martes, 22 de diciembre de 2015

Historia del suicidio

Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente. Ramón Andrés. Acantilado, Barcelona, 2015. 512 pp.

Publicado en El Cultural, 18-12-2015.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Semper-dolens-Historia-del-suicidio-en-Occidente/37403

El lector aficionado a la música clásica relacionará inmediatamente el nombre de Ramón Andrés (Pamplona, 1955) con unos libros de culto consagrados a compositores egregios, en especial Bach y Mozart. A esas obras habría que añadir varias más que relacionan la música con otras artes y, sobre todo, la insertan en su contexto histórico y cultural. Aparte de algunos diccionarios (como el de instrumentos musicales o el que vincula música, mitología, magia y religión), la mejor muestra de esa voluntad integradora o totalizadora de Andrés sería esa joya que tituló El luthier de Delft (2013) que, como aclaraba su subtítulo, estudiaba la correspondencia entre música, pintura y ciencia en la época de Vermeer y Spinoza.
No siempre, sin embargo, ha sido la música el centro de su atención. La inquietud intelectual de nuestro autor desborda el campo estrictamente musical y se extiende a otras múltiples facetas de nuestra cultura. Al crítico que firma esta reseña le interesó especialmente No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (2010). Años antes, en 2003, Ramón Andrés había publicado otro volumen que reflejaba su curiosidad ajena a las modas, un rasgo ciertamente excéntrico en el panorama ensayístico español: una Historia del suicidio en Occidente que no alcanzó ni de lejos el eco que merecía.
Ahora, doce años después, el “acopio de conocimientos” y la “sedimentación de la mirada” le permiten rehacer lo entonces escrito “desde sus mismos cimientos” para ofrecernos “un libro más amplio y matizado, más objetivo, incómodo con los asertos”. Estas páginas, en efecto, constituyen un ensayo en su acepción más prístina, es decir, como “un tiempo de pensar y un intento de aprendizaje”, en el que el primero que se embarca para perfilar interpretaciones y matizar ideas es el propio autor. El resultado –digámoslo ya sin cortapisas- es de una erudición aplastante, un recorrido pormenorizado por cómo se ha entendido, juzgado y ejercido la “muerte voluntaria” en nuestra cultura, desde los lejanos tiempos de Mesopotamia y Egipto hasta el vacío existencialista y la depresión del hombre contemporáneo. Un larguísimo camino que empieza en Gilgamés y Osiris y que termina en Durkheim, Freud y Ricoeur, después de transitar por la antigüedad grecorromana, la perspectiva cristiana, Tomás Moro, Pascal, John Donne y el Siglo de las Luces, por señalar tan solo algunos de los jalones que marcan las meditaciones de este singular investigador.
Debe advertirse que no estamos ante un ensayo fácil sino todo lo contrario. La rectitud intelectual de Andrés le conduce a una especie de rigorismo implacable que no da tregua al lector, al que se exige un esfuerzo sostenido a lo largo de unas densas quinientas páginas de disquisiciones filológicas, planteamientos filosóficos y elucubraciones culturales. Nada de fuegos de artificios, concesiones a la galería ni, muchos menos, soluciones fáciles. Para que se hagan una idea, ya en la primera página encontrarán una inequívoca toma de postura que marcará la singladura que les espera: “No hay, no puede haber teorías nuevas sobre el suicidio”. El hombre se da muerte hoy, prosigue el autor, por las mismas razones que hace miles de años. En términos resumidos, para “poner fin al dolor”, sea físico o moral. Frente a la óptica medicalista o psiquiátrica que ha ido ganando terreno en los últimos decenios, Andrés defiende lo que podríamos llamar una perspectiva humanista clásica. Es falso, argumenta, que el noventa por ciento de los suicidios tengan una base patológica. Sería inocente dar por buena esa hipótesis.
El libro va desgranando temas, autores y momentos de la historia de nuestra civilización con un ritornello consecuente con lo antedicho: en síntesis, que el malestar y la desesperación son consustanciales al ser humano. Nada, y mucho menos la razón, puede atemperar el sufrimiento que, como una sombra ominosa, acompaña la vida del hombre en este mundo. Las palabras literales del autor compendian con mucha más exactitud que cualquier paráfrasis el sentido global de su reflexión (p. 363): “Una historia del suicidio no es más que una historia del dolor o, mejor dicho, una historia individual y social del dolor, poner boca arriba las cartas de nuestra fragilidad, desde la que, pese a todo, tratamos de dar sentido al devenir del mundo”.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Franco y Hitler

Franco y el III Reich. Las relaciones de España con la Alemania de Hitler. Luis Suárez Fernández. La Esfera de los Libros, Madrid, 2015. 592 pp. 25,90 €. La sombra de Hitler. El imperio económico nazi y la guerra civil española. Pierpaolo Barbieri. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. Taurus, Madrid, 2015. 416 pp. 20,90 €.

Publicado en El Cultural, 27-11-2015.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Franco-y-el-III-Reich/37299

Ya nos hemos acostumbrado a que el mercado editorial se mueva a golpe de efemérides, por lo menos en lo tocante a ensayos y textos de carácter historiográfico. En especial, al cumplirse números redondos se concitan “novedades” que tratan de exprimir la conmemoración con el reclamo de documentación inédita, enfoques renovados o simple puesta al día de las cuestiones de turno. Este año, que se cumplen los cuarenta de la muerte de Franco, ha sido también ocasión para que aparezcan libros que han tratado de aportar perspectivas distintas, desde la “biografía del mito” (Antonio Cazorla) al desenmascaramiento de su “otra cara” (Ángel Viñas), obras ambas reseñadas en estas páginas. Junto a ellas, hemos tenido la reedición de la monumental biografía de Preston que, para muchos, sigue siendo una de las mejores. Además, una interesante aportación colectiva coordinada por Julián Casanova (40 años con Franco) y un volumen de carácter más restringido, sobre la ayuda británica al bando faccioso (Los amigos de Franco, de Peter Day). No menciono aquí otras obras menores o circunstanciales para no alargar la lista.
¡Quién iba a decirlo! A los cuarenta años de su muerte, Franco está bien vivo para adeptos y adversarios, que siguen disputando con vehemencia y hasta con saña en torno a su figura, sus actuaciones y su significado en la historia de España. Afortunadamente, la contienda no traspasa hoy los límites de la palabra –oral, impresa o digital-, pero es llamativa la inviabilidad recurrente de un punto de encuentro desapasionado en investigaciones que, desde uno y otro lado, se reclaman “científicas”. Mientras que, pongamos por caso, la historiografía contemporánea ha perfilado un retrato de Hitler en el que hay un amplio consenso en lo fundamental –se discrepa más que nada en matices-, en el caso de Franco y su régimen (y, por extensión, la guerra civil y la República) se mantienen posiciones irreductibles que luego se trasladan al circo político. El calificativo de franquista sigue siendo un arma arrojadiza en la controversia partidista.
El debate también está vivo en el conjunto de la sociedad española como muestra la cantidad de libros que se siguen publicando. Ahora, en el tramo final del año, aparecen casi simultáneamente dos estudios muy distintos de dos autores también dispares ideológicamente que coinciden sin embargo en abordar la misma cuestión, con títulos bastante parecidos y hasta con portadas llamativamente similares: los retratos de ambos dictadores con una franja en rojo que los separa. Sin embargo, una observación más atenta descubrirá en esas ilustraciones de portada unas curiosas diferencias que nos servirán de punto de referencia para adentrarnos en el contenido propiamente dicho: mientras que en el libro de Luis Suárez Franco y Hitler miran hacia lados opuestos, en el de Barbieri están frente a frente estrechándose las manos con una sonrisa de complicidad. Podría ser casual o anecdótico pero, como veremos enseguida, no lo es.
La figura de Luis Suárez (Gijón, 1924) no necesita presentación, ni siquiera para el sector más alejado del campo historiográfico. Reputado medievalista, su nombre saltó hace pocos años a las páginas de los periódicos, en medio de una gran polémica, por ser el autor de la entrada “Franco” en el impugnado Diccionario de la Real Academia de la Historia. En este nuevo volumen, Suárez mantiene las posiciones ideológicas que causaron tanto escándalo: para él Franco no fue totalitario, ni aun siquiera dictador, sino el creador de un régimen autoritario. A partir precisamente de esos presupuestos, uno de los propósitos fundamentales de este libro es contraponer las figuras del Generalísimo y el Führer y distinguir nítidamente sus regímenes respectivos y sus dispares objetivos. Así, dice Suárez, frente al “materialismo dialéctico” y el racismo del alemán, el catolicismo del español; frente al totalitarismo del primero, el mero autoritarismo del segundo; contra la vocación belicosa de Hitler, la consideración de la guerra como “mal menor” de Franco; y, en fin, hasta frente al antisemitismo brutal del germano, la protección que dispensó el régimen español a los judíos. Al margen de esas más que discutibles contraposiciones, lo que sorprende en un libro de estas características, que se supone está confeccionado básicamente con documentos del Archivo personal del Caudillo, es la ausencia de aparato crítico (notas y relación de documentos consultados). Quizá el simple aficionado no lo eche de menos, pero para el especialista es una cuestión fundamental para cotejar los asertos e interpretaciones del autor.
Pese a que aborda el mismo tema –las relaciones hispano-germanas-, Pierpaolo Barbieri centra su atención unos años antes, durante la guerra civil española. Las diferencias con el volumen anterior son de forma y fondo, en sus premisas y sus conclusiones. Empecemos diciendo que frente a la veteranía de Suárez, Barbieri es un joven e inquieto historiador que, aunque oriundo de Buenos Aires, se ha formado en el ámbito académico anglófono (Harvard) y que pretende con esta su primera obra romper moldes e interpretaciones profundamente asentadas. Su tesis es que el auxilio nazi al bando sublevado en la contienda española no se debió tanto a razones ideológicas -según se ha mantenido hasta ahora- cuanto a un complejo designio de “imperialismo informal inspirado por Hjalmar Schacht, el principal arquitecto económico de la recuperación nazi”. Aquí España aparece más bien como sujeto pasivo, objeto de deseo de las aspiraciones nacionalsocialistas, que se decantaron en un primer momento por seguir una Weltpolitik más o menos contenida en vez de la más brutal doctrina del Lebensraum (espacio vital) que luego se impuso. Las conclusiones de Barbieri no nos parecen tan relevantes como él pretende, aunque nada más sea porque, como el mismo autor se ve obligado a reconocer, el llamado imperio informal germano no pasó de aspiración truncada al perder Schacht la confianza de Hitler en fecha tan significativa como 1939. En el extremo opuesto al libro de Suárez, aquí nos encontramos una descomunal compilación de notas (cien páginas, ¡la cuarta parte del volumen!) y, sin embargo, echamos en falta una relación alfabética de archivos, documentos y obras consultadas.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Los que fueron felices en la guerra

De los que fueron felices en la guerra (o, al menos, disfrutaron un rato)


Publicado en Revista de Libros. Blogs. Morirse de risa. 26-11-2015.

http://www.revistadelibros.com/blogs/morirse-de-risa/de-los-que-fueron-felices-en-la-guerrao-al-menos-disfrutaron-un-rato_1


