lunes, 12 de diciembre de 2011

Barcelona o la corrección política

Me encanta Barcelona por tantas razones que no cabría aquí la simple enumeración de ellas. Me gusta volver a Barcelona cada cierto tiempo y tomarle el pulso a la ciudad. Creo que Barcelona no es sólo la ciudad más europea de España (se podría discutir acerca de lo que los españoles entendemos aquí por "europea", pero eso es otro cantar), sino sobre todo la más atractiva desde el punto de vista urbanístico, la más completa desde el punto de vista estético y la más literaria, se mire por dónde se mire. Una de las cosas que no deja nunca de sorprenderme en cada visita es cómo en estos tiempos de globalización y uniformidad Barcelona sigue conservando una serie de rasgos diferenciales con respecto al resto de España y, muy señaladamente, en relación a Madrid. Para lo bueno y para lo malo. El rechazo de las grandes superficies comerciales en forma de hipermercados ha posibilitado la supervivencia de miles de pequeñas tiendas que llenan de tipismo el centro histórico. La recuperación de la zona marítima, donde siempre puede verse algún tio exhibiéndose completamente desnudo, le proporciona encanto y sensualidad. Por todas partes se nota la fructificación de lo políticamente correcto. Barcelona es, de hecho, la capital de la corrección política, entendida claro está en el sentido concreto que le interesa al nacionalismo catalán: bienvenidos y bienvenidas todos y todas al reino y a la reina del buenismo, del ecologismo, del pacifismo, del igualitarismo, del feminismo, del vegetarianismo, del buenrrollismo y, por supuesto, del progresismo. Entendido todo ello, por supuesto, como le conviene a esa clase dominante que utiliza un poder blando y difuso para legitimar su poder. ¿Tolerancia? Bueno, según y cómo. Para los que somos reacios a cualquier bandera (es decir, a todas las banderas), nos parece que esto es comulgar con ruedas de molino. No en vano, por ejemplo, el castellano es facha y el catalán, progresista. Por eso la enseña rojigualda está proscrita, pero en cambio la senyera se halla hasta en la sopa. Es la ley del embudo y mucha vaselina. ¡Ah, y también mucha buena conciencia, digna de mejor causa!

viernes, 11 de noviembre de 2011

El perdón

Me tiene asombrado la ligereza con la que se utiliza en el debate público el concepto de perdón. Con el comunicado de supuesto abandono del terror por parte de ETA muchos se descolgaron diciendo "pero no piden perdón". Si yo soy una víctima del terrorismo, si me han destrozado la vida o han asesinado a alguien próximo, ¿para qué quiero que pidan perdón los asesinos? ¿Para añadir al dolor burla y escarnio? ¿Qué me soluciona que pidan perdón? ¿Cómo me restituyen lo perdido, lo destrozado? Desde mi punto de vista, el perdón necesita una cierta restitución. Se perdona cuando, en cierto modo, se puede volver a la situación anterior. Borrón y cuenta nueva, como se dice cotidianamente. Pero el perdón no se puede otorgar ante una situación irreversible. Ése es el drama de la vida humana, que la vida es única. El que siega una vida la siega una vez, pero para siempre. No hay vuelta atrás. Como mucho, ante una situación así, uno puede renunciar a la venganza. Puede incluso ser generoso con el criminal, no deseando para él el dolor que ha causado. Pero... ¿perdonar? En una obra de teatro que acaban de estrenar, "Purgatorio", de Ariel Dorfman, se aborda el tema del perdón. Su protagonista, Viggo Mortensen, ha declarado incluso que "el perdón con condiciones no es perdón". Se refería a los asesinos de ETA: supuestamente hay que perdonarles sin condiciones. Porque, sigue diciendo el actor, se puede perdonar todo, a los nazis, a tu mujer... He aquí en grado superlativo la confusión del pensamiento moderno. El "totum revolutum", el "todo vale", porque todo se mezcla y se confunde. Ya no estamos siquiera en la "banalidad del mal". Ni siquiera en la trivialidad del "pensamiento líquido". Esto es ya la pura estupidez.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Oporto: el sabor de la decadencia

