lunes, 17 de marzo de 2014

"Venceréis pero no convenceréis"

LAS ARMAS CONTRA LAS LETRAS
MITO Y VERDAD DE UN CHOQUE ÉPICO: UNAMUNO/MILLÁN ASTRAY
(SALAMANCA, 1936)

Publicado con el título de “Venceréis pero no convenceréis”, La Aventura de la Historia, nº 184, febrero 2014, pp. 35-39.

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO*


En agosto de 1936, Salamanca era una ciudad en ebullición. La cara risueña la representaba una parte de la población, la que se felicitaba de haber sido liberada de las “hordas rojas”. El reverso la constituía “la ciudad de las palizas y las torturas”. Muchas personas vivían con la angustia de ser conducidas en cualquier momento a los suburbios y fusiladas en las cunetas o contra las tapias. En la bella urbe castellana no había “guerra de trincheras y bayoneta calada”, confesaba un testigo, sino algo mucho peor, porque “se oculta en el cinismo de una paz en estado de guerra”: se cachea a la gente, no cesan los “paseos”, hay vejaciones públicas, trabajos forzados y desapariciones. Las cárceles están a rebosar. Y “aplicaciones diarias de la ley de fugas para justificar ciertos asesinatos”. Es la paz del terror. Una “salvaje pesadilla”. Un “cementerio al aire libre” donde solo sobreviven las alimañas, “alimentándose de los restos de seres humanos que van dejando las balas por los campos y ciudades”.
El testigo en cuestión era don Miguel de Unamuno y sabía bien de lo que hablaba. Estaba viendo cómo sus amigos eran fusilados uno tras otro por el imperdonable delito de no compartir las ideas de los sublevados: el profesor Prieto Carrasco, antiguo alcalde de la ciudad, con quien el propio Unamuno había proclamado la República desde el balcón del Ayuntamiento; José Andrés Manso, presidente de la Federación Obrera, que tantas veces le había invitado a hablar en la Casa del Pueblo; Salvador Vila, rector de la universidad granadina y alumno predilecto. Filiberto Villalobos, ministro republicano de Instrucción Pública, también había sido condenado a muerte. Era imposible cerrar los ojos a la realidad: la represión se desataba furibunda y se extendía ciega, no ya contra radicales y extremistas, sino contra todo disidente o cualquier republicano, aunque fuera de ideas moderadas.
Pasó el verano y llegaron los primeros fríos del otoño, pero ni pasó la crudeza de la represión ni cesaron los ajustes de cuentas. Al contrario, la violencia se estableció como un nuevo estado de cosas, hasta cierto punto rutinario. Como personaje prominente de la ciudad, Unamuno recibía peticiones desesperadas de familiares para que intercediera por los arrestados, muchos de ellos amigos o conocidos suyos. Entre estos mensajes está el de Enriqueta Carbonell, esposa del pastor de la Iglesia Reformada don Atilano Coco Martín, encarcelado como protestante y masón. Según diversas fuentes, don Miguel llevaba en el bolsillo la carta de esta mujer el día en que se celebraba de modo solemne la festividad del 12 de octubre, Día de la Raza, quizás para interceder ante la esposa del Generalísimo, que asistía a la ceremonia del Paraninfo de la Universidad salmantina.
Antes se ha celebrado un majestuoso acto político-religioso en la Catedral, pero don Miguel no ha estado presente. En cambio, le toca presidir el evento universitario, junto a las fuerzas vivas de la ciudad, civiles, militares, eclesiásticas y universitarias. Están también presentes el general Millán Astray y sus legionarios y doña Carmen Polo de Franco. Abre el acto Unamuno y da la palabra a los conferenciantes, sin que esté previsto que él mismo intervenga más allá del cometido moderador. Parece ser que antes ha dicho de forma privada que prefiere no hablar para que no se le desate la lengua. Los que hablan son los notables previstos, el catedrático de Historia Ramos Loscertales, el dominico Beltrán de Heredia, el catedrático de Literatura Maldonado de Guevara y finalmente José María Pemán. El tema central es la exaltación nacional, el Imperio, la raza y la Cruzada, con críticas y amenazas a todos los que no comulgan con esos ideales, anatematizados de manera apocalíptica como la anti-España.