“Un golpe de ataúd en tierra es algo / perfectamente serio”. Como decía un buen amigo mío, hay algo de acongojante en estos conocidos versos de Antonio Machado (“En el entierro de un amigo”, Soledades). Quizá es el tono, el matiz –el ruido seco de la caja en el hoyo-, la expresión redonda… “perfectamente serio”. Seriedad como la única opción posible ante determinados acontecimientos: la muerte, el dolor, la miseria, la guerra. Pertenezco por edad y profesión a esa generación de historiadores que, habiendo nacido bastante después de la guerra (la del 36, claro), han sentido suficientemente de cerca sus consecuencias –sin ir más lejos los rescoldos y prolongaciones del franquismo- como para tomarse en serio, muy en serio, todo lo relacionado con la contienda fratricida. Luego, por si fuera poco, el propio examen de los documentos y los testimonios de primera mano conducen a cualquiera con un mínimo de sensibilidad y empatía a mirar aquello, aparte de otras muchas consideraciones, como una inmensa tragedia. Como toda guerra, evidentemente, pero en este caso no como una guerra de esas que se otean en la distancia o se siguen en las pantallas sino que se sienten a flor de piel.
Dejemos pues claro como punto de partida ese dictamen obvio: que, más allá de las controversias políticas e historiográficas, la guerra civil fue ante todo y sobre todo una catástrofe, un desastre, una calamidad… y puede seguir cada uno poniendo los sinónimos que desee. Bien, ya lo hemos dicho. ¿Y qué más? Pues que habiendo ya pagado el inevitable tributo a nuestra conciencia (y a lo políticamente correcto, ¿por qué no decirlo?), no podemos seguir ignorando una cosa. Que para algunos –no sé si muchos o pocos- de los que vivieron aquella desgracia, la guerra no fue precisamente eso, una desdicha, ni siquiera un pequeño percance sino… otra cosa. Sí, ya sé que están pensando en tipos humanos característicos, el violento, el sádico, el que disfruta con el peligro o que carece de empatía… O quizá se les ha ocurrido el oportunista, el tipo sin escrúpulos o el simple aprovechado que hace su agosto en el río revuelto sin importarle las consideraciones morales o humanitarias. También podría ser válido dentro de esta gama de tipos citar al militante más o menos fanatizado (de uno u otro signo) que, lejos de tomar la beligerancia como un mal, se muestra entusiasmado y gozoso por poder matar y morir por la causa en la que cree. Todos ellos desde luego servirían para mostrar que la condición humana es diversa, desconcertante e impredecible y que, como mínimo, no debe ser contemplada con apriorismos y esquematismos elementales.
Pero, sin embargo, no es de ellos, de ninguno de esos tipos, de los que yo quiero hablar. Mi enfoque se sitúa…, ¿cómo decirlo?, a una altura más modesta, a ras de tierra podríamos decir. Me serviré como punto de partida de las memorias de un humorista hipocondríaco (como él mismo se definía), cuyo provocativo título nos introduce ya abruptamente en lo que quiero decir: Yo fui feliz en la guerra. Chumy Chúmez, pues de él se trata, nos presenta la guerra no como la tragedia que un adulto puede sufrir o lamentar sino desde la óptica de un niño que ve que el mundo se pone patas arriba y con ello se le presenta una ocasión única de vivir lo que en otras circunstancias normales hubiera sido completamente imposible. Dejaré que sea él mismo quien lo exprese. Después de los bombardeos, dice, “salíamos de los refugios para ver los destrozos causados por las bombas. Los mayores intentaban ahorrarnos el horror de ver los cadáveres […] Pero nosotros nos escabullíamos para ver bien de cerca los muertos […] Nosotros éramos felices en aquel hermoso desorden en el que se derrumbaban casas, morían nuestros amigos y, además, para coronar nuestra felicidad, no había escuela”. Desconcertante en su sencillez. Pero las anécdotas concretas son las que verdaderamente nos introducen en la dimensión macabra, en este caso no atemperada sino acentuada por la condición infantil de los protagonistas. Cuenta Chumy que un día un amigo les llevó…

a un huerto solitario y nos enseñó lo que fue durante mucho tiempo nuestro tesoro: la cabeza ensangrentada de una vieja. La había encontrado separada del cuerpo después de un bombardeo y se la había llevado como recuerdo. Era una vecina nuestra. Por la noche oímos los lloros de su familia que había estado todo el día buscando la cabeza de la pobre descabezada. Nosotros no nos atrevimos a decir que la teníamos en nuestro poder. Todas las tardes íbamos a ver cómo le cambiaba el gesto que cada ver era menos humano. Parecía que a aquel fragmento de difunta le hacía gracia nuestra protección. La mimábamos. En el cementerio se habría encontrado más sola seguramente. A la semana estaba ya un poco descarnada y empezaron a asomarle los dientes. Parecía que nos sonreía.

Los juegos y la muerte se entremezclan de tal modo que uno no sabe bien si sonreír o estremecerse. ¡Cuánto partido puede sacarle un niño a un muerto! No ya solo las calaveras sino hasta los propios huesos:

Yo solía ir con mis amigos con mucha frecuencia al cementerio a robar huesos […] Nosotros solíamos coger los cráneos más limpios, quitábamos luego la tierra que estaba adherida a los recovecos interiores y nos los llevábamos al barrio para jugar a los bolos. Vivíamos en una sociedad necrófila porque yo no recuerdo que nunca nadie nos prohibiese nuestros juegos macabros. Al revés. Las vecinas se partían de risa al vernos intentar colocar las tibias en posición vertical sin poder conseguirlo.

Y, en fin, el despertar sexual, como no podía ser menos, se tiñe también de elementos necrófilos:

Las chicas mayores nos habían iniciado en pequeñas liturgias sexuales y algunas niñas, sacerdotisas precoces, se ofrecían gentilmente al sacrificio ritual. Se tumbaban en el suelo y se quedaban quietas como si estuviesen muertas. Nosotros les bajábamos las braguitas húmedas aún por el susto y la emoción de los bombardeos y les acariciábamos sus tiernas entrepiernas.

Otro que vivió la guerra de niño y que también hizo del humor su profesión, José Luis Coll, relata episodios tremendamente parecidos en sus memorias (El hermano bastardo de Dios). ¡Qué divertido, por ejemplo, echar un partidillo de fútbol con cráneos a falta de balones! Con algunos inconvenientes, es verdad: “Las mandíbulas se desprendían. Las que aún tenían dientes picoteaban las baldosas, ya de por sí depauperadas. Las calaveras pequeñas rodaban mejor”. La violencia, la crueldad y la muerte, lejos de presentarse como obstáculos, se incorporan a las coordenadas vitales. No solo se puede vivir con ellas (con-vivir): se puede gozar a pesar de ellas o, lo que es más desconcertante, se puede disfrutar precisamente gracias a ellas, porque crean unas condiciones excepcionales que rompen la monotonía de la existencia. Por lo menos para los ojos de un niño (aunque, me temo, también para muchos adultos). Si los juegos infantiles tienen normalmente un componente sádico, en la guerra o en la represión de la posguerra, ese ingrediente queda legitimado como recreación exacta del mundo de los mayores. “Nuestros juegos –rememora- se hicieron más crueles, más machistas, más despiadados”. Por ejemplo, al compañero del bando contrario se le ata un árbol y se le azota. A renglón seguido, el prisionero era “meado en la cara y en el pecho” por los vencedores. Y si era un jefe, “se le obligaba a cagar sobre un pañuelo, que luego se le restregaba por ojos y boca”.
Bien es verdad que en nuestras coordenadas históricas y sociales quién más y mejor ha popularizado un enfoque cómico de la guerra ha sido el humorista Miguel Gila, hasta el punto de que la expresión “la guerra de Gila” forma parte de nuestro acervo cultural. Es casi imposible encontrar un español a quien no le suenen determinadas expresiones gilescas, empezando, claro está, por aquel recurrente “¡Que se ponga!” que anunciaba disparatadas conversaciones telefónicas con los personajes más variopintos. El teléfono era, como todos recuerdan, el arma preferida de un supuesto soldado que trenzaba disquisiciones desopilantes sobre unos presupuestos completamente surrealistas: “¿Es el enemigo? ¿Ustedes podrían parar la guerra un momento?”. O también aquel inolvidable “¿Por fin cuándo piensan atacar?… ¿A qué hora?… ¿No podrían atacar por la tarde…, después del fútbol?”. Para terminar con aquella tremenda despedida: “Adiós. ¡Que usted lo mate bien!”. Lo de matar bien era chusco pero menos simple de lo que a primera vista parecía porque una de las peores cosas en la guerra podía ser que te mataran mal, o sea, que te dejaran agonizando –sin ese remate que no por casualidad se llama “tiro de gracia”- durante interminables horas y a veces hasta días… Y es que el propio Gila confesó en diversas entrevistas y en sus propias memorias que a él lo fusilaron mal, en este caso por suerte, porque el piquete de ejecución lo componían soldados borrachos que no apuntaron cómo debían…
Hay que reconocer que Gila normalmente hablaba de la guerra sin especificar clara o explícitamente que se refería a la nuestra, la guerra civil, pero la aludida continuidad entre sus escenificaciones y sus experiencias dejaba poco lugar a dudas. Al narrar sus recuerdos como combatiente, Gila refiere anécdotas que bien podrían haber figurado en sus sketches más extravagantes. Así, por ejemplo, aquel episodio en que se encuentra perdido, sin saber dónde están los suyos y hacia dónde tiene que dirigirse. Al fin divisa un grupo de soldados y, creyendo que son los de su bando, pregunta con toda naturalidad: “¿sabéis dónde está el 5º Regimiento?”. Sin darle mayor importancia uno de los uniformados se vuelve y le responde con absoluta naturalidad: “Nosotros somos nacionales. Tu regimiento creemos que está por allí”. Le señala el camino y ahí acaba todo, sin más. ¿Real o inventado? Tenemos todo el derecho del mundo a pensar que la imaginación del humorista ha contaminado sus recuerdos involuntariamente o, en el peor de los casos, que Gila ha asumido su papel hasta tal punto que es capaz hasta de trivializar sus sufrimientos de guerra. Sea como fuere, hay una realidad que trasciende al propio Gila aunque utilicemos su apellido para caracterizarla: lo que queremos decir con ello es que, como está ampliamente documentado, la guerra civil tuvo situaciones y episodios grotescos, casi surrealistas, que podían situarse por derecho propio en el esperpento, es decir, lo que vulgarmente conocemos como “la guerra de Gila”.
Por ejemplo, lo de hablar de una trinchera a otra a voz en grito o con un altavoz no es un invento del humorista. A veces se hacía eso por iniciativa o con el consentimiento de los mandos, que entendían que una guerra de alpargatas como la nuestra debía tener, por lo que tocaba a los planteamientos ideológicos, su correspondiente dosis de propaganda cutre. Era más eficaz –o así lo entendían los concernidos- apelar al estómago que a los grandes ideales. Como decía una versión bufa del “Cara al sol” estaba bien lo de colocarse “Cara al sol / al sol que más calienta”. Cada bando prometía a sus contrincantes buenas raciones de comida, tabaco y alcohol si desertaban y se unían a sus filas. Los franquistas llegaron a prometer tres horas de siesta a los republicanos que pasaran a engrosar sus líneas. Pero no siempre era una cuestión de propaganda o, como diría Gila, de “desmoralizar” al contrario (recuerden el chiste del enano montado en el 600 para suplir la falta de tanques: “no mata, pero desmoraliza…”) A menudo, cuando las trincheras estaban estabilizadas y relativamente próximas, se trataba simplemente de diálogos de parte a parte, con las más peregrinas excusas o incluso sin ellas. Al fin y al cabo el enemigo hablaba el mismo idioma o incluso podía ser vecino, paisano, conocido… En la guerra no solo se matan hombres: casi tan importante como esto era matar el tiempo. De ahí que hubiera tantos tiempos muertos, que se hacían más insoportables por el frío, el hambre, el cansancio, los piojos… Los que podían lanzaban un globo sonda: “¡Eh, los del otro lado…! ¿Me oís?” Era el primer paso. Si había respuesta, de ahí a la confraternización había solo un paso, que se dio con frecuencia.
A pesar de que los oficiales prohibían por razones obvias esas manifestaciones de concordia con el enemigo –y amenazaban con draconianos castigos a quienes las pusieran en práctica- hay constancia de que se dieron con bastante frecuencia. Lo que nos interesa subrayar aquí es el aspecto de guerra chusca que ello inevitablemente conllevaba. Así, por ejemplo, en los citados tiempos muertos, los combatientes salían de sus trincheras respectivas, intercambiaban cigarrillos, periódicos o comida, compartían algunos tragos, se contaban impresiones y experiencias y a menudo hasta se abrazaban. En alguna que otra ocasión nos consta que se pusieron de acuerdo para salir a cazar perdices. Otras veces preparaban juntos alguna comida especial: con decir que a estas expresiones de camaradería se las llamaba “hacer paella” ya está dicho todo. Luego, cuando acababa la fiesta –normalmente al caer el sol- cada uno regresaba a su puesto. Aquella misma noche o al alba del siguiente día podía comenzar un ataque y podían ser muchos los que perecieran por una granada lanzada por la mano que poco antes habían estrechado o incluso por el disparo a bocajarro de quien les había estado abrazando. Como siempre sucede, la realidad supera a la ficción y, en este caso, hasta al humor absurdo.
Lo malo de las guerras, si adoptamos una perspectiva gilesca, es que producen muertos. Si son muertos lejanos, pase. Pero si están cerca, resultan molestos. Los cadáveres huelen, mejor dicho, hieden, apestan. Y a veces, cuando se quedan en medio de una tierra de nadie, sin enterrar, descomponiéndose poco a poco, echan un pestazo insoportable. Claro que siempre quedaba la posibilidad de ponerse de acuerdo de trinchera a trinchera para retirarlos. Y, de paso, compartir como antes apuntábamos alcohol, tabaco, algunas provisiones. Y gastar bromas, contar chistes, reír abiertamente. Y hacer así de todo ello el mejor momento del día. Algunos estudiosos de la guerra civil –pocos, a decir verdad- han indagado en esas condiciones materiales de vida que se dan en las trincheras o en los frentes de batalla. Así, por ejemplo, el hispanista Michel Seidman. Termino mi reflexión con un apunte que tomo de uno de sus libros, A ras de suelo, que pone de relieve cómo la confraternización entre los supuestos enemigos llegaba a tales niveles –no solo de diversión puntual, sino de absoluta complicidad- que se comprometieron en algunas ocasiones en avisar al bando contrario “si los oficiales ordenaban un ataque”. Y cuando algunos recién llegados -esto es, no avisados de las costumbres del frente- disparaban sus fusiles, del otro lado surgía una protesta a voz en grito: “¡Eh, no tirar, que nosotros no tenemos la culpa!”. Al final resulta que los chistes de Gila eran, no ya realismo, sino puro costumbrismo.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Historia alternativa del siglo XX