Pasear por el centro histórico de Oporto invita a la melancolía. Y no me refiero a la melancolía tópica que deriva del fado o del supuesto carácter portugués, sino a una sensación más concreta que surge de la contemplación de una ciudad que, como las antiguas estrellas de cine, tuvo su momento de gloria y hoy sólo puede vivir del recuerdo, como un sueño prestado. Unos edificios que recuerdan al París de la belle époque, unos rincones que rezuman un leve aroma british, unas plazas que fueron señoriales, unas calles antaño concurridas..., todo está impregnado de un ambiente de pérdida. Es evidente que esas calles, plazas, rincones y edificios vivieron mejores épocas y hoy son el testimonio de una prosperidad lejana. ¿No es suficiente el Oporto para levantar Oporto? ¿No es factor dinamizador el turismo? Da la impresión de que todo -el puerto, el comercio, la agricultura y la industria- se ha venido abajo. Esa cuesta abajo, esa persistente caída que se percibe en el conjunto de Portugal. Paseando por estas calles decadentes y observando estas casas abandonadas me acuerdo de Buenos Aires, sumida también en un aura de declive y deterioro. Y me pregunto una vez más el por qué profundo de esa situación, que es como preguntarse sobre lo que hace prósperas y pujantes a las ciudades y a las naciones. ¿Qué es lo que falla? ¿El Estado? ¿La sociedad civil? ¿La cultura, las mentalidades, la ausencia de espíritu emprendedor? Ninguna de las respuestas posibles me resulta satisfactoria. Pero de lo que sí estoy seguro es de que la decadencia es un atractivo tema artístico o literario, no un destino envidiable. Me ha gustado Oporto pero no me gustaría vivir en ella.

viernes, 21 de octubre de 2011

El pacto ETA-PSOE

Tengo para mí que una de las grandes cuestiones que tendrán que explicar los historiadores de este tiempo es el giro ideológico de la izquierda mundial y de la izquierda española en particular desde sus clásicas posiciones internacionalistas e ilustradas al abrazo de las causas más peregrinas y, por cierto, más reaccionarias, desde el ecologismo al nacionalismo más particularista. El caso del PSOE no puede ser más sintomático en este sentido. Nunca entró en el horizonte ideológico del PSOE terminar radicalmente con ETA, hasta sus raíces. La mala conciencia burguesa de haber arrumbado la revolución y una cierta simpatía ideológica, amén de la misma matriz antifranquista, le hacía contemplar a los "abertzales" como lejanos primos descarriados, siempre recuperables en el fondo. Algo parecido a lo que siempre han sentido hacia Fidel Castro -en contraposición por ejemplo a Pinochet-, aunque la dictadura de aquél esté siendo más longeva y a la postre más letal para su pueblo. Ahora unos y otros -ETA y PSOE- escenifican un paripé de final del terrorismo, un pacto vergonzante que jamás se hubiera dado si los vascos asesinos se presentaran como neonazis o fascistas. Los que están en el ajo -interesados, oportunistas y cómplices- lanzan las campanas al vuelo, descalificando a los escépticos, que ahora resultamos ser de extrema derecha. No creo que Rosa Díez, Fernando Savater o Nicolás Redondo (y tantos otros socialistas de base) pertenezcan a la "caverna". En cualquier caso, el alborozo por la declaración de cese el fuego de ETA encubre lo esencial, que el fin del terrorismo -en el supuesto de que esto sea el fin, que está por ver- es el resultado de un desistimiento de los terroristas: ellos -y no nosotros, los demócratas- son los que han decidido poner el punto final. Esto me recuerda el alborozo por el fin del franquismo obviando que el dictador murió en la cama sin que nadie le incordiara seriamente durante casi cuarenta años de poder absoluto. ¡Y qué digan ahora que la violencia no ha servido para nada! ¡Por supuesto que ha servido! ¡Si ésta es la derrota del terrorismo, menudo futuro nos espera!

