lunes, 25 de abril de 2016

La sátira como arma de combate

LA SÁTIRA COMO ARMA DE COMBATE

Publicado en Revista de Libros, 11-4-2016.

http://www.revistadelibros.com/resenas/el-humor-frente-al-poder

Enrique Bordería Ortiz, Francesc-Andreu Martínez Gallego y Josep Lluis Gómez Mompart (Eds.): El humor frente al poder. Prensa humorística, cultura política y poderes fácticos en España (1927-1987). Biblioteca Nueva, Madrid, 2015. 224 pp.

En las primeras tres líneas de este libro se deslizan dos afirmaciones que, aunque en principio independientes, marcarán en su confluencia el sentido y desarrollo de las páginas que siguen. La primera es de M. Batjin y en el fondo no va más allá de una constatación empírica al alcance de cualquier historiador: “la risa tiene historia”. La segunda, más arriesgada, pertenece a uno de los grandes humoristas españoles del siglo XX, Wenceslao Fernández Flórez: “no hay nada tan serio como el humor”. La convergencia de esos dos enunciados lleva a un planteamiento que a estas alturas resulta difícilmente discutible: la risa es un buen espejo de las mentalidades (o, si se prefiere, en sentido más amplio, de la cultura y la sociedad) a lo largo de la historia y por tanto esta, la historiografía, haría bien en no minusvalorar esa faceta para la adecuada comprensión de las distintas coyunturas del pasado. Cuando hace ya tiempo que los historiadores han aceptado con naturalidad que se puede hacer historia de todo, desde el culo a los inodoros, desde las lágrimas al corsé, no tendría el más mínimo sentido regatear al humor el puesto que le corresponde como elemento significativo en la sociabilidad en general o, más concretamente, en las costumbres, la vida cotidiana y hasta el debate político.
Y sin embargo… Por lo menos en nuestros lares lo cierto es que resulta sorprendente la extraordinaria escasez de investigaciones y estudios serios sobre el humor. Digo estudios serios –con toda la carga paradójica- porque, en cambio, cualquier lector curioso encontrará en sus pesquisas bibliográficas mucha morralla o, en el mejor de los casos, antologías y compilaciones, un poco a tono con ese dictamen implícito que la mayoría parece compartir de que el humor no es asunto importante. Más bien, por esencia y de modo inevitable, pura bagatela. Es verdad que, como se sostiene aquí en la misma introducción (aunque no sé si con demasiado optimismo), “las cosas están cambiando”. Concedamos en cualquier caso como adecuada esa estimación, dado que el propio volumen que se reseña es una buena muestra de ese cambio: un amplio equipo universitario denominado GRICOHUSA (“Grupo de Investigación en Comunicación Humorística y Satírica”) desarrolla desde hace algunos años un proyecto de investigación sobre una de las facetas más llamativas del humor, la sátira contra las instituciones y los poderes establecidos. Lleva por título “El humor frente al poder: la Monarquía, el Ejército y la Iglesia a través de la comunicación satírica en la historia contemporánea de España”. Uno de los frutos de ese proyecto es este ejemplar que conserva la primera frase, la más elocuente, “El humor frente al poder”, a la que se ha añadido un subtítulo mucho más preciso, aunque no por ello del todo exacto: “Prensa humorística, cultura política y poderes fácticos en España (1927-1987)”. Aunque solo fuera por la singularidad del empeño, merece pues la pena que nos ocupemos del libro en cuestión.
Empezaré por aclarar la anterior alusión a la no total exactitud, que me permitirá entrar de lleno en el examen de algunas de las características fundamentales de la obra. La delimitación cronológica 1927-1987 sugiere una continuidad temporal que, de hecho, es inexistente. En estas páginas no se aborda, salvo alusiones mínimas, el humor en la guerra ni sobre la guerra (1936-1939), del mismo modo que brilla por su ausencia un análisis del humor bajo el franquismo, a excepción de los últimos años, ya en la década de los setenta (lo que suele conocerse como tardofranquismo). La razón de esas lagunas es sencilla y nos remite a la propia estructura de la obra, un conjunto de investigaciones sobre aspectos puntuales que luego detallaré y que se han agrupado en dos partes desiguales y claramente diferenciadas correspondientes a dos tramos cronológicos: el primero, la Dictadura de Primo de Rivera y la República; el segundo, los estertores del franquismo y el tránsito a la democracia. Martínez Gallego, uno de los editores y responsable de la introducción, trata de justificar la elección de esos dos períodos aludiendo al carácter transicional de ambos. Si bien es incuestionable ese rasgo en la deriva política de los años setenta-ochenta, parece bastante más forzada su asignación a la década de los años veinte-treinta, pues supone concebir la dictablanda de Primo como un tobogán hacia el 14 de abril. Incluso si se diera por bueno ese enfoque finalista, no podría explicarse bajo ese paraguas la atención dispensada al humor bajo el régimen republicano cuando ya estaba asentado.
La segunda cuestión, que resulta tan chocante como decisiva a la hora de hacer un cómputo de los frutos de este proyecto, radica en la propia elección de las instituciones supuestamente cuestionadas o satirizadas, nada menos que los antaño denominados grandes pilares de la sociedad -por lo menos de nuestra sociedad- a lo largo de la historia contemporánea y, me atrevería a decir, a lo largo de toda nuestra historia desde los tiempos imperiales: Corona, Iglesia y Ejército. A nadie se le oculta que, durante buena parte del siglo XX, España no ha gozado precisamente de un moderno sistema de libertades y, por tanto, no ha sido la tierra prometida en lo tocante al uso y disfrute de la libertad de expresión. Siendo así, la elección de unos pilares como los citados se nos antoja una especie de ejercicio del más difícil todavía… Dicho en otras palabras, en un ámbito en el que a duras penas se ejercitaba la libertad, el rey, las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica representaban exactamente lo más intocable en nuestro sistema de convivencia. A nadie puede por tanto extrañarle que una de las conclusiones más repetidas en el variopinto conjunto de artículos que integran el volumen sea, con pequeñas variantes, la coletilla de “escasean la crítica, la sátira o los ataques” contra las mencionadas instituciones.