Historia alternativa del siglo XX. Más extraño de lo que cabe imaginar. John Higgs. Traducción de Mariano Peyrou. Taurus, Madrid, 2015. 360 pp.

Publicado en El Cultural, 13-11-2015.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Historia-alternativa-del-siglo-XX/37234

¿Se puede entender el siglo XX? La pregunta puede parecer elemental pero sería bueno que nos contuviéramos unos segundos antes de contestar de forma afirmativa, que es lo que en principio nos pide el cuerpo (o las exigencias de la razón humana, que difícilmente admite que algo sea incomprensible). Todo dependerá, como se le alcanza a cualquiera, del nivel al que queramos colocar el listón del mencionado entendimiento. Si nos limitamos a lo más sencillo, a constatar lo evidente, diremos con el autor de esta obra que hay miles de libros de historia del siglo XX. La mayoría de ellos, “escritos por políticos o periodistas”, es decir, “con una fuerte orientación política”. Hay otros muchos libros que analizan el arte o la ciencia, pero coinciden con los anteriores en que “convergen en autopistas muy transitadas”. El polifacético e inquieto John Higgs (periodista, productor y ensayista de variado registro) se propone adoptar un punto de vista diferente.
Su punto de partida es una extraña impresión que le surge al visitar una exposición en la Tate Modern londinense. El brusco tránsito de un siglo XIX idílico a un XX angustioso le lleva a una reflexión perpleja e inquietante: “¿qué demonios le sucedió a la psique humana a comienzos del siglo XX?” La historia tradicional, con su insistencia en los eventos más llamativos (guerras, crisis económicas, revoluciones, etc.) “no logra explicarnos el paso al mundo actual”. Hace falta, sugiere Higgs, un cambio de perspectiva: “observar lo que fue verdaderamente nuevo, inesperado y radical”. Aunque no nos guste, debemos admitir que “el territorio del siglo XX incluye zonas oscuras, bosques espesos y profundos” que desafían las explicaciones convencionales. No es menos cierto, por otro lado, que hallar “un sendero distinto para recorrer este territorio es un reto formidable”. Ese el reto que se propone Higgs en esta obra.
Es verdad que este libro trata de las grandes guerras, los cambios políticos, las crisis económicas, los avances científicos o las innovaciones artísticas, como no podía ser menos, porque todos esos elementos forman parte del siglo XX. También menciona en múltiples ocasiones a Hitler, Stalin, Margaret Thatcher, Einstein, Bertrand Russell, Joyce o Picasso, porque ellos son algunos de los grandes protagonistas de la época que ningún ensayo puede obviar. Pero incluso cuando aborda lo más inexcusable o consabido, lo trata de hacer desde un ángulo diferente. Y siempre, en todo caso, Higgs busca el hecho nimio o el personaje de tercera fila –los ingredientes habitualmente desechados en las historias tradicionales- para convertirlos en exponentes o símbolos de un momento histórico determinado. Por si ello no fuera suficiente, el autor se empeña en hallar los lazos ocultos que ligan acontecimientos y protagonistas de mundos distintos, incluso contrapuestos: así, menciono para que se hagan una idea, vincula el terrorismo anarquista con la teoría de la relatividad, coloca “La interpretación de los sueños” de Freud tras relatar el estreno de “La consagración de la primavera” de Stravinsky y aludir a Sherlock Holmes, o explica los más alambicados conceptos de la física cuántica (Max Planck) atendiendo a una analogía desconcertante (una supuesta foto de Putin peleándose con un canguro).
Eso significa sobre todo, una cosa: si el lector quiere disfrutar este ensayo, tendrá que librarse de sus prejuicios o de ideas convencionales para entrar en el juego que le propone Higgs. Es obvio que no todo el mundo entiende ese tipo de trato y no podemos dejar de mencionar que el autor muchas veces se pasa, como decimos coloquialmente. Si están buscando un análisis sesudo y profundo de los grandes vectores del siglo, es evidente que este no es su libro. Higgs peca de superficialidad, es cuanto menos impreciso, no discrimina muchas veces lo anecdótico de lo sustancial y mete demasiadas cosas heterogéneas en el mismo saco. “Los genocidios –dice, por ejemplo- surgieron al confluir la tecnología, el nacionalismo, el individualismo y la llegada al poder político de algunos psicópatas” (p. 111). Ahora bien, si entran en el juego, es muy posible que pasen un buen rato. El libro se lee con facilidad, es ameno y en muchos momentos fresco y sorprendente. Y reconozco que en algunos pasajes hasta hace que nos replanteamos algunas verdades establecidas. No es poco.

jueves, 12 de noviembre de 2015

¿Qué es lo que te hace tanta gracia? (y II)

Publicado en Revista de Libros. Blogs. Morirse de risa. 12-11-2015.

http://www.revistadelibros.com/blogs/morirse-de-risa/que-es-lo-que-te-hace-tanta-gracia-y-ii