viernes, 14 de octubre de 2011

El último refugio

El conflicto actual de la enseñanza media es un claro exponente de los males del país. Me entran ganas de decir que "entre pillos anda el juego", si no fuera porque el término "pillos" me parece demasiado suave para calificar a unos y otros. El desencadenante ha sido el aumento de horas lectivas decidido por la Comunidad de Madrid. Como Madrid está gobernada por el PP se han echado a la calle, más o menos contaminados de "indignación", profes, alumnos, diversos colectivos y, ¡cómo no!, los sindicatos, siempre prestos a pescar en río revuelto y a movilizarse en contra de la derechona. Se han movido los que llevan más de veinte años sin mover una ceja ante los desmanes que los diversos gobiernos del PSOE han ido perpetrando contra el sistema escolar. El PP no ha podido cometer tantos desafueros, no ya porque ha gobernado menos tiempo, sino simplemente porque no tiene un modelo escolar digno de tal nombre, más allá de que le tira la religión y la enseñanza privada. Ahora, en la gestión concreta de este asunto en la Comunidad de Madrid, el PP no ha podido hacerlo peor: la mezcla de arrogancia, desfachatez e incompetencia ha soliviantado hasta al más pasivo de los profesores. Momento que han aprovechado los ideólogos de izquierda para acusar a la derecha de cargarse la enseñanza pública. ¡Tendrán cara! ¡Y eso lo dicen los artífices de la LOGSE y otros engendros! Así vamos, cada cual a lo suyo, el PSOE, el PP, los sindicatos y los propios profesores. Unos con el sectarismo como única bandera; otros, con un oportunismo digno de mejor causa. Busco mi último refugio: mi refugio es el aula, de la que tantos quieren huir. Y dar la clase con dignidad. No por ellos, por ninguno de ellos. Sólo por mí.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Ser occidental en Marrakech

Marrakech está a menos de dos horas de avión de Madrid y, por tanto, a una hora aproximadamente del sur de España. Al ladito mismo, como quien dice. A tiro de piedra, en términos de hoy en día. Y, sin embargo, es como viajar a otro mundo. No en vano advierten economistas, sociólogos y otros expertos que no hay frontera en el mundo de tanto desnivel en términos relativos como la que separa a Marruecos y España. ¡Y eso que Marrakech, como vive del turismo, se viste de ropajes modernos y atractivos! Marrakech no es obviamente el Marruecos profundo, que es mucho peor. De la misma manera que Mauritania está un escalón más abajo, y no digamos ya si nos adentramos en cualquier país del África negra. Hasta en la miseria hay niveles, claro. Como los hay en la violencia, las hambrunas o las enfermedades. Pero volvamos a Marrakech que, siendo hasta cierto punto la perla de la corona del país vecino, ofrece materia de reflexión como para llenar un tratado. ¡Qué gusto ser occidental en Marrakech! El exotismo a la vuelta de la esquina, al lado de nuestra casa, gozando del espectáculo sin riesgo alguno, con la posibilidad de volver a nuestro confort cuando nos cansemos. Dicho sea de paso, así fue en su momento la España romántica para los refinados viajeros europeos, una ración de aventuras enlatadas y unas pinceladas de color local antes de volver a la civilización. Hoy nosotros, los españoles, podemos ir al Magreb con ese mismo espíritu, con sed de experiencias gratificantes (cámara en ristre) desde la tranquilidad que otorga nuestro estrato superior. No somos esos desdentados prematuramente envejecidos, ni esos niños sucios ni, sobre todo, esas mujeres sometidas al varón y prisioneras de una negra indumentaria que, en algunos casos, les cubre hasta los ojos. Nosotros somos ricos y somos libres. Simplemente disfrutamos unos días viendo cómo viven los que no lo son.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Sombras de Buenos Aires

Cuando avanzan las sombras de la noche, otras sombras se extienden por las calles y avenidas de Buenos Aires, por las esquinas donde se amontonan las gruesas bolsas negras de basura. Son hombres, mujeres y niños, a veces con carritos de la compra, a veces con otros artilugios más aparatosos pero no menos elementales, que abren una a una las susodichas bolsas, desparraman todo, eligen los cartones, papeles u otros desechos que pueden aprovechar (?) y se retiran luego dejando la esquina, la acera y la calle con decenas, quizás cientos, de restos de papeles, latas, botes, plásticos y otros pequeños objetos inclasificables. Son los cartoneros -malencarados, sucios, malolientes- los nuevos miserables de esta era, ya sin un Hugo que haga epopeya de ellos y su circunstancia. Hacen juego con los piqueteros, con los veteranos de las Malvinas (que acampan en la Plaza de Mayo), con los mendigos que acampan en la Plaza del Congreso, con los chabolistas que forman villas-miserias allá donde pueden, con los borrachos y los indigentes que duermen allá donde hallan el más pequeño reducto. Todos las calles con soportales del centro de Buenos Aires están casi intransitables por la presencia de colchones, cartones y mantas que cobijan (es un decir) al miserable de turno, a veces con niños pequeños, a menudo hasta con cacharros de cocina para hacer allí mismo la comida. Es una invasión que llamaría silenciosa si no fuera porque la presencia misma de tal cantidad de gente es un grito desgarrado que pone de relieve el fracaso de una sociedad. Buenos Aires es como una dama decadente que se empeña en vivir de su pasado sin querer ver que sus hijos no tienen, no ya futuro, sino ni siquiera presente.