Algunas de esas alusiones, en particular las dirigidas contra vascos y catalanes, soliviantan al vasco Unamuno. Se le ve nervioso garabateando conceptos y frases en un papel. Se ha conservado ese documento y en él pueden leerse, entre otras palabras, “guerra internacional”, “occidental cristiana”, “independencia”, “vencer y convencer”, “odio y compasión”, “lucha, unidad”, “catalanes y vascos”. Suficiente para que pueda reconstruirse el fondo y sentido de la intervención improvisada del viejo rector, aunque los términos y frases concretas difieren según los distintos testigos, cronistas e historiadores. El discurso pudo pronunciarse en estos términos:
“Ya sé que estáis esperando mis palabras, porque me conocéis bien y sabéis que no soy capaz de permanecer en silencio ante lo que se está diciendo. Callar, a veces, significa asentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Había dicho que no quería hablar, porque me conozco. Pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo.
Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana. Yo mismo lo he hecho otras veces. Pero esta, la nuestra, es solo una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer, y hay que convencer sobre todo. Pero no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión, ese odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva (mas no de inquisición).
Se ha hablado de catalanes y vascos, llamándoles la anti-España. Pues bien, por la misma razón ellos pueden decir otro tanto. Y aquí está el señor obispo, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer. Y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española que no sabéis. Ese sí es Imperio, el de la lengua española y no...”
A estas alturas se había formado tal desconcierto que la algarabía cortó la alocución del veterano orador. Se atribuye la mayor explosión de cólera al general Millán Astray que, sentado en un extremo de la presidencia, habría golpeado con su única mano la mesa y, puesto en pie, habría gritado interrumpiendo a don Miguel “¿puedo hablar?, ¿puedo hablar?”. No hay acuerdo en si finalmente el militar intervino y si fue en ese momento cuando pronunció las célebres frases de “¡Mueran los intelectuales!”, “¡Viva la muerte!”. Se atribuye a Unamuno una segunda parte de su discurso -en realidad la continuación del mismo tras la brusca interrupción- que constituiría en su esencia la respuesta intelectual a la exclamación necrófila (véase recuadro). En ese parlamento el rector pronunció presuntamente el célebre “Venceréis pero no convenceréis” dirigido a los militares rebeldes.
En aquel contexto era como una bomba. Cualquiera que no hubiera tenido el prestigio de Unamuno no habría salido indemne de aquel escenario. Mal que bien, don Miguel pudo salir por su propio pie, protegido al parecer entre otros por la propia doña Carmen Polo, que le ofreció el brazo. Entre insultos y abucheos logró tomar un automóvil que le llevó a su casa de la calle Bordadores. A partir de entonces Unamuno será un exiliado interior en su ciudad de adopción. Insultado, marginado, repudiado por todos y en especial por las fuerzas vivas de la ciudad, vivirá los escasos tres meses que le quedan de vida recluido en su casa, cada vez más solo, incomprendido y amargado que nunca. Murió el último día de ese año de 1936. Según ponen de relieve sus últimas notas, escritas pocos días antes del fallecimiento, seguía obsesionado por el grito necrófilo. Muere Unamuno pensando que, en efecto, en su país ha triunfado la muerte.
El enfrentamiento entre el catedrático y el general presenta todos los elementos para la mitificación: nada menos que la confrontación entre la vida y la muerte, la razón y la fuerza, el intelectual y el militar, las letras y las armas. Un duelo de connotaciones metafísicas para algunos autores. Algunos historiadores han calificado las palabras de Unamuno como “el más noble discurso pronunciado en la Guerra Civil española”. En Las armas y las letras, Andrés Trapiello escribe: “Cuánta grandeza en las palabras de Unamuno, cuánta dignidad en su acto, qué ilimitado coraje quijotesco. Nadie, durante la guerra, ni en las trincheras del frente ni en la retaguardia, estuvo tan cerca de la muerte ni la desafió con más arrestos”.
Como suele suceder, la realidad difiere del mito como la práctica de la teoría y la vida misma de sus idealizaciones. Durante la agitada segunda mitad de 1936 (su último semestre de vida), Unamuno distó mucho de representar una posición pública decidida contra la barbarie que se enseñoreaba del país. Ni siquiera una actitud de coherencia personal e ideológica frente a los dramáticos acontecimientos. Del mismo modo que en 1931 don Miguel proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento de Salamanca, fue también el viejo rector, ya profundamente desencantado con el rumbo que había tomado el régimen republicano, uno de los primeros que en la misma ciudad saludó la sublevación franquista como el golpe que salvaría España.