Bien es verdad, para no dejar nada en el tintero, que no todos los artículos abordan, como se anuncia al principio, la sátira contra esa Santa Trinidad. La susodicha diversidad de planteamientos y objetivos se extiende hasta el punto de que algunas contribuciones tratan el humor en un sentido no tan restrictivo, simplemente como actitud más o menos combativa de determinados medios ante el ejercicio del poder o, incluso como crítica ácida o amable de la vida política y social. De hecho, tal es el caso nada menos que de tres de los cuatro capítulos que constituyen el primer bloque: los que se dedican a “Gutiérrez, semanario español de humorismo (1927-1934)”, “Gracia y Justicia o la demolición satírica de la democracia en la Segunda República” y “La Campana de Gracia (1930-1934)”. En cambio, hay más uniformidad en este sentido en los artículos que configuran el segundo bloque, pues seis de las nueve aportaciones focalizan el análisis en la monarquía, el estamento castrense o el clero.
A propósito de este último, resulta sintomático el giro que se produce en los años sesenta en el tradicional anticlericalismo español: los sectores de izquierda -republicanos, socialistas y anarquistas- que durante la mayor parte de la época contemporánea habían criticado y satirizado a la Iglesia por su hipocresía (por estar apegada de facto al poder terrenal y entregada a los placeres de la carne, en el doble sentido del término), modifican el discurso a medida que muchos curas se identifican con la “clase obrera”, se incorporan a la lucha antifranquista y, además, parte de la cúpula eclesial marca sus distancias respecto al régimen. Así se advierte explícitamente en el análisis de Por favor (p. 113) y luego puede comprobarse empíricamente en los dos últimos capítulos, que se centran exclusivamente en las actitudes de determinados medios (los diarios El Alcázar y Tele/Express por un lado y la revista valenciana Saó por otro) ante la evolución ideológica y política de la Iglesia en España en ese período.
Es también muy significativa la disparidad en el tratamiento de la figura del monarca entre determinada prensa republicana de los años treinta y los periódicos y revistas de la transición en la etapa postfranquista. La prensa satírica de izquierda fue, más que implacable, abiertamente cruel y descarnada con el destronado Alfonso XIII. La Traca en particular le dedicó unas viñetas despiadadas, asociándolo con calaveras y esqueletos, fantaseando con que fuera juzgado y encarcelado y, en fin, culminando con una ilustración macabra en la que se ve al rey Alfonso colgado de la horca, ya con la lengua fuera, y un Juan Español que le contempla complacido y sonriente mientras expresa su opinión en estos términos: “Por ahí se debía haber empezado para que en España brillara el sol de la justicia”. En contraposición, los periódicos y revistas satíricas de la transición mostraron un respeto reverencial hacia Juan Carlos I. En parte, como se señala en múltiples ocasiones, era un problema de censura: durante el tránsito a la democracia, la Corona, más que ninguna otra institución, era intocable y no podía ser objeto de crítica o befa, bajo riesgo de denuncia, multa, secuestro o suspensión. No estaba el horno para bollos. Ahora bien, no es menos cierto que, cuando se aflojó un poco el dogal del poder, los medios periodísticos no tantearon como en otros casos los límites de lo permitido sino que se decantaron por el extremo opuesto, es decir, la representación del monarca en términos laudatorios, comprensivos o simplemente neutros. Humoristas vitriólicos a la hora de poner en solfa a los poderes establecidos y, en todo caso, alejados de veleidades conservadoras, como Perich, Martinmorales, Máximo o Peridis, mostraban un tacto exquisito -cuando no una franca simpatía- no tanto hacia la institución monárquica per se cuanto a la figura y al papel que desempeñaba don Juan Carlos en ese momento histórico.
Por lo que respecta en fin a la institución militar, el obligado respeto que también se dispensaba a la Corona y, en menor medida, a la Iglesia, se revestía aquí también de una marcada antipatía y un indisimulado temor. Estamos hablando naturalmente de las actitudes predominantes en los medios periodísticos de izquierda o autodenominados progresistas porque, como era previsible, la prensa conservadora –que también hacía humor- no compartía aquellos presupuestos. Con todo, el denominador común en unos y otros era nuevamente el mismo, es decir, el cuidado primoroso en no ofender al estamento castrense o que las altas esferas militares no se sintieran ofendidas. Al fin y al cabo, la sombra del incidente del ¡Cu-cut! era lo suficientemente alargada como para que, en el mejor de los casos, los humoristas trataran de nadar y guardar la ropa. Es comprensible que el aludido temor al ruido de sables llegara a su paroxismo con el asalto de Tejero al Congreso de los diputados (el 23-F): un capítulo de la obra se dedica a cómo se vio el incidente desde la revista humorística El Jueves. El conjunto de las viñetas arroja un balance inequívoco, simbolizado en aquella portada inolvidable de un señor haciendo sus necesidades mientras escuchaba el transistor. Dicho en términos escatológicos, que estábamos todos cagados de miedo. La revista refleja ese miedo y se ríe de él, bien es verdad que a toro pasado. Con una derivada que remite a lo dicho anteriormente: los ojos se vuelven agradecidos al supuesto salvador y “El Jueves se deshace en elogios hacia el papel de la Corona” (p. 173).
En conclusión, los trece capítulos que integran la obra constituyen una mina de información para el historiador, el investigador o el simple interesado en la sátira política. Los autores se han atenido a una cierta uniformidad, planteando en cada caso claramente cuál es el objeto de estudio (en la mayor parte de los casos una publicación concreta), el marco cronológico y los propósitos de su trabajo. En la mayoría de los capítulos se incorporan conclusiones y bibliografía específica, amén de ilustraciones muy jugosas que complementan adecuadamente el análisis propiamente dicho. Es verdad que todo ello presta al conjunto un carácter excesivamente académico, como de tesis doctoral, con planteamientos estereotipados, exposiciones a menudo encorsetadas y, en general, un lenguaje aséptico (incluso francamente mejorable desde el punto de vista gramatical). Pese a esos defectos, básicamente más formales que de fondo, estamos ante una obra más que estimable en un ámbito -el de la sátira y el humor- que, como decíamos al principio, ha sido sistemáticamente preterido en la investigación histórica. Lo más importante sería que se siguiera profundizando en ese camino.