No sé si han oído hablar de Sarah Silverman. En España creo que no es muy conocida, aunque he pescado algunas referencias en internet, pero en Estados Unidos es al parecer relativamente popular por sus intervenciones en el mundo del espectáculo. Ya saben, ese espécimen típicamente norteamericano que combina improvisación, desenvoltura y comicidad, y que sirve tanto para escribir sketches o guiones como para actuar delante de las cámaras interpretando al modo convencional o simplemente haciendo de sí misma. Silverman ha jugado con frecuencia a transgredir lo políticamente correcto, por decirlo suavemente, con sus referencias por ejemplo a las minorías -chinos, negros o judíos-, aunque ella misma procede de familia semita. Juzguen ustedes su sentido del humor y, como suele decirse, echen unas risas: aludir a una vagina diminuta le lleva a citar a la Barbie aunque, aclara, no a Klaus Barbie, el carnicero nazi; y, bueno, hablando ya de nazis, “esos idiotas hijos de puta, llorones, malditos”, hay que reconocer que de pequeños eran (¿o son?) adorables. De pequeños, ¡eh…! Porque de mayores, como dice su sobrina, mataron a “60 millones de judíos”. Pausa. ¿60 millones? Sarah corrige: “Creo que fueron 6 millones de judíos”. Vale, dice la sobrina, “pero… ¿cuál es la diferencia?” “La diferencia es que 60 millones es imperdonable, jovencita”. Risas generalizadas del público. ¡Estas cosas del Holocausto! Sorry, corrige rápidamente, “supuesto Holocausto”. Más risas incontenibles. Su abuela, “gracias a Dios, estuvo en uno de los mejores campos de concentración”. Ja, ja, ja… Aunque, dejémonos de bobadas, “si los negros hubiesen estado en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto no habría ocurrido… O no a los judíos”. He hecho una traducción aproximada. Si tiene interés, el vídeo con esa intervención –dura pocos minutos- está a disposición de cualquiera en internet con el título de Sarah Silverman on the Holocaust.
He empezado citando esta intervención de la comediante norteamericana casi al azar, como podría haber elegido otros cientos de casos y ejemplos casi intercambiables, extraídos de cualquier programa de entretenimiento de cualquier país o lugar del mundo, porque son innumerables los humoristas, actores, presentadores y demás fauna del mundo del espectáculo que se dedican diariamente en los más variados foros a desempeñar una labor parecida. (Por cierto, si no han valorado mucho a la tal Silverman, sepan al menos que según Arcadi Espada, esta es, junto a Ricky Gervais, Bill Hicks o Lenny Bruce una representante del “humor negro gracioso sobre temas sensibles”: “10 reflexiones sobre el humor negro”). Aquí, en el fondo, la cuestión es muy simple: se hable de lo que se hable –política, sexo, religión, etc.- o, si se prefiere en términos más concretos, genocidios, estupros, profanaciones, etc., se juega con dos variables, provocación y límites. No hay humor o, por lo menos, humor del bueno, sin provocación. A su vez, no hay provocación si no se desafían los límites, sea de lo establecido culturalmente, sea de lo que antes se llamaba el “buen gusto” o sea en fin de lo que ahora se denomina lo “políticamente correcto”. Todo lo cual remite en última instancia a si debe o no haber límites. He leído por ahí a algunos abanderados de la libertad –por ejemplo, el antes citado Ricky Gervais- que dicen abiertamente que no, que el humor no admite límites. Todo límite impuesto o autoimpuesto es estigmatizado con la palabra talismán: “¡censura!” ¡Vade retro, Satanás!
El punto de partida de mi reflexión, sin embargo, es bien distinto. Baste pensar, simplemente, en nosotros mismos, en cada uno de nosotros. Hay muchas cosas que, casi con plena seguridad, a ninguno de nosotros nos va a hacer nunca mucha gracia, si estamos en nuestros cabales. Ponga cada cual los casos que prefiera: que se nos diagnostique una enfermedad dolorosa o incurable o que eso mismo le pase a la persona o personas próximas, que nos ataquen violentamente, que destruyan nuestra casa o nos expulsen de ella, que violen a nuestra hija, que se mueran nuestros padres (y no digamos ya un hijo) o, en términos menos dramáticos, que debamos hacer frente a una deuda inmediata que no podemos saldar. En todas esas situaciones, como delata el lenguaje más cotidiano, “no estamos para bromas” y si alguien pese a todo se empeña en bromear, no nos va a hacer ninguna gracia. Hasta el representante en la tierra del Dios del amor y la caridad, el papa Francisco, ha mantenido en un contexto muy discutible (el atentado contra Charlie Hebdo) que un insulto o una broma -que para esto tanto da- a alguien querido como una madre puede conllevar de forma natural un buen puñetazo al insolente o al desconsiderado.
Se dirá, sin que falte razón, que los casos aducidos se refieren a circunstancias personales, es decir, son cuestiones o problemas de contexto. Esto es precisamente lo que defiende el humorista Darío Adanti en Sin puta gracia. Lo ilustra con unos ejemplos muy sabrosos. Así, dice, “follar es una cosa maravillosa que no sólo no tiene nada de malo sino que, además, tiene todo de bueno (…) pero (…) no está bonito ponerte a follar frente al ataúd de tu abuelo en pleno velorio...” Se podría decir también, argumenta, que “el humor es como el sadomasoquismo, un juego entre partes que aceptan jugar a ese juego”. Por cierto, si hablamos de humor negro, “el sadomasoquismo también duele un poco”, pero gusta precisamente por ello. En definitiva, adonde quiere llevarnos Adanti es al reconocimiento de que el humor es un género de ficción, una representación que exige un acuerdo o pacto implícito entre todos los que van a participar en él o de él: “Entonces puedo concluir que lo que debe tener límites no es el humor sino el cuándo y el dónde de la representación del humor como acto. Es decir: lo que limita al humor es su contexto. Ese, amigas y amigos, es su límite”.
Las razones de Adanti serían convincentes si el humor y, sobre todo, el humor bestia –dicho sea así también a lo bruto, para entendernos- se practicara en recintos cerrados con oficiantes y espectadores que asistiesen libremente al espectáculo, como pasa con los clubs de intercambio de parejas, las citas sexuales y la pornografía en general. En una sociedad libre cada cual puede practicar sexo con quien desee y de la manera que desee, pero hay unos límites estrictos para que eso no afecte, dañe o simplemente moleste a otros. ¿Tiene límites la pornografía? Si es consentida y entre adultos, los límites serían muy difusos pero si afecta a menores o a los espacios públicos de convivencia ciudadana, está claro que sí. ¿No podríamos decir lo mismo del humor agresivo o incluso del humor faltón cuando traspasa determinadas barreras y llega a sectores ajenos, hiriendo determinadas sensibilidades? Olvidémonos ahora de las caricaturas de Mahoma y el integrismo y pensemos simplemente en las sensibilidades de determinados colectivos de nuestra propia sociedad tolerante, descreída y de vuelta de todo? ¿Estamos dispuestos en serio a aceptar cualquier provocación, no en un museo, un espectáculo o incluso una pantalla de internet o televisión (ámbitos relativamente acotados) sino en la plaza pública, en las iglesias, en sede parlamentaria?
Ya dije en la primera parte de esta reflexión que no entro ni quiero entrar en el terreno estrictamente legal. No estoy hablando de lo que deba o no permitirse –ni si tal asunto debe competir a instancias políticas o simplemente al Código Penal- sino de una cuestión anterior y más básica, nuestro umbral de permisividad, aceptación o tolerancia. En el humor, como bien decía antes Adanti, el contexto es fundamental. Pero entiéndase bien: eso significa que cuándo y cómo se dice algo puede ser más importante que el qué. Sin olvidar los quiénes, el emisor y el receptor. Para no andarme por las ramas, pondré un ejemplo un tanto zafio: ¿por qué no construimos un Auschwitz de bolsillo en la Plaza Mayor, ponemos en pelota picada a varios cientos de inmigrantes y les damos un susto duchándolos con gas inocuo? A ellos no les pasaría nada al fin y al cabo y nosotros… ¡lo que nos reiríamos! Ya lo decía Gila cuando hablaba de cómo se lo pasaba bien la gente del pueblo. “Somos muy amigos de las bromas”. Tanto, que cuando el Indalecio se electrocuta porque le dicen que los cables de alta tensión son los de tender, el propio padre, muerto de risa, confiesa: “me habéis dejado sin hijo pero… ¡me he reído…!” ¿Y la mujer del boticario, que se enfada porque han degollado al marido con un cepo de lobos? “Como le dijo mi madre… si no sabe aguantar una broma, márchate del pueblo”.
El humor negro de Gila no incomoda porque no ubica a sus protagonistas como seres reales en unas coordenadas identificables. En sus chistes, el parecido con una realidad reconocible debe quedar como pura coincidencia. Humor negro, pero absurdo. ¿Absurdo? ¿Seguro? Depende de cómo se mire. En nuestra guerra civil, como en general en casi todas las guerras, los soldados se han divertido mucho con fusilamientos simulados. Ya saben, se toman la molestia de preparar toda la parafernalia al amanecer, leer públicamente la lista de los elegidos, hacer la saca, transportar a los prisioneros, reír a mandíbula batiente cuando algunos de ellos se hacen encima sus necesidades menores y mayores, alinearlos ante el paredón así meados y cagados (¡ja, ja, ja, qué pestazo!), formar de inmediato el pelotón y luego… “preparados, apunten, ¡fuego…!” Entonces suenan los clicks de los fusiles, solo eso, sin disparos ni pólvora ni balas. Aun así, algunos de los reos se desploman, como si de verdad hubiesen sido pasados por las armas. Las carcajadas del pelotón se expanden incontenibles…. ¡Ja, ja, ja! ¡Desgraciados, os lo habéis creído! Dicho en los términos soeces que el jocoso acontecimiento se merece: ¡para mearse de risa!
La cuestión es que, nos guste o no reconocerlo, el humor negro se ubica en el contexto de situaciones que objetivamente son poco graciosas. (Si les parece excesivo el adverbio “objetivamente” no tengo reparo en cambiarlo por “a priori” o “aparentemente”). En esta ocasión la definición que proporciona el DRAE es enormemente precisa: “humorismo que se ejerce a propósito de cosas que suscitarían, contempladas desde otra perspectiva, piedad, terror, lástima o emociones parecidas”. Tan solo falta un matiz: que esa “otra perspectiva” es la que primero nos asalta habitualmente, la más espontánea. La razón de ello es fácil de explicar. El combustible del humor negro es el mal (más ajeno que propio, digamos de paso) y el mal por antonomasia es la muerte, lo que conduce a ella o lo que se asocia con ella (dolor, enfermedad, pérdida). La empatía que funciona normalmente en los seres humanos mueve a una cierta compasión, lo que significa literalmente que de algún modo nos ponemos en lugar del otro, del que sufre, y le comprendemos y hasta cierto punto compartimos su aflicción.
Permítanme decir ahora lo que dejé incompleto en la entrega anterior. El humor no es tragedia más tiempo, como decía Woody Allen, porque el factor determinante no es exactamente este último, sino la distancia, el distanciamiento para ser más exactos, sea este espacial, temporal o figurado. Puedo hacer un chiste sobre una víctima del terrorismo al cabo de los años o incluso ahora mismo si el atentado se ha producido a mil kilómetros de distancia, pero seguro que no lo hago si el suceso se ha producido en la puerta de mi casa y mucho menos si me ha afectado a mí o alguien próximo. El humor negro se mueve en el filo de la navaja de ese distanciamiento, que es por esencia hiriente, pero sin apartar totalmente de su horizonte la empatía, aunque sea para provocar. Por eso no funciona como chiste negro la fumigación de insectos pero sí el hecho de gasear a seres humanos.
Por todo ello en definitiva no llegaremos a puerto alguno desde mi punto de vista si nos empeñamos en circunscribir la cuestión del humor negro a una cuestión de límites. Porque pongamos donde pongamos dichos límites, el objetivo del humor negro será siempre ponerlos a prueba, desafiarlos. La provocación es consustancial al planteamiento jocoso y más en este ámbito. El problema es que la provocación está al alcance de cualquiera. Para entendernos, ese es el nivel de los quizá cientos de miles de chistes que cualquiera puede ver en miles de páginas de internet. Chistes del tipo “¿Qué hace un negro con 4 bolsas de basura? Una foto familiar”. “¿Cuál es la parte más dura de un vegetal? ¡La silla de ruedas!” Lo que falla aquí, simplemente, es el humor, sin más, sin adjetivos. No es una gracia: es una grosería, aunque concedo que es una grosería que a algunos puede hacerles gracia. Si están pensando en que pongo el listón muy bajo, les recuerdo que el gran Stockhausen reaccionó ante el 11-S diciendo que “lo que ocurrió allí fue la mayor obra de arte que jamás haya existido”. Y el gran Baudrillard apostilló: “Las Torres Gemelas fueron una perfomance absoluta, y su destrucción fue también una perfomance absoluta”. Ambos testimonios los recoge Servando Rocha en un caótico libro que, a tono muy acorde con los pirados que pueblan sus páginas, lleva el título de La facción caníbal.
La provocación inteligente está al alcance de muy pocos. Tomando como referencia la anterior definición del DRAE, llamo provocación inteligente a la que nos fuerza a ver la realidad desde otra perspectiva, enriqueciendo nuestra percepción de la misma y poniéndonos cara a cara con nuestros dilemas y contradicciones. Eso, pero sin alharacas ni engolamientos, es lo que hacen los grandes artistas del humor negro. Ante el genio de esos pocos, palidecen buena parte de las consideraciones anteriores. No, no piensen que voy a citarles a Swift, Quincey, Breton y popes parecidos sino nombres más cercanos. Ni siquiera quiero remontarme a Quevedo. Me basta decir, por ejemplo, que el distanciamiento se conjuga de manera natural con la empatía en obras maestras como El verdugo, de Berlanga. O en las viñetas de humor cruel de Summers o de humor pesimista de Chumy Chúmez, pongo por caso. Que se concibieron y se realizaron, conviene subrayarlo, en pleno franquismo. Cuando las sonrisas que no eran del régimen (Solís), sino contra el régimen, podían salir bastante caras.
Claro que, a lo mejor, llegados aquí, conviene ya que saque el último as que tenía en la manga: porque, la verdad, con tanto hablar de gracias, risas y sonrisas les he tratado de despistar un poco, como hace el prestidigitador para que no le descubran el truco. En fin, lo confesaré sin ambages y, como terminaba Fraga sus exabruptos, “no diré más”: para mí el mejor humor negro no es que el me hace reír sino el que me hace pensar.

¿Qué es lo que te hace tanta gracia? (I)

Publicado en Revista de Libros. Blogs. Morirse de risa. 29-10-2015.

http://www.revistadelibros.com/blogs/morirse-de-risa/que-es-lo-que-te-hace-tanta-gracia-i