El 19 de julio felicitaba a la tropa sublevada, pidiéndole la pronta captura de Azaña. A los siete días aceptó una concejalía en el nuevo Ayuntamiento. El 8 de agosto hizo pública una carta a un socialista belga identificándose con el ideario del golpe militar. Desde Madrid, el 23 de agosto, el gobierno republicano le desposeía de su rectorado vitalicio. El 1 de septiembre el presidente de la Junta de Defensa, general Cabanellas, le restituía en los cargos académicos de los que había sido desposeído. Unamuno pasó a presidir la Comisión Depuradora de profesores y maestros. Veintiséis días después firmaba con el claustro en pleno un mensaje de la Universidad en defensa de la rebelión. No puede ser más sintomático en definitiva que el viejo rector presidiera el acto del 12 de octubre en representación del propio Franco.
La posición de Unamuno, aun después del incidente, siguió siendo ambigua y desconcertante. Al escritor griego Nikos Kazantzakis, con quien se entrevistó pocos días después del percance del Paraninfo, le dijo que seguía de parte de los militares. Las múltiples declaraciones que hizo en esas semanas finales de vida a periodistas nacionales y extranjeros, admiradores y diversas personalidades, no permiten trazar un balance claro de cuál era su posición. Distanciado -en el mejor de los casos- del terror franquista, ello no le acercó a la otra España, dado el rechazo que tenía a las “hordas marxistas” y la aprensión a un terror de signo contrario. Unamuno había llegado a elogiar al general Mola, que representaba la solución expeditiva –la razón de la fuerza- que un intelectual más podía rechazar. Pero no era menos curiosa su actitud contemporizadora con Franco, al que consideraba un jefe moderado y civilizado, buena persona y, en todo caso, un hombre mal aconsejado, ignorante por ello de las barbaridades que se estaban desatando en el movimiento salvador.
Ante una toma de posición pública tan contundente, sus dudas, remordimientos y contradicciones, casi siempre expresadas en privado, en conversaciones, cartas y manuscritos íntimos, tienen que quedar por fuerza en segundo plano. Tenía miedo, claro está, quería creerse a toda costa que la sublevación era el movimiento salvador que España necesitaba para enderezar el rumbo, le cegaba su odio a la deriva republicana, era presa de sus contradicciones y de su propio temperamento exaltado... En definitiva, sin juzgarle ni poner en duda sus buenas intenciones, ni sus discretas gestiones a favor de los detenidos o su horror sincero ante tanta sangre derramada, lo cierto es que su figura quedaba fuertemente vinculada a la causa nacional.
La aproximación más ajustada a la terrible realidad de aquellos días y al modo en que la vivió Unamuno, nos da el retrato de un hombre físicamente decrépito e intelectualmente desconcertado, un anciano que se exaspera pero que se ve impotente, que quiere rebelarse pero no sabe bien contra qué o quiénes. Un Unamuno más agónico que nunca, sumido en una agonía espiritual que es el preludio de su agonía física. “No veo ninguna salida, y no solo para España, casi toda Europa ha enloquecido”, le dice al polaco R. Fajans en una entrevista de noviembre de 1936.
Frente a la simplificación mítica –Unamuno como Quijote o héroe solitario-, la realidad fue más compleja y contradictoria. Unamuno tuvo el mérito innegable de alzar su voz en un momento dado, un arrebato que le honra para la posteridad, un acto de coraje y valentía al alcance de muy pocos en aquel dificilísimo trance. Pero, como dice uno de los mejores conocedores de aquellas coordenadas históricas, Luciano G. Egido, debe señalarse igualmente que “su ceguera y su soberbia le impidieron ver la realidad” y que su carácter hipercrítico e “imprudentemente levantisco” le llevó a una encrucijada dramática.
Con todo, es preciso reconocer que la imagen de aquel viejo profesor, levantándose solo y digno entre tantas armas y tanto fanatismo, desarrollando con convicción suprema la única fuerza de la palabra, es un símbolo demasiado bello y rotundo para que lo podamos arrumbar sin más. Merece la pena creer en aquel Unamuno y en aquel bello gesto, aunque sea a costa de dejar en un segundo plano todo lo demás.