Nación y nacionalismo español

NACIÓN Y NACIONALISMO ESPAÑOL:
UN RELATO EN IMÁGENES

Publicado en Revista de Libros, 1-3-2016.

http://www.revistadelibros.com/articulos/nacion-y-nacionalismo-espanol-un-relato-en-imagenes

Tomás Pérez Vejo: España imaginada. Historia de la invención de una nación. Galaxia Gutenberg/Fundación Alfonso Martín Escudero, Barcelona, 2015. 620 pp.

La nación como entidad política, el nacionalismo como ideología y los movimientos nacionalistas como grandes agitadores de masas: tres elementos (aparentemente) distintos y un solo dios verdadero, el Estado-nación como modelo universal de convivencia. Desde hace un par de siglos esta religión ha sustituido a la tradicional y, como ella antaño, agita conciencias, mueve montañas y desata tempestades. Los que pronosticaron el seguro declive del nacionalismo a manos de otras doctrinas alternativas (del marxismo en todas sus modalidades a las también variopintas soluciones autoritarias) erraron espectacularmente el pronóstico. Hoy por hoy, el nacionalismo resiste incólume en todo el globo (¡incluso a la globalización!) y hasta se permite legitimarse, como han hecho todos los credos que en el mundo han sido, mediante su inserción en un supuesto orden natural: la humanidad se divide de forma espontánea en naciones y, como consecuencia de ello, la aspiración legítima de toda comunidad es ejercer su soberanía como tal nación. Parafraseando al célebre personaje de Molière en El burgués gentilhombre, que hablaba en prosa sin saberlo, los nacionalistas nos espetan a las primeras de cambio cuando se ponen en cuestión sus principios que, aunque no lo sepamos o queramos reconocerlo, “todos somos nacionalistas” de un tipo u otro.
El espectacular éxito del nacionalismo en todas partes ha concitado la atención, como no podía ser menos, de los expertos en ciencias sociales, en especial sociólogos, politólogos e historiadores. Desde hace varias décadas la bibliografía sobre el fenómeno se ha disparado hasta el punto de que es ya absolutamente inabarcable. Se impone por ello la adopción de perspectivas sectoriales aunque estas, a su vez, presenten también un panorama cada vez más abigarrado. Acotemos, pues, sin más dilaciones: hablaremos de historia y del ámbito español. Antes de proseguir, sin embargo, no podemos dejar en el tintero que, aun con las especificaciones apuntadas, todo estudio en este campo es deudor de aportaciones previas y enfoques establecidos o renovados. Desde que el historiador británico Erich J. Hobsbawm popularizó el marchamo de “la invención de la tradición”, prácticamente nadie ha querido o sabido resistirse a la seducción de ese punto de vista. De ahí que se hayan extendido ad nauseam los análisis que desenmascaran “tradiciones inventadas”, que detallan cómo tiene lugar la “invención de la nación”, que examinan la “construcción de la memoria”, que muestran los porqués de la “creación de mitos”, o, ya metidos en el análisis de esos complejos procesos, que coinciden en la utilización de un utillaje conceptual muy característico, con la reiteración de términos como “constructos”, “imágenes sociales”, “representación social de la realidad” o la mucha más popularizada “memoria histórica”. Para situar en este contexto el libro que nos ocupa, basta fijarse en su título, que alude a cómo se “imagina” una nación, España y, por si queda alguna duda, un subtítulo aún más explícito, que remacha: “historia de la invención de una nación”.
En última instancia esas formulaciones no son más que el resultado inevitable de unos presupuestos analíticos que constituyen una enmienda a la totalidad a la ensoñación nacionalista. Las naciones, lejos de constituir -como sostienen estos- entes naturales que buscan Estado, son el resultado de la movilización promovida por unas elites y de la cristalización de una determinada imagen colectiva (“voluntad de ser”, dijeron otros, una expresión mucho más discutible). En contra de lo que en principio podría pensarse, este reconocimiento de la artificialidad o incluso la arbitrariedad en el nacimiento de la nación como depositaria de la soberanía no socava las bases de nuestros argumentos frente al nacionalismo, sino todo lo contrario. Uno de los equívocos más frecuentes de los alegatos contra el pensamiento nacionalista deriva precisamente del empeño por partir de las mismas premisas que éste, la nación como realidad natural. En este libro, Tomás Pérez Vejo invierte la relación nación-Estado de la propaganda nacionalista en unos términos inequívocos: con el fin del Antiguo Régimen y los imperios, las naciones –las nuevas y las que ya existían previamente- se convertirán “en lo que nunca antes habían sido, sujetos políticos depositarios de la soberanía”.