Todo empezó cuando al tratar de un coger un libro del altillo de la estantería cayó al suelo un pequeño volumen cuya existencia yo desconocía o simplemente había olvidado. Humor negro decía en la portada. En efecto, enseguida comprobé que era una simple recopilación de chistes. Lo abrí al azar y dio la casualidad de que lo primero que encontré fue ese que dice… “cómo meter a cinco millones de judíos en un seiscientos” que yo me niego a completar aquí, porque no me da la gana. O sea el mismo chiste, exactamente el mismo, hasta con las mismas palabras, que provocó la tormentilla política de hace unos meses en el Ayuntamiento de Madrid que desembocó finalmente en la renuncia del edil Zapata a la concejalía de Cultura. Reconozco que mi primera sorpresa derivaba de mi ingenuidad: ¡yo que creía que el supuesto chiste en cuestión se lo había inventado el concejal de marras y resulta que… (miré la fecha de edición del librito) ya estaba en circulación… en 1989! Después caí en la cuenta de que si hablaba del Seiscientos era porque a lo mejor venía de los años sesenta. En fin… Seguí hojeando y ojeando y hallé al lado una viñeta con un hombre que saca a pasear a su mujer con cadena y collar de perro y que le dice a otro caballero a modo de excusa: “Es que esta semana se ha portado bien”. Vale tío. Sigo pasando páginas y llego a la sección de minusválidos. “Lo único que me consuela de haber nacido sin piernas es que de grande me llegará la picha al suelo”. Y así decenas, más aún, cientos de ellos…
Cierro el librito y me quedo pensativo, sentado en el suelo. ¿Qué tienen en común los múltiples chistes que he leído? Lo primero que se me ocurre es que son casi “intemporales”, es decir, como “de toda la vida”, chistes que no evolucionan, que se repiten clónicos de generación en generación desmintiendo el tópico ese de que hoy, con facebook, twitter y compañía, la estupidez se ha acrecentado. (En todo caso, pienso, las tonterías se han amplificado con esos nuevos altavoces, pero siguen siendo las mismas). En segundo lugar, tengo la impresión de que en sí son chistes malos, incluso muy malos, pero…, no sé, a lo mejor es una valoración muy subjetiva. Haré como Descartes, partiré de un principio irrebatible: no sé si son buenos, malos o regulares, pero lo que si sé es que ninguno de ellos me hace ni pizca de gracia. Entendámonos: no digo que me molesten ni nada de ese tipo. Me dejan indiferente o, en todo caso, me provocan esa incomodidad que produce perder el tiempo oyendo a un pelmazo. Dicho de otra manera, mi reflexión no va en la línea de cuáles son o deben ser los límites legales para el humor hiriente o la burla en una sociedad libre. Sobre esto se ha dicho ya todo o casi todo y últimamente se han repetido los alegatos en uno u otro sentido –por cierto, también los argumentos de siempre- con ocasión del atentado integrista contra Charlie Hebdo para vengar las supuestas caricaturas ofensivas contra el Islam. Tampoco quiero hablar ahora exactamente de lo socialmente admitido y de lo políticamente correcto, tan trufado a menudo de cálculos oportunistas, intereses sectarios y valoraciones hemipléjicas: como todo el mundo sabe, no es lo mismo meterse –si hablamos de religión- con la Virgen María que con el Profeta; no son lo mismo los gitanos que los judíos –si hablamos de grupos étnicos- o, incluso en un terreno más cotidiano, como ya advirtió el inefable Chumy Chúmez, suelen ser más objeto de chanza los sordomudos o los gangosos que los discapacitados psíquicos.
Retomo el hilo. Lo que me planteo es la esencia –o lo que a mí me parece la esencia del asunto-: qué nos hace gracia en la desgracia, normalmente ajena, aunque a veces también propia; qué encontramos de humorístico en situaciones profundamente desdichadas; por qué nos reímos del mal, del dolor, del sufrimiento, de la angustia, de la desesperación. Ya, ya lo sé, si nos queremos poner campanudos, podemos trazar un gran arco que vaya del estoicismo antiguo al pesimismo contemporáneo, es decir, de un Séneca o un Marco Aurelio a un Schopenhauer o un Sartre, por poner nombres señeros, que pergeñan una vida humana trágica en un universo inclemente. En ese contexto, la risa sería la forma que adaptaría la inteligencia consciente. Si me apuran, podría considerarse hasta la única rebelión posible. Podríamos decir algo parecido con los términos de andar por casa: “reír para no llorar”. Dejaremos para otra ocasión decir algo más sobre todo ello. Aun así, reconozcámoslo, con planteamientos tan panorámicos se nos desdibujan los perfiles. Hay que ir más a ras de tierra. Pero me interesa dejar claro desde ahora mismo que, si están buscando respuestas y soluciones, dejen de leer ahora mismo. Si siguen, conviene que sepan y asuman que no se las voy a dar. Por lo menos aquí y ahora. Más adelante, si prolongamos esta reflexión en otras entregas, ya veremos. Ahora es el momento de las preguntas, de los interrogantes.
Hay que preguntarse por ejemplo: ¿se puede encontrar humor en la vida –es un decir, claro- de los campos de concentración nazis? Parafraseando a Adorno, ¿puede haber humor, no después, sino durante Auschwitz? Pues si nos atenemos a la mera comprobación empírica, la respuesta obviamente es que sí, porque se han escrito relatos y se han realizado películas que han encontrado motivo para la risa en tan atroces circunstancias. Para citar un ejemplo que todo el mundo conoce, ahí está el filme de Roberto Benigni La vida es bella. Si he de ser sincero, tendría que confesar que yo, que no encontré gracia alguna en la citada película, no pude contener la risa al leer en el relato semiautobiográfico del Nobel Imre Kertész Sin destino el episodio en el que cuenta cómo calla la muerte de un compañero y convive con el cadáver en el mismo lecho para tener doble ración de comida. No sé si fue por la forma en que lo cuenta Kertész o por la propia necesidad que tiene el lector en un momento dado de relajarse o distanciarse de la tragedia, pero lo cierto es que sí, para mi propia sorpresa, me hallé a mí mismo… ¡riéndome! ¿Quién no recuerda momentos de su vida en que no puede contener la risa en momentos, no ya algo inconvenientes, sino señaladamente impropios?: una sala de hospital con enfermos terminales, un velatorio, un entierro, una cremación, un pésame…
Claro que todo esto no deja de ser una simple constatación de hechos y en modo alguno nos resuelve las preguntas anteriores sobre qué es lo que nos lleva a reír. Porque, además, no lo olvidemos, el proceso dista mucho de ser simple y unilateral: risa y profunda repulsión por esa misma risa forman una madeja que en cada caso y en cada circunstancia cada persona debe devanar. Recuerdo que cuando el famoso secuestro de Ortega Lara circulaba un chiste que a mí me pareció repulsivo, aquel que te pide el nombre de una planta que no necesita luz para vivir y cuya respuesta es… ¡la ortiga Lara! Y siempre me ha impresionado por su brutalidad machista aquel otro viejo chiste de los soldados que asaltan al convento y se disponen a cepillarse a todas las monjas. Cuando la madre superiora pide piedad al menos para la novicia más joven, esta exclama “¡Madre! ¡La guerra es la guerra!”. Hay algo, por lo demás, que debe anidar en nuestro substrato cultural –por decirlo de alguna manera- que nos lleva a una delectación morbosa en coordenadas parecidas. ¿Se acuerdan de que hace algunos años Almudena Grandes armó el taco cuando en un artículo en El País se burlaba de una monja, la madre Maravillas? La escritora venía a decir poco más o menos que las cuitas internas de la monja se hubieran solucionado con un buen polvo, más o menos forzado, en un contexto de violencia bélica: “¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos?” Yo me acuerdo, muchos años atrás, que en su momento me llamó mucho la atención que la también escritora Montserrat Roig confesara que le ponía la estética nazi, noche y niebla, esvásticas y correajes… Bueno, también es verdad que por aquellos tiempos Liliana Cavani -¡siempre mujeres, para desmentir el tópico!- filmaba una película desde mi punto de vista deleznable, Portero de noche. Los cinéfilos aún recordarán a la prisionera del campo de concentración que encarnaba Charlotte Rampling contoneándose con los pechos desnudos y uniforme semimilitar ante su verdugo en el campo de concentración (un siempre fascinante Dick Bogarde).
Bueno, se dirá, en estos últimos casos hay sexo –ensoñaciones sadomasoquistas, para ser más precisos- pero no exactamente humor. Es verdad, pero el mecanismo psicológico no deja de ser en el fondo el mismo, por lo menos para lo que yo quiero expresar aquí: cómo se puede encontrar placer, delectación o gracia en situaciones objetivamente crueles, dolorosas o desgraciadas. En este punto es casi inevitable traer a colación esa feliz ocurrencia de un maestro del humor y un buen teórico del mismo, Woody Allen, que ustedes habrán oído en más de una ocasión: comedia = tragedia + tiempo. Independientemente de otras consideraciones, la fórmula es un prodigio de concisión: no se puede decir más y mejor en menos espacio. Lo cual no quiere decir que haya que suscribirla plenamente. Hay mucho de verdad en la formulación alleniana, pero también bastante imprecisión y desenfoque. Basta reflexionar un momento para constatar que, por más tiempo que pase, no toda tragedia se convierte en comedia y, complementariamente, que no siempre es imprescindible tiempo para que una situación dramática se convierta en bufa.
Dicho esto, reconozco no obstante que el vector tiempo es fundamental: yo puedo reírme en este momento del bigotito de Hitler, del bigotazo de Stalin o de la voz aflautada de Franco pero maldita la gracia que iba a encontrar si en vez de saberme seguro de sus garras, fuera ahora un ciudadano alemán, ruso o español bajo su férula. En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera muestra con grandes dosis de humor cómo el tiempo lineal (lo que ya fue y no volverá a ser), antitético de un supuesto tiempo circular (el nietzscheano mito del eterno retorno), nos permite ver la tragedia y hasta el terror con una marcada complacencia: “Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre […] Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció solo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses”.
No hace falta irse tan lejos ni usar contrafactuales fantasiosos. Basta que nos fijemos, para no andarnos por las ramas, en el caso del terrorismo en nuestro país. Ha tenido que cesar la actividad de ETA y pasar algunos años para que la sociedad española –estoy hablando en términos sociológicos, no individuales- puede reírse de determinados aspectos de ese mundo: la película Negociador de Borja Cobeaga y, mucho más claramente, por su mayor éxito y su inmensa repercusión mediática, Ocho apellidos vascos de Emilio Martínez-Lázaro son buena muestra de ello. Pero si nos quedáramos tan solo en esos ejemplos, que ciertamente confirman la importancia del tiempo para edulcorar una determinada situación que ya creemos superada, estaríamos hurtando otra realidad, la que corresponde a la capacidad del ser humano para hacer humor, encontrar gracia y liberarse por medio de la risa en los momentos mismos en que sucede la tragedia o, si no queremos ponernos tan dramáticos, en ambientes poco acogedores, por decirlo suavemente. Antes citaba a algunos dictadores del anterior siglo y decía que yo no me atrevería a reírme de ellos si estuviera al alcance de su represión. Pues bien, lo cierto es que bajo ellos y bajo su represión, sí se desarrolló el humor, a veces blanco, pero en otras muchas ocasiones mordaz, desafiante, combativo. Piensen en La Codorniz bajo el franquismo puro y duro. En Heil Hitler. El cerdo está muerto, Rudolph Herzog ha mostrado que incluso bajo una dictadura tan férrea como la del Tercer Reich los alemanes –o, al menos, algunos de ellos- hicieron chistes sobre el cabo austriaco y sus conmilitones. A muchos les pudo hacer gracia y lo celebraron con risas. A otros, la risa y la broma les costaron la vida.

lunes, 26 de octubre de 2015

La otra cara de Franco

La otra cara del Caudillo. Mitos y realidades en la biografía de Franco. Ángel Viñas. Crítica, Barcelona, 2015. 440 pp. 22,90 €.

Publicado en El Cultural, 23-10-2015.

http://www.elcultural.com/revista/letras/La-otra-cara-del-Caudillo/37126

No hace falta ser historiador o aficionado a la historia para conocer la figura y la obra de Ángel Viñas (Madrid, 1941). Meticuloso investigador, profesor prestigioso y en los últimos tiempos polemista mordaz y vehemente en los más variados medios, Viñas ha dado a la imprenta en los últimos lustros un puñado de títulos fundamentales para conocer nuestra historia reciente y, sobre todo, deshacer leyendas e interpretaciones interesadas, aspectos estos últimos sobre los que él insiste como contribución fundamental de su tarea de historiador. Baste recordar para la mayoría su monumental tetralogía sobre la República y la guerra civil publicada entre 2006 y 2009, a la que han seguido otras obras –también sobre diversos aspectos de la República en guerra y la conspiración de Franco- no por menos publicitadas menos estimables. En todas ellas la metodología de Viñas ha operado sobre las mismas bases: un análisis minucioso de los problemas, una exposición prolija que trata de no dejar cabo suelto, la utilización de una bibliografía exhaustiva y, por encima de todo, como virtud cimera, el manejo de un impresionante acopio documental, fuentes primarias en su mayor parte, extraídas de los más variados archivos nacionales y extranjeros.
Todas esas características vuelven a ponerse de relieve en su obra más reciente, nuevamente dedicada a Franco y de nuevo también encaminada, como reconoce su propio subtítulo, a desenmascarar los mitos en torno al Caudillo para establecer la realidad, su verdadero rostro. Una vez más, Viñas adopta un tono beligerante contra la historiografía mal llamada revisionista –y en particular contra los autores de la última biografía de Franco, Stanley Payne y Jesús Palacios, que constituyen el objetivo privilegiado y sistemático de sus dardos envenenados- y subraya que su obra, pese a su carácter militantemente antifranquista, es “de neta vocación empírica y analítica”. El autor, que entra siempre al trapo de toda polémica historiográfica o política, enfatiza de manera permanente que sus afirmaciones se basan siempre en datos fehacientes y en documentos que hablan por sí solos. De hecho, Viñas, que gusta de los acrónimos, considera que el principal valor de esta obra sobre SEJE (Su Excelencia el Jefe del Estado) es la aportación y análisis crítico de nueva EPRE (Evidencia Primaria Relevante de Época).
Lo más relevante o novedoso para el gran público –aunque personalmente no me parezca lo más sustancial o interesante- pueda quizá encontrarse en el capítulo 5, cuyo propio título es tan explícito que me ahorra toda glosa: “Franco se hace millonario en la guerra y en la posguerra de la represión”. Como podrá colegirse de ello y de lo antes apuntado, se trata de un torpedo en la línea de flotación del franquismo con el fin de hundir uno de los mitos más queridos del Régimen, el de la rectitud personal a toda prueba del Generalísimo. Según Viñas el money, money también sonó bien a los oídos del Caudillo, que se preocupó discretamente de acumular un nada desdeñable patrimonio por métodos más que dudosos (“operación café”, “agradecimiento” de Telefónica y otros “donativos”, sociedad Valdefuentes). En la descripción de estos trapicheos anida la misma intención desmitificadora que el lector habrá podido apreciar antes, en los cuatro capítulos anteriores, dedicados a aspectos de más calado, aunque también quizá menos llamativos o más asumidos por la historiografía crítica con el franquismo.
Entre ellos, puede destacarse el examen que hace Viñas del despliegue de una versión doméstica del famoso Führerprinzip –principio de supremacía del jefe-, que aquí se convierte en un Francoprinzip con ribetes un tanto ridículos o surrealistas, pero no por ello con un carácter menos arbitrario y dictatorial. En concreto, esta es una de las constantes del libro, la insistencia en que el franquismo, pese a lo que ahora digan quienes desean presentar una imagen amable del mismo, fue una implacable dictadura que hizo valer para su supervivencia el despliegue inmisericorde de la fuerza bruta, siempre más dirigida hacia el interior del país que hacia el exterior. No en vano, como se dice en otro de los capítulos, Franco, lejos de ser un estadista prudente, se dejó llevar por una querencia pronazi que estaba en su ADN y que solo el rumbo posterior de la historia le forzó a disimular.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Cuando España era Celtiberia


Luis Carandell: Celtiberia Show. Prólogo de Pablo Motos. Maeva, Madrid, 2015 (Edición del 45 aniversario). 256 pp. 9,90 €.