RETRATO DE MILLÁN ASTRAY
El fundador de la Legión española, el general don José Millán Astray, jefe bárbaro y fantoche cruel para sus críticos, militar ejemplar y héroe de guerra para sus seguidores, presentaba una fisonomía inconfundible: tuerto y manco, mutilado de alma y cuerpo, en muchos aspectos un cadáver viviente, como esos esqueletos burlones de las danzas de la muerte. Así le describe un historiador (Carlos Rojas):
“Tuerto como Polifemo, diríase de espiritado su ojo izquierdo, por lo muy abierto y renegrido. Debajo del párpado le cruza el pómulo un terrible costurón. El otro ojo no es sino una cuenca hueca y oculta con un parche negro (...) Unos puntiagudos colmillos y unos incisivos mellados y amarillentos, perdidos en su oscura sonrisa y entre dos grandes orejas de perdiguero, le dan un aspecto entre goyesco y solanesco”.
Un biógrafo muy próximo a su figura (Luis Togores) lo caracteriza en estos términos: “Su imagen, de uniforme, tuerto y manco, con el pecho repleto de condecoraciones, la mira fría de su único ojo, como perdida, y la tez cetrina y cadavérica, resultaba la misma imagen de la muerte en combate, la imagen subyugante de la guerra”.

EL DISCURSO DE UNAMUNO
“Acabo de oír el grito de ¡Viva la muerte! Esto suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado toda mi vida creando paradojas que enojaban a los que no las comprendían, he de deciros como autoridad en la materia que esa paradoja me parece ridícula y repelente. De forma excesiva y tortuosa ha sido proclamada en homenaje al último orador, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán Astray es un inválido de guerra. No es preciso decirlo en un tono más bajo. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no se tocan ni nos sirven de norma. Por desgracia hoy tenemos demasiados inválidos en España y pronto habrá más si Dios no nos ayuda.
Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología a las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes se sentirá aliviado al ver cómo aumentan los mutilados a su alrededor. El general Millán Astray no es un espíritu selecto: quiere crear una España nueva, a su propia imagen. Por ello lo que desea es ver una España mutilada, como ha dado a entender.
¡Este es el templo de la inteligencia y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su recinto sagrado. Diga lo que diga el proverbio, yo siempre he sido un profeta en mi propio país. Venceréis pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho. Me parece inútil pediros que penséis en España”.

*Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Autor, junto con Elena Núñez González, de ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014). Este artículo es una adaptación de las primeras páginas de esa obra de inminente aparición.

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