sábado, 20 de agosto de 2011

Cómo no puede funcionar un país

En mitad de la carretera que lleva a San Salvador de Jujuy, capital de esta provincia, noroeste de Argentina, me intento resguardar inútilmente del sol que cae a plomo, a pesar de que son las doce de la mañana y es invierno en el hemisferio austral. El coche, parado, hará el número trescientos algo de una fila cuya cabecera se pierde en la siguiente curva, seguido por un número de vehículos similar en la recta que hemos dejado atrás, antes de ser parados por un piquete de manifestantes que piden tierras. Los autos están en su mayoría con el motor apagado porque llevamos ya hora y media de parada. La gente sale de ellos y dialoga, exclama, se lamenta, siempre con el mismo sonsonete: "Dicen que no van a abrir en todo el día". "He oído que dejan pasar unos cuantos cada hora, antes de cerrar de nuevo". "¿No interviene la polícía?" "No, después de unos incidentes con muertos la semana pasada y con elecciones a la vista, nadie quiere ser tildado de represivo". O sea, la policía está, pero deja hacer. Deja hacer la santa voluntad de los piqueteros de turno. Entre los que esperan hay gente con urgencias, como enfermos o embarazadas a punto de dar a luz. No es el único sitio donde ocurre esto. Ahora mismo sucede también en otros puntos de la región. Por los mismos motivos o por reivindicaciones educativas, como nos tocó a nosotros también ayer, un poco más al norte, en Abra Pampa. Tengo el motor parado además porque en muchas estaciones de servicio no hay gasolina. Problemas de suministro. También estoy preocupado porque no me alcanza el dinero para un pago: los cajeros automáticos no suministran más de mil pesos diarios (unos doscientos y pico dólares). ¡Ay, Argentina! No quiero meterme en el fondo del asunto, si las reivindicaciones de unos son justas o no, si los problemas obedecen a causas externas o internas, coyunturales o estructurales. Sólo creo que puedo decir con seguridad una cosa: así no puede progresar un país.

viernes, 29 de julio de 2011

Violencia gratuita

Ayer vi una película dirigida por Claire Denis que aquí han rebautizado con el original título de “Una mujer en África”. No es de la película, ejemplo del más deleznable cinema europeo pretendidamente “independiente” e “intelectual” de la que quiero hablar, sino de lo que sus imágenes reflejan: la violencia, por decirlo en una palabra, aunque el concepto a estas alturas carezca de las connotaciones emotivas que serían necesarias. Ni siquiera acudiendo a los adjetivos -“atroz”, “repugnante”, “vomitiva”- se lograría dar cuenta de la insondable profundidad de ese infierno –pues el auténtico infierno sigue estando aquí, entre nosotros-. Violencia sádica, despiadada, sin objetivo ni beneficio, violencia gratuita en el doble sentido de carecer de motivación y de que en muchos casos sale poco menos que gratis al agresor, porque ni las sociedades no desarrolladas ni nuestras sociedades supuestamente avanzadas están preparadas para dar adecuada respuesta a quienes cometen tales tropelías. Hemos conseguido catalogar y juzgar esa violencia cuando tiene connotaciones políticas acudiendo a las etiquetas de barbarie, genocidio y crímenes contra la humanidad. Pero no sabemos cómo reaccionar ante ese otro tipo de violencia que está al margen de las ideologías y las doctrinas fundamentalistas. Lo acabamos de ver con el salvaje de Noruega cazando a adolescentes como si fueran conejos. Lo tenemos a diario en las informaciones que nos llegan de países donde la violencia se ha convertido en un deporte nauseabundo, como México o Guatemala… La mayor parte de esa violencia no se puede explicar tan sólo por las condiciones de miseria, porque ni tienes fines liberadores, ni son los más indigentes los que recurren a ella ni las barbaridades se limitan –como se ve en el caso escandinavo- a naciones en las que domine el hambre. Tampoco es una violencia de los oprimidos contra los poderosos sino a menudo lo contrario, contra los más débiles: ¡qué se lo digan a los niños mutilados y a las mujeres sistemáticamente violadas! No hablo –obvio es subrayarlo- de la agresividad del hombre como ser vivo ni del grado de violencia que parece consustancial a toda agrupación humana, sino de un escalón más hacia el abismo: el que hace al hombre el ser más cruel y despiadado de este planeta. Reconozcámoslo: tras la mueca de horror, sólo cabe tratar de olvidar. Aquí y ahora lo cierto es que no sabemos qué hacer.