El nuevo Estado-nación exige homogeneidad. A construirla van a dedicar todas sus energías los grupos que disponen del poder. Ahí tenemos, pues, a los “Estados inventando naciones” y no al revés. Esto explica que los Estados “que no fueron capaces de construir o imaginar naciones a su medida acabaron desapareciendo”, como la Gran Colombia o el reino de las Dos Sicilias. Con esas postulados no es difícil definir el propósito de este libro: explicar “la imaginación de una de estas naciones, España, a partir de la crisis de uno de aquellos imperios anacionales, la Monarquía católica”. Pérez Vejo lleva a continuación el agua a su molino cuando matiza que en esa construcción de la nación no solo ni principalmente hay una labor política sino una “invención cultural”. La materia con la que trabaja esta invención es inevitablemente el pasado, concebido de un modo específico, un pasado a la medida naturalmente o, dicho de otro modo, una sucesión o “conjunto de mitos fundacionales” que sirvan de soporte y argumento explicativo a la nación. Y, por fin, para desembocar ya de modo más concreto en la materia de esta obra, digamos que nuestra atención se va a centrar en lo que, según el autor, será uno de los factores más relevantes en el proceso de construcción nacional: la llamada pintura de historia oficial.
“Las exposiciones nacionales definen lo que podemos llamar la visión oficial, España según el Estado”. Pérez Vejo sostiene de un modo explícito a veces y de manera implícita en todo momento (pues es el fundamento de su ensayo) que en una sociedad, como la española del siglo XIX, con altísimos índices de analfabetismo, las imágenes podían llegar más lejos y más hondo que los libros de historia o incluso las recreaciones literarias. Demos por buena la afirmación, aunque necesitaría de algunas acotaciones o matizaciones que aquí nos llevaría demasiado espacio efectuar. En todo caso, lo que interesa subrayar es que, según el autor, esas grandes (grandes por el tamaño y grandes también por una solemnidad impostada) pinturas oficiales se convirtieron a lo largo de la centuria decimonónica en el mejor escaparate o espejo de la nación. Reflejaban la nación y su historia exactamente cómo quería verse a sí misma y como ansiaba ser vista por los otros (incluyendo aquí, naturalmente, otras naciones). “España como es”, una realidad nacional incontrovertible en su presente y en su trayectoria secular. Una forma de ser que traspasa la historia: hunde sus raíces en un pasado remoto, muestra episodios ejemplares a lo largo de los siglos, llega al presente y sirve incluso como expresión de los anhelos del futuro. En la confección de ese relato los nuevos “intelectuales laicos” desempeñarán un papel fundamental. Pero entre ellos hay un pequeño grupo que concita la atención del autor, los pintores de los cuadros de historia oficial. “El pintor decimonónico –escribe Pérez Vejo- se convirtió así en un creador de realidad, modelador de opiniones y casi en un profeta social”.
A los lectores que no les suenen extraños estos planteamientos les vendrá enseguida a la cabeza el más conocido ensayo histórico sobre la misma temática (el nacionalismo), el mismo ámbito (España), la misma época (siglo XIX) y el mismo enfoque (construcción político-cultural de la nación), la tan celebrada y citada Mater dolorosa, de José Álvarez Junco. Aunque sea la más renombrada, esta obra dista mucho de ser la única que ha transitado por esos vericuetos. Más bien podría decirse lo contrario, que en los últimos años han proliferado estudios de la más diversa índole sobre esa temática, bien haciendo evaluaciones de conjunto, bien centrándose en un determinado ámbito (la historia, los libros de texto, la literatura, el pensamiento político, la educación, las ideologías políticas, etc.) Historiadores españoles y foráneos como M. Pérez Ledesma, R. Cruz, A. Morales Moya, C. Boyd, R. García Cárcel, J. S. Pérez Garzón, A. de Blas Guerrero, I. Fox, J. P. Fusi o F. García de Cortázar –y cito casi a voleo, pues sería imposible aquí hacer mención de todos- han abordado diversas vertientes del asentamiento de una cosmovisión nacional con premisas, interpretaciones y resultados no siempre coincidentes. En esa lista debe incluirse muy especialmente –aunque merece mención aparte- el investigador que más ha estudiado el campo de la pintura decimonónica desde la perspectiva de la historia de las ideas y la historia de la cultura en general: nos referimos a Carlos Reyero, autor entre muchas obras, de Imagen histórica de España (1850-1900) y La pintura de historia: esplendor de un género en el siglo XIX.
Debe de quedar pues claro –sin que ello signifique menoscabo alguno para su brillante ensayo- que Pérez Vejo, lejos de transitar por un campo yermo, se ha beneficiado de las aportaciones de una larga serie de obras y autores, muchos más de los que figuran en una bibliografía que imaginemos habrá sido recortada para no alargar en demasía el ya considerable número de páginas del volumen. Es verdad que eso hace inevitablemente que muchas de sus observaciones, a menudo expuestas con una contundencia necesitada de ciertas matizaciones, nos suenen a algo ya bastante conocido. Quizá en este aspecto pueda decirse que el autor se ha zambullido excesiva y hasta excluyentemente en el objeto de su trabajo, las pinturas de historia de las Exposiciones Nacionales. Es posible que no hubiera estado de más en este sentido evitar la pulsión exhaustiva –que hace al libro en muchas ocasiones prolijo y reiterativo- y dar cabida, aunque fuera solo en forma de pinceladas, a algunos apuntes sobre otros aspectos del ambiente intelectual, cultural y político del momento, que hubieran servido de complemento o contrapunto al discurso sobre el sentido y significado de la pintura y los pintores que se llevan el protagonismo absoluto.
Una vez dicho eso, debe quedar claro que nos encontramos ante una obra magnífica, sólidamente estructurada y convincentemente argumentada, meticulosa en su planteamiento e implacable en sus conclusiones. Una precisa introducción, que expone con claridad los objetivos del trabajo y acota el campo de juego, plantea sin ambages la importancia que adquieren desde los primeros compases del siglo XIX las imágenes artísticas como recurso político. La línea argumental que, como un hilo de Ariadna, recorrerá dichas imágenes será “una cierta idea de España”, con modulaciones y matices, dependiendo de las etapas históricas y las concepciones ideológicas. Por lo que respecta a las primeras, serán cinco las fases en las que se estructura el siglo XIX: desde la guerra de la Independencia a la muerte de Fernando VII, desde 1833 a la Revolución de 1854, desde ésta a la Gloriosa, el Sexenio Revolucionario y, por fin, en quinto y último lugar, el período de la Restauración canovista, considerado aquí solo hasta los estertores del siglo.
Hay una diferenciación más sutil que la meramente cronológica, la que se deriva de las concepciones ideológicas y políticas que recorren la centuria y se amoldan a los requerimientos de cada una de las fases apuntadas. Grosso modo, nos referimos a los dos “relatos nacionales” que rivalizarán por la hegemonía a lo largo de todo el período: el progresista, que verá la esencia nacional expresada en la lucha secular contra el despotismo y por la libertad; y el moderado, que insistirá en una visión más integradora del devenir nacional, materializada en asambleas consultivas, desde las Cortes medievales a la Constitución gaditana. A una y otra las separan, más que nada, diferencias de matiz. Las mismas, para decirlo de una forma más gráfica, que llevan a distinguir la obra pictórica de Antonio Gisbert (piénsese en el famoso cuadro de los comuneros en el patíbulo) de la de José Casado de Alisal (El Juramento de las Cortes de Cádiz).
Como suele suceder en estos casos, los pintores –estrictamente hablando- no inventaron nada. Se limitaron a poner en imágenes, a menudo de un modo obsesivo en el cuidado de los detalles, lo que señalaban las historias canónicas del momento. Una vez más, como ya señalaron otros analistas del fenómeno nacionalista, topamos aquí con la Historia General de Modesto Lafuente, cuya importancia es difícil de exagerar. Por encima de cualquier otra, esta obra se convirtió desde su publicación en el tramo central del siglo en el libro de referencia, hasta el punto, escribe Pérez Vejo, que hay una “correspondencia, casi exacta, entre el discurso ideológico de Lafuente y el relato de nación de la pintura de historia”. Hubo, naturalmente, otros libros de historia, de la misma manera que hubo en todo el proceso de formación de imágenes nacionales una serie de complejidades y tonos en los que aquí no podemos entrar. Lo importante es que se iba construyendo la memoria de la nación. Y si bien es cierto que los que recuerdan son los individuos, “las imágenes de lo que debían recordar se las daba el Estado”. Unas pocas imágenes simbólicas, nunca muchas, para que pudieran ser más efectivas. Y tampoco muchos episodios históricos, solo unos pocos, estratégicamente seleccionados. Hasta tal punto que, subraya el autor, tres períodos quedaban sobrerrepresentados en detrimento del resto de la trayectoria histórica: los Reyes Católicos, los Austrias (sobre todo los dos primeros) y el siglo XIX (en especial la guerra de la Independencia).
Con todo, el panorama no quedaría completo si no se aludiera al papel fundamental que, como sucede en la escala individual o psicológica, juega el olvido en todo este entramado de imágenes. Como es bien sabido, el olvido dice tanto de nosotros –y en este caso del nosotros ampliado que quiere ser la nación- como lo que efectivamente se recuerda. Al seleccionar determinados períodos históricos –y, dentro de ellos, momentos muy concretos- se están pretiriendo e incluso negando muchos otros (non gratos) que pueden poner en cuestión la imagen que queremos construir y transmitir. A lo largo de su denso recorrido, Pérez Vejo no pierde ocasión de señalar que, al lado de lo que se recuerda –y que se recuerda de una determinada manera- hay otros múltiples episodios que casualmente se olvidan. Para decirlo más exactamente, lo que se recuerda constituye la punta del iceberg en relación con la historia en su conjunto. Los ejemplos podrían ser innumerables, pero me limitaré a cuatro verdaderamente escandalosos: los ocho siglos de presencia musulmana en la península apenas merecen la atención del pintor de historia como no sea, desde el extremo opuesto, para cantar las glorias de la Reconquista; desde el medievo, y más claramente, desde la edad moderna, el sesgo castellanizante –una determinada concepción de Castilla, por otra parte- eclipsa la presencia de otros componentes del cuerpo nacional; frente al gigantesco Carlos I y al controvertido pero ineludible Felipe II, nos encontramos con que los Austrias menores desaparecen del relato político nacional (solo se les reconoce su mecenazgo en el campo cultural: el Siglo de Oro); y para culminar el escamoteo, uno de los más reveladores: ¡desaparece todo el siglo XVIII, por lo que tiene de extranjerizante y ajeno a las esencias patrias!
La historia de España resultante sigue las pautas de un ciclo típicamente decimonónico, similar al de otras naciones vecinas: nacimiento, muerte y resurrección. España, según esta interpretación, es ya una realidad antes de la invasión romana, con los primitivos habitantes de Iberia, que se distinguen por unos rasgos (valentía, amor a la libertad y sed de independencia) que defienden con tenacidad indómita hasta el sacrificio supremo: Viriato, Numancia, Sagunto. Tras la romanización, la llegada de los visigodos queda asumida por la conversión al catolicismo: Recaredo. La “pérdida de España” (batalla de Guadalete) abre un período caracterizado por la voluntad indomeñable de los españoles por reconquistar su nación. Es el momento de los grandes héroes guerreros, desde Don Pelayo al Cid pasando por los diversos reyes cristianos comprometidos con la magna empresa (batalla de las Navas Tolosa como símbolo) que desemboca en la fase de los Reyes Católicos, etapa culminante de la historia patria, consecución de la ansiada unidad nacional, que produce algunas de las imágenes más imperecederas de la historia de España: conquista de Granada, presencia de Colón, descubrimiento de América. Pese al reconocimiento de toda la trayectoria anterior, la mitología decimonónica concede que solo en esta coyuntura histórica es cuando verdaderamente nace España como nación. Y, de manera casi inmediata, llega la oportunidad gloriosa que coincide con el reinado de los primeros Austrias: el Imperio, el dominio de casi todo el mundo conocido, la evangelización de todo un continente. Tras el apogeo, llega la decadencia y casi muerte de España. Pero 1808 anuncia la resurrección, el pueblo español resurge y reacciona con más fuerza que nunca ante el ejército más poderoso del mundo. ¡Gloriosa España, la del 2 de Mayo, Daoíz y Velarde, la defensa de Zaragoza, la Virgen del Pilar y Agustina de Aragón, el sitio de Gerona y tantos episodios heroicos, tantos mártires por la libertad e independencia de la patria!
Si se puede condensar en unas líneas el retrato resultante, diríamos que España es según esta interpretación, una nación de guerreros, descubridores y conquistadores, una nación imperial que en su constitución interna reconoce en la religión católica y en la acción de sus mejores monarcas los pilares más firmes de su cohesión nacional. De hecho, la historia de la nación es indisociable de la de sus reyes, y sus empresas apelan a un mensaje trascendente. No en vano soldados, mártires y santos son los elementos más característicos del ser español a lo largo de los siglos y las grandes gestas participan de ese sentir: Covadonga, la Reconquista, Santiago, América… Una nación, una cultura nacional, un carácter nacional: una vez más, lo que hará la pintura de historia será fijar unos rasgos estereotipados que quedarán como representativos y característicos de lo español ante el mundo y ante sí mismos. Según Pérez Vejo, esos atributos serían “valor, orgullo, desprecio a la muerte, caballerosidad, religiosidad, espíritu belicoso…”
Solamente las últimas veinte páginas que culminan su brillante ensayo, darían para una discusión que no podría tener cabida en un comentario como el presente. Pérez Vejo las titula “¿historia de un fracaso?”, así, entre interrogantes, básicamente porque confiesa no estar seguro de si cabe hablar de ausencia de éxito en términos estrictos en la plasmación de una identidad nacional común al conjunto de los españoles. Mejor dicho, si miramos al presente que vivimos no queda más remedio que constatar el fracaso de facto –la existencia de los nacionalismos periféricos como alternativas cada vez más amenazantes- pero no cree el autor que esa situación sea imputable tanto a un modelo decimonónico, que básicamente funcionó bien, cuanto al resultado de un traumático siglo XX, con la presencia determinante de una larguísima dictadura (el franquismo) que, al apropiarse sectariamente de la nación, dejó tierra quemada a su alrededor.
Concretamente, aduce el autor, “si es que tenemos que hablar de fracaso, no sería tanto en la creación de una imagen nacional, sino en su difusión”. Aquí, obviamente, hay mucha tela que cortar. Es verdad, por una parte, todo lo que argumenta Pérez Vejo en el sentido de las insuficiencias del Estado y la administración decimonónicos para implementar una efectiva nacionalización del país, en la enseñanza, en la difusión cultural, en las propias instituciones: altísimo índice de analfabetismo, escasa penetración del Estado en la sociedad real, malos servicios, deficientes prestaciones, etc. Aun siendo todo ello incuestionable, como se ha dicho, no resulta una explicación totalmente convincente, por cuanto otros países europeos con las mismas dificultades e insuficiencias –pensemos simplemente en Italia, cuya unidad nacional fue además muy posterior- no presentan a día de hoy un cuestionamiento tan virulento y masivo de la identidad nacional.
Y por lo que respecta a la también antes aludida responsabilidad del Régimen del 18 de julio, a quien se atribuye la apropiación indebida de la imagen nacional decimonónica (y su conversión de liberal en autoritaria y excluyente), hay que decir que la explicación de los nacionalismos periféricos hispanos como fenómeno reactivo al franquismo es aún más incompleta e insuficiente. Baste solo apuntar dos datos: si seguimos en la perspectiva comparada, otras naciones –como Alemania, sin ir más lejos- vivieron un siglo XX aun más traumático que el español con la presencia de una dictadura atroz que llevó el nacionalismo alemán al paroxismo, y no por eso la Alemania de hoy rechaza en la misma medida que España sus principios políticos identitarios. En segundo lugar, el mero examen empírico del pasado arroja un dato tan elemental como contundente: los nacionalismos catalán, vasco y gallego son muy anteriores al franquismo. Es obvio que este exacerbó la tendencia de esas pulsiones nacionalistas pero desde luego ni la guerra civil ni el Caudillo ni su Régimen explican las tendencias centrífugas que se dan muy acusadamente hoy, pero de modo más contenido y latente a lo largo de casi toda la España contemporánea.
Junto a ello, Pérez Vejo argumenta que otra explicación posible del cuestionamiento actual de la nación española en amplias capas del país –no solo en los estratos nacionalistas sino en las izquierdas en general- estaría en lo que llama el carácter casticista de la idea de España que elaboró el pensamiento político decimonónico. Nuevamente se impone la matización o el recurso a los hechos. Reconociendo una vez más lo rechazable que resulta para un importante sector de la población española (por razones políticas, culturales o sociológicas) esos ecos de la España imperial de los Reyes Católicos, no debe olvidarse empero que los nacionalismos alternativos –por ejemplo, el catalanismo y, aún más claramente, el nacionalismo vasco- surgen con un componente conservador, reaccionario y hasta xenófobo que no ha sido obstáculo para su desarrollo y su pervivencia hasta nuestros días. ¿Es que se puede rechazar una España “de charanga y pandereta” en nombre de Sabino Arana, por poner un ejemplo? ¿Representa este acaso la modernidad? En este sentido, para culminar mi objeción, debo añadir que las izquierdas españolas, tan susceptibles a la hora de aparecer alineadas con un nacionalismo español que les ha resultado siempre (cuanto menos) sospechoso, no han tenido reparo alguno en aliarse siempre que han tenido ocasión con esos otros nacionalismos periféricos. Me limito a constatar un hecho repetido en nuestra reciente historia política, sin entrar en valoraciones.
Una última acotación sobre todas esas cuestiones. Los lectores menos familiarizados con el pensamiento político pueden pensar que la insistencia que se hace en este libro en un pasado inventado y en la ilusión de una idea nacional (española) realiza un flaco favor a la cohesión del país en unos momentos ciertamente complicados. Nada más lejos de la realidad en nuestra opinión. Como antes apuntamos, es un error el empeño de muchos de refutar determinados planteamientos nacionalistas en nombre de otro nacionalismo supuestamente genuino o anterior, pues esto supone aceptar sus presupuestos básicos. Apuntarse al concurso de cuál es la “auténtica nación” en el solar ibérico es un ejercicio tan estéril como melancólico. Dígase lo que se quiera en la controversia partidista, políticamente hablando y en las coordenadas actuales el nacionalismo español, acomplejado y vergonzante, no constituye el problema fundamental ni, mucho menos, supone una amenaza desde ningún punto de vista. Más bien, como dice Pérez Vejo, la clave estuvo en que, cuando llegó el momento de desmontar el tinglado de la dictadura, los artífices de la transición pensaron que el problema prioritario era el Estado, no la nación. Acometieron por ello la hercúlea tarea de edificar un nuevo tipo de estructura (no solo democrática sino ampliamente descentralizada: el llamado Estado de las autonomías), abandonando con ello a su suerte –a la indigencia más absoluta- un asunto decisivo, el de la identidad nacional, que necesitaba de un urgente reacomodo a la nueva situación. Ya se sabe que en política, más aún que en otros menesteres, el vacío lo llena rápidamente el más oportunista. Para decirlo al modo con que aquí lo expresa el autor, la “paulatina y creciente deshistorización de España” supuso la correspondiente “sobrehistorización de regiones y nacionalidades”.
En definitiva, para concluir, esas son las coordenadas que enmarcan la situación actual. A estas alturas, por tanto, empeñarse en plantear una vez más las supuestas peculiaridades españolas o volver a los términos esencialistas sería perfectamente inútil. Se impone un análisis más concreto. Pérez Vejo matiza al final de su libro que su objetivo no era explicar “por qué fracasó, si es que lo hizo, el proceso de construcción nacional en España, sino mostrar las principales características del retrato que le dio sustento”. No obstante, deja inmediatamente antes un apunte para la reflexión: “Quizás el problema sea mucho más de unas élites políticas, las españolas actuales, cuya indigencia intelectual a la hora de construir un proyecto de nación, no solo de Estado, resulta casi pavorosa”.

Algunos hombres buenos

Algunos hombres buenos. Octavio Ruiz-Manjón. Espasa, Barcelona, 2016. 256 pp. 19.90 €
Publicado en El Cultural, 25-3-2016.
http://www.elcultural.com/revista/letras/Algunos-hombres-buenos/37823

Cualquier lector o aficionado sabe que la bibliografía sobre la guerra civil española, aparte de ser abrumadora e inabarcable, adolece de un notable desequilibrio en la atención y enfoque de los investigadores. Mientras que los aspectos políticos o ideológicos han concitado un interés incalculable, otras vertientes, sin ser desatendidas, han quedado en segundo plano. Aún más determinante es la cuestión de que al tratarse de un acontecimiento controvertido, que sigue apasionando a los españoles, la polarización o cierto maniqueísmo constituyan tentaciones difíciles de sortear. De hecho, gran parte de la historia del conflicto que se hace en España –muy señaladamente en el ámbito universitario- concibe el papel del investigador de modo implicado y militante.
Por las razones sucintamente apuntadas, resulta inusual –aunque no debiera serlo- un libro como este. Su autor, Octavio Ruiz-Manjón (Córdoba, 1945), catedrático de Historia con una fecunda trayectoria investigadora y didáctica a sus espaldas, confiesa en el prólogo que no ha sentido especial atracción por estudiar la guerra civil. Ahora, en su madurez, se acerca a ella no con ánimo de vindicar o condenar a bando o facción alguna sino con el propósito de sacar a la luz comportamientos ejemplares. Entiéndase bien el planteamiento: no se trata de hallar santos o héroes al uso, un tanto estereotipados, sino personas normales y corrientes que, en un momento dado (ciertamente un momento dramático), supieron tener el coraje y la valentía de anteponer la compasión o el simple sentido de la justicia a la visceralidad fanática que se adueñó de la vida española.
Hay un factor particularmente emotivo en estas páginas y es que el autor parece haberse contagiado de la dignidad silenciosa que manifiestan los personajes de su relato. En efecto, se nota que Ruiz-Manjón ha hecho un esfuerzo sostenido y a la postre muy eficaz para narrar las vicisitudes de estos hombres y mujeres en un tono sencillo, contenido, como de confidencialidad pudorosa. Los protagonistas de este libro son personas que en general no buscaron protagonismo alguno. La violencia de la coyuntura les envolvió, como a tantos otros, en una dinámica perversa pero, lejos de dejarse arrastrar por ella, hicieron frente a la situación con las únicas armas de la generosidad y la conciencia. Por defender a los inocentes fueron a su vez víctimas inocentes, pero sufrieron tales penalidades sin aspavientos y sin buscar réditos. Arriesgaron su vida para salvar a otros y en algunos casos la perdieron.
Es congruente por ello que el autor pensara en un primer momento en agruparlos bajo el epígrafe de “gente cabal”. El cinematográfico título que finalmente los engloba, “algunos hombres buenos”, retrata con más fidelidad la susodicha dimensión de individuos corrientes que actúan con valor y abnegación en una situación excepcional. Por otro lado, se aplica en la obra otro filtro importante, el de seleccionar personas que sufrieron el conflicto en toda su extensión en suelo patrio, descartando tanto a quienes salieron pronto hacia el exilio como a los que murieron en el transcurso de la guerra. La única excepción es Unamuno, cuya presencia no requiere más justificación porque es una figura insoslayable en el aspecto que se examina en este volumen.
La galería de personajes se abre con Antonio Escobar, un guardia civil católico y republicano, que pagó con su vida esa amalgama. También a Julián Besteiro su coherencia le costó la vida. Melchor Rodríguez, el “carcelero humanitario”, se jugó el tipo por salvar a decenas de presos. Y así podríamos seguir con muchos otros, desde el médico Juan Peset al anarquista Ricardo Amor. La mayoría de ellos son nombres muy conocidos, que destacaron en sus respectivos ámbitos, como Manuel de Irujo, Julián Marías, Manuel de Falla o Antonio Machado. También hubo mujeres de esa talla moral, como Sanz-Bachiller, “viuda coraje”. Héroes discretos, todos ellos. Razón de más para que su ejemplo se recuerde en obras como esta, destinada al gran público, porque esta recuperación es también “memoria histórica”.