jueves, 11 de diciembre de 2014

La historia es un árbol de historias


La historia es un árbol de historias. Historiografía, política, literatura. Jordi Canal. Prensas de la Universidad de Zaragoza. Zaragoza, 2014. 340 pp.

Publicado en El Cultural, 5-12-2014.
http://www.elcultural.es/revista/letras/La-historia-es-un-arbol-de-historias-Historiografia-politica-literatura/35599

Jordi Canal (Olot, 1964), profesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, es el prototipo de historiador que no se siente a gusto encerrado con un solo juguete temático, por decirlo al modo de Marsé. Especialista en un principio en la historia del carlismo (al que dedicó su tesis doctoral y primeros trabajos), luego ha abierto sus investigaciones en múltiples sentidos y ámbitos variopintos, como los exilios, los nacionalismos, la historia política en general, las cuestiones metodológicas, las ideologías, las relaciones entre literatura e historia, etc.
Hago este recordatorio a modo de preámbulo porque enlaza directamente -y hasta explica- el contenido del volumen que nos ocupa. Ello se pone de relieve para empezar en el propio título, tomado de una bella metáfora de La guerra del fin del mundo, la colosal novela de Mario Vargas Llosa sobre el levantamiento brasileño de Canudos. La historia, dice Canal, no puede conjugarse en singular, sino partiendo de la base de que toda historia bien realizada es o debe ser “un árbol de historias”. Lejos de ser una frase hecha, el autor ansía sacar consecuencias prácticas de ese punto de partida: debemos tener presente, dice, que leer o escribir historia es siempre escribir o leer “una de las historias posibles” porque el pasado es una compleja maraña que resulta difícil ordenar. De ahí que pueda hablarse de “compromiso” del historiador, pero no a la manera tópica del militante partidista sino en forma de rigor y fidelidad (a la “historia bien hecha”) y hasta claridad, precisión y elegancia en la escritura, porque la historia es también un relato.
Teniendo en cuenta esas premisas se entiende mejor el derrotero de Canal en este libro y en su trayectoria investigadora en general. Como dice él mismo, prefiere las preguntas fructíferas a las respuestas prefabricadas, o antepone el acercamiento a los protagonistas del pasado -seres de carne y hueso- a las doctrinas esquemáticas y abstracciones restrictivas. Todo esto no se queda en el aire, en mero desiderátum, sino que se aplica a los campos que interesan al autor. Y aquí entra en juego el subtítulo del libro: “Historiografía, política, literatura”. He ahí el marco en el que se mueven los trabajos que se recopilan en esta obra, doce en total, elaborados originalmente para diversas instancias a lo largo de los últimos quince años.
Es verdad que, desde una perspectiva amplia, puede parecer en un primer momento que, como es usual en este tipo de compilaciones, la dispersión predomine sobre la homogeneidad. Hasta cierto punto es así -sería absurdo negarlo-, pero no es menos cierto que la hábil estructuración en cuatro bloques o secciones y la propia voluntad de Canal por trascender en cada tema un tratamiento unilateral o reductivo, dota al conjunto de un tono más uniforme de lo que es habitual en estos casos. El propio relieve de los asuntos tratados contribuye por otro lado a que el libro se lea con interés en todo momento. Las dos primeras partes, que abarcan seis capítulos, se dedican a temas historiográficos, bien sea centrándose en nombres propios (Marc Bloch, Maurice Agulhon), bien sea abordando cuestiones de método o enfoque (la perspectiva americana en la historia de España, los mitos y modelos a la hora de hacer historia) o, bien sea, en fin, tratando cuestiones más específicas como la conceptuación de sociabilidad o el asunto de los exilios.
La tercera sección, bajo el epígrafe de “Guerras, políticas y emociones” se consagra a la historia política propiamente dicha, centrándose en un activista (Ruiz Zorrilla), una ciudad en un momento crucial (Gerona, 1808) y una emoción que genera un movimiento colectivo (la “Grande Peur” de 1789). Por último, el cuarto bloque está dedicado a la literatura o, mejor dicho, se centra en tres grandes escritores que tienen en común, pese a su disparidad ideológica, la decidida voluntad de plasmar en sus obras el latido del momento histórico que vivieron: Max Aub, Josep Pla y Jorge Semprún. Con ellos se propicia una reflexión en la línea del famoso aserto de Vargas Llosa: cómo con fabulaciones (técnicamente “mentiras”) se puede acceder a una verdad más profunda que la proporcionada por los hechos desnudos.

jueves, 4 de diciembre de 2014

La cripta de Franco

LA MEMORIA HISTÓRICA, LAS FOSAS,
LA CULTURA, FRANCO Y SU CRIPTA

Publicado en “Revista de Libros”, revistadelibros.com, noviembre 2014.

http://www.revistadelibros.com/resenas/la-memoria-historica-las-fosasla-cultura-franco-y-su-cripta

Jeremy Treglown: La cripta de Franco. Viaje por la memoria y la cultura del franquismo. Traducción de Joan Andreano Weyland. Ariel, Barcelona, 2014. 358 pp.


La labor del crítico se desarrolla siempre en un contexto de ideas, tendencias, convenciones e intereses (puros o espurios) que condicionan inevitablemente las valoraciones que efectúa. No obstante, uno de los artificios que todos construimos y sustentamos lleva a establecer como ideal realizable y a menudo realizado una disposición de frialdad, casi asepsia, en el examen crítico de cualquier creación, una actitud que recuerda a esas consabidas “suspensiones de incredulidad” con que nos enfrentamos a obras imaginativas. Lo cierto, empero, es que cuando el crítico se enfrenta a cualquier obra dispone de unas informaciones previas y, en función de ellas, tiene ya bosquejada una cierta idea del libro en cuestión y unas expectativas con respecto al autor, así como una determinada disposición con respecto al tema que trata, por no alargarnos ahora en otros aspectos, no siempre menores.
Si reconozco explícitamente estos lugares comunes, es porque considero que son de particular aplicación a este caso. Sabía de la investigación de Jeremy Treglown antes incluso de que se publicara la versión original, inglesa, del volumen que nos ocupa. Salió hace algo más de un año con el título de Franco’s Crypt. Spanish Culture and Memory since 1936 y, por motivos que no interesan en este momento, no pude leer entonces la publicación. Sí leí en cambio con interés por aquel tiempo una reseña de Felipe Fernández-Armesto en The Times Literary Supplement (“After the Generalísimo”, TLS, 13 de noviembre de 2013 ) y poco después una larga tribuna de Vicente Molina Foix en las páginas de El País (“Abrir la cripta de Franco”, EP, 16 de febrero de 2014 ). El análisis de Molina, una especie de larga reseña que no se declaraba como tal, llevaba como subtítulo inequívoco “Errores y omisiones en un reciente estudio británico sobre España” y era, en efecto, singularmente crítica, casi hostil, con el trabajo de Treglown. El balance claramente desfavorable que, en opinión del crítico, arrojaba el ensayo del británico quedaba potenciado por los párrafos que se resaltaban tipográficamente (“El estudio fracasa por la minusvaloración del papel de la poesía o la confusión sobre el cine”. “El autor dedica una línea a Miguel Hernández, pero habla de Massiel o de Cuéntame”) y motivó una respuesta dolida del propio Treglown que publicó el mismo periódico en sus “Cartas al director” (“Falsa impresión”, EP, 18 de marzo de 2014 ).
Confieso que el tono de Molina Foix, tan acre y displicente, provocó en mí un efecto opuesto de simpatía hacia el autor, inmediatamente potenciado por los elogios hacia el libro de un escritor, Antonio Muñoz Molina, cuyas opiniones me merecen bastante respeto: “This is the most comprehensive, most perceptive book on Spain that I have read for a long time” (esta misma frase –traducida- aparece también en la contraportada de la edición española). Por si fuera poco, mi propia experiencia investigadora con la bibliografía extranjera sobre los usos y costumbres españoles a lo largo de los siglos –desde los “curiosos impertinentes” a los “nuevos románticos”- me ha llevado desde hace tiempo a valorar e incluso a disfrutar tales aportaciones, no porque juzgue de manera ingenua o acomplejada que la extranjería signifique de algún modo un valor añadido sino sencillamente porque he podido constatar que con frecuencia la mirada foránea es capaz de aportar elementos de comprensión (el bosque en su conjunto) allá donde la proximidad no nos deja ver lo esencial. En fin, cuento todo esto para perfilar adecuadamente cuál era mi disposición previa a la lectura de la versión en castellano del libro de Treglown y también -¿por qué no decirlo?, aunque sea adelantar ya conclusiones- que mi relativa y matizada decepción final no sólo no obedece a una predisposición negativa sino que, muy al contrario, se ha producido a pesar de que abrí sus páginas con expectación rayana en la simpatía.
Si insisto en esos pormenores es porque la tesis del libro es polémica hasta el punto de que, aquí y ahora, aunque menos que hace algunos años, sigue levantando pasiones, gestos viscerales y ademanes radicales, no solo entre un público ad hoc, enragé, más o menos movilizado, sino incluso entre teóricos y especialistas, empezando claro está por los propios historiadores. Por ello quiero dejar bien claro que mi distanciamiento de Treglown no deriva de lo fundamental, porque suscribo plenamente el principio que sustenta la investigación del autor británico, el de que la cultura española bajo Franco nunca fue el erial que ha pretendido un importante sector de la oposición al dictador. Si la estimación del libro de Treglown ha de medirse por la robustez con que mantiene y ejemplifica dicha tesis, su valor es incuestionable.
En la línea que suele ser usual en el ensayismo anglosajón, el susodicho planteamiento se expone y desarrolla en términos más empíricos que especulativos (bien es verdad que a costa de acumular en ocasiones elementos heterogéneos). No obstante, el autor desliza de vez en cuando valoraciones que afectan no solo a la cantidad y calidad de la producción cultural de la época sino al hecho mismo de que se hiciera bajo la dictadura. Aquí los suspicaces tendrán otro motivo para la discordia. ¿“Bajo Franco” significa “gracias a Franco” o “a pesar de Franco”? Al comentar el memorándum de Fernández del Amo sobre lo que debía ser un museo de arte contemporáneo, se pregunta Treglown retóricamente que quién podría sospechar que tal propuesta “se escribió no solo bajo, sino para la dictadura de Franco” (p. 103). Algo más adelante, examinando la cosecha pictórica, comenta el trabajo de cuatro grandes artistas del momento, Chillida, Tàpies, Millares y Saura. Artistas, recalca, de celebridad internacional, que… “vivieron y trabajaron en la España de Franco” (p. 107). Las mejores películas que se hicieron bajo el régimen, a pesar de la censura, desafiaron la versión oficial de la historia reciente: “en el cine español nunca hubo un pacto de olvido” (p. 219). Por si fuera poco, se subraya en más de una ocasión que muchos de los males que los antifranquistas atribuyeron a la cerrazón de la dictadura estaban lejos de ser específicos de esta: “El control de la industria cinematográfica por el gobierno no fue iniciativa de los nacionales, y tampoco fue exclusivo de España” (p. 232).
Supongo que más de uno piensa a estas alturas que con esos mimbres se construye una visión edulcorada de la España franquista en la línea de cierto revisionismo historiográfico y mediático. Es verdad que se dedican excesivas páginas al fenómeno Moa (pp. 156-163), pero más como fenómeno sociológico o de arraigo de unas determinadas actitudes políticas que como historiador serio . Pero, por otro lado, el libro se abre y termina en un marco fúnebre, con exhumaciones, fosas comunes y familiares que buscan a sus víctimas (las de la guerra civil, naturalmente, o la posterior represión franquista). De hecho, a este tema se dedica una atención desmesurada para un libro que pretende ser básicamente un retrato sociológico-cultural: el capítulo 1, “Mala memoria” tiene como espacio privilegiado el cementerio de San Rafael, en Málaga, que alberga más de cuatro mil personas “ejecutadas sin juicio previo entre 1936 y 1955”. El segundo, “¿Las tumbas de quiénes?”, tiene un título tan explícito que ahorra glosa alguna. El tercero trata de otro tipo de tumbas, la de los pueblos sacrificados y sepultados para construir los famosos embalses de la dictadura, “los pantanos del caimán”. En el cuarto, como también se indica desde el propio título, “Las criptas de Franco”, volvemos a las inhumaciones, pero esta vez a lo grande, para tratar la necrofilia franquista, con el Valle de los Caídos como asunto central, aunque se abordan otros asuntos colaterales, desde la construcción de un museo local sobre la guerra civil en una pequeña localidad andaluza (Almedinilla) a la situación actual del Pazo de Meirás. En total el lector ha de esperar cerca de cien páginas –casi la tercera parte del texto, descontadas las notas- para que se aborde la cultura española de la época, y aun así, el protagonismo de la guerra en su sentido más dramático –torturas, fusilamientos, atrocidades- es poco menos que asfixiante. De hecho, el decepcionante “Posfacio”, lejos de ser una recapitulación o algo parecido a unas conclusiones, da unas pinceladas sueltas que terminan nuevamente en el mismo sitio en que empezó el recorrido, el cementerio de San Rafael.
El último capítulo de la primera parte aborda la producción artística bajo el franquismo tomando como referencia los nombres más señeros o las realizaciones más impactantes desde el punto de vista foráneo, como el Museo de Arte Abstracto de Cuenca (“el museo más hermoso del mundo”). Toda la segunda parte está dedicada a determinados campos de la cultura española desde la posguerra a nuestros días, con especial énfasis en la narrativa (a la que se dedican tres capítulos). Otro se ocupa de la historia –también con un protagonismo absorbente de la guerra: de hecho su epígrafe es “las guerras de la historia”- y uno más de la producción cinematográfica (con el incongruente título de “las películas de Franco”, cuando la tesis es precisamente que la inmensa mayoría de las películas españolas de calidad fueron “contra Franco”). No nos vamos a poner puristas a estas alturas y hacer recuento de todo lo que falta en este recorrido, como hacía Molina Foix cuando echaba en cara al autor la clamorosa ausencia de toda la cosecha poética del período. Al fin y al cabo esto no es un manual sino un ensayo y, por tanto, debe aceptarse sin cortapisas que Treglown seleccione el material y el registro más adecuado para sus fines. Otra cosa distinta que sí puede y debe juzgarse es si los resultados están acordes con los objetivos propuestos. Y he aquí, me temo, donde surgen más serias dudas acerca de la consecución del propósito.
Entrar ahora en los múltiples errores puntuales, imprecisiones o inexactitudes del texto sería tedioso. Me limito a consignar, solo a guisa de ejemplo: “hicieron falta tres años para redactar y ratificar la Constitución” (p. 23); el pintoresco uso del concepto de feudalismo (pp. 92-93: “la duquesa continuó haciendo gala de feudalismo”); a Unamuno “en 1939 se [le] había echado de su cátedra en Salamanca por estar del lado equivocado” (p. 118); Picasso en su “Sueño y mentira de Franco” ataca a este “por haber destruido la España tradicional” (p. 126). Más grave, desde el punto de vista del paradigma historiográfico vigente, es que Treglown siga sustentando en el fondo la interpretación de la especificidad española: “pese a su integración en Europa”, el país es en muchos aspectos “distintivo” o, por decirlo con toda la formulación tópica, “España aún parece diferente” (p. 5). Y más grave aún, en mi opinión, es que una persona de la formación universitaria de Treglown opte, más que por el análisis en profundidad, por el típico formato de crónica periodística: no es solo que mezcle muchas cosas y muy diversas –la guerra y su huella, el cine, Franco, la memoria histórica, las fosas, la literatura, los pantanos, la censura, la Academia de la Historia, etc.- sino que realiza un batiburrillo entre elementos nimios, anécdotas e incidentes -por una parte-, con grandes decisiones políticas, obras maestras o grandes realizaciones culturales -por otra-, sin gradación alguna, como si todo significara lo mismo o se moviera en el mismo plano.
Todo ello no obsta para reconocer que el libro de Treglown contiene no pocas páginas brillantes (sobre todo en su tramo central), certeras intuiciones y una aguda exploración de determinados autores y algunas de sus obras fundamentales (en especial cuando aborda el examen de novelas y películas). Otra cosa distinta es que se discrepe de sus valoraciones como cuando compara a Gironella con Joyce y Grossman, o a Ferlosio con Beckett. Pero en conjunto es difícil escapar a un cierto efecto de insatisfacción al acabar el libro. ¿Digno? Sí, pero nada más. Para el que desconozca todo o casi todo sobre España puede ser una aproximación útil. Pero la mirada de Treglown difícilmente aportará algo novedoso al público español. Aunque quizás, en el fondo, todo esto pueda también reducirse a una cuestión de expectativas, como se decía al comienzo de este comentario.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Unamuno

UNAMUNO.
EL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA

Publicado en La Aventura de la Historia, nº extra, noviembre 2014, pp. 108-115.

Un bel morir tutta la vida onora escribió Petrarca, haciéndose eco de la sabiduría clásica (“una muerte virtuosa redime una vida torpe” había enseñado Tácito). A don Miguel de Unamuno y Jugo se le podía aplicar con propiedad esa sentencia, no desde luego porque fuera torpe su vida, ni mucho menos, sino porque tuvo un final memorable y digno, propio del héroe trágico que siempre anheló ser, que le redimió a ojos de muchos de sus compatriotas de los titubeos, contradicciones e incluso torpezas que le habían granjeado tantas incomprensiones y enemistades.
En la Salamanca militarizada de 1936, cuando se había desatado una represión inmisericorde que afectaba no solo a los opositores al levantamiento franquista –partidos obreros, sindicatos, militantes izquierdistas o simpatizantes republicanos- sino a los desafectos de cualquier tipo, a los tibios o cualquiera que despertara la más mínima sospecha, el aún nominalmente rector de la Universidad (pese a llevar ya tiempo jubilado) fue la única voz que se alzó públicamente para decirles a la cara a los sublevados “Venceréis pero no convenceréis”. Desafiando las armas y los amenazantes brazos en alto, un anciano digno, valeroso, indignado y aún enérgico pronunció la pieza oratoria más emocionante de la guerra civil.
El 12 de octubre, “día de la Raza”, en el solemne acto académico del Paraninfo, en presencia de doña Carmen Polo, esposa de Franco, del general Millán Astray y sus legionarios y de todas las fuerzas vivas de la ciudad, civiles y militares, Unamuno clamó contra el odio infecundo y la sangre inútilmente derramada. Frente a la fuerza bruta mantuvo la fuerza de la razón y contra el grito histérico del mutilado fundador de la Legión (“¡Viva la muerte!”) defendió la persuasión de la inteligencia, que era precisamente lo que en su sentir faltaba a los sublevados.
En aquel clima de terror, cualquier otro que no hubiera tenido la edad y el prestigio de Unamuno no habría escapado vivo del recinto. En cierto modo, también el viejo rector salió herido de muerte. Acosado e insultado, vivió recluido en su domicilio, casi prisionero, tan solo dos meses y medio más. El último día de aquel mismo año fallecía don Miguel, aún obsesionado por el grito necrófilo que se había hecho cruenta realidad a lo largo y ancho de su país. Una patria, España, más madrastra que nunca.

Entre guerra y guerra

Es verdad que, mirados más de cerca, el comportamiento y las actitudes del pensador vasco en su último semestre de vida daban pábulo a todo tipo de interpretaciones y malentendidos. Lejos de ser ejemplar, su conducta pública desde el 18 de julio –en manifiesto contraste con las tribulaciones que confesaba en privado o sotto voce- había sido como mínimo imprudente. Su decepción por la deriva del régimen republicano, que a su modo contribuyó a hacer posible, y su particular inquina contra Azaña le habían llevado a adherirse al Alzamiento. Pensaba o, mejor dicho, quería pensar que los militares salvarían a España del caos y las hordas rojas. Creyó en fin que traerían la ansiada regeneración quienes solo entendían de depuración mediante el exterminio del disidente.
A don Miguel le gustaban las paradojas. Su vida misma estaba llena de ellas pero, además, le gustaba provocar así a sus compatriotas, no solo como recurso retórico sino sobre todo como método para sacarles de la modorra secular, al modo costista. Entre las incitaciones más repetidas a lo largo de su trayectoria intelectual estaba precisamente la de la guerra civil. ¡Un hombre culto, una inteligencia preclara, proclamando que solo la guerra civil podría salvar a España! Aunque la mayoría de las veces el filósofo aclaraba que hablaba en términos metafóricos –una guerra civil incruenta- era evidente que el uso reiterado de ese concepto en las circunstancias españolas constituía, como poco, en un hombre de su proyección pública, una gran irresponsabilidad. El propio Unamuno se dio cuenta de ello… cuando ya era demasiado tarde.
La guerra, y muy en particular la guerra civil, fue una sombra recurrente a lo largo de su vida. Había nacido en el seno de una familia de clase media en Bilbao el 29 de septiembre de 1864. A comienzos de 1874 un jovencísimo Miguel vive con expectación infantil el cerco carlista y los bombardeos de su ciudad natal, en una de aquellas guerras civiles que jalonaron el convulso siglo XIX español. El episodio le servirá para ambientar su primera novela, Paz en la guerra, publicada en 1897 (por cierto, con poco éxito).
Este último año es el tercero de la insurrección cubana, un conflicto que desangra a un país ya de por sí sumido en el atraso y la pobreza. Pese a ello, las altas autoridades civiles y militares (de Cánovas a Weyler) alardean de que se empleará “hasta el último hombre y la última peseta” en mantener los últimos restos del Imperio español en el Caribe. Unamuno, a la sazón ya catedrático de Griego en la Universidad de Salamanca, escribe en la Lucha de clases, periódico socialista dirigido por Valentín Hernández, apasionados artículos contra la guerra. Uno de ellos provocó una persecución judicial de la que Unamuno se escabulló no muy gallardamente, dejando que en su lugar se encarcelara al director de la publicación.
Algunos años más adelante, ya en la segunda década del siglo XX, toda Europa primero y el mundo entero seguidamente se convulsionan con la mayor conflagración bélica hasta entonces conocida, no en vano denominada en un principio la “Gran Guerra”. Aunque España fue de los pocos países que mantuvo una neutralidad que le libró de entrar en la carnicería, la sociedad española se conmocionó y fracturó en un durísimo debate interno –hubo quien habló de una peculiar contienda civil- entre los partidarios de uno y otro bando, aliadófilos y germanófilos. El reputado rector de Salamanca hizo valer su prestigio para apoyar con suma vehemencia la “causa de la libertad” (la opción francesa) frente al cerrado autoritarismo que se atribuía al otro sector.

Intelectual comprometido… e irritado

Esas y otras muchas tomas de posición en el debate público y la controversia política durante el convulso reinado de Alfonso XIII (al que, por cierto, profesaba una especial inquina) granjearon a Unamuno una justa vitola de intelectual comprometido con la libertad, su país y su tiempo, siempre en una línea de crítica progresista que, por decirlo con el afán de la época, podría situarse grosso modo dentro de la corriente regeneracionista. La resuelta y temprana oposición a la Dictadura de Primo de Rivera –tanto más estimable cuanto que no pocos intelectuales y políticos sedicentemente progresistas sucumbieron, por lo menos al principio, a los cantos de sirena del Dictador- le valió el destierro, primero en Fuerteventura (1924) y luego en París y Hendaya (hasta 1930).
El exilio intensificó algunos de los rasgos más negativos de su carácter, como el pesimismo, la desesperanza o la queja amarga y muchas veces injusta, por desmesurada. Los escritos en la capital francesa están llenos de lamentaciones por el panorama desalentador que halla por doquier en el sombrío y siniestro otoño parisiense. Y cuando mira a su país no ve más que motivos para el recelo, el abatimiento y la melancolía. La pasión de España se convierte así en desesperación de España (“¡España! ¿A alzar su voz nadie se atreve?” dice uno de sus sonetos).
Con razón o sin ella, Unamuno –tan egoísta en la vida cotidiana como egotista en el plano intelectual- tiende a lamentarse de todo y por todo. En realidad, hasta ese momento, no le había ido tan mal en la vida, si la situamos en el contexto de lo que era usual en la España de la época. Se había criado en el seno de una familia acomodada y en un ambiente hasta cierto punto liberal, había podido llegar a hacer estudios superiores, había ganado una cátedra en una de las más prestigiosas universidades del país, había accedido pronto (1900) al rectorado de la misma, había publicado numerosas obras de los más variados géneros que le procuraron un merecido prestigio y era en fin uno de los intelectuales más influyentes del país. Desde el punto de vista personal, se había casado en 1891 con Concha Lizárraga, que fue siempre –desde que la conoció de jovencito y hasta su muerte en 1934- la mujer de su vida. Con ella tuvo nueve hijos.
La otra cara de la moneda la constituía no tanto los sinsabores y desgracias como la forma concreta en que Unamuno había afrontado la parte menos grata de la existencia. Dicho claramente, es cierto que la enfermedad y la muerte rondaron el entorno familiar de Unamuno desde la niñez: su padre falleció en 1870, cuando apenas contaba seis años de edad y por esas mismas fechas murieron también algunos familiares muy próximos, unas contingencias –todo lo penosas que se quieran- que eran no obstante bastante usuales en la España del momento. Lo decisivo, más que esas circunstancias aciagas, fue el medio en el que se formó el joven Miguel, un ambiente opresivo, sombrío y luctuoso. Ahí se forjó el carácter que luego le distinguiría: austero, tacaño, puritano, autoritario, exaltado, huraño, neurótico.
Este último rasgo se vio intensificado por dos sucesos desgraciados de su vida, la crisis de angustia del 22 de marzo de 1897 (que marcaría un hito en su trayectoria intelectual y espiritual) y, aún en mayor medida, la terrible enfermedad y posterior fallecimiento de su querido hijo Raimundín en noviembre de 1902, con solo seis años de edad. Estos hechos infaustos incrementarán su ya asentada propensión a ver el mundo en su vertiente más negativa. El abatimiento, la amargura, el lamento, la angustia y el desgarro serán compañeros habituales de sus días y reflexiones, dibujando una trayectoria vital más amarga, íntimamente desdichada y hasta algo mezquina que propiamente trágica.

Don Quijote como héroe trágico

Sin embargo, Unamuno luchó con todas sus fuerzas para apropiarse en el plano intelectual de esa dimensión trágica de la existencia como elemento consustancial a su vida y su pensamiento. Y en cierta manera lo logró. No es exagerado decir que uno de sus títulos más emblemáticos, Del sentimiento trágico de la vida (1913), le retrata y le representa como ningún otro. Y si añadimos otra obra insoslayable, La agonía del cristianismo (1925), disponemos de las claves fundamentales para enmarcar su cosmovisión: el filósofo vasco vive y teoriza su peculiar fe cristiana como agonía, sufre en sus entrañas el dolor de España, entiende el patriotismo como militancia trágica, está obsesionado con la muerte y, sobre todo, con lo que esta representa para el ser humano (su limitación, su finitud). Unamuno, en fin, solo concibe la vida como desafío a la muerte, como combate trágico, como lucha agónica. Con razón dijo Antonio Machado que el rector salmantino fue, entre todos los pensadores hispanos que hollaron ese campo, el más rebelde y el menos senequista, porque nunca quiso someterse a su destino mortal.
Es congruente con todo ello que uno de sus héroes preferidos sea Don Quijote. En su caso no se trata propiamente de una referencia ideal o idealizada, sino de algo más complejo, pues él mismo se siente implicado en un trágico combate quijotesco contra el mundo, la vida y, en un plano más concreto, contra un país secularmente estancado y unos compatriotas abúlicos o pancistas.
Pero casi nada es lineal en nuestro autor: su fijación quijotesca pasa por dos fases bien diferenciadas, casi antitéticas. Cuando escribe En torno al casticismo (1895), asume la perspectiva progresista convencional para superar la postración española: olvidar la locura quijotesca que nos ha traído tantos males, matar incluso a Don Quijote “para que resucite Alonso Quijano el Bueno”. Diez años después, en Vida de Don Quijote y Sancho (1905), da un giro radical: hay que “rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón”. La locura quijotesca no solo es necesaria, sino redentora. Aunque lo dejen solo, el caballero heroico nos marca el camino… Es difícil sustraerse a la impresión de que Unamuno se refería no solo al héroe cervantino sino al papel que él mismo ansiaba desempeñar en la complicada coyuntura española.
Por ello, decir tan solo que don Miguel fue un incansable inconformista es quedarse muy corto. Fue un rebelde indomable y un heterodoxo recalcitrante en todos los campos que transitó, que fueron muchos: el ensayo, la filosofía, el artículo periodístico, la novela, el relato corto, el teatro, la poesía… La antes mencionada crisis de 1897 le alejó para siempre de un credo socialista sui generis y le sumió en una incertidumbre existencial que ya no abandonaría nunca. Por eso su cristianismo nada tiene de convencional. Unamuno quiere creer porque no puede entender ni, mucho menos aceptar, que estemos abocados a la nada. Por eso interpela a Dios de modo angustioso para, a renglón seguido, desesperarse con su silencio.

El hombre de carne y hueso

Frente a las abstracciones reduccionistas habituales en la reflexión filosófica –la razón, la conciencia, el sujeto, etc.- el pensador español siempre enfatizó que su punto de referencia era el ser humano concreto: la suya, decía, era siempre la perspectiva del hombre de carne y hueso, el que duda, ama, lucha y sufre. Aunque muchas veces tendamos a poner en primer plano sus contradicciones, en el pensamiento unamuniano hay también unas constantes que se reflejan no solo en sus obras más teóricas o reflexivas, sino en otras modalidades literarias aparentemente menos propicias. El pensador aprovechó su incursión por otros géneros para dar rienda suelta a sus obsesiones como preguntas sin contestaciones. Porque él sabía muy bien que las cuestiones más trascendentales para el ser humano no tenían respuesta.
Todo ello es muy patente en su poesía, injustamente minusvalorada en el conjunto de su producción. Aquí se pone de manifiesto que su fe no surge de la razón sino de la angustia y la desesperación del hombre. Es por ello una fe que se empapa en sangre. Más español que nunca, Unamuno reivindica los Cristos sanguinolentos de la tradición hispana, porque el propio Cristo culminó su misión derramando su sangre con un padecimiento atroz. A ese Cristo que no oculta el sufrimiento (Cristo de Velázquez, Cristo yacente de Santa Clara), Unamuno le hace preguntas angustiadas. Creer en Dios, escribe con sinceridad conmovedora, “es anhelar que le haya”. Para nuestro autor el tormento vital no deriva de los espantajos habituales –la posibilidad del infierno, el castigo eterno- sino del hecho ineluctable de la muerte y la posibilidad –esta sí tenebrosa- de que tras ella se abra la nada, el vacío absoluto.
En sus relatos, cuentos y novelas hay también una marcada tendencia a expresar teorías y problemas, dilemas intelectuales y conflictos existenciales. Son en su mayoría, por no decir en su totalidad, narraciones de ideas, cuando no de tesis. Están imbuidas de un espíritu triste, como si su autor volcara la imagen deprimente que le produce el país y el paisanaje (no, por cierto, el paisaje, que cantó en forma magistral en sus libros de viaje). De este modo, el conflicto individual se inserta en el marasmo colectivo. Si la vida humana es siempre de por sí debate agónico, ¿qué decir entonces de ese ser humano que ha tenido la suerte y la desdicha de nacer español? Los conceptos que suele emplear para aludir a la circunstancia española que le toca vivir son bochorno, vulgachería, anemia, decrepitud, pobreza moral… En el mejor de los casos, “somos un pueblo de pordioseros arrogantes”, clama con su característica vehemencia, desmesura y visceralidad.
Su pesimismo en cualquier caso es siempre combativo. El dolor es consustancial a la conciencia humana. A veces, sin embargo, como a todo mortal, le gana el abatimiento. Al fin y al cabo, ¿para qué tanto combate? ¿No sería mejor disolverse en la nada de una vez? El destino del hombre es ser para la muerte, se dice en diversas ocasiones y de diversas formas en Niebla (1914). Y en San Manuel Bueno, mártir (1930), nos parece oír al Unamuno más íntimo cuando confiesa: “Mi alma está triste hasta la muerte”.
Desde el punto de vista intelectual durante el primer tercio del s. XX solo Ortega y Gasset le superó en prestigio e influencia. Polemista brillante, erudito, provocador, el gran problema de don Miguel fue su ego hipertrofiado, su carácter displicente y abrupto, su individualismo exacerbado. Él mismo se justificaría con frecuencia aludiendo a que estaba en permanente guerra interior –como el machadiano guerra con sus entrañas-, pero lo cierto es que a Unamuno le costaba tener discípulos y aun simpatizantes porque su trayectoria ideológica y personal estaba llena de desplantes y zigzagueos, cuando no de clamorosas contradicciones. Más admirado que seguido, más temido que amado, fue también –quizá por todo ello- bastante incomprendido, cuando no acremente vituperado por sus coetáneos. Aun hoy, como reconocen sus propios biógrafos (Jon Juaristi, el último) sigue siendo un personaje a todas luces incómodo. Volviendo al principio, el incidente de Salamanca le dio la oportunidad postrera: la de terminar siendo al final de su vida el Quijote que siempre aspiró a ser. El Caballero heroico y solitario contra “los hunos y los otros”.

Castilla, España, Europa
Aunque vasco de nacimiento, Unamuno fue uno de los autores del s. XX –al mismo nivel, por poner dos casos paradigmáticos, de Azorín u Ortega- que más insistió en la esencia castellana de España. Castilla, lo castellano, el casticismo o la catolicidad se amalgaman así como elementos fundadores o determinantes de España: “Castilla, sea como fuese, se puso a la cabeza de la monarquía española y dio tono y espíritu a toda ella; lo castellano es, en fin de cuenta, lo castizo”. Son las reflexiones de En torno al casticismo. Unamuno enfatiza: “Castilla paralizó los centros reguladores de los demás pueblos españoles, inhibióles la conciencia histórica en gran parte, les echó en ella su idea, la idea del unitarismo conquistador, la de la catolización del mundo, y esta idea se desarrolló y siguió su trayectoria castellanizándolos. Y de los demás pueblos españoles brotaron espíritus hondamente castellanos, castizamente castellanos, de entre los cuales citaré por ejemplo a Íñigo de Loyola, un vasco. (…) Esta vieja Castilla formó el núcleo de la nacionalidad española y le dio atmós¬fera; ella llevó a cabo la expulsión de los moros, a partir del país de los castillos le¬vantados como atalayas y defensas, y clavó la cruz castellana en Granada; poco después descubrieron un Nuevo Mundo galeras castellanas con dinero de Castilla, y se siguió todo lo que el lector conoce”.
España se enfrenta así, según Unamuno, a un dilema desgarrador: debe decidir entre ser consecuente con sus esencias (Castilla, lo castizo, su peculiar historia) o seguir la vía de otras naciones del occidente europeo (europeización, cientificismo, modernización). Aunque el rector salmantino mantuvo distintas y encontradas opiniones sobre el particular a lo largo de su dilatada existencia, una de las más características y audaces de sus propuestas se cifraba en la “españolización de Europa”: “Tengo la profunda convicción, por arbitraria que sea -tanto más profunda cuanto más arbitraria, pues así pasa con las verdades de fe- (…) de que la verdadera y honda europeización de España, es decir, nuestra digestión de aquella parte de espíritu euro¬peo que puede hacerse espíritu nuestro, no empezará hasta que no trate¬mos de imponernos en el orden espiritual a Europa, de hacerles tragar lo nuestro, lo genuinamente nuestro, a cambio de lo suyo, hasta que no tratemos de españolizar a Europa...”

La patria profunda: la intrahistoria, el paisaje
Unamuno fue un hábil urdidor de frases brillantes, paradojas provocadoras y certeras conceptuaciones. Polifacético, erudito, plurilingüe y, como resultado de todo ello, maestro del lenguaje, Unamuno acuñó algunos conceptos que forman ya parte del acervo cultural español. Como por ejemplo el de “intrahistoria”, tan bien explicado por él mismo que hace ociosa glosa alguna: “Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del “presente mo¬mento histórico”, no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristali¬za en los libros y registros, y una vez cristalizada así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida intrahis¬tórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de la vida silen¬ciosa de los millones de hombres sin historia que a todas las horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que, como la de las madrépo¬ras suboceánicas, echa las bases sobre que se alzan los islotes de la Historia... Esa vida intrahis¬tórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustan¬cia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradi¬ción mentira que se suele ir a buscar al pasado enterrado en los libros y papeles y monumentos y pie¬dras...”
El alma del pueblo es indisociable del medio que lo acoge, la naturaleza física. Unamuno, gran viajero, fue también un admirador y un inspirado poeta del paisaje ibérico, como puede verse en sus hermosos libros de viaje. Entre ellos, Por tierras de Portugal y España (1911) y Andanzas y visiones españolas (1922). La amalgama entre el elemento físico y espiritual será una constante en el paisajismo unamuniano, que encuentra el alma española retratada en la soledad y aridez de la Meseta. “No despierta este paisaje sentimientos voluptuosos de alegría y de vivir”. Por el contrario, insiste, aquí “se achica el hombre” y se “siente en medio de la sequía de los campos sequedades del alma”. Sequedad del terreno, rugosidad del alma. Esa es la autentica realidad española.


BIBLIOGRAFÍA BÁSICA UNAMUNO

-González Egido, Luciano: Miguel de Unamuno, Junta Castilla y León, Valla¬dolid, 1997.
-Juaristi, Jon: Miguel de Unamuno, Taurus, Madrid, 2012.
-Rabaté, Colette y Jean-Claude: Miguel de Unamuno, Taurus, Madrid, 2009.
-Roberts, Stephen G. H.: Miguel de Unamuno o la creación del intelectual español moderno, Universidad de Salamanca, 2007.

martes, 18 de noviembre de 2014

Dos libros sobre Suárez


La sombra de Suárez. Eduardo Navarro. Prólogo de Jorge Trías Sagnier. Plaza Janés, Barcelona, 2014. 336 pp.
El año mágico de Adolfo Suárez. Rafael Ansón. La Esfera de los Libros, Madrid, 2014. 320 pp.

Publicado en “El Cultural”, 14-11-2014.

http://www.elcultural.es/revista/letras/La-sombra-de-Suarez-El-ano-magico-de-Suarez/35485

La Transición y la Guerra Civil son las dos fases de la reciente historia española que más atención han recibido por parte de los especialistas en las últimas décadas. Dentro del interés historiográfico hacia la Transición, el foco se ha puesto habitualmente en su artífice más mediático, Adolfo Suárez. Así lo hacen también los autores de los libros que comentamos, Eduardo Navarro y Rafael Ansón. Otros tres rasgos significativos en común presentan estos volúmenes: están escritos por estrechos colaboradores de Suárez en su etapa más decisiva, retratan con abierta admiración al político abulense y, en tercer lugar, los dos autores se presentan como hombres más cómodos entre bambalinas que en el candelero.
Lo mejor que puede decirse del libro de Navarro es que quizás sea lo más parecido a las memorias que Suárez nunca escribió. Lo peor, para el que espere con morbo revelaciones inconfesables, es que no hallará aquí tales cosas. Sí en cambio múltiples detalles reveladores de los entresijos de la Transición escritos con la ponderación y rigor de un hombre que la vivió en la trastienda. Por ello, como señala Trias Sagnier, editor y prologuista del volumen, su nombre dirá muy poco al gran público. Sin embargo, quienes estuvieron cerca del presidente saben que Navarro fue en efecto la “sombra de Suárez”. Una sombra fiel, discreta y eficaz. Un carácter opuesto al del político de Cebreros: frente al populismo, simpatía y audacia de este, Eduardo representaba el trabajo oscuro, la labor de despacho. Siempre en un segundo o tercer escalón, le faltó coraje para dar un paso adelante y asumir el protagonismo político que en teoría ansiaba. Suárez, que era irresistible cuando quería pero también acremente sincero, lo describió una vez como “impresentable”. La anécdota llegó a oídos del propio Navarro (p. 115), sin que ello supusiera el fin de su colaboración.
Suárez era alérgico a la escritura, casi ágrafo. No obstante, según certifica Trías, hubo un “plan de memorias” que pergeñaron su hija Marian y Eduardo. No es más que un esquema muy elemental, que aquí se reproduce (pp. 26 y ss.). Navarro, por otra parte, escribió su visión del proceso sin aparente intención de publicar. Lo que ahora da a la luz Trías –como antiguo amigo se hizo cargo de sus papeles y documentos- es la fotocopia de un original fechado en 1992. Es una relación estructurada en cinco capítulos, que tiene un inicio natural, el momento en el que Eduardo conoce a Adolfo (curso 1959/60) pero que termina de un modo abrupto en febrero de 1981, dos días después del intento del golpe de Estado. El lector no encontrará en este relato grandes sorpresas pero sí una minuciosa descripción del día a día de la Transición tal como la vivieron sus artífices.
Algo no muy distinto podría decirse del volumen de Ansón, solo que en este caso se acota mucho más el lapso temporal al “año mágico” (julio 1976-junio 1977) y la atención se centra en los medios de comunicación en general y en RTVE en particular. No es una decisión caprichosa, ni mucho menos, sino derivada de dos factores fundamentales: Ansón fue en esa etapa director de esta última –sabe, pues, bien de lo que habla- y además, desde un punto de vista más distanciado, considera que no se ha hecho justicia al papel trascendental que desempeñaron dichos medios y sobre todo RTVE en el éxito de la Transición. Rinde homenaje por ello a periodistas como Lalo Azcona, Eduardo Sotillos, Pedro Macía y M. A. Gozalo, entre otros, y a programas como La clave, Informe Semanal, A fondo o Estudio 1, además naturalmente de los telediarios del cambio.
El relato de Ansón, muy ameno, agiganta la figura de Adolfo Suárez, que aparece como el gobernante providencial que España necesitaba en aquel decisivo momento: osado, imaginativo, resuelto, simpático, intuitivo, carismático… Escribe Ansón en un tono mesurado, siempre comprensivo y respetuoso con todos (adversarios incluidos), quizá para estar él mismo a la altura del mensaje central que quiere transmitir: sumidos a estas alturas como país en una situación también bastante delicada, debíamos tener como referentes aquellos políticos generosos que supieron estar a la altura de lo que los tiempos demandaban.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El libro es la vida


Azorín: Libros, buquinistas y bibliotecas. Crónicas de un transeúnte: Madrid-París. Prólogo de Andrés Trapiello. Edición de Francisco Fuster. Fórcola Ediciones, Madrid, 2014. 240 pp.

Publicado en Revista de Libros, noviembre 2014, revistadelibros.com

http://www.revistadelibros.com/resenas/azorin-cronicas-de-un-transeunte

En un libro como este resulta inevitable que se plantee desde el principio, como forzoso punto de partida, la tradicional dicotomía entre leer y vivir, entre los libros y la vida. Lo hace así Andrés Trapiello, en su ajustado prólogo, cuando comienza planteándose: “¿Leer, vivir? (...) ¿Deja de vivir quien lee, deja de leer quien vive?” Lo hace también el responsable de esta edición, el historiador Francisco Fuster, cuando titula su breve y precisa introducción “Los libros y/o la vida” y seguidamente refiere tres anécdotas de la vida de Azorín que ponen de relieve que este no podía concebir una vida desgajada del placer de la lectura. Lo hace en fin explícitamente el propio Azorín, también desde las páginas iniciales, a través de un fragmento de Con permiso de los cervantistas, cuando reconoce que “Los libros sustituyen a la vida; lo hacen de dos maneras: por interposición y por suplantación”. Pese a lo que en apariencia sugieren estas palabras del maestro, la antítesis queda refutada desde casi su propio planteamiento. Por seguir el orden expositivo, Trapiello se contesta a sí mismo: “Leer es vivir, y no hay vida que se precie de verdadera y plena sin libros. Por tanto, sí, no leer o vivir, sino más bien leer y vivir”. Fuster simplemente constata que “José Martínez Ruiz pasó toda su vida rodeado de libros”. Y, en última instancia, quien más nos interesa aquí, el propio literato aúna de forma natural su gran pasión y su amor a la vida: “¿es que los libros no son vida?”, se interroga retóricamente en uno de los artículos que integran este volumen (p. 115). Y en otro momento deja suspendida una pregunta complementaria que es, en este caso, al mismo tiempo, la culminación de un bello recorrido por las librerías madrileñas: “Pero la realidad auténtica ¿vale más que la ficticia de los libros?” (p. 169).
Obsérvese que hemos dado sutilmente varios pasos más allá de la simple inadmisión del pretendido antagonismo entre leer y vivir. No es solo que rechacemos la dicotomía libros/vida sino que no concebimos esta última sin los primeros. No hay vida digna sin libros. Más aún. Para muchos -desde luego para Azorín sin la menor vacilación- el libro es la vida. Ahora bien, no caigamos en un simplismo de nuevo cuño. Si vivir nunca es fácil, tampoco lo es colmar en la vida las aspiraciones lectoras de un espíritu inquieto. “No se puede, en la inmensa producción literaria humana, antigua y moderna, sentirlo todo, comprenderlo todo” (p. 127). Vivir es elegir y con ello inevitablemente renunciar. La vida humana resulta irremisiblemente corta y limitada para abarcar todo lo que nos proponemos o, para decirlo en el ámbito que nos importa, para poder saciar la sed de lecturas de quien queda prendado de las promesas del papel impreso. ¡Tanto papel impreso precedido de bellas cubiertas, tantas expectativas que no podremos satisfacer en nuestra breve existencia! El lector atento descubrirá permanentemente en las reflexiones de Azorín una sutil melancolía derivada de la constatación tenaz de la fugacidad de la vida. Un existencialismo de andar por casa si que quiere o, para ser más precisos, de deambular por librerías, por bibliotecas, por ferias del libro, libreros de lance o puestos callejeros..., ya sea en su Madrid -tan entrañable como provinciano-, como en la cosmopolita y sublimada capital francesa, un París de “infinitas librerías” y amables buquinistas a orillas del Sena.
A pesar de abarcar un considerable espacio temporal, hay una continuidad y una coherencia incuestionables en las reflexiones azorinianas sobre esta materia, hasta el punto de que en muchas ocasiones nos da la impresión de que estamos leyendo no una serie dispersa de artículos escritos a lo largo de más de medio siglo (de hecho, toda la primera mitad del XX) sino un libro concebido desde sus propias bases como obra unitaria y compacta. Bien es verdad que buena parte del mérito de esta sensación corresponde al compilador, que ha hecho una magnífica labor de edición, no solo rescatando textos perdidos u olvidados (en especial, por lo que respecta al público español, los que se publicaron en el diario bonaerense La Prensa) sino agrupando los escritos del monovarense en cuatro grandes bloques que funcionan como capítulos que se complementan y se refuerzan unos a otros. El primero, “Sobre la edición y difusión del libro”; el segundo, “Sobre las bibliotecas”; el tercero, “Sobre los libreros de viejo y las ferias del libro”; el cuarto y último, “Sobre la lectura”. Como resultado de ello, no solo las cuestiones concretas en torno al libro sino las apreciaciones, los matices y hasta las manías (pues de todo hay) se repiten en distintos momentos o contextos. El leit-motiv, ya lo hemos dicho, es el amor a los libros y a todo lo que tenga que ver con ellos: desde el propio proceso de escritura (¿a mano?, ¿a máquina?) y su materialización en un bello objeto mediante las artes del impresor (magníficas páginas dedicadas a la imprenta y a la edición en general) hasta su destino final en manos del lector impaciente, ávido y finalmente dichoso. Entre uno y otro, el que escribe y el que lee, se interponen -¡gozosa interposición!- esas etapas intermedias en las que el libro recala en bibliotecas y librerías (y, ocioso es decirlo, a Azorín le interesan todas las clases de librerías y bibliotecas del mundo, pero especialmente aquellas que están concebidas para que el bibliófilo o el simple curioso deambule libremente entre mesas y anaqueles).
“La vida es corta y los trabajos y el arte son largos. No se puede leer todo”. Paradójicamente -escribe Azorín, siguiendo a Shopenhauer- “es preciso aprender el arte de no leer; el arte de saber no leer”. Aquí se observa una diferencia esencial entre la juventud y la vida adulta: “Cuando entramos en la vida, ávidos de lectura, lo leemos todo (...) Pero los años pasan; la vida nos solicita; tenemos que observar, y vivir, y gustar”. Y así terminamos por constatar que “hemos de limitar nuestras lecturas; dos o tres literaturas es mucho; dentro de una misma literatura, todos los libros, de primero y de segundo plano, es mucho también” (p. 119). Con todo, advierte Azorín, no debemos caer en el error de vivir para leer: “nuestro estudio no son los libros, sino la vida, los seres que nos rodean”, dice en otro artículo, “Grados de la cultura”. Por eso, hay tantos falsos bibliófilos, lectores pedantes y vacuos, “eruditos formidables que no saben nada”. El pequeño filósofo nunca pierde de vista qué es lo importante. No se trata de leer para atesorar conocimientos, como quien conserva una gran fortuna de la que gusta presumir. De hecho él detesta –quizás exageradamente- al lector meticuloso que hace fichas y toma notas. Tampoco se trata de atesorar (acumular) lecturas: no es mejor lector el que lee mucho sino simplemente el que sabe leer. Por eso, en última instancia, es mejor una cultura natural que una cultura libresca impostada: “la observación, el sentido medio de la vida, el equilibrio, la agudeza, la sencillez, la discreción, la intuición rápida de las cosas, harán del espíritu de este hombre uno de los más bellos intelectos que podamos encontrar”. Aunque no haya leído nada, aunque no sepa acaso ni escribir, “tendrá la cultura exquisita, suprema, del matiz de las cosas” (p. 190).
El mundo que retrata Azorín es un mundo que se va, que en buena parte se ha ido ya. Y no me refiero solo al hecho obvio y hasta cierto punto anecdótico de escribir con pluma y papel o a la no menos patente desaparición del mundo de la impresión tradicional, sino a todo el ámbito del libro e incluso al proceso mismo de la lectura, que han sufrido una transformación tan radical en los últimos decenios que cabe hablar de un nuevo Gutenberg. Curiosamente, hay aspectos menores que persisten y probablemente siempre permanecerán, aunque cambien el medio y el soporte, como las erratas. “Las erratas son incoercibles, ineluctables. Imposible reducir las erratas y luchar contra las erratas”, escribe Azorín en “Editar e imprimir”. Obviando ahora el punto de exageración que contienen esas frases, hemos de admitir que, en efecto, en el proceso de comunicación humana las dichosas erratas (aunque se las deje de llamar así) seguirán existiendo, no como resultado de aquel viejo proceso de edición e impresión que describe Azorín, sino simplemente como consecuencia de la falibilidad humana. Como es sabido, muchos analistas se apoyan en esta y otras permanencias para sostener que la aparición del libro digital no supone en lo esencial una transformación del hecho mismo de leer (y de escribir, claro). No estoy tan seguro. Y menos seguro estoy si tomo como referencia el mundo que describe Azorín. No sé que sucederá con el libro tradicional. Al fin y al cabo, hoy por hoy sigue existiendo, del mismo modo que continúan existiendo las librerías y las bibliotecas, las ferias del libro, las librerías de viejo, los puestos callejeros y, lo que es más importante, millones de personas, jóvenes y viejos, que se interesan por todo ello. Pero si nos fijamos con atención veremos que el lector que describe y propugna Azorín es ya una especie en extinción.
Es un lector curioso, culto, atento, sensible, caviloso, abierto a todo; es alguien que lee, relee y torna a leer, por placer, sin prisas, entre otras cosas porque tiene todo el tiempo del mundo. Es -¿por qué no decirlo?- un personaje ocioso. Su día transcurre calmo entre paseos meditativos, visitas a librerías, inspecciones de bibliotecas (públicas y privadas), pláticas con libreros, charlas con amigos (normalmente también escritores), reflexiones caprichosas y, por supuesto, muchas, muchas horas de lectura sosegada y placentera… Él o sus amigos más cercanos viven en esas casas burguesas o esos amplios pisos decimonónicos que constituyen el refugio ideal para la lectura. Dejo la palabra al propio Azorín y juzguen ustedes, sin que yo interfiera con más consideraciones: “Arnaldo se sienta en un sillón, junto a una mesa, coge un libro, lee unas páginas y lo deja. Vive Arnaldo en una casa antigua: los techos son altos, espaciosas las salas, hondas las alcobas y largos los pasillos. El libro impera en la casa; hay en la morada espaciosa estancia henchida de libros; y allá en lo profundo, donde no llegan ni por asomo los ruidos de la calle, se abre otro aposento también repleto de volúmenes” (p. 90). Como se dice más adelante, el lema de un personaje así –da igual en este caso si del propio Azorín o de alguno de sus allegados- es el erasmiano Festina lente, apresúrate despacio. “Iban pasando los días; pasaban dulcemente; pasaban estando yo arrellanado en la butaca. Puesto que la vida es festina lente, yo no debía apresurarme en mi trabajo” (p. 100). El mismo entorno en el que viven estos personajes está en trance de desaparición, ese viejo Madrid del que solo quedan algunos reductos cercados por el ruido y la contaminación, un Madrid acogedor, dorado, otoñal, recoleto, descrito con pinceladas magistrales: “En otoño se celebran en Madrid las ferias de los libros. Otoño es el mes madrileño por excelencia. El aire es templado, vivo, penetrante, inervador; esplende radiante el cielo azul. Comienzan a amarillear –con tintes de oro- las frondas. La feria de los libros se celebra a lo largo del Botánico; a espaldas de las casetas llenas de volúmenes se extiende el viejo y bello jardín; cerca, en la plazoleta, de las anchas tazas de las fuentes van cayendo hilos de agua…” (p. 121).
Se comprenderá por todo lo dicho que la lectura del volumen deje un cierto poso de melancolía. No exactamente porque uno tenga que lamentar ese mundo perdido o porque repute este forzosamente como mejor que el actual (yo no me incluyo desde luego entre esos nostálgicos), sino tan solo porque el que escribe estas líneas y casi con seguridad usted que las está leyendo, coinciden –coincidimos- en el azoriniano amor al libro y nos encontramos un poco perplejos o desubicados –por decirlo suavemente- en la situación actual. Es verdad que el propio escritor levantino escribe con frecuencia que en su época se está viviendo una profunda crisis del libro, pero ese diagnóstico, desde la perspectiva actual, nos hace sonreír. Ahora bien, no es menos cierto por otra parte, que nuestra crisis editorial –cuyos contornos Azorín nunca pudo imaginarse- nos deja en cierto sentido en una posición muy parecida a la que describe el escritor levantino: ahora son muy distintas las amenazas que cercan al libro pero seguimos resistiendo una aguerrida minoría –como editores, libreros o simples lectores- en una concepción del libro y de la lectura que, por encima de cualquier otro matiz o discrepancia, valora este objeto como elemento imprescindible de formación, cultura y placer. Para decirlo con la formulación con la que abríamos esta reseña, no concebimos la vida sin libros. La propia aparición a estas alturas de un volumen como el que estamos comentando –y la apreciable acogida que al parecer está teniendo- constituye una buena muestra de que, aunque relativamente minoritarios, seguimos siendo muchos los que nos reconocemos en esos valores. No quisiera por ello terminar estas reflexiones sin un reconocimiento a la labor de un joven historiador, Francisco Fuster, responsable de esta primorosa edición, que lleva haciendo en los últimos años una labor encomiable de recuperación de los artículos desperdigados u olvidados de algunos escritores españoles del siglo XX como Baroja , Camba o, aparte de este volumen, otros textos del propio Azorín .

martes, 21 de octubre de 2014

El problema catalán

Cataluña ante España. Xavier Vidal-Foch. La Catarata, Madrid, 2014. 144 pp.

El Cultural, 17-10-2014.

http://www.elcultural.es/revista/letras/Cataluna-ante-Espana/35322

Tomando como punto de partida la constatación de que vivimos una fase trascendental del problema catalán y, al tiempo, un momento de singular confusión, el conocido analista del diario El País Xavier Vidal-Foch (Barcelona, 1952) se plantea en este opúsculo una reflexión serena sobre el llamado “proceso”, al margen de tópicos y descalificaciones sectarias. Dedica por ello una considerable atención (un tercio del total de la breve obra) a “los desafíos económicos”, por entender que en ellos reside una parte considerable de los problemas (y de las posibles soluciones). Combate en ese ámbito las simplificaciones interesadas de unos y otros, subrayando en este sentido que “las cifras no lo aguantan todo” y que ni existe ni ha existido nunca el pretendido “expolio” que pregona la propaganda catalanista. El resto del libro aborda el desencuentro político entre las autoridades catalanas y españolas, lo que le permite tratar –siempre con un enfoque empírico y pragmático- los diversos caballos de batalla que entran en liza: tentaciones centralistas versus autonomismo insolidario, nacionalismo lingüístico, papel de Europa en todo el conflicto, etc. Un recorrido presidido siempre por un franco realismo: “no somos Andorra, ni Mónaco, ni Suiza”.
Algunas afirmaciones pretenden ir más allá de los argumentos más manidos. Así, por ejemplo, su descalificación de la independencia como objetivo último en un mundo que ya no contempla el “Estado nacional” ni la “soberanía nacional” en su sentido tradicional. Bien es verdad que en un asunto tan candente y visceral, la ecuanimidad de la que hace gala Vidal-Foch corre en muchas ocasiones el riesgo de ser percibida como una fría equidistancia. Es cierto que su ensayo es muy crítico con el nacionalismo catalán, pero no lo es menos con los sectores que identifica como nacionalistas españoles: “Existe un nacionalismo más insidioso y brutalista –a veces violento- que el catalán: el español” (p. 69). Más sorprendente aún resulta esta interpretación de la sentencia del Constitucional sobre el Estatut: los catalanes “quieren votar en referéndum su futuro. No es un capricho, Tienen razones. Votaron un Estatut nuevo, y un recurso y una sentencia se lo secuestraron. Un clavo saca a otro clavo. Una votación lava un secuestro” (p. 141). En última instancia, no es extraño por ello que sus propuestas “imaginativas” corran el riesgo de incomodar a todos los sectores implicados. Ya lo dice el título mismo del último capítulo: “Referéndum imposible. Consulta deseable”.

Mitos del nacionalismo catalán

Los 10 mitos del nacionalismo catalán. Joaquín Leguina. Temas de Hoy, Barcelona, 2014. 224 pp.

El Cultural, 17-10-2014.

http://www.elcultural.es/revista/letras/Los-diez-mitos-del-nacionalismo-catalan/35319

Desde que abandonó la política activa, Joaquín Leguina (Villaescusa, Cantabria, 1941), cultiva con notable éxito y considerable proyección mediática una prolífica faceta de escritor, con dos vertientes principales, la narrativa y el ensayismo político. Libre ya de los compromisos y ataduras que conlleva el ejercicio del poder, el antiguo presidente socialista de la Comunidad de Madrid exhibe como contertulio y analista una independencia de criterio que choca, de forma más o menos abrupta, con las directrices de su propio partido en algunos temas no precisamente menores. Uno de ellos fue el asunto de la memoria histórica, al que Leguina dedicó una lúcida reflexión en El duelo y la revancha (2010). Otro es el gran tema del momento, el abierto desafío de los partidos gobernantes en Cataluña a la legalidad constitucional. Sobre este asunto trata este libro que, desde su propio título, no disimula -antes al contrario, proclama- sus intenciones: desmontar el andamiaje propagandístico y manipulador que ha venido fraguando desde hace más de un siglo, pero en particular en los últimos lustros, el nacionalismo catalán.
El Leguina ensayista no pretende ser sutil ni académicamente brillante. Le interesa ir al grano y lo hace por la vía más expeditiva, sin justificaciones ni circunloquios. Su frescura expositiva quizás no termine de satisfacer al lector exigente pero lo acerca y mucho a un público amplio, que no desea matizaciones ni alardes eruditos sino opiniones claras y bien fundamentadas. Quien haya leído sus últimos libros sabrá perfectamente lo que queremos decir. Frente a la acusación que suele hacer buena parte de la opinión pública a casi todos los políticos, puede decirse sin miedo a exagerar que a Leguina se le entiende absolutamente todo. A él no le importa que pueda ser tachado de “verso suelto” –en su propio partido-, centralista o incluso nacionalista español.
Con el imprescindible bagaje histórico, su experiencia política y, en último término, grandes dosis de sentido común, Leguina se enfrenta a cara descubierta al nacionalismo catalán o, más concretamente, a lo que denomina e identifica como diez grandes mitos de su ideario doctrinal. Son estos el compromiso de Caspe, el episodio de los segadores, la derrota de 1714, la interpretación sesgada de la guerra civil, la delimitación de los “países catalanes”, el asunto de la lengua, el famoso “España nos roba”, la apelación al “derecho a decidir”, la relación con Europa y la consideración de la independencia como arribo a la tierra prometida. Su exposición es siempre amena y está teñida de fuertes dosis de ironía. Es particularmente hábil en desentrañar las contradicciones y paradojas de un nacionalismo de ricos, insolidario y artero, caracterizado en su última trayectoria por un oportunismo mezquino y una gran deslealtad institucional. Recuerda Leguina algunas verdades que, de tan obvias, resulta casi descorazonador consignar: diálogo no puede ser simple “trágala”, el “derecho a decidir” es de todos los españoles, el federalismo supone igualdad de los federados o, en fin, frente a tanto griterío inane, que no hay democracia sin respeto a la ley.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

España en la I G M

España en la Primera Guerra Mundial. Una movilización cultural. Maximiliano Fuentes Codera. Prólogo de José Álvarez Junco. Akal, Madrid, 2014. 240 pp.