jueves, 7 de julio de 2011

Dios

Dos noticias recientes me han llamado la atención. Distintas, terminan por converger en un punto que me ha resultado perturbador. La primera estaba relacionada con la reciente detención de Ratko Mladic, el genocida de Srebrenica. Un joven, testigo parcial de los horribles acontecimientos, contaba que había sobrevivido por voluntad expresa del citado Mladic. Mientras muchas otras personas a su alrededor, hombres y mujeres, ancianos y niños, eran señalados para una matanza inmisericorde, el joven en cuestión era elegido por el dedo de Mladic para vivir. ¿Por qué?, le preguntaban. Y él respondía con una lucidez apabullante: por nada, es decir, por ninguna razón. Mladic decidía quién viviría y quién moriría aleatoriamente o por su santa voluntad. Él era Dios y necesitaba que alguien lo supiese y diese testimonio de ello. La segunda noticia no sé si estaba relacionada con la muerte de Semprún y la rememoración de su oscuro papel en Buchenwald. Alguien, (no sé quién exactamente, pero debía ser otro superviviente del Lager) decía que se había negado en un campo de concentración a desempeñar tareas burocráticas, aunque tal labor le habría supuesto escapar de las penalidades cotidianas y representar casi un seguro de vida. El periodista le hacía la misma pregunta, "¿por qué?", y él contestaba: porque no quería ser Dios y decidir soberanamente sobre la vida y la muerte. Me limito a dejar constancia del asunto. Si yo tuviera el talento de Borges, creo que podría escribir un bello cuento moral.

miércoles, 22 de junio de 2011

El arte de la mesura

Me comentan algunos amigos que mi blog está muy bien o, simplemente, que les gusta, pero coinciden en que escribo muy poco. Es verdad. Y es más verdad todavía en el contexto actual: observo que, por lo general, los blogueros escriben sin parar, prácticamente todos los días, en muchas ocasiones varias veces al día. No diré que me parezca mal. Al contrario, en cierto sentido los envidio. Por lo menos, en dos aspectos: tienen un tiempo para dedicar a esto que yo no puedo o no sé encontrar y, lo que es más importante, parece que tienen algo que decir. Sí, algo que decir. Yo, en cambio, me encuentro a menudo más limitado, en el tiempo -como acabo de señalar- y en la fecundidad. Ocurren tantas cosas a nuestro alrededor y ocurren tan de prisa que apenas tengo tiempo a procesarlas. Mucho menos a formarme una opinión digna de tal nombre. Y menos aún, a aspirar que esa opinión sea realmente propia. La inflación no es sólo una categoría económica, sino moral: hay inflación de opiniones y, como pasa con la otra inflación, ello se traduce en desvalorización y empobrecimiento. Siempre recuerdo la introducción que lei hace mucho tiempo en un libro cuyo nombre no viene ahora al caso, en la que el autor argumentaba que había escrito el mencionado volumen porque "tenía algo que decir". En una época y en un mundo en el que todos pretenden hablar -con frecuencia, "hablar por hablar"- quiero remitirme a ese consejo que me parece sabio: hablar tan sólo cuando tenga algo que decir. O, por expresarlo en otros términos, practicar el arte de la prudencia, el sentido de la medida, que hoy parece tan olvidado.

