viernes, 11 de noviembre de 2011

El perdón

Me tiene asombrado la ligereza con la que se utiliza en el debate público el concepto de perdón. Con el comunicado de supuesto abandono del terror por parte de ETA muchos se descolgaron diciendo "pero no piden perdón". Si yo soy una víctima del terrorismo, si me han destrozado la vida o han asesinado a alguien próximo, ¿para qué quiero que pidan perdón los asesinos? ¿Para añadir al dolor burla y escarnio? ¿Qué me soluciona que pidan perdón? ¿Cómo me restituyen lo perdido, lo destrozado? Desde mi punto de vista, el perdón necesita una cierta restitución. Se perdona cuando, en cierto modo, se puede volver a la situación anterior. Borrón y cuenta nueva, como se dice cotidianamente. Pero el perdón no se puede otorgar ante una situación irreversible. Ése es el drama de la vida humana, que la vida es única. El que siega una vida la siega una vez, pero para siempre. No hay vuelta atrás. Como mucho, ante una situación así, uno puede renunciar a la venganza. Puede incluso ser generoso con el criminal, no deseando para él el dolor que ha causado. Pero... ¿perdonar? En una obra de teatro que acaban de estrenar, "Purgatorio", de Ariel Dorfman, se aborda el tema del perdón. Su protagonista, Viggo Mortensen, ha declarado incluso que "el perdón con condiciones no es perdón". Se refería a los asesinos de ETA: supuestamente hay que perdonarles sin condiciones. Porque, sigue diciendo el actor, se puede perdonar todo, a los nazis, a tu mujer... He aquí en grado superlativo la confusión del pensamiento moderno. El "totum revolutum", el "todo vale", porque todo se mezcla y se confunde. Ya no estamos siquiera en la "banalidad del mal". Ni siquiera en la trivialidad del "pensamiento líquido". Esto es ya la pura estupidez.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Oporto: el sabor de la decadencia

Pasear por el centro histórico de Oporto invita a la melancolía. Y no me refiero a la melancolía tópica que deriva del fado o del supuesto carácter portugués, sino a una sensación más concreta que surge de la contemplación de una ciudad que, como las antiguas estrellas de cine, tuvo su momento de gloria y hoy sólo puede vivir del recuerdo, como un sueño prestado. Unos edificios que recuerdan al París de la belle époque, unos rincones que rezuman un leve aroma british, unas plazas que fueron señoriales, unas calles antaño concurridas..., todo está impregnado de un ambiente de pérdida. Es evidente que esas calles, plazas, rincones y edificios vivieron mejores épocas y hoy son el testimonio de una prosperidad lejana. ¿No es suficiente el Oporto para levantar Oporto? ¿No es factor dinamizador el turismo? Da la impresión de que todo -el puerto, el comercio, la agricultura y la industria- se ha venido abajo. Esa cuesta abajo, esa persistente caída que se percibe en el conjunto de Portugal. Paseando por estas calles decadentes y observando estas casas abandonadas me acuerdo de Buenos Aires, sumida también en un aura de declive y deterioro. Y me pregunto una vez más el por qué profundo de esa situación, que es como preguntarse sobre lo que hace prósperas y pujantes a las ciudades y a las naciones. ¿Qué es lo que falla? ¿El Estado? ¿La sociedad civil? ¿La cultura, las mentalidades, la ausencia de espíritu emprendedor? Ninguna de las respuestas posibles me resulta satisfactoria. Pero de lo que sí estoy seguro es de que la decadencia es un atractivo tema artístico o literario, no un destino envidiable. Me ha gustado Oporto pero no me gustaría vivir en ella.