Revista de Libros, 5-10-2015: http://www.revistadelibros.com/resenas/cuando-espana-era-celtiberia

Luis Carandell (Barcelona 1929-Madrid, 2002) perteneció a esa selecta estirpe del polígrafo o del periodista ilustrado que floreció –en España y prácticamente todo el mundo civilizado- en esa edad de oro de la prensa tradicional que comprende grosso modo el siglo y medio largo que va desde mediados del XIX a las décadas postreras del XX. Dígase lo que se quiera, a pesar de los cambios revolucionarios de estos últimos decenios, no parece que esa figura esté en peligro inmediato de extinción. Aunque lo usual en nuestros lares –y más en una reseña como la presente- sería deslizar afirmaciones del tipo “ya no quedan especímenes como Carandell en el panorama de la prensa española”, lo cierto es que a día de hoy, en la prensa digital y en la convencional, siguen apareciendo firmas que recuerdan lo mejor del periodista catalán que ahora rememoramos. Me refiero, claro está, en primer lugar, a su “saber estar”, seguido inmediatamente por su capacidad didáctica y persuasiva, fruto de una dilatada trayectoria profesional que le había llevado a recorrer el globo y a vivir largas temporadas en países lejanos, como Japón, cuando más del noventa por ciento de los periodistas hispanos no sabían idiomas ni, mucho menos, salían del terruño. Carandell, que casi siempre aparecía en público con una sonrisa dibujada en los labios, atesoraba la cualidad de exponer (su gran experiencia y sus vastos conocimientos) sin avasallar, sin perder casi nunca un fino sentido del humor y una elegancia que parecían consustanciales a su persona. De hecho, una fina e inteligente ironía en el análisis de los temas (ya fueran debates parlamentarios, cuestiones de política internacional o ásperos problemas domésticos) parecía ser la “marca de la casa” carandelliana en cualquiera de sus variopintas modalidades: en sus artículos de prensa, sus agudas crónicas parlamentarias, su labor como contertulio en radio o como presentador de informativos de televisión.
Aunque, como queda dicho, Carandell se distinguió por su versatilidad (raro era el campo de la actualidad o la situación del mundo que le fuese ajeno y más raro aún, el medio de comunicación en que no lograra dejar su sello) no resulta exagerado apuntar que la modestísima colaboración que empezó a desarrollar a mediados de 1968 en el semanario Triunfo estaba llamada a ser, aunque nadie podría haberlo adivinado entonces, uno de los legados más asociados a su memoria. Es verdad –apresurémonos a reconocer- que algo hay de injusto en ello, porque su obra es tan extensa como heterogénea y, en sentido estricto, hay muchísimas contribuciones de bastante mayor calado –sus disecciones de otros países, por ejemplo- que las recopilaciones costumbristas del solar hispano que, desde el comienzo, serían conocidas con la sensacional etiqueta (ya de por sí un impagable hallazgo) de Celtiberia Show. Lo cierto es que la página de Carandell se convirtió pronto –o, al menos, así lo percibieron los españoles de entonces- en un fiel reflejo de la situación de un país que tenía bastante de esquizofrénico, aunque solo fuera porque vivía unos momentos de cambios acelerados y modernización (en la economía, la sociedad o las costumbres) mientras que un régimen caduco, una dictadura desfasada, pretendía mantenerlos sin libertades y en una minoridad permanente.
Así que, al fin y al cabo, no les faltaba parte de razón a los corifeos de dicho régimen: en determinados sentidos, respecto a lo que ocurría allende los Pirineos, España era diferente. Y esa diferencia era lo que reflejaba Celtiberia Show con una técnica que en el fondo bebía del hontanar de la dramaturgia valleinclanesca. Bastaba simplemente poner un espejo. La realidad hispana reflejada en ese gigantesco espejo daba de modo natural el esperpento. De hecho, Carandell se propuso desde el primer momento –y ese fue uno de sus grandes aciertos- no cargar las tintas, prescindir de subrayados y acotaciones de grueso calibre. Tenía razón. Hubiera sido redundante. No hacía falta. Bastaba con mirarse en el espejo. Y probablemente esa fue también una de las claves del éxito y de la aceptación popular de Celtiberia Show, con matices de cierta ambivalencia. Los españoles se veían reflejados en ese escaparate. Y, para decirlo todo, digámoslo ya sin ambages: en algunos casos o para algunos sectores de población, no sin una acusada complacencia.
Tan inmediato o espontáneo fue el éxito de la sección carandelliana que muy poco después, hacia finales de 1970, apareció en forma de libro una antología de estos “tesoros carpetovetónicos”, por decirlo con la terminología del autor. Desde esa lejana fecha, sucesivas ediciones impresas con el rótulo de Celtiberia Show han cosechado el favor del público y el aplauso de varias generaciones de españoles. ¿Cuántas obras de la época pueden presumir de haber roto la barrera de las veinte ediciones de un modo sostenido a lo largo de casi medio siglo?
El volumen que da pie a este comentario se presenta de modo destacado en la portada y en la solapa como la edición del 45 aniversario. Se trata por otro lado de una edición que, para bien o para mal, no arroja novedad alguna con respecto a las anteriores, si exceptuamos un insulso prefacio de Pablo Motos que en el fondo nada aporta al mejor conocimiento del personaje, su obra o la España de su tiempo. Se reproducen los dos prólogos que escribió en su momento Carandell, los correspondientes a la primera edición y la de 1994. En este segundo se desliza una afirmación menos trivial de lo que a primera vista parece. Dice el autor –y no podemos estar más de acuerdo con él- que, cuando fueron entregadas por vez primera a la imprenta, estas “perlas” trenzaban “un retrato muy fidedigno de un país y de una situación social y política que tuvo que vivir toda una generación de españoles”. Un cuarto de siglo después, empero, argumenta Carandell, aunque quizá “lo celtibérico siga produciéndose”, es preciso “convenir que tiene un carácter residual” o, por decirlo desde otra perspectiva, simplemente pintoresco. Y también en este punto mostramos nuestro acuerdo.
Dicho de otra manera: si convenimos que –en el mejor de los casos- Celtiberia Show es un acertado retrato sociológico (todo lo sui generis que se quiera) de una determinada España, hay que decir que, en efecto, debe acotarse esa España a la que nos estamos refiriendo en el espacio (pues la mirada carandelliana es inevitablemente selectiva) y, sobre todo, en el tiempo. Celtiberia Show constituye uno de los retratos posibles de una sociedad y un país en un momento muy concreto de su devenir histórico. No es poco, desde luego, pero es eso y no más. No es que lo diga yo desde la atalaya del tiempo transcurrido. Es que el propio Carandell en el susodicho prólogo de 1994 reconocía que, por todo lo anteriormente expuesto, “al preparar esta edición de Celtiberia Show, no haya añadido nada y […] suprimido muy poco”. En efecto, el lector de las sucesivas ediciones del libro y, por supuesto, el lector de esta edición conmemorativa, va a encontrarse, pese al tiempo transcurrido y los cambios producidos, con el mismo libro. Casi todas las notas, noticias, anuncios, ilustraciones, titulares de prensa, hojas parroquiales, avisos, declaraciones, albaranes, esquelas y boletines que se reproducen en estas páginas pertenecen a un lapso muy específico, entre finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta. Lo subrayo porque creo que es deber del reseñista hacerlo, sin que en ello deba percibirse un tono reprobatorio. Hasta puedo admitir que quizá fuese esa la mejor opción, dejar el libro como espejo de la España que fue.
El problema entonces no estaría ni en el libro propiamente dicho ni en su autor sino en la mirada de todos los que, siguiendo su estela y deslumbrados por su éxito, nos hemos empeñado en prolongar el marchamo de Celtiberia Show aplicándolo a las realidades que se han seguido produciendo en el solar patrio. Porque eso nos lleva a la pregunta clave que puede y debe hacerse ante un libro como este en el momento que nos ha tocado vivir: ¿qué queda de esa Celtiberia en esta España de hoy? Desde el punto de vista de las ciencias sociales, y más concretamente de la sociología o de la historia, la respuesta sería contundente. No ya solo se constataría que la España actual tiene poco en común con aquella España, sino que la propia categoría de especificidad hispana quedaría desechada como paradigma válido de análisis social o historiográfico. Sin embargo, desde una perspectiva más a ras de tierra, más cotidiana, todos los que aquí vivimos sabemos por experiencia que la alusión a lo celtibérico constituye un socorrido recurso cuando se trata de juzgar críticamente las cosas que ocurren en nuestro ámbito de convivencia, como atestiguan expresiones de larga prosapia: “¡cosas de España!”, “¡este país!”, “¡qué país!” o, ya directamente, calificativos de celtibérico, castizo o carpetovetónico.
No es cuestión tan baladí como a primera vista pudiera parecer. De ese venero se nutre por ejemplo la ideología que sustenta el independentismo catalán (una Cataluña moderna frente a una España castiza). No deja de resultar significativo complementariamente que en la controversia política se siga endilgando el marbete de celtibérico a todo lo que nos molesta o, ya puestos, directamente al adversario. Comentando hace algunos años una edición anterior de Celtiberia Show, Alejandro Muñoz Alonso se atrevía a enmendar la plana al propio Carandell respecto al carácter menguante de lo celtibérico… ¡no en los años noventa del siglo pasado, sino en el primer decenio de este nuevo siglo!: “Apenas llegó Zapatero aquel celtiberismo residual no sólo no terminó de esfumarse sino que se incrementó, hasta adueñarse del escenario nacional. Si Carandell hubiera vivido habría hecho las delicias de todos comentando […] las hazañas de Blanco, de la anterior ministra de Cultura o de la actual de Igualdad y la de tantos otros que se han prodigados en este peculiar ruedo ibérico durante este ya largo mandarinato de Zapatero” .
Que no son alusiones circunstanciales o casuales lo pone de manifiesto el hecho de que, ahora mismo como quien dice, al comentar esta misma edición de Celtiberia que nos ocupa, desde el otro lado del espectro político, Josep Borrell lanza una andanada parecida -¡hasta los mismos términos!- mirando al tendido contrario. Tras plantearse si en la actualidad tiene sentido un nuevo Celtiberia Show y contestarse a continuación que “sin duda alguna”, da un paso más para afirmar que “ni en los mejores años de la ‘Marca España’, cuando ésta triunfaba en el mundo como la cerveza San Miguel y su anuncio del ‘Paquito, el Chocolatero’, se ha conseguido superar ese supuesto lastre genético de ‘lo celtibero’. Ya no digamos en la actualidad, en los que a causa de la crisis -de tantas cosas-, parece que regresemos al pasado al comprobar como todo un ministro del Interior invoca a la Virgen en su política antiterrorista” .
Una muestra más de que los españoles –empezando, claro está por los que escriben en los medios o en las redes sociales- se resisten a prescindir de las categorías ideológicas de lo celtibérico y otras similares (hoy tienden a decir marcaejpaña, que viene a ser lo mismo, obviamente), es que hay más de un blog por ahí que reivindica, asume o pretende proseguir el trabajo de recopilación carandelliano con incorporaciones adaptadas a los nuevos tiempos . Todo lo cual, paradójicamente, contradice, como hemos tratado de argumentar, no ya solo el espíritu carandelliano (más o menos interpretable) sino sus propias palabras, que siguen figurando en las páginas iniciales de esta nueva edición de Celtiberia.
Carandell, en definitiva, no se propuso otra cosa que hacer, en la línea de otros trabajos suyos, un retrato sin grandes pretensiones de una cierta España en un momento muy concreto de su trayectoria histórica. Era, ya entonces, una España medrosa, encerrada en sí misma, claramente a la defensiva, renuente a unos cambios que, por otro lado, desde una óptica progresista, Carandell juzgaba con toda la razón inevitables. Era la España de los curas montaraces, de los capitalistas católicos, de empresas devotas, de los pluriempleados en oficios pintorescos, de los maletillas que pedían una oportunidad, de las cruzadas infantiles antiblasfemas, de las fans del club Raphael, de los alcaldes devotos de María, de las mujeres llenitas, de cabreros y muleros, del nihil obstat, del bikini como escándalo, de la observancia peculiar de la Cuaresma, de la furia española, de los toreros como paladines de la raza y de tantos otros rasgos que algunos nos retrotraen a nuestra infancia y a otros, más jóvenes, sumergen en la perplejidad.
Por sus propios objetivos, planteamientos y metodología –recopilación y yuxtaposición de elementos heterogéneos- la labor de Carandell quedaba limitada al terreno de la observación costumbrista, la pincelada satírica, la crítica mordaz ma non troppo. Era, si se permite la licencia casticista –ya que estamos en ello-, el típico libro para leer como Baroja por su casa: en pantuflas, albornoz y mesa camilla. Y para pasar un buen rato. Ni antes ni mucho menos ahora tendría sentido exigirle lo que no podía dar: un análisis riguroso y en profundidad de un tiempo y de un país que se resistía a morir. Era obvio que para un purista o simplemente alguien exigente Celtiberia Show presentaba muchos flancos débiles: era caótica, superficial, deslavazada, irregular… Se quedaba corta con frecuencia -¡ay, la censura, que a menudo se nos olvida!-, su crítica era demasiado tenue, parecía a veces complaciente en exceso y se dejaba llevar en no pocas ocasiones por un paternalismo bonachón. Esas y muchas otras cosas más podrían decirse sin faltar a la verdad pero al mismo tiempo errando el tiro. Porque Celtiberia Show estaba confeccionada casi a imagen y semejanza del Carandell que describíamos al principio: exponía con elegancia, argumentaba sin dogmatizar, denunciaba sin perder la sonrisa, acusaba sin acritud, ironizaba sin excomulgar, plasmaba lo que veía sin mayores disquisiciones…
Quizás, como dicen algunos, la España de hoy sigue presentando ribetes celtibéricos. Yo, desde luego, no los llamaría ya así –por las connotaciones que tiene el término- pero no podría dejar de reconocer que siguen manifestándose en nuestro solar peninsular acontecimientos y actitudes que fuerzan al asombro. Pero, en fin, esa es, como quien dice, otra historia. En cualquier caso, la España reflejada en las páginas de esta Celtiberia Show ya no existe, por el bien de todos. Lo cual no empece que el lector de hoy pueda seguir disfrutando con la lectura de estas páginas. En ellas encontrará “perlas” de todos los tamaños, colores y formas: “Se prohíbe bajar en el ascensor a la servidumbre”. “Dios y los toros”, conferencia del Padre Cué. “La Circuncisión de Nuestra Señora”. “Asesino sí, pero no de personas, solo se dedica a las mujeres”. “No horinace en el azensol”. “Mantecados Santo Cristo Amarrado a la Columna”. “Huevos frescos: del culo a la boca”. “Pirri: Mi fútbol no tiene más particularidad que la de su esencia absolutamente española”. “Necesito casas para derribar libres de inquilinos”. Y, finalmente, el que en mi opinión puede servir como símbolo de aquella España, aquel cartel con grandes letras mayúsculas que rezaba: “PATRIMONIO NACIONAL. PROPIEDAD PRIVADA”.

lunes, 5 de octubre de 2015

Los últimos fusilamientos del franquismo

Mañana cuando me maten. Las últimas ejecuciones del franquismo. 27 de septiembre de 1975. Carlos Fonseca. La Esfera de los Libros, Madrid, 2015. 384 pp.

Publicado en El Cultural, 2-10-2015.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Manana-cuando-me-maten-Las-ultimas-ejecuciones-del-franquismo/37021

En más de una ocasión –a veces desde estas mismas páginas- he lamentado el desinterés de los historiadores profesionales por la divulgación y el acercamiento al gran público. Salvo excepciones que están en la mente de todos, el grueso de la historiografía académica y universitaria se muestra renuente a salir de su pequeño mundo y rebajar sus presupuestos conceptuales y metodológicos, dejando con ello el campo abierto –porque la demanda existe- a periodistas, escritores varios y hasta simples aficionados que se aprestan a la labor de desentrañar el pasado con entusiasmo digno de mejor causa.
La reflexión anterior, que es recurrente, surge ahora de nuevo porque se cumplen cuarenta años de uno de los episodios más trágicos del final del franquismo, las ejecuciones que tuvieron lugar el 27 de septiembre de 1975, cuando el propio régimen agonizaba (“moría matando”, se dijo entonces con razón) y al propio Franco le quedaban menos de dos meses de vida. Una vez más tiene que ser un periodista, en este caso el veterano Carlos Fonseca (Madrid, 1959), bien curtido en estas lides, el que realice una investigación y puesta al día de aquellos sucesos y se apreste a trasladarla al público en general con un formato divulgativo y un lenguaje accesible.
Precisamente por ello Fonseca vuelve al tono humano –algunos dirán que incluso sensiblero- que tanto fruto le dio en su acercamiento anterior a otro espeluznante episodio de la represión franquista: Trece rosas rojas (2004) fue un best-seller que tuvo incluso su versión cinematográfica, todo un hito para una obra de esta índole. Ya el propio título, Mañana cuando me maten, pone claramente de relieve que Fonseca asume el punto de vista de las víctimas de la represión, sin que ello implique necesariamente que justifique los hechos sangrientos –los atentados, para ser claros- que les llevaron ante los Consejos de Guerra primero y ante los pelotones de fusilamiento seguidamente.
Porque el quid de la cuestión, como el autor consigna desde las páginas iniciales, estaba precisamente ahí, en dilucidar la autoría material de los actos terroristas que costaron la vida a varios agentes del orden público. Está fuera de duda que ni la dictadura en general ni los propios juicios en particular ofrecían a los imputados las mínimas garantías exigibles para su defensa. Fonseca argumenta además que si bien es verdad que estas organizaciones –FRAP y ETA- “asesinaron”, esta obviedad “no puede ocultar que la dictadura también lo hizo”. Apoyándose en la tesis –ciertamente discutible- de que el terrorismo en sentido estricto solo puede darse en sociedades democráticas, el autor toma partido y plantea explícitamente que sus protagonistas –los militantes antifranquistas que fueron pasados por las armas- “fueron víctimas de un simulacro de justicia que los sentenció antes de juzgarlos”. Como resultado de ello establece taxativamente Fonseca desde el mismo prólogo que “lo suyo fue un asesinato legal sin paliativos”. No se puede decir, pues, que las cartas no queden boca arriba desde el principio.
Dejando aparte las suspicacias que aún puedan levantar un enfoque de esas características y una posición tan contundente en un tema como el terrorismo, al que tan sensible sigue siendo -con toda razón- la sociedad española, lo más difícil de aceptar desde la óptica historiográfica es la pretensión del autor de reconstruir los hechos “con las armas del periodismo narrativo”, o sea, tomando “recursos de la ficción para contar una historia real”, de modo que quede algo tan atractivo como una buena novela. Hay que reconocer, sin embargo, que a lo largo del libro Fonseca hace un uso prudencial de esos recursos y por lo general se atiene a los hechos y a los documentos que ha podido consultar (que no han sido todos los que hubiera deseado, como se queja con razón, pues algunos de ellos, como las propias sentencias de los juicios, no están disponibles en su integridad). Los tres miembros del FRAP y los dos de ETA que fueron fusilados por la dictadura aparecen aquí como unos jóvenes impacientes, idealistas y hasta ingenuos que sufrieron el peso de un régimen implacable. Fonseca no oculta los hechos sangrientos en los que se vieron implicados pero su prioridad es trazar un retrato emotivo de todos ellos.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Los diarios de Rosenberg

Diarios. 1934-1944. Alfred Rosenberg. Edición a cargo de Jürgen Matthäus y Frank Bajohr. Traducción de Lara Cortés Fernández, Teófilo de Lozoya Elzdurdía, Isabel Romero Reche y Alicia Valero Martín. Crítica, Barcelona, 2015. 770 pp. 29,90 €.

Publicado en El Cultural, 18/09/2015

http://www.elcultural.com/revista/letras/Alfred-Rosenberg-Diarios-1934-1944/36951

Entre los máximos jerarcas del Tercer Reich, Alfred Rosenberg (Tallín, Estonia, 1893-Núrenberg, 1946), puede destacarse por tres rasgos profundamente interrelacionados entre sí: en primer lugar por su condición de teórico o ideólogo, algo inusual en la cúpula del régimen, con la excepción parcial del ministro de Propaganda Joseph Goebbels (y resulta significativo a este respecto que estos sean los dos únicos líderes nazis que dejaran escritas sus reflexiones en forma de diarios); en segundo lugar, por su racismo exacerbado –¡y ya era difícil destacar como xenófobo en este contexto!- que le llevó, según su más importante biógrafo, Ernst Piper, a un “antisemitismo francamente monomaníaco” e incluso a un anticristianismo militante, por las raíces judías de este credo; y en tercer lugar y sobre todo por ser el autor de la biblia del nacionalsocialismo, El mito del siglo XX (1930), con una tirada de más de un millón de ejemplares hasta el final de la guerra. Fue el único libro del movimiento que podía parangonarse con el Mein Kampf de Hitler.
A todos esos rasgos debería añadirse otro que, a la postre, resultó más decisivo aún si cabe para su carrera política y para el papel que le tocó desempeñar en los trágicos acontecimientos de la época: su condición de experto en política exterior (algo que tampoco era muy frecuente entre sus conmilitones), que le llevó a ser nombrado el 17 de julio de 1941 “ministro para los territorios ocupados del Este”. Desde este alto puesto, Rosenberg dirigió una política de “limpieza” y exterminio sin contemplaciones en toda la Europa Oriental para llevar a la realidad el objetivo teórico de un “espacio vital” para el Reich germano, y fue de este modo el responsable supremo del asesinato de millones de personas de otras etnias y nacionalidades (no solo judíos). Capturado al final de la guerra por los aliados, el tribunal de Núremberg le declaró culpable de esos crímenes y le sentenció a morir en la horca.
Aunque, como se ha dicho, la responsabilidad de Rosenberg en las matanzas en general y el Holocausto en particular está fuera de toda duda –y ello a su vez en una doble vertiente, tanto en la elaboración de una doctrina de exterminio como en la materialización de la misma- es asunto debatido entre los expertos el grado de influencia real que tuvo Rosenberg en la política concreta del Tercer Reich, en comparación con otros dirigentes como Himmler, Göring o Ribbentrop. Es significativo a este respecto que, como consigna Goebbels en sus diarios, Hitler comparara a Rosenberg con una mujer que cocina bien pero que en vez de cocinar toca el piano. La anécdota es relevante porque, como muestran estas mismas páginas que ahora comentamos, Rosenberg -como los demás gerifaltes nazis- dependían servil y hasta infantilmente de lo que opinara en cada momento el Führer, de sus estados de humor, de sus arrebatos y caprichos. Todos ellos competían entre sí por una mirada agradecida, un gesto de aprobación o una palmada en el hombro del jefe providencial.
La importancia de estos Diarios –aparte del valor más obvio, que salen a la luz completos por vez primera- es que muestran a un Rosenberg en estado puro, con sus titubeos, debilidades y contradicciones, como pone de relieve una escritura un tanto anárquica, no siempre clara, con tachones, abreviaturas, reiteraciones y hasta errores de sintaxis y faltas de ortografía. No es por ello un texto fácil de leer y requiere además un buen conocimiento del contexto. La edición que se ha hecho es modélica con una revisión minuciosa del original, múltiples notas aclaratorias, una extensa introducción que sitúa a Rosenberg y sus anotaciones en su marco histórico y, sobre todo, una extraordinaria selección de “documentos complementarios”, obras más elaboradas del propio Rosenberg que complementan perfectamente el carácter fragmentario y circunstancial de los diarios.
Una última acotación, aunque sea anecdótica: no se pierdan las menciones que hace el ideólogo nazi a Franco, José Antonio, la Iglesia católica y a España en su conjunto, ese país en el que “el judaísmo se está vengando de Isabel y Fernando” y “hasta los burros llevan imágenes de Cristo alrededor del cuello”.

martes, 1 de septiembre de 2015

Una historia del mundo actual

Las utopías pendientes. Una breve historia del mundo desde 1945. Xosé Manoel Núñez Seixas. Crítica, Barcelona, 2015. 384 pp.

Publicado en El Cultural, 24/07/2015.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Las-utopias-pendientes/36821

Xosé Manoel Núñez Seixas (Orense, 1966), profesor en la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich, tiene ya tras de sí una larga estela de títulos imprescindibles para la comprensión de aspectos claves de la historia contemporánea española. Inquieto y prolífico, el catedrático gallego se atreve ahora a pergeñar una síntesis de la evolución del mundo desde 1945, un libro de alta divulgación que se dirige no solo al especialista sino a un público más amplio. Aunque el autor procura afrontar el reto con una cierta frialdad y distanciamiento formales, no orilla las cuestiones polémicas y con ello –como es obvio e inevitable- desliza opiniones y planteamientos que se prestan a la discusión o al debate. Estamos, por tanto, no solo ante un libro de historia sino un ante un volumen que, como quiere dejar claro desde su propio título, trata de esbozar los desafíos pendientes en los albores del nuevo milenio.
Y lo hace mirando al pasado reciente y considerando el peso de ese pasado en la marcha de los acontecimientos de hoy en día. No se trata por ello de una síntesis de historia política al modo tradicional. Sin perder de vista esta dimensión imprescindible para entender el mundo actual, el autor ha querido que su presencia –siendo todo lo relevante que es- no llegue al punto de desplazar otras cuestiones que se perfilan como esenciales para tomar conciencia del horizonte al que nos dirigimos: de ahí que muchos temas de historia social y cultural adquieran en estas páginas un protagonismo, no diré que insólito en este tipo de breviarios, pero sí lo suficiente como para que la obra presente una originalidad incuestionable.
Una originalidad, por otro lado, que se manifiesta sin grandes alharacas, matizada e inserta en un discurso claro y funcional que toma como punto de partida la conversión del mundo bipolar de 1945 en el mucho más complicado mundo multipolar de 1990. A este primer capítulo le sigue otro que traza los “caminos divergentes de las sociedades mundiales” en el mismo período. Una vez expuesto el estado de las cosas a finales del siglo XX, Núñez Seixas aborda cuatro grandes temas que en puridad son mucho más que las “utopías pendientes” a las que reductivamente se alude en el título: la memoria histórica tras los horrores de los totalitarismos, la cuestión de las aspiraciones y las identidades nacionales, la “larga marcha” de las mujeres por sus derechos y el reconocimiento social y, en fin, el progresivo deterioro del medio ambiente, con un planteamiento que desborda los tópicos ecologistas para tratar seriamente asuntos tan peliagudos como la “bomba demográfica” y el cambio climático. Tras estos capítulos temáticos, el autor vuelve al planteamiento cronológico más convencional para cerrar el volumen con un breve examen de cómo es el mundo hoy, este espacio global de incertidumbres y de hegemonías discutidas y compartidas. La obra se cierra con una cronología y una bibliografía básicas, muy en consonancia con el tono didáctico y divulgativo que Núñez Seixas ha querido imprimir a su reflexión.

La batalla de las Ardenas

Ardenas 1944. La última apuesta de Hitler. Antony Beevor. Traducción de Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda. Crítica, Barcelona, 2015. 576 pp. 27,90 €.

Publicado en El Cultural, 17/07/2015.
http://www.elcultural.com/revista/letras/Ardenas-1944/36785

Ya ha tenido lugar el desembarco de Normandía. Las fuerzas aliadas avanzan lenta pero implacablemente por el territorio francés hacia la frontera alemana. La resistencia germana, aunque tenaz, es cada vez menos efectiva ante la superioridad de elementos y materiales de norteamericanos y británicos. En la frontera este el peligro para las tropas de Hitler es más acuciante si cabe. Tras la derrota nazi en Stalingrado casi todo han sido reveses para los alemanes en el frente oriental. De hecho, Stalin solo está esperando el frío extremo del invierno en la zona para que sus tanques atraviesen los ríos helados y se planten en Berlín antes de que consigan llegar los estadounidenses. A finales de 1944 la guerra ha dado un giro espectacular. La aplastante victoria nazi, que muchos auguraban un par de años antes, ha dado paso a un escenario diametralmente distinto. El diagnóstico más generalizado es ahora que Alemania está contra las cuerdas y solo es cuestión de tiempo que tenga que aceptar la rendición.
Pero el primero que no comparte ese diagnóstico es el jefe máximo de las tropas germanas. Sería no conocer a Hitler pensar que va a tirar la toalla sin más. La situación es casi desperada, desde luego, y él lo sabe. Pero por eso mismo quiere jugar su penúltima baza: un ataque sorpresa en el frente occidental para dividir a las fuerzas aliadas. El objetivo, nada menos que tomar la ciudad belga de Amberes. Dos ejércitos completos de sus fuerzas armadas van a acometer la misión. Cuentan con el mal tiempo -niebla y nieve- para neutralizar la superioridad del enemigo. Y, por encima de todo, cuentan una vez más con la audacia de una jugada inesperada y el factor sorpresa. El 16 de diciembre de 1944 comienza la que será conocida como batalla de las Ardenas, por desarrollarse en esa comarca del territorio belga. Es la última gran ofensiva alemana en el frente occidental.
Hitler tenía razón en una cosa, que los aliados no esperaban el ataque y, sobre todo, que a esas alturas de la guerra no creían que Alemania tuviera todavía esa capacidad de reacción. Pero se equivocaba en todo lo demás: sobre el papel la iniciativa alemana era una locura y así se lo hicieron ver los generales a Hitler. Detraía fuerzas del frente oriental para combatir a los rusos (que constituían la amenaza más inmediata) y el mismo plan de llegar hasta Amberes era utópico dada la relación de fuerzas entre los contendientes. Como tantas otras veces en la historia era en el fondo una carnicería inútil.
Quizás por eso mismo la desesperación provocó una crueldad desaforada. Como dice Beevor, “los combates en las Ardenas alcanzaron un grado de brutalidad sin precedentes en el Frente Occidental”. No se refiere solo a los combates propiamente dichos en unas condiciones climatológicas espeluznantes, sino al fusilamiento de prisioneros, matanzas a sangre fría (Malmédy), asesinatos de civiles y destrucción de todo lo que se encontraban a su paso. Los alemanes fueron los principales responsables de esas crueldades (Peiper) pero los norteamericanos (por ejemplos los soldados de Bradley) se dejaron llevar a veces por la ley del Talión. En cuanto a las bajas, los dos ejércitos quedaron en tablas: unas ochenta mil en el bando alemán y otras tantas en el aliado.
Los numerosos lectores de Antony Beevor, que ha convertido la historia militar en sucesivos best-sellers (Stalingrado, La batalla de Creta, Berlín, El día D, La guerra civil española y tantos otros títulos), reconocerán aquí el estilo del autor y la maestría de la que hace gala en todas sus obras al combinar erudición y capacidad divulgativa. Los trabajos de Beevor se nutren, como cualquiera puede comprobar, de una sólida labor de archivo y un excelente manejo de fuentes de primera mano, pero se marcan como objetivo fundamental una exposición diáfana y atractiva. Beevor tiene siempre presente las grandes líneas del desarrollo de los acontecimientos pero procura no caer en la exposición fría y distanciada. Atiende por ello a los detalles humanos. En este caso, para poner de relieve que detrás de los grandes movimientos de tropas había seres humanos que perdieron la vida en condiciones atroces.

lunes, 6 de julio de 2015

Mañana será tarde

Mañana será tarde. José Antonio Zarzalejos, Planeta, Barcelona, 2015. 320 pp.

Publicado en El Cultural 3-7-2015.

http://www.elcultural.com/revista/letras/Manana-sera-tarde/36710

La confluencia de la crisis económica mundial con una serie de problemas internos, como la corrupción y el desafío catalanista, ha conducido a un patente desgaste del régimen constitucional del 78. Los defectos de nuestro ordenamiento político se han agravado o, como mínimo, se han hecho más ostensibles. La democracia española no ha sabido encarar los nuevos retos o esa es al menos la opinión mayoritaria en los medios y el debate público. De ahí que haya proliferado una corriente crítica, de corte regeneracionista que, como el regeneracionismo clásico de hace un siglo, hace hincapié en “los males de España”, simbolizados en este caso por unos partidos políticos anquilosados y una clase dirigente –la famosa “casta”- que parece haberse quedado sin respuestas ante los nuevos tiempos.
La figura de José Antonio Zarzalejos (Bilbao, 1954) no requiere presentación alguna. Profesional de los medios –como analista, contertulio o director de importantes diarios- con una larga y acreditada trayectoria, Zarzalejos se ha labrado una sólida reputación de periodista de raza, serio, ponderado, con buenas fuentes y excelentes relaciones con el establishment. Precisamente por todo ello constituye por sí misma una inequívoca señal de alarma de cómo están las cosas que un autor tradicionalmente moderado parezca apostar por una especie de “enmienda a la totalidad” con un libro que se titula de modo inquietante Mañana será tarde y cuya portada se ilustra nada menos que con un paraguas abierto y roto del mapa de España.
Bien es verdad –apresurémonos a matizar- que, tras la lectura del libro, la impresión que queda no llega a ese grado de sobresalto. No es menos cierto, por otro lado, que en los últimos tiempos se han generado en el debate político unos niveles de agresividad y descalificación que han barrido las propuestas moderadas, arrumbadas poco menos que como meros paños calientes, cuando no de expresión de una connivencia culpable con “la casta”. En cualquier caso, el análisis de Zarzalejos se aleja tanto del catastrofismo rayano en la demagogia como de la sugerencia del simple lavado de cara de un sistema que se halla, en su opinión, en una crisis tan grave como profunda.
No es por tanto cuestión de simples retoques ni de cambio de personas, aun siendo necesarias las reformas y el cambio generacional. Lo que se precisa, siempre siguiendo al autor, es un doble proceso, de limpieza por una parte y de reconstrucción por otra. Dicha limpieza de malas prácticas debe hacerse en todos los terrenos y afectar a todos, desde el titular de la Corona (¡qué retrato se hace del anterior rey!) a los grandes periódicos que buscan el amparo del poder. Y tras esa higienización de la vida pública (porque la corrupción no es solo ni principalmente un problema económico), una moralización de los comportamientos individuales y un saneamiento de las instituciones, con el diseño de unas nuevas reglas de juego basadas en la libertad, la independencia de los poderes, la honestidad y el respeto mutuo.
El objetivo principal del libro no es sin embargo establecer un catálogo de soluciones o medidas urgentes. Zarzalejos no propone nada que se pueda parecer a un programa político determinado. Se limita a señalar los males y, de pasada o de modo implícito, sugiera medidas profilácticas. Con todo, quizás la mayor inquietud que queda tras cerrar el libro es que algunos de los problemas que hoy parecen más acuciantes, como la corrupción, son peccata minuta al lado de otros profundamente enquistados, como el encaje catalán y vasco en el edificio constitucional español. Porque para esto último ni Zarzalejos ni nadie tiene hoy por hoy una respuesta satisfactoria.