miércoles, 8 de junio de 2011

No es tan fácil, no tan fácil

Hace unos meses, a comienzos de marzo, dedicaba un comentario a la aparición en Francia del opúsculo de Stéphane Hessel que llamaba a la indignación. Bajo el título de "¡Indignaos!: vale... ¿y ahora qué?" aplicaba el llamamiento a la indignación al caso español y manifestaba mis reservas acerca de la operatividad o la viabilidad concreta de ese estado de ánimo colectivo. Nunca tengo a gala adelantarme a los acontecimientos -más bien al contrario, desconfío de las predicciones, mías o ajenas-, pero en este caso puedo decir que clavé los sucesos de estas últimas semanas como si hubiera hablado con el oráculo de Delfos. Máxime si tenemos en cuenta que poco después, refiriéndome a las revueltas que aún sacuden el mundo árabe, hacía unas consideraciones de índole más general acerca del problemático triunfo de los movimientos sociales y las revoluciones en general: eso de que "el pueblo unido jamás será vencido" -argumentaba- es un camelo que no se sostiene ni en la historia ni en la experiencia política del mundo que nos rodea. La retirada de los "indignados" que se habían concentrado en Sol y en otras emblemáticas plazas españolas pone de relieve una vez más lo complicadas que son las cosas y lo difícil que es cambiar un orden determinado. Todavía hay muchos que privada o públicamente alardean de que ellos tal asunto lo solucionan en dos patadas. Serán dos coces, en todo caso, como los borricos. No, no es tan fácil. No es tan fácil cambiar las cosas, ni siquiera cuando se tiene claro qué y cómo cambiar, que no suele ser lo habitual. Mucho menos cuando sólo se tiene el "no" por actitud. ¡Claro que hay muchas cosas que no nos gustan! Pero hay que ofrecer unas alternativas viables. Y, aun antes de éstas, hay que disponer de unas canalizaciones que doten de operatividad cualquier movimiento. Hace mucho que sabemos, y ahora lo deberíamos recordar, que los sueños... sueños son.

sábado, 21 de mayo de 2011

Para recoger hay primero que sembrar

Con ocasión de las concentraciones juveniles en Sol y en las plazas de otras ciudades españolas, he leído algunos comentarios manifestando la extrañeza y hasta la injusticia de que los “indignados” por el estado actual de cosas en nuestro país metan al PP y al PSOE en el mismo saco, en vez de responsabilizar en exclusiva a este último de los cinco millones de parados y el descrédito de las instituciones. Más aún, exclaman con extrañeza: ¡no esperan nada de la alternancia! ¡Qué descubrimiento! ¡Pues claro que nada esperan, porque para ellos, sea el PP corresponsable o no de la situación, el partido de Rajoy no supone ninguna alternativa! Es, dicen, más de lo mismo, el mismo pasteleo. Me apresuro a señalar que no creo totalmente justo el dictamen pero lo cierto es que, justo o injusto, es lo que piensan miles de personas. Y justo o no, lo cierto es que el PP se lo ha ganado a pulso: con su torpeza, su mezquindad, su cerrazón y su sectarismo, defectos todos ellos que hacen de la derecha la imagen especular del PSOE. Con una diferencia: éstos serán lo que sean -y casi nada bueno- pero nadie les puede discutir su maestría en la agitprop y, sobre todo, su capacidad para impregnar con sus ideas a una importante base social y cultural. El PP ha renunciado a ello. Asume su inferioridad en este terreno con una naturalidad pasmosa. Tanto, que interioriza que sólo puede llegar al poder de tapadillo. Por renunciar, ya hasta renuncia a proponer sus ideas. Tiene tanto miedo a dar miedo que prefiere callar. Si al final accede al gobierno será porque su rival lo ha hecho tan mal que la gente piensa que ya no es posible hacerlo peor. Pero llegará sin despertar ilusión alguna. Y eso no es una alternativa.

martes, 10 de mayo de 2011

¿Tan difícil es encontrar un justo medio?

Como en las películas, a lo bestia y a tiro limpio: van las fuerzas militares de elite de los Estados Unidos, invaden un país soberano, entran a bombazo en el edificio sospechoso, matan a todo bicho viviente y, muy probablemente, “ejecutan”, es decir, asesinan a sangre fría sin más miramientos, al tipo que buscaban. Como este tipo es el malo, y además el más malo de todos los malos, ya está dicho todo. Como en las películas, pero esta vez las de juicios: en España, unos jueces progresistas y bienpensantes, la elite del poder judicial de un Estado de Derecho, consideran que hasta los colaboradores de los terroristas tienen derecho a presentarse a las elecciones. Siguen así la senda de otros jueces que han ido soltando a lo largo de estos años a terroristas confesos, culpables de decenas de crímenes en algunos casos, después de pasar algunos años en prisión. En más de una ocasión, no llegan a cumplir ni un año de reclusión por asesinato. Sale barato matar en España. Antes, las autoridades políticas ya han marcado el camino dejando sueltos a varios criminales de la misma calaña y a sus cómplices, colaboradores o justificadores de múltiples atentados. Debe ser el modo de entender aquí la reconciliación entre víctimas y verdugos: que unos y otros estén en la calle a ver si terminan besándose. Dos maneras de afrontar el desafