía más desaforada. Todo es lo mismo. ¡Apaga y vámonos!
Acabamos de caracterizar de primaria o elemental esa postura intelectual con respecto al pasado. ¡Por supuesto que este es por definición irrecuperable! ¡Por supuesto que los hechos como tales desaparecieron, ya no están! ¡Faltaría más! Por decirlo en términos también elementales, el pasado no se puede “fotografiar”, por la sencilla razón de que ya no existe. Pero el pasado se puede reconstruir. Como, por otro lado, construimos el presente y lo que llamamos el futuro: los hechos, los sucesos, los acontecimientos -como queramos llamarlos- son tales porque nosotros los dotamos de sentido, no porque se nos impongan como una realidad ajena e incontrovertible. Hace ya tiempo que las ciencias y los científicos sociales –no solo los historiadores- trabajan con planteamientos como “creación” o “recreación” del pasado, “invención” del conflicto o de una identidad, “construcción social” de la realidad, del gusto o del género, “formación” de una conciencia de clase o, incluso, para desembocar en el terreno concreto que nos interesa, “invención de las naciones”. Desde que Anderson popularizó la definición de nación como “comunidad imaginada” y Gellner estableció que el nacionalismo es el que engendra la nación y no al revés, han sido innumerables los estudios que han diseccionado el papel decisivo de la conciencia en el establecimiento de los “hechos” que conforman lo que llamamos “historia”.
Todas esas investigaciones, muy diversas entre sí, tienen sin embargo un basamento común: unos planteamientos críticos que se han expresado o articulado con denominaciones ciertamente imprecisas, como “nueva historia social” o “historia socio-cultural”. La idea central, en cualquier caso, como dice una notable obra española que se adscribe a esa corriente, es que los “hechos sociales”, tradicionalmente “considerados como datos objetivos, como sólidas estructuras anteriores a los sujetos”, resultan ser por el contrario, según esta nueva interpretación, “construcciones” que estos realizan: las “tradiciones, las naciones, las clases y los pueblos, el género y los movimientos sociales, y hasta los héroes y los líderes políticos” son “el resultado de procesos de construcción cultural”, es decir, en último término, “invenciones” . De ahí que hoy en día, los estudios más solventes sobre el fenómeno nacional, las comunidades, las identidades, etc., lejos de “buscar o reivindicar esencias patrias”, sitúen como núcleo central de sus análisis “los símbolos y prácticas simbólicas sujetos a diversas interpretaciones por parte de múltiples actores”.
Murado, como historiador que es, no puede desconocer todo esto, ni los planteamientos de los historiadores que, siendo muy críticos, defienden el conocimiento histórico, ni, en fin, la copiosa bibliografía que hay al respecto (de hecho, su relación bibliográfica final muestra un buen criterio selectivo). La impugnación de una concepción naif del pasado o el rechazo de la historia tradicional no tienen por qué llevarse necesariamente por delante todo intento de desentrañar nuestro ayer. De hecho el subtítulo de su obra lo aceptaría de partida cualquiera: “verdad y ficción en la historia de España”. Pero, tras la lectura de su libro, uno no puede por menos que preguntarse -después de tanto afán iconoclasta-, qué queda de “verdad” en la historia de España si todo ha sido reputado de una forma u otra como “ficción” o sus diversas variantes, entendidas siempre en su vertiente peyorativa: manipulación, falsificación, adulteración, propaganda, leyendas, mitos, clichés, mentiras… La respuesta es nada o casi nada. Entonces, ¿para qué sirve la historia? En principio, Murado tira la piedra y esconde la mano: “Habrá quien llegue por su propia cuenta a la conclusión de que el conocimiento histórico es, simplemente, imposible. No pretendemos tanto” (p. 17). Sí, en el fondo sí lo pretende. Llevado por su propia dinámica desmitificadora, sus conclusiones no andarán muy lejos de ese escepticismo total, como explicita en el último capítulo. Volveremos sobre esto ahora mismo. Pero antes conviene decir algo sobre las bases en las que se fundamenta la desconfianza del autor.
El grueso del libro –atractivo en la forma, brillante en su exposición, muy hábil en las comparaciones, las imágenes y, en general, el manejo de los recursos expresivos- está dedicado, como ya se ha dicho, a desmontar los grandes hechos, personajes, situaciones y etapas características de la historia de España. Para empezar, porque los vestigios del pasado –y no solo del pasado más remoto- son siempre insuficientes. Por ello, los textos históricos inventan el pasado, llenan los vacíos como los escolares perezosos de hoy usan en la edición de textos el “corta y pega” (la analogía no es mía, sino del autor, cf. p. 38). Pero cuando sí hay documentación, el resultado es el mismo, pues los historiadores suelen sucumbir al encanto de la leyenda. Es verdad que sin mucha imaginación, porque los relatos míticos se parecen sospechosamente unos a otros: de ahí las anécdotas clónicas o lo que Murado llama la mecánica del cliché. No es extraño por ello que las historias de los países sean intercambiables, según un esquema cíclico que se asienta sobre muy leves variantes, que el autor llega incluso a cuantificar (“las treinta y seis situaciones dramáticas”, pp. 80-83). Así las cosas, ¿para qué sirve entonces la historia? La respuesta –cínica- es que sirve “para cambiar el pasado”. La historia de España, es decir, el supuesto pasado de España, se lo han inventado cinco “historiadores” –cinco, solo cinco-: Ximénez de Rada, Alfonso X, el padre Mariana, Modesto Lafuente y Menéndez Pidal (p. 94).
Como se habrá podido ya columbrar, el problema de Murado no reside en el objetivo último que se propone, ni en el recorrido desmitificador que realiza, ni siquiera en los casos concretos que cita, generalmente bien elegidos, sino en los argumentos que emplea para llevar el agua a su molino. Dicho de otra forma, el problema es que le vence la tentación de usar con más frecuencia de la debida la brocha gorda, despreciando, no solo la gama intermedia entre el blanco y el negro, sino aquellos elementos que se resisten a su propósito. Es verdad, quiero subrayarlo, que no siempre es así. Discutir aquí uno a uno los casos que cita sería tarea imposible, pero sí cabe decir que junto a muchos episodios históricos cuya impostura se desenmascara con habilidad y hasta con gracia, otras veces la simplificación es excesiva, como cuando se atribuye a Cánovas –a él solito, y a nadie más- haber urdido el cuento de la “decadencia española” o cuando se afirma taxativamente que la llamada “Leyenda Negra” la inventaron los liberales españoles decimonónicos. Sí, claro, pero… Manca finezza…
Ese es el problema, precisamente, cuando nos planteamos una valoración de conjunto. Un libro ágil, bien escrito, sugerente, interesante por muchos conceptos, queda oscurecido por un innecesario tono panfletario (la Real Academia de la Historia y el “nacionalismo españolista” son obviamente las “bestias negras” del autor) o unas conclusiones a todas luces desmesuradas. Pondré solo dos ejemplos de lo que quiero señalar, para no alargar más esta reseña. En primer lugar, la obsesión del autor por equiparar historia y conservadurismo, como si el historiador no pudiera dejar de ser por esencia un aspirante a académico: “el conservadurismo enraizado en la vocación de la mayor parte de los historiadores” (p. 14); “no es casualidad que los historiadores más conocidos tiendan a ser ideológicamente conservadores” (p. 191). No creo que la inmensa mayoría de los historiadores españoles actuales se sientan identificados con la etiqueta de conservadores ni que los caracterice en su conjunto la secreta aspiración de conseguir un sillón de la Academia.
Peor aún es la demoledora conclusión acerca de la (in)utilidad de la historia, que nos permite conectar este final con las estimaciones del principio. Murado dice explícitamente que, en contra de las opiniones más extendidas, la historia no sirve ni para evitar errores en el futuro, ni para conocer el pasado, ni para entender mejor el presente. Sirve, en cambio, para otras cosas, todas negativas: para fundamentar la agresividad y las actitudes desafiantes (!?), para alimentar conflictos, para afianzar supersticiones o “para hacer los debates políticos más irracionales de lo que ya son”. Murado parece desconocer o quiere ignorar voluntariamente la aceptada distinción entre “usos y abusos de la historia”. Para él, la historia -¿toda la historia, cualquier clase de historia, también esta, la suya?- “nos guste o no, pertenece al mundo de la fantasía”. No hay que acabar con la historia, sin embargo, porque “es algo natural e instintivo” (!?). Dejémosla estar. Cumple la misma función que los cuentos –las historias- con los que dormimos o hacemos soñar a los niños.
En el fondo, el libro de Murado, como le pasa inevitablemente al propio escepticismo, es una contradictio in terminis, es decir, representa lo contrario de lo que quiere forzadamente concluir: solo se puede desmontar la falsedad –en este caso, “falsificación” del pasado- si convenimos que se puede llegar a la verdad –aunque solo sea, concedámoslo, una precaria verdad provisional-, pero en todo caso una base más o menos firme desde la que podemos rechazar otras interpretaciones como espurias. Sea como fuere, frente a este mensaje escéptico habría que establecer respecto a la historia algo parecido a lo que los politólogos suelen decir de la democracia: siendo esta un sistema muy imperfecto, sus males no se resuelven con otros modelos alternativos que restrinjan la libertad sino, muy al contrario, con más democracia. Los inventos y mistificaciones de la historia tradicional no se combaten descalificando globalmente a la historia o arrumbando como mera fantasía cualquier clase de análisis histórico, sino haciendo una historia más cuidadosa y, sobre todo, una historia más crítica.

jueves, 6 de marzo de 2014

Amazonas de la libertad

Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII. Juan Francisco Fuentes y Pilar Garí. Marcial Pons Historia, Madrid, 2014. 428 pp.
RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO
El Cultural, 21-2-2014, p. 20.
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/34193/Amazonas_de_la_libertad_Mujeres_liberales_contra_Fernando_VII

La cita del Marqués de Custine con la que se abre este libro, reforzada con la bastante similar de García y Tassara que lo cierra, nos ilumina acerca del título, contenido y alcance de esta investigación sobre las mujeres liberales en la España del primer tercio del siglo XIX: se habla en esos fragmentos de unos “escuadrones de amazonas”, es decir, activistas liberales contra el absolutismo, que se perfilaron sorpresivamente como una de las grandes resistencias a la política liberticida de la Corona, hasta el punto de provocar “tal pánico” a Fernando VII que “decidió dar un escarmiento”, poniendo así de relieve tanto “su propia debilidad” como “la fuerza de sus enemigos”. Hay -¿para qué negarlo?- un punto de exageración en esos planteamientos, primero porque en este ámbito no había oposición organizada propiamente dicha (¿escuadrones?) y, segundo, porque la presencia femenina en la lucha política nunca tuvo tal protagonismo. Ahora bien, dicho eso, no es menos cierto que despreciar, como hasta ahora se ha hecho en la práctica, la participación femenina en la agitación liberal no deja de ser una desmesura de signo opuesto, tan falsa como la primera.
Precisamente ahí reside la gran aportación de esta obra, frente a la valoración tradicional del papel “excepcional, casi testimonial” del activismo femenino contra Fernando VII (Carlos Serrano). Entiéndase bien: no tratamos de decir que en estas páginas se defienda de modo apriorístico o doctrinal una tesis distinta -casi antitética- con el objetivo de reivindicar el papel de la mujer, sino que se documenta la participación en diversos grados de agitación o testimonio liberal de casi mil quinientas mujeres (los autores dicen haber recopilado datos de 1454, la mayoría con nombres y apellidos). La distinción es importante, más allá del matiz, porque permite deslindar el carácter de este libro, básicamente empírico, con un gran trabajo documental en una veintena de archivos nacionales y extranjeros, de la mayor parte de la llamada “historia de género”, tan militante en sus premisas –tan dogmática, podría incluso decirse- como habitualmente ayuna de inmersión en fuentes primarias.
Lo que el lector encontrará en este volumen, además de una especie de “biografía colectiva” de este amplio grupo de mujeres concienciadas y comprometidas, es un bosquejo de la España convulsa de las primeras décadas del siglo XIX en sus vertientes política, social, cultural y hasta de mentalidades. El foco, obviamente, se pone en la mencionada agitación femenina. A nivel popular solo un nombre, el de Mariana Pineda, ha roto las barreras del tiempo y el olvido, mitificada en múltiples narraciones y obras literarias, hasta la famosa pieza de García Lorca. Pero es difícil terminar la lectura del libro sin sentirse fascinado por otras heroínas “románticas”, como Carmen Sardi –a la que se le dedica un capítulo entero-, Rosa Zamora –con una tremenda historia de penalidades- o Vicenta Oliete, entre otras muchas. Como reconocen explícitamente los autores, J. F. Fuentes y P. Garí, con los datos disponibles es difícil encontrar una tipología precisa de esta militancia liberal femenina: al contrario, cabe decir que entre estas mujeres había de todo, desde damas de alta alcurnia a simples aventureras, pasando por todos los escalones intermedios.
Según se recalca en varias ocasiones, el aparato represivo de la Monarquía absolutista sentía una “mezcla de incomodidad y condescendencia” (p. 130) ante el fenómeno: lo primero por el reconocimiento del desafío y lo segundo por el carácter femenino del mismo. Un dilema que Calomarde y el propio Fernando VII resolvieron finalmente en el sentido de dar ese sonoro “escarmiento” al que aludíamos al principio: aunque solo Mariana Pineda fuera ejecutada, otras muchas “sufrieron esa represión ejemplarizante” (p. 280). Hay que apuntar por último que la victoria relativa del ideario liberal a la muerte del rey –y la “feminización de la monarquía” con el ascenso al trono de su hija Isabel- supusieron el fin de esta implicación directamente política de tantas mujeres. Volvieron, claro está, al ámbito privado y a actividades asistenciales. Poco importó que una parte de ellas hubiera luchado como sus compañeros masculinos por el triunfo de la libertad. Con esta paradójica constatación se cierra este apasionante recorrido por uno de los aspectos menos conocidos de la España decimonónica.