El Cultural, 19-09-2014.

http://www.elcultural.es/revista/letras/Espana-en-la-Primera-Guerra-Mundial-Una-movilizacion-cultural/35174

El centenario de la I Guerra Mundial nos ha traído un considerable número de novedades bibliográficas, que incorporan recientes investigaciones, debaten nuevas perspectivas o bien revisan el evento desde la actual atalaya histórica. La mayor parte de ellas, como es comprensible, se han centrado en los acontecimientos bélicos propiamente dichos, sus causas, características y consecuencias, insertando aquellos en la dinámica política del momento. El foco se ha puesto por ello en el juego de fuerzas entre las grandes potencias. España, por su condición de país neutral, ha quedado al margen de la mayoría de esos estudios, sobre todo los de autores foráneos. No obstante, un reducido grupo de historiadores españoles e hispanistas (F. García Sanz, E. González Calleja, Paul Aubert o Andreu Navarra) han publicado -también ahora- valiosos trabajos sobre la España de esos años, con planteamientos diversos pero con el común denominador de subrayar que nuestro país se estremeció con la contienda, tomó partido visceral por uno u otro bando y sufrió en su territorio las presiones y maquinaciones de embajadores, emisarios y espías.
En esta órbita se inserta el volumen que nos ocupa, con un título algo inane que no hace justicia a su rico contenido. Fuentes, profesor en la Universidad de Gerona, autor de varias obras sobre los intelectuales en España a comienzos del s. XX, sitúa su estudio en el contexto de la investigación historiográfica occidental sobre el conflicto, caracterizada primero por el protagonismo de los hechos militares y políticos, seguida por una segunda fase de “historia social” y continuada por una tercera etapa de “renovada historia de matriz cultural”. Los enfoques de “cultura de guerra” y “movilización cultural”, entre otros, lejos de ser recursos retóricos, muestran que las fuerzas vivas de la sociedad -y muy en primer término los intelectuales- presionan al poder político e influyen en la toma de decisiones mediante sus mítines, manifiestos y otras proclamas públicas. Dicho de otra manera, ello significa en nuestro caso que aunque España no entrara en liza, vivió una “guerra civil de palabras” que tuvo importantes efectos en su trayectoria política, con el fracaso de los proyectos reformistas y regeneracionistas que se vincularon al triunfo de la causa aliada y el definitivo ocaso del régimen parlamentario bajo el sable de Primo de Rivera.
En consonancia con esos objetivos, Fuentes adopta un estricto orden cronológico, que le permite registrar y valorar los cambios que se producen en los frentes y la opinión pública española a lo largo de los más de cuatro años de guerra. Así, por bosquejar las líneas maestras, el año 1916 significa un crucial punto de inflexión, sobre todo en el sentido de radicalización de las posturas. Aunque debe tenerse cuidado con cualquier simplificación en este panorama complejo y cambiante, puede decirse que en general los sectores más influyentes y vociferantes –que siempre fueron los proaliados- pasaron de una neutralidad a secas a una neutralidad activa, cada vez más cercana a la implicación en la causa de la Entente. La intervención de las grandes figuras “progresistas” (políticas e intelectuales) como Unamuno, Lerroux, Melquíades Álvarez, Azaña o Araquistáin, trató de forzar la voluntad de los prohombres del turnismo, reacios en su conjunto (incluso el propio Romanones, el más aliadófilo) a una implicación militar para la que España no estaba en absoluto preparada. De hecho, esa fue la razón última por la que el país no entró en combate, aunque a punto estuvo de hacerlo en algún momento concreto. Para Francia e Inglaterra la aportación militar española era desdeñable y en último término más un problema que un refuerzo. Alemania, por su lado, combinó la presión con la provocación (hundimiento de buques españoles), con la certeza de que el país no se atrevería, como así fue, a pasar de las meras notas de protesta.
Aunque también se ocupa de individualidades y planteamientos teóricos (D’Ors, Ortega), a Fuentes le interesa más trazar un panorama general del debate político, la convulsión social, la controversia ideológica y la tensión cultural del momento. De ahí que sus referencias básicas sean los grandes diarios, las revistas, las actitudes públicas y los manifiestos. En cualquier caso, consigue una síntesis convincente y brillante de lo que supuso para España aquella coyuntura decisiva.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Lo macabro como arma política


¡VIVA LA MUERTE!
LO MACABRO COMO ARMA POLÍTICA

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO*

Publicado en Pasajes de pensamiento contemporáneo, nº 44, primavera 2014, pp. 112-119.

Unos célebres versos de Antonio Machado dicen “Un golpe de ataúd en tierra es algo / perfectamente serio” . Siento la tentación de parafrasear al poeta y decir rotundamente que una guerra civil es algo perfectamente serio. Pero nos guste o no, resulte más o menos políticamente incorrecto desde la perspectiva de hoy, no hay más remedio que admitir una dimensión excitante y embriagadora en la guerra civil. Una dimensión apasionada sui generis, claro está, que menuda gracia tenía para el que le tocaba desempeñar el papel de víctima y que, en todo caso, guardaba gran semejanza con el rictus festivo de la muerte triunfante. Eso es lo macabro o una vertiente de lo macabro, los esqueletos danzantes, las calaveras sonrientes o, por decirlo en unos términos atroces pero que se produjeron de facto, cadáveres de seres humanos en exposición como cochinillos desventrados y hasta con el perejil en la boca.
Todo ello era consecuencia de unas irresponsables actitudes anteriores de intelectuales y dirigentes políticos que no se recataron en proclamar que la guerra civil era necesaria, que hasta la deseaban y que era el único modo de resolver los problemas patrios. Un pensador encomiable por tantos conceptos como Unamuno se pasó toda su vida intelectual jugando con la noción de guerra civil, hasta que percibió –cuando era demasiado tarde- que eso era jugar con fuego. Lo mismo les pasó a los líderes políticos de tendencias contrapuestas que alentaron imprudentemente los ánimos de sus seguidores y las ansias revanchistas de los suyos contra los otros. La formulación más chusca, que tenía por cierto una larga tradición de más de un siglo, señalaba sin más que “la guerra civil era un don del Cielo”.
Con tales premisas no es extraño que el golpe de julio de 1936 fuera percibido por unos y otros como la señal ansiada -¡por fin!- para dar rienda suelta a un rencor que se venía incubando desde mucho tiempo atrás. Desde esa perspectiva se entiende mejor un aspecto fundamental de la guerra civil, el de las venganzas y las “limpiezas”, el castigo y el escarmiento. Algunos lo planteaban en términos políticos, ideológicos y hasta religiosos -no en vano se hablaba de “cruzada”-, pero otros no disimulaban intenciones más cotidianas o pedestres. ¡Con qué ganas, con qué fruición se lanzaron miles de personas a ajustar las cuentas pendientes con el vecino, el familiar, el jefe, el rival o, simplemente, con el que se envidiaba por el motivo más nimio! Se intentaban descargar responsabilidades propias acentuando el desprecio hacia la víctima. El lenguaje se convirtió así en fiel reflejo del cinismo con que se afrontaba la muerte del otro.
Pocos ejemplos tan representativos pueden hallarse como los famosos discursos en Radio Sevilla del general don Gonzalo Queipo de Llano. Las “charlas”, como el propio militar se refiere a ellas en sus Memorias , llegaron a escandalizar a los más comedidos de los adeptos por su tono coloquial y desinhibido o, en términos menos comprensivos, por su lenguaje descarnado y soez. Era comprensible que el general tratara de elevar la moral de su tropa al tiempo que intentaba socavar la del enemigo, pero las amenazas, improperios y hasta llamamientos a la violación de las mujeres enemigas desbordaban los límites de lo que era aconsejable confesar abiertamente . Una cosa era el pillaje inevitable tras una batalla y otra muy distinta la expresa incitación a actos crueles en unos términos misóginos y barriobajeros por parte de la más alta autoridad local. Tanto es así que la propia prensa del bando rebelde recibió discretas indicaciones para que suavizara las reproducciones periodísticas de los discursos .
El lenguaje cuartelero de Queipo de Llano ha sido elevado a la categoría de cruda expresión de la barbarie fascista o contextualizado en un ambiente general de exabruptos, dependiendo del punto de vista del analista. En cualquier caso, era habitual un lenguaje sardónico para referirse a realidades hórridas. Una pátina de crueldad innecesaria –sadismo- acompañaba a los mayores desmanes. La acuñación de “dar paseo” podía instalarse con pleno derecho en ese lenguaje de la abyección. No se queda atrás la expresión que se atribuye al mencionado Queipo en relación con el asesinato de García Lorca: “déle café, mucho café” . Como no hay constancia documental de esas palabras, no son pocos los que se aprestan a negar toda verosimilitud al lance pero eso no cambia las cosas desde la perspectiva que aquí trato. Al fin y al cabo las palabras se limitan a reflejar en este caso actitudes y hechos. Y en este caso bien puede aplicarse la formulación de que los hechos hablan por sí solos.
Así, lo cierto es que la campaña de represión que se desató en la Andalucía occidental y el sur de Extremadura bajo el mandato de Queipo de Llano se inscribe por derecho propio en el más negro capítulo de la crueldad de la guerra civil. En 1938 se publicaba -fuera de España, naturalmente- un libro del que fuera delegado de Prensa de Queipo, Antonio Bahamonde. Lejos de ser un “rojo” que quisiera vituperar a los alzados con falsas revelaciones, Bahamonde era un conspicuo derechista que se había alistado voluntariamente en las milicias nacionales. Lo que tuvo ocasión de ver, sin embargo, le horrorizó hasta tal punto que desertó de sus responsabilidades y se refugió en Argentina, donde publicó su demoledor relato de la represión bajo el mandato de Queipo de Llano .
No nos vamos a detener en los aspectos consabidos, como las dimensiones de la represión, que afectó a decenas de miles de personas, desde soldados a dirigentes políticos. Lo peor es que también quedaban incluidos simples simpatizantes de un partido obrero y a veces ni eso, pues podía ser suficiente el delito de tener algún lazo familiar con los antes mencionados. Pasemos por alto también la falta de garantías procesales: un Consejo Sumarísimo era un lujo restringido a unos elegidos, porque lo normal –por lo menos en los primeros momentos- era la saca, el paseo, el fusilamiento improvisado o el tiro en la nuca, siempre sin juicio previo, a menudo sin pruebas, a veces de modo aleatorio. Pero sí tendríamos que detenernos en los métodos de las ejecuciones dado que, en un país atrasado como la España de la época, no existían los sofisticados medios de exterminio que los nazis y los soviéticos pondrían en práctica apenas unos años más tarde: aquí se fusilaba a mansalva, a lo bruto, de manera desmañada, con una falta de profesionalidad –por decirlo en términos macabros- que paradójicamente coadyuvaba a incrementar el clima de terror.
Una de las armas más usadas fue el Mauser Oviedo 1916, un mosquetón que, al decir de algunos estudiosos del tema, era “una auténtica apisonadora de huesos, tejidos y vísceras si se disparaba a solo diez o veinte metros de distancia de las víctimas”. Al tener el proyectil una velocidad de 700 metros por segundo, los cuerpos se reventaban: rostros desfigurados, “cráneos desprovistos de la tapa de los sesos y estos desparramados como gruesas lombrices por el suelo”, grandes orificios de entrada y salida de bala, etc. Como los pelotones de fusilamiento eran a menudo improvisados y sus integrantes bisoños, muchos disparaban mal. Así que en múltiples ocasiones peor que morir era no morir, dependiendo de cuánto duraba la agonía con un miembro seccionado, los intestinos fuera o ahogándose en la propia sangre. El Oviedo podía servir también de otras maneras: “su maciza culata se convertía en una aplastante maza que deformaba los rostros o descoyuntaba los huesos. Permitía además calar una bayoneta en el extremo de su bocacha con la que podía acuchillarse a las víctimas” .
La vertiente macabra no es aquí casual o accesoria. Todo lo contrario. Contribuía de modo decisivo a crear el clima de terror al que aspiraban los facciosos, un clima de terror -por otro lado- paralelo al que desencadenaban sus oponentes en el territorio que controlaban. Este uso político de lo macabro no es una interpretación a posteriori. El antes citado Bahamonde lo consigna así en su obra: la oleada de sangre alcanzaba tales proporciones que anegaba la voluntad y la capacidad de reacción de las víctimas directas y hasta de sus familiares. Están “dominados por el terror”, dice, que se constituye así en “la más poderosa arma” del bando nacional. No es el único que saca esa conclusión. El sacerdote Marino Ayerra consideraba que el dejar insepultos los cadáveres de los asesinados a lo largo de los caminos no era casualidad o desidia, sino que tenía la “finalidad de crear 'científicamente' el clima de terror, la psicosis colectiva del pánico” .
Otro conservador, Georges Bernanos, escritor católico francés, quedó literalmente anonadado por las barbaridades que cometían las huestes que actuaban como ángeles vengativos, emisarios de la muerte en nombre de Cristo. Bernanos decía comprender el uso de la violencia: lo que le parecía inconcebible era su mística y que se convirtiese en un fin en sí misma . El grito de “¡Viva la muerte!” no era solo un bramido desquiciado sino una amenaza convertida en realidad. Cuando se desata la violencia y el terror se instaura, los comportamientos se distorsionan y los seres humanos parecen marionetas. Lo macabro se despliega sin traba alguna. La diferencia entre lo serio y la broma se diluye. Con razón se habla a menudo de broma macabra.
Una de las más habituales era sacar a los prisioneros de las celdas diciéndoles o haciéndoles entender que se les iba a fusilar. Luego, todo el ambiente tétrico de las ejecuciones: órdenes atropelladas, empujones, frío de la noche o del amanecer cercano, gritos, sollozos. No falta quien se hace todas las necesidades encima. Siempre hay alguien, uno de los verdugos, para comentar que estos tíos “no tienen cojones”, se cagan de miedo. Sigue toda la parafernalia. El pelotón que se forma, los presos en fila, los gritos de rigor, “¡carguen!”, “¡apunten” y, luego, en vez de detonaciones unos chasquidos y unas carcajadas… ¡Qué risa!
En esas circunstancias, matar deja de ser un medio para convertirse en un fin por sí mismo. Matar aunque no se sepa bien a quién o por qué. Matar por matar. Si no se halla al que se busca, da igual, se aceptan sustitutos. Se convierte así en habitual que los verdugos se lleven al paredón a un hijo en vez del padre huido, o viceversa, que un hermano pague por otro hermano o por un vecino… Otra broma macabra: se fusila a cualquiera que esté en el lugar equivocado en el momento equivocado. Hay constancia de que se produjo este tipo de casos. Uno de ellos se lo contó el fiscal del Tribunal Supremo de Madrid, Francisco Partaloa, al hispanista Ronald Fraser. Recogida en su historia oral de la guerra civil (Recuérdalo tú y recuérdalo a otros), ha sido reproducido luego en otras ocasiones y en otros libros: al enterarse un influyente conde que iban a fusilar a un amigo suyo, cogió un coche, interceptó el camión en que iban los prisioneros y ordenó que dejaran libre al amigo:
El jefe del pelotón se negó, diciendo que tenía órdenes de entregar dieciocho cadáveres (cadáveres, no prisioneros) en el cementerio. Entonces el conde echó mano de un hombre que pasaba por allí, le ordenó que subiera al camión y se fue con su amigo. El infortunado transeúnte fue ejecutado con los demás .
En cuestión de matar, como en todo, hay grados y niveles. Niveles de horror, claro está, o grados de abyección. Aunque resulte paradójico desde una perspectiva racional, la muerte de una persona cercana puede conmovernos más que seis millones de asesinatos lejanos. La mente humana no puede comprender seis millones de asesinatos y lo archiva en un recóndito lugar del cerebro, el que se destina para las estadísticas. No se puede poner rostro a tantos millones de personas y el rostro es fundamental para que se despierte la empatía.
Por eso, por la distancia que separa al asesino de su víctima, no es lo mismo el bombardeo de una ciudad -con todo el horror y la devastación que conlleva- que el tiro a bocajarro a la cabeza de un individuo, mirándole a los ojos, salpicándose de sangre y de masa encefálica. Aun con todo, hay bombardeos –como el de Guernica- y matanzas colectivas –como las de Badajoz- que, por determinados motivos, adquieren categorías de símbolos. Lo mismo que Paracuellos significa desde la orilla opuesta. Símbolos de la barbarie extrema, la crueldad, el despliegue de la muerte en términos inconcebibles por la razón. Aunque no por ello debe negarse su carácter instrumental: eran la expresión de una desquiciada mística de la violencia –o el forzoso corolario de la exaltación necrófila- pero también cumplían una función ejemplarizante.
La aludida matanza de Badajoz en agosto de 1936 constituyó uno de los primeros hitos del nivel de barbarie que se había desatado en España. La tenaz resistencia de la ciudad extremeña al avance de las tropas franquistas comandadas por el general Yagüe constituyó la razón o la excusa para que, una vez rendida la plaza, las fuerzas nacionales efectuaran una “limpieza a fondo” de la ciudad, un eufemismo que a duras penas encubría un despliegue de fusilamientos masivos, asesinatos a mansalva, saqueos, violaciones, castraciones y todo tipo de sevicias y crueldades imaginables. Decir que el terror se apoderó de la ciudad es un modo tímido de describir una situación en la que ni el más inocente estaba a salvo.
La plaza de toros, donde se encerró a varios cientos de personas a la espera del fusilamiento –aunque hay testimonios que aseguran que también fue escenario de algunas ejecuciones- adquirió categorías de símbolo siniestro. Otro tanto habría que decir de los episodios de toreo macabro. Aunque no hay constancia indubitable de ello, se corrió la voz de que algunos prisioneros habían sido toreados antes de la muerte por algunos verdugos sádicos. Algunos decían que se habían utilizado banderillas y estoques, entre olés de algunos espectadores, aunque este extremo es negado por otros autores o testigos. La propaganda de uno y otro bando usó la matanza con fines contrapuestos: para los franquistas era una muestra de la represión severa que esperaba a todo intento de resistencia, mientras que para la izquierda fue el epítome del salvajismo fascista. Aún hoy, los pormenores de este siniestro episodio, como pasa en casi todos los momentos estelares de la guerra civil española, son enfatizados o amortiguados en función de las perspectivas ideológicas desde las que se contemple .
Lo que interesa destacar aquí es que el encarnizamiento despiadado actuaba eficazmente como arma política. Política macabra, claro, pero muy útil en unas circunstancias como aquellas tanto para disciplinar las propias fuerzas como para desmoralizar al enemigo. Eso lo tenía muy claro el general Mola, hasta el punto de que no solo su praxis apenas se diferencia de la de Queipo, Yagüe y el propio Franco, sino que admitió explícitamente su determinación de “sembrar el terror” sin vacilación alguna, hasta llegar al exterminio total y absoluto del enemigo. El matiz es importante, porque no se trataba solo de vencer –mucho menos, de convencer, como diría Unamuno- sino exterminar o, en su defecto, sinónimos apenas un grado más suave, como limpiar, depurar, purgar o castigar a aquella otra mitad del país a la que apenas se le reconocía su condición de españoles (en todo caso, “malos españoles”).
El fanatismo llegó a tal grado que algunas curas –sobre todo en el frente norte, donde pervivía el rescoldo carlista y el cura trabucaire- se distinguieron en el entusiasmo de “matar rojos” , del mismo modo que, en el bando opuesto, algunos socialistas, comunistas y, sobre todo, anarquistas dieron muestras de una pasión paralela torturando y fusilando eclesiásticos por el simple hecho de serlo. Un anticlericalismo visceral y profundo –”Si los curas y monjas supieran…”- reverdecía ahora con más fuerza que nunca .
El historiador J. Albertí, que ha dedicado un detallado y estremecedor estudio a la persecución religiosa durante la guerra civil, señala que en la “limpieza” anticlerical no solo hubo las previsibles quemas de iglesias y conventos, y los consiguientes asesinatos y fusilamientos, sino saqueos, robos, confiscaciones, secuestros, profanaciones y todo tipo de vejaciones. También, claro está, torturas y mutilaciones para infligir más dolor y humillación a las víctimas. En muchos casos está documentado que herían las partes menos vitales para alargar las agonías.
“Las mutilaciones sexuales, las amputaciones de los brazos y la extracción de los ojos son tres de los suplicios más habituales”, señala Albertí, que va mencionando con nombres y apellidos a los eclesiásticos que sufrieron esas y otras torturas diócesis por diócesis. A los victimarios no les bastaba con matar a mansalva, inocentes incluidos. Al cura del hospital de Vilareal, Josep Avellaneda, fusilado después de múltiples torturas y una larga agonía, “le destrozaron el cráneo y le amputaron pies y manos” después de muerto. De hecho, continúa diciendo el investigador, “la mutilación post mortem, así como la quema de cadáveres, también fue frecuente en la diócesis de Tortosa” .
Las memorias de José S., un pistolero anarquista que operaba en Barcelona con un grupo de secuaces en nombre de la revolución de la CNT-FAI, contiene confesiones anonadantes por varios conceptos, desde la trivialización de la muerte a la naturalidad con la que se asumen robos (incautaciones) y asesinatos (ejecuciones). Entre muerto y muerto, normalmente desparramados por las cunetas, cabe alguna nota pintoresca: “Recuerdo que uno de estos detenidos, antes de morir, nos dijo que no sabía por qué le matábamos. Pero le hicimos callar porque nuestro trabajo era matar y el suyo, morir”. En esta misma línea se ufana de cómo hacen desaparecer los cuerpos de los fusilados, cargándolos nuevamente en el camión para quemarlos en el horno de la fábrica de cemento de Montcada. “De esta manera –dice muy satisfecho- como sus familiares no encontraban el cuerpo del detenido no sabían si este había podido escapar o estaba muerto” .
En ese marco de encarnizamiento, con la devastación inherente a las operaciones militares y la ferocidad que se supone a los combatientes, uno propende a aceptar casi todo. No obstante, siempre hay algo que sorprende, bien por su iniquidad, por su improcedencia o por alguna otra razón. En ese punto aparece lo macabro. Admitimos como inevitable la violencia de un combate pero es más difícil asumir la tortura cruelísima de una niña para que delate a su padre. El episodio en cuestión lo cuenta el biólogo Faustino Cordón y, en resumidas cuentas, se refiere a una niña de once años en el pueblo extremeño de Fuentes de León en septiembre de 1936: “para forzarla a confesar el escondite del padre, se le rapó la cabeza con la sola excepción de un pequeño mechón de cabellos” adornado con los colores de Falange. “Después fue violentamente azotada y finalmente enterrada hasta el cuello en una tumba abierta a propósito” en el cementerio, “mientras fusilaban en su presencia a otras mujeres… Jamás habló para delatar a su padre” aunque, pese a todo, el hombre fue descubierto poco después y fusilado .
Ahora bien, en una guerra y más en una guerra civil de las características de la española, no todo lo macabro podía ser producto de la planificación. Al contrario, lo habitual era que lo macabro surgiera de modo espontáneo, casi natural, como producto de las fuerzas desatadas. La guerra a ras de suelo era el estallido de las bombas, los bombardeos, el temblor profundo de la tierra; era el silencio de los refugios, un silencio nocturno “de ronquidos, gruñidos, toses y palabras de pesadilla”, con el “olor de la carne humana cociéndose en sus propios sudores”; eran los “jergones de esparto, húmedos de nieblas de noviembre”, las “mujeres hambrientas y trastornadas de histeria que habían perdido su hogar”; era, en fin, destrucción a mansalva, “repugnante y asquerosa como una araña pisada” . De este modo, lejos de ser un exceso verbal o un mero ejercicio retórico, el grito ritual de “¡Viva la muerte!” se había transformado en política de muerte: lo macabro como instrumento político.

*Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Autor, junto con Elena Núñez González, de ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014). Este artículo es una adaptación parcial de uno de los capítulos de la mencionada obra.

La muerte y lo macabro en la cultura española


LA MUERTE Y LO MACABRO EN LA CULTURA ESPAÑOLA

RAFAEL NÚÑEZ FLORENCIO

Publicado en Dendra Médica. Revista de Humanidades, vol. 13, nº 1, junio 2014.

http://www.dendramedica.es/revista/v13n1/03_La_muerte_y_macabro_cultura_espanola.pdf

RESUMEN
En la actualidad está muy extendida la idea de que la sociedad y la cultura españolas se distinguen por la fiesta y el vitalismo. Sin embargo, durante muchos siglos fue preponderante una visión opuesta, la España grave y ascética o incluso la España negra. En estas últimas fue determinante la presencia de la muerte y lo macabro. El presente artículo hace un recorrido por esta vertiente necrófila sin defender por ello una especificidad de la cultura española en este terreno.

PALABRAS CLAVE: Muerte, macabro, crueldad, vanitas, cultura española

ABSTRACT
Nowadays, there is the widespread belief that Spanish society and culture stand out for their vitality. Notwithstanding this, some centuries ago, the opposite point of view was predominant, that is to say, the ascetic and serious Spain. In this context, the presence of death and the macabre was decisive. This article walks around a necrophiliac side without attempting to defend Spanish specificity in this field.

KEY WORDS: Death, macabre, cruelty, vanitas, Spanish culture


1. Del morir y sus diversas formas

Aunque la muerte sea el destino inexorable del ser humano y, por ello mismo, eso que a todos nos iguala, hay muchas formas de morirse y muy diversas actitudes ante la muerte. Entre quienes piensan que la muerte es el final de todo y los que creen que hay algo después de ella, por citar las dos referencias arquetípicas, cabe una amplísima gama de posiciones. En términos más empíricos, hay amplio consenso en que no es lo mismo morir después de una larga vida que la muerte prematura o en la flor de la edad. Es usual asimismo distinguir una llamada muerte “natural” de la muerte violenta y, ya instalados en esa línea, debe reconocerse que, al menos en nuestra sociedad, esos calificativos o caracterizaciones de la muerte cambian radicalmente nuestra aceptación del desenlace: por eso trazamos, por ejemplo, una radical diferenciación entre la muerte apacible y la muerte angustiosa -si hablamos en términos psicológicos-, o entre la muerte “dulce” y la muerte después de terribles padecimientos, si el enfoque es primariamente biológico.
Del mismo modo, los estudios sobre la muerte adoptan muy diferentes perspectivas. De la muerte se ocupa, claro está, la religión –todas las religiones-, pero también ha sido tema prominente en el arte y la literatura a lo largo de todas las épocas y en prácticamente todas las sociedades. La muerte es, sin duda, una de las grandes cuestiones filosóficas pero al mismo tiempo es objeto privilegiado de investigación de un amplio arco de disciplinas científicas, empezando naturalmente por la medicina y la biología, y siguiendo por la antropología, la psicología o la historia. Hago todas estas distinciones –por otro lado, sobradamente conocidas- porque el título de este artículo es quizás demasiado amplio –o ambicioso en exceso- y temo generar expectativas que, aunque solo sea por la extensión a la que debo sujetarme, no voy a poder colmar. De ahí, por tanto, estas breves consideraciones preliminares.
Mi acercamiento al asunto que nos ocupa es el de un historiador. Podría afinar más y decir un historiador de las ideas y las mentalidades, más emparentado por tanto con el filósofo o con el antropólogo que con algunos profesionales de la historia, como los especializados en demografía o asuntos económicos. Aun así, tendría que seguir concretando porque, como ustedes sabrán, hay una importante escuela historiográfica francesa, los Annales, que ha dedicado una cierta atención a las actitudes ante la muerte a lo largo de la historia. Para ser todavía más preciso, citaré el nombre de un historiador, Philippe Ariès, que ha trabajado muchos años sobre el tema, ofreciéndonos unas obras que hoy son clásicas y, naturalmente, de obligada lectura para todo aquel que quiera transitar por este camino . No obstante, señalo todo esto en su vertiente negativa, es decir, tan solo para delimitar más nítidamente el campo en el que quiero moverme, que no se parece en casi nada al de estos ilustres colegas.
Quiero decir que estos autores (que trabajan normalmente en equipos o insertos en grandes proyectos de investigación) se interesan por las actitudes sociales ante la muerte, los ritos y ceremonias que rodean los decesos, las prácticas funerarias, las formas de enterramiento, los tipos de tumbas, mausoleos y cementerios en general, las misas y otros recordatorios (cuando hablamos de nuestro mundo occidental), las regulaciones sociales -tanto en lo relativo a los difuntos como a sus allegados y herederos-, los monumentos y homenajes que la comunidad o sus fieles dedican al finado, los registros parroquiales, las epidemias, los testamentos, las herencias, las creencias de ultratumba, los duelos, los tipos de luto, las catarsis colectivas y un largo etcétera de factores y matices que ahora nos parece extemporáneo seguir desgranando. Adonde queremos llegar es simplemente a la constatación de que la cuestión de la muerte es un tema amplísimo, imposible de abarcar en su conjunto para un solo autor si no se delimitan aspectos específicos.
Uno de esos aspectos es lo macabro. ¿Qué queremos decir con ese término? Lo macabro implica una interpretación específica de la muerte, una valoración determinada que no se detiene en el hecho en sí o en la simple aceptación de la realidad misma del morir. Fijémonos en su etimología, macabré, macabre o macabé, según las distintas fuentes, pero siempre como término asociado o derivado de los Macabeos, aquellos hermanos que según la Biblia sufrieron un martirio particularmente cruento. Y, sobre todo, extravagantemente, asociado como adjetivo al baile o la danza, la danse macabre, la muerte tomando festiva la mano de los humanos y bailando con ellos… ¿Para sonreír o para estremecerse de terror? ¿Celebramos la muerte o es ella la que celebra su victoria sobre los humanos? ¿Nos dejamos llevar por ella, ensayamos la resistencia, protestamos al menos? ¿La concebimos como bien, como liberación, o justo lo contrario? Ahí radica la paradoja. Que no sabemos bien qué hacer, cómo reaccionar, cómo actuar. La muerte parece a veces el mal absoluto pero también la puerta que se abre a otra vida mejor o, como mínimo, al descanso, el descanso eterno. De este modo, como no sabemos bien adónde nos conduce, su presencia nos fascina, nos impresiona, nos desarma, nos espanta…
Es verdad que la mayor parte de los estados de ánimo que suelen asociarse con la muerte tienen un significado negativo. Relacionamos con lo mortuorio términos como luctuoso, lúgubre, sombrío, aciago, doliente, agónico, fúnebre, siniestro, funesto, fatal… Todos ellos, obviamente, no son más que diversas variantes de una actitud afligida o taciturna, en el mejor de los supuestos. En el peor, hablaríamos de desesperación, es decir, de imposibilidad de aceptación. En cualquier caso, lo interesante de lo macabro es que da un paso más, hasta el punto de que se mueve en una órbita peculiar: lo macabro no tiene por qué ser lo tétrico o desagradable sin más, sino que puede buscar en la desgracia más atroz esa risa nerviosa o esa sonrisa que nos deja congelados. “Nadie ha visto jamás una calavera seria”, escribió Ramón Gómez de la Serna . Quedamos así en un estado de perplejidad. Lo macabro puede suponer una actitud pesimista, pero lo que está claro es que no se queda en el simple lamento.
Ello es así porque lo macabro implica una ruptura del orden establecido, conlleva una disposición que, si estuviéramos en el ámbito artístico, calificaríamos de expresionista o hiperrealista. En efecto, lo macabro se relaciona estrechamente con lo grotesco y el esperpento. Como a nadie se le oculta, Valle-Inclán fue un consumado maestro en ese juego de contrastes –sexualidad y muerte, casi siempre chocarreras- que provoca repulsión y risa, sin que quepa distinguir bien una de otra . Lo macabro distorsiona la realidad como un juego o un rompecabezas. Baraja elementos diversos como calaveras, esqueletos, vísceras, cuerpos en descomposición, fluidos, sudarios, tumbas, gusanos, sangre derramada, etc. Lo macabro busca el exceso, se complace en la paradoja, se regodea incluso en lo que otros rechazan. En esa línea, la mirada macabra presenta por lo general un punto irónico, sarcástico: nos muestra lo que no queremos ver y luego, además, nos incita a una reflexión que rompe los esquemas establecidos, empezando por el “buen gusto” y otras convenciones.
De todas maneras, conviene subrayar que en las páginas que siguen tenderemos a concebir lo macabro en sentido amplio y no restrictivo. La razón es muy sencilla: por lo todo lo que se acaba de argumentar, la conceptuación misma de lo macabro tiene una fuerte carga de subjetividad. Con frecuencia se despiertan resistencias, protestas o matizaciones cuando se adjudica esa etiqueta o caracterización. La mirada o la actitud macabra no siempre se reconoce como tal. Al contrario. No es extraño que se diga algo parecido a lo que sucede, por ejemplo, con el pesimismo: que no se puede o debe llamar tal a lo que simplemente es, a lo sumo, mero realismo, la contemplación de las cosas como son. Eso es, por citar una referencia ilustre, lo que decía el pintor Gutiérrez-Solana cuando alguien tildaba de macabra su pintura o su obra literaria. A veces el calificativo de macabro obedece tan solo a la falta de un contexto adecuado, como cuando juzgamos desde los parámetros actuales la fotografía post mortem de niños y bebés, que tan de moda estuvo en las primeras décadas del siglo XX . Por tanto, incluiremos bajo el epígrafe de lo macabro todo lo que sea recreación obsesiva o presencia insistente de la muerte, además, naturalmente, de la complacencia en la misma o del gusto por la paradoja que muchas veces lleva consigo. Y, en fin, vamos ya a contemplar desde esa óptica peculiar la cultura española.

2. ¿España festiva o España negra? El problema de las caracterizaciones globales

La primera cuestión que se plantea al desembocar en este espacio es la caracterización global de la cultura española. Hoy en día estamos acostumbrados, como consecuencia de determinadas políticas y campañas, a una estimación festiva de la cultura española y lo español en su conjunto. Dentro y fuera de nuestras fronteras resulta usual asociar España con la fuerza, la vitalidad, la pasión: España, “passion for life” dice un eslogan turístico, heredero en cierto modo del gran hallazgo franquista, “Spain is different”, hijo a su vez de aquella España romántica que crearon los viajeros decimonónicos. España primitiva (auténtica), indomable, visceral, impetuosa, individualista, aventurera y creativa, por citar solo algunos de los rasgos más destacados, en contraposición a aquella otra Europa burguesa, civilizada, aburrida, ordenada, gris, previsible y metódica. Si tomamos las coordenadas de hoy en día o adoptamos un encuadre sociológico, caben pocas dudas de que los rasgos arquetípicos de España –sol, calidez, fiesta, alegría, expansión, descanso, placer- se asocian naturalmente con la vida, no con la muerte.
Y, sin embargo, no siempre fue así. No siempre fue esa la valoración del país y sus habitantes, tanto por parte de los que llegaban como por los que radicaban aquí. La propia estampa romántica era ambivalente desde sus orígenes. España era atractiva, desde luego, pero por razones no exclusivamente positivas sino de un modo muy parecido, podría decirse, a como atraen el mal, el abismo o, en el mejor de los casos, la sorpresa y lo desconocido. España, “el país de lo imprevisible”, decía el inefable Richard Ford . La España romántica, por decirlo sin ambages, era también el país de la muerte: un país violento poblado de bandoleros y facinerosos, atrasado, inculto, fanático, sanguinario y cruel. Una nación, no se olvide, en la que hasta la más bella hembra llevaba una navaja en la liga para hundirla en el pecho del entrometido o del desleal a la primera ocasión. Una comunidad que no concebía divertirse sin derramar sangre a raudales, sangre de animales –en especial toros y caballos- pero también sangre humana. La propia “fiesta nacional” era el epítome de todo ello y fascinaba y horrorizaba a partes iguales.
Más allá de esas estimaciones superficiales, la propia consideración de la cultura española incidía en parámetros semejantes. La expresión cultural más fácil de ver es obviamente la pictórica, porque para apreciar las telas no hace falta conocer el idioma (requisito este último, dicho sea de paso, que le faltaba a la mayor parte de los viajeros). La pintura de nuestro Siglo de Oro, que tanto deslumbró a los visitantes de primera hora, presentaba rasgos de dolor, sufrimiento, martirio o crueldad que fueron magnificados o acentuados por encima de otros caracteres. En todo caso, además, siempre estaba Goya, naturalmente el Goya más tenebroso, que es el que más hechiza, el de los fusilamientos y las pinturas negras. Muertes atroces, aquelarres, mazmorras tenebrosas, suplicios, garrote vil, brujos y brujas, dementes, monstruos…, toda la galería de horrores se desplegaba en un desfile genial ante los ojos asombrados de los visitantes para trazar un panorama de miseria, represión, brutalidad, fanatismo, destrucción y, en definitiva, muerte. El tipo de muerte que se asociaba con la nación quedaba así siempre más próxima a lo macabro que a cualquiera otra modalidad.
Dirijamos un último vistazo a la España romántica. A la estampa decimonónica se viene a sumar, ya a finales del mismo siglo, una acuñación que desequilibra la coexistencia de factores heterogéneos que hasta entonces se había mantenido en el estereotipo romántico en beneficio de una determinada tendencia, la más negativa: se pasa pues de una España de luces y sombras, de claroscuros violentos si se quiere, a una España marcadamente negra, como establece el famoso libro de Regoyos y Verhaeren, luego prolongado en las pinturas del primero y más tarde continuado por la obra de parecido título de Solana . España, un país literalmente obsesionado por la muerte, se dice categóricamente en el primero de los libros citados. El punto de partida condiciona el itinerario como no podía ser menos. El itinerario está formado por sucesivas estaciones de dolor, sufrimiento, pena, agonía y luto, siempre en unas coordenadas de atraso e indigencia. Se dibuja así un país de procesiones, iglesias tétricas, rostros demudados, cortejos fúnebres, tumbas y cementerios.
Se dirá con razón que todo ello conforma desde sus mismos cimientos un entramado de simplificaciones, cuando no directamente distorsiones o hasta infundios. Ese es el material con el que están hechos los tópicos. No vamos a negarlo, desde luego, pero sí tenemos que dejar constancia de que esas visiones, por muy sesgadas o pedestres que parezcan, constituyen el mimbre del que todos nos servimos, inevitablemente, para construir una imagen abarcable del mundo que nos rodea. La persistencia y capacidad de penetración de estas esquematizaciones difícilmente puede ser exagerada . De hecho, si nos ponemos puristas o estrictos, lo primero que tendríamos que hacer es renunciar por ejemplo, no ya a la caracterización de la cultura española, sino al propio uso de este último sintagma. Pero lo cierto es que, muy por el contrario, lo seguimos utilizando tanto en las circunstancias más triviales como en los análisis más sesudos.
En último extremo, nuestra obligación como historiadores es dejar constancia de lo que hay. Las actitudes, las tendencias, los tópicos o las valoraciones sociales son también realidades con las que tenemos que contar. Trataremos, eso sí, de ser críticos. Desde nuestro punto de vista, la existencia de elementos y caracteres contrapuestos es lo que nos impide singularizar la cultura española con un único sello. Creemos errónea la visión unilateral de lo español como sinónimo de lo lúdico o festivo, pero eso no nos debe llevar al otro lado del péndulo, defendiendo una visión contrapuesta, esa España de negruras de la que también hemos hablado. Consideramos en suma que la muerte y lo macabro ocupan un papel importante en la cultura española, pero sin que quepa detectar una especificidad de conjunto en este sentido . Quizás no somos en el fondo tan risueños como algunos no quieren hacer creer pero eso no nos convierte necesariamente en amargados o agoreros. Aquí, por razones de nuestro estudio, nos vemos obligados a subrayar los aspectos necrófilos de la cultura española, pero es importante advertir que esta presencia de la muerte y lo mortuorio suele conjugarse en cada momento y cada situación con elementos de signo opuesto.

3. Ser para la muerte

Olvidémonos, pues, de la pretensión de establecer una valoración de conjunto y vayamos a los hechos mismos. No es necesario en suma defender una determinada interpretación de la trayectoria histórica hispana –en uno u otro sentido- para reconocer que nuestra cultura clásica, la que comienza en el Renacimiento y alcanza pronto su plenitud en el llamado Siglo de Oro, no puede comprenderse sin tomar en consideración como elemento aglutinante una profunda melancolía que, según los casos, se contiene con el recurso al humor (Cervantes) o se desata en una concepción muy negativa de la existencia humana. Podría afirmarse que, anticipándose al existencialismo contemporáneo, el de Heidegger o Sartre, hallaríamos también aquí, en autores como Quevedo en la literatura y Valdés Leal en la pintura, una evaluación sustancialmente adusta del hombre como ser para la muerte. Es verdad que esa muerte no siempre se presenta con rasgos terroríficos, ni mucho menos. A veces es tan solo una pesadumbre resignada, como en las Coplas de Jorge Manrique. Pero creemos no exagerar al decir que constituye una constante o una característica insoslayable el sentido grave de la existencia, como delatan los retratos de la “escuela española”.
Incluso en la obra de un renacentista típico como Garcilaso, según ha puesto de relieve un reciente estudio biográfico, se percibe esa melancolía que pronto se expandirá, adoptando diversos grados y manifestándose en distintos modelos, según los autores o las formas expresivas. Así, en los grandes místicos –Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz- es un tormento más acusado porque dicen ansiar la muerte, una muerte que se demora poniendo a prueba al creyente –“muero porque no muero”-. Muy relacionado con esas actitudes está el ascetismo, la retirada a la vida monacal, la huida del mundanal ruido, de las pompas y vanidades de este mundo, que plasmará por ejemplo un Zurbarán. O el espiritualismo exacerbado del Greco, que parece rechazar la carne y todos los elementos materiales para elevarse más fácilmente hacia Dios, al que solo se puede llegar si se traspasa la puerta de la muerte. Toda atadura a este mundo no solo es un error sino algo más profundo, un pecado que nos puede costar la salvación. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Las famosas palabras del Eclesiastés se tienen presentes como advertencias supremas.
Pero no solo se trata de la profunda impregnación del sentido católico de la existencia en un tiempo y una sociedad determinados. No se puede desconocer que existen también otras razones más materiales que abonan el pesimismo vital de varias generaciones y marcan profundamente la cultura del período. El Imperio español va perdiendo batallas decisivas y con ellas influencia en los asuntos europeos. Castilla se desangra, pese a las remesas de oro que llegan de América. Se generalizan las guerras y con ellas, la miseria, la despoblación, el abandono de las actividades productivas. En la propia península se abren importantes cismas con la rebelión de catalanes y portugueses (1640). La percepción de entrar en declive –la famosa “decadencia”- es tan evidente que no hay autor importante que no la termine reflejando de un modo u otro en su obra. Todo se alía por tanto, desde la concepción contrarreformista de la existencia a los reveses políticos de la Monarquía, para pergeñar un horizonte en el que la muerte se dibuja como destino final de hombres y naciones. La vida, al fin y al cabo, no es más que un sueño, dictaminarán Calderón y Quevedo. ¿Tiene sentido aferrarse a ella?
Más aun que en las letras, en las representaciones pictóricas de la llamada escuela española podemos hallar el peso de la muerte en la cosmovisión hispana. Hemos dicho con toda intención el “peso”, porque es una carga o, si se prefiere el juego de palabras, un auténtico pesar, una dura pesadumbre, que condiciona la vida hasta tal punto que hace de la existencia en este mundo, en el mejor de los casos, una prueba, un tránsito, un paréntesis, una etapa provisional. Así lo reflejan los artistas (como, por otro lado, lo hacen también los místicos, los poetas, los dramaturgos, los literatos o los pensadores). Lo curioso del caso es que, desde una óptica católica, la presencia de la muerte no tendría por qué tener necesariamente unos perfiles inquietantes. Sin embargo, salvo algunas excepciones –por ejemplo, la apuntada impaciencia mística-, se impone el aviso admonitorio o incluso la advertencia apocalíptica .
Así sucede en la alegoría titulada El árbol de la muerte, una obra de Ignacio de Ríes de 1653 que se conserva en la Catedral de Segovia: cuando Jesucristo se dispone a dar la campanada final –el fin del mundo- la muerte se apresta gozosa a talar el árbol de la vida, en cuya copa unos alegres y desprevenidos comensales celebran una alegre comilona. Mucho más descarnado y macabro es un lienzo de autor anónimo titulado Cabeza de muerto, fechado hacia 1680. En él contemplamos tan solo una cara desencajada, que corresponde a un individuo ahorcado. Un hombre que acaba de morir pero que aún conserva perfectamente dibujada en su faz la angustia de la muerte. No solo es el dolor o la tortura de la carne, sino algo más profundo, la resistencia del organismo vivo ante la llegada de lo desconocido y, al tiempo, inevitable. Podría decirse también que es el pánico del ser que se precipita al abismo. En cualquier caso lo que distingue a la sensibilidad barroca es una cierta recreación -¿morbosa?- en ese punto. No es ocasión para insistir en ello. Me limito tan solo a citar esas muestras, cuya representatividad difícilmente puede ponerse en duda por todo aquel que conozca la mentalidad del período .
Pero, como hemos apuntado, no solo es el Barroco o nuestro Siglo de Oro, como tampoco es solo una cuestión de pintura y literatura. En el fondo, estamos hablando de una actitud ante la vida (trascendente, católica: llámesele como se prefiera) que traspasa las delimitaciones cronológicas estrictas, de la misma forma que se expresa con todos los recursos disponibles, no solo los específicamente artísticos (aunque en estos, obviamente, sea más fácil de ponderar). Eso no quiere decir que mantengamos la existencia de una constancia que pueda entenderse como esencia, como aquella inefable “alma de España” que defendieron en su momento tantos intelectuales.
No, ni mucho menos, no estamos hablando de metafísica, sino de ciertos rasgos persistentes en nuestra forma de concebir el mundo y, por tanto, de nuestra cultura. Baste pensar, como antes dijimos, en Goya y en general en nuestro siglo XIX, si prolongamos la reflexión y la mirada hacia nuestros días. Por eso, cuando llegamos al siglo XX y –pongamos como ejemplo- a un autor como Gutiérrez-Solana, tenemos que reconocer que la delectación macabra que encontramos en él y otros coetáneos (Unamuno, Valle-Inclán, etc.) no es sino la continuación o, en cierto modo, la culminación de una larga trayectoria.
Permítasenos que una vez más nos acojamos para reforzar nuestra interpretación a un testimonio de autoridad. En este caso, nada menos, que a Federico García Lorca. En “Teoría y juego del duende”, Federico describe a España “como país de muerte, como país abierto a la muerte”. Hay una cierta desmesura en esa caracterización lorquiana (por lo menos, desde nuestro punto de vista), como cuando dice que “un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo”. Ya hemos dicho que somos contrarios a ese tipo de caracterizaciones globales. Pero junto a esos excesos, el gran conocedor de la cultura española que es el vate granadino, apunta certeramente toda una serie de manifestaciones artísticas, desde El sueño de las calaveras de Quevedo hasta el Obispo podrido de Valdés Leal, pasando por poesías y coplas de todas las épocas, que muestran “un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte”.

4. La muerte… ¿fiesta nacional?

Es incuestionable que en casi todas las naciones o, por lo menos, en las grandes culturas, se da una corriente necrófila de esas características. ¿Hay algo especial en la circunstancia española? Continuemos en la línea de reflexión del literato andaluz. Asegura Lorca que la muerte y lo que él denomina el “duende” (es decir, el arte, la inspiración) se alían y se confrontan en la fiesta nacional por antonomasia, las corridas de toros. España, señala el escritor, “es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras”.
En estas tierras ibéricas, prosigue el poeta, la exaltación de la vida es indisociable del canto a la muerte, como una primavera trágica. Así lo han sentido y expresado secularmente los mayores artistas de nuestra historia: “Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benavente en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In Record tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española” .
Aunque pueda resultar ocioso para los que nos movemos en el contexto español, conviene enfatizar un rasgo de esas actitudes ante la muerte que desconcierta a los foráneos. Cuando se habla de la fiesta nacional o del juego con la muerte, el extranjero –el extraño- tiende a pensar en ligereza o frivolidad. Nada más opuesto a la realidad. Claro que se puede jugar con la muerte. Pero, por lo menos en el caso español, suele tratarse de un juego trágico, ese que siempre contempla la posibilidad de que en un segundo el entusiasmo, la alegría o hasta la risa se trueque bruscamente en tragedia, llanto o, en definitiva, muerte.
A las cinco de la tarde…, como diría nuestro antes citado poeta granadino. A las cinco de la tarde… puede empezar el momento de gloria o acontecer el desenlace fatal. Los extremos se dan cita en el mismo acontecimiento. Eso es también muy español. En un desplante chulesco, nos jugamos la vida a cara o cruz. Esa es la esencia del espectáculo taurino, lo que el aficionado llama su “autenticidad”. Aquí, al contrario de otros grandes espectáculos modernos, no hay representación. O, si la hay, es sobre un fondo de verdad. La muerte es de verdad. Y nadie sabe si va a contemplar finalmente el triunfo provisional de la vida o el zarpazo definitivo de la Parca.
Si se tiene eso en cuenta se entienden mejor otros rasgos de la cultura española en este terreno. Más que un juego frívolo o aparentemente despreocupado con la muerte, como se da en la cultura mexicana, el español ha tendido tradicionalmente a una cierta solemnidad. En una carta dirigida a Antonio Machado la poetisa Fina García divagaba sobre “ese quehacer tan español: que es morirse y estar muerto” . Concedamos que también aquí hay una manifiesta exageración, pero es innegable que la cultura española –como resultado de la impregnación católica o por lo que sea- ha tenido por lo general una clara propensión a lo grave, austero y trascendente. En el extremo opuesto, la negación apasionada de la muerte ha conducido a un vitalismo vehemente. Entre uno y otro polo, la actitud española ante la vida y la muerte se ha situado con insistencia en una línea de rencor sordo, burla cruel, exacerbación grotesca, esperpento… Piénsese en las grandes aportaciones españolas en este terreno, desde el Quijote o la picaresca hasta las piezas teatrales de Valle-Inclán. Los observadores foráneos también han coincido en destacar este rasgo como característicamente hispano: el contraste brutal, el claroscuro violento, la genialidad goyesca, la tragicomedia. Una vez más, como antes decíamos, los extremismos.
Se ha dicho en muchas ocasiones de la cultura española que es una “cultura de la muerte” . Unamuno sostenía que la obsesión por la muerte era una característica nacional. Maeztu suscribía en lo esencial ese planteamiento. Si hay una constante en toda la obra lorquiana, esa es sin duda, según el también poeta Pedro Salinas, la presencia asfixiante de la muerte . Hemingway contraponía la actitud esquiva ante la muerte de ingleses y franceses con la franqueza y naturalidad de los españoles . Con un tono en apariencia frívolo, pero con notable agudeza, Luis Carandell se ha referido en múltiples ocasiones a la “presencia persistente” de la muerte en la cultura española . Y podíamos seguir acumulando testimonios en el mismo sentido. Pero, como ya hemos dicho, nuestro objetivo no es tanto apuntalar un planteamiento apriorístico como mostrar empíricamente una realidad, la impronta de la muerte en general y de lo macabro en particular en nuestra cultura. Dejaremos por ello las caracterizaciones globales para mostrar simplemente en las líneas que siguen la huella necrófila en algunas expresiones artísticas y literarias de nuestra historia reciente.
En ese periplo, Unamuno, al que acabamos de citar, puede ser no solo una referencia incontestable, sino un magnífico punto de partida para desbrozar la actitud necrófila de los grandes autores españoles a lo largo del siglo XX. El rector salmantino representa tanto en su vida como en su obra esa actitud severa, grave, austera, un tanto áspera, un mucho lóbrega, que ha pasado por ser característica de una determinada España. No en vano es el autor que escribe Del sentimiento trágico de la vida, que vive y teoriza el cristianismo como agonía, que entiende el patriotismo como militancia trágica y que, desde su juventud, se familiariza con la muerte .
Por expresarlo de manera rotunda, podría decirse que Unamuno entiende la vida humana como un desafío a la muerte. Esta es una de las pocas constantes que se pueden encontrar en una obra caracterizada por los zigzagueos, las paradojas y hasta las contradicciones. Ya lo dijo con su habitual agudeza Antonio Machado: el filósofo bilbaíno fue, entre todos los pensadores españoles que hicieron de la muerte un credo filosófico o religioso, el más rebelde y el menos senequista, porque nunca quiso resignarse a su destino mortal . De ahí, en consecuencia, que nunca pueda distanciarse de su aliento frío, de su sombra inquietante. Como si fuera una premonición, pues don Miguel terminó viviendo sus últimos meses de vida obsesionado por un grito que vería convertido en cruel realidad, como una pesadilla macabra: el “¡Viva la muerte!” de Millán Astray enseñoreándose de su Salamanca natal y de España entera.
Don Ramón María del Valle-Inclán constituiría por derecho propio el segundo gran hito en la trayectoria que estamos trazando. En su caso, decir tan solo que la muerte es una de sus grandes obsesiones sería a todas luces quedarse corto. Porque si ya en Unamuno se percibe una cierta delectación hacia lo macabro, en el genial dramaturgo gallego esa propensión se expresa con crudeza y desparpajo, sin cortapisa alguna. Su estética y su universo están teñidos de las tintas más negras. Hay una evidente complacencia en los aspectos más repulsivos de nuestra materialidad. La muerte en Valle-Inclán, lejos de ser una muerte dulce, sosegada o placentera, es una muerte artera y brutal, sucia y tenebrosa, sórdida y despiadada. Cuando no, simplemente, ridícula.
Todo lo que se acaba de apuntar, lejos de ser una simple valoración de conjunto, adopta en el autor del esperpento los perfiles de una minuciosidad extrema en todo lo relativo a resaltar los detalles repulsivos o degradantes del trance supremo. Como han señalado algunos analistas, en Valle se percibe claramente "una verdadera fascinación por la crueldad y la barbarie" , hasta el punto de que estos rasgos lo impregnan todo, lo contaminan todo. Así, amor y muerte aparecen inextricablemente unidos, pero no en la convencional acepción de antítesis sino en una síntesis macabra que los degrada a lujuria y putrefacción, a deseo carnal y descomposición física y moral. La vida no es aquí sueño, como en Calderón, sino una alucinación o una pesadilla. En el mejor de los casos, una broma macabra que termina abruptamente, sin que logremos entender casi nada. Esa realidad es la que justifica la expresión esperpéntica, la única manera de retratar un universo aberrante.

5. Recreación en lo macabro

El pintor y escritor José Gutiérrez-Solana sería nuestra tercera gran referencia en esta primera mitad del siglo XX. Aquí, todavía más claramente que en los casos anteriores, la presencia de la muerte es tan apabullante que casi hace innecesaria glosa alguna. En su caso, basta abrir los ojos y contemplar los apuntes, dibujos y, sobre todo, los lienzos. Aunque, una vez más, tendríamos que rectificarnos a nosotros mismos, porque señalar simplemente que la muerte es la principal constante del universo solanesco, sin ser incierto ni mucho menos, significa nuevamente quedarnos cortos en la caracterización. El Goya más lóbrego se reencarna en este pintor alucinado, retratista de una realidad putrefacta.
Con la coartada del naturalismo –de la mirada ingenua, incluso- Solana se recrea morbosamente en lo macabro. Más allá incluso del esperpento, el universo solanesco es sucio, infecto y degradante. Su estética necrófila tiñe de sangre, vísceras y fluidos corporales cualquier contemplación de la realidad, incluso la más banal. En Solana nunca podemos olvidar que incluso el más bello rostro no es más que el disfraz momentáneo de una calavera. Podría pues decirse que nos movemos en una órbita en que el antes mencionado “ser para la muerte” adopta la variante de ser... para los gusanos, la putrefacción, la hediondez...
Ya que hemos recalado en el campo pictórico, sería imperdonable que dejáramos de citar en este contexto a nuestro pintor más universal, Pablo Picasso, no tanto porque toda su obra aparezca tiznada con la huella de la muerte –decir eso en una producción tan inmensa y variopinta sería insostenible- sino porque la presencia de esta en algunas de sus obras más características permite reforzar la argumentación que nos ha traído hasta aquí. Si quisiéramos simplemente detenernos en lo más obvio podríamos señalar sin faltar lo más mínimo a la verdad que algunas de sus obras más emblemáticas, como el Guernica, Osario y Masacre en Corea tienen a la muerte como protagonista absoluta. Pero, más allá de esa constatación evidente, quisiéramos desentrañar un aspecto más sutil y, al mismo tiempo, más imbricado en nuestro campo temático. Lo hacemos de la mano de un especialista en historia del arte, el profesor Robert Rosenblum.
Al escudriñar la huella de la tradición pictórica española en la obra del malagueño universal, encuentra Rosenblum múltiples elementos compartidos entre la producción picassiana y la pintura de nuestro siglo áureo. La principal de ella, en opinión del citado especialista, es “la presencia recurrente de la muerte, en forma simbólica o explícita”. Los casos o ejemplos que aduce para sostener esta interpretación son variopintos . Su seguimiento o rastreo, sin embargo, quedan fuera obviamente de las posibilidades de este artículo. Pero no quisiéramos dejar pasar la oportunidad de consignar que la recreación picassiana de la muerte tiene siempre o casi siempre un punto mordaz, muy en consonancia con la tradición cultural española en la que se asienta.
Picasso, en efecto, contempla la muerte como una figura burlesca, un poco en la línea de la representación clásica de la danza macabra. Por eso él, un vitalista vehemente, se siente tentado a desafiarla. Así, es habitual que en algunas de sus composiciones cubistas los elementos macabros se entreveren con elementos cotidianos en un totum revolutum que nos induce a plantearnos que vida y muerte son indisociables. Puede añadirse, a nivel anecdótico pero sumamente revelador, un rasgo de su carácter que elucida su actitud en este terreno: Picasso disfrutaba colocando símbolos de muerte, como las calaveras, en el ámbito doméstico. Memento mori en versión sarcástica.
La segunda mitad del siglo XX, marcada por la sombra ominosa de la guerra civil, ofrece –tanto fuera, en el exilio, como dentro de España- múltiples manifestaciones intelectuales (poesía, novela, ensayo, etc.) que colocan la muerte, individual o colectiva, simbólica o naturalista, como tema central de reflexión. Nos limitamos a mencionar dos figuras incuestionables tanto por su talla intrínseca como por su valor representativo: Delibes y Cela. El primero de ellos, como es sobradamente conocido, saltó a la fama al serle concedido el Premio Nadal de 1947 por una obra que en su propio título llevaba la huella mortuoria: La sombra del ciprés es alargada.
El contenido de la novela hacía honor al título, con la presencia asfixiante de la muerte en las coordenadas existenciales de unos seres humanos que, en la más genuina tradición de la cultura española, transitaban por este mundo como un auténtico valle de lágrimas. No es descabellado por ello interpretar el sentido de la obra como una de las posibles variaciones del tema clásico de la vanitas, despojada en esta ocasión del revestimiento eclesiástico tradicional. Dicho en otras palabras, la actualización de un motivo recurrente a lo largo de los siglos. En cualquier caso, el protagonismo de la muerte en la obra del autor vallisoletano no se limita ni mucho menos a esa novela sino que, como es sabido, constituye una constante en su obra, desde Cinco horas con Mario a los diversos retratos de esa Castilla profunda en los que la muerte tiene una presencia abrumadora. Perdura así una interpretación de una España interior más muerta que viva (entiéndase en todos los sentidos posibles), en la que ya habían incidido antes autores como Azorín y Baroja.
El caso de Cela es más espectacular todavía porque la muerte adopta en su obra la fisonomía abiertamente cruel y desaforada que también había estado presente en una parte de la tradición española, la que parece regodearse en el sufrimiento, en el descuartizamiento de la carne, en los suplicios más espantosos. Desde El jardín de las delicias a las pinturas negras, desde Quevedo a Valdés Leal, hay una visión de la muerte poco o nada sutil que desemboca en lo decididamente macabro. Cela se inscribe por derecho propio en esa estela, hasta el punto de que no pocos críticos sitúan el nacimiento de esa corriente literaria que denominan tremendismo en La familia de Pascual Duarte.
Independientemente de que nos complazca más o menos la denominación, hay que convenir que, en efecto, todo en la vida de Pascual Duarte es tremendo. Y siendo la vida un suplicio, no lo es menos la muerte o, mejor dicho, las muertes en general, vividas como episodios grotescos, opresivos, sucios y espeluznantes. No podemos dejar de recordar a Valle-Inclán y a Solana. Como decíamos antes con Delibes, tampoco en Cela todo esto es una casualidad, ni se trata de una serie de pinceladas anecdóticas. La trayectoria posterior del novelista gallego nos muestra a un autor que persigue los aspectos más lóbregos de la muerte, desde el angustioso San Camilo 1936 al ambiente de venganzas macabras de la Mazurca para dos muertos.
Nos hemos limitado a una reducida muestra. Son muchos, muchísimos más, los autores, las obras, las referencias posibles. Hemos hablado básicamente de pensamiento, narrativa y pintura. Podríamos haber ampliado la perspectiva y haber dado cabida a la religión, la antropología o, ya aproximándonos a nuestro tiempo, el séptimo arte o las nuevas manifestaciones culturales. En todo caso, debe quedar constancia de que los autores y obras aquí citados no son más que la punta de lanza de otros múltiples nombres y elaboraciones que expresan o reflejan un planteamiento similar. Con todo, como decíamos al principio, no hemos nunca pretendido sustentar la tesis de una especificidad española en este terreno. En nuestra opinión, no hay una “muerte española”, como decía José Antonio Primo de Rivera, ni siquiera una interpretación originalmente hispana de la muerte, como se ha dicho desde diversos ángulos . Tampoco detectamos una singularidad de la cultura española en relación a lo macabro. Eso sí, creemos en cambio que nadie nos podrá discutir la importancia que tienen tanto la una -la muerte- como lo otro -lo macabro- en nuestra manera de enfocar la vida y el mundo a lo largo de los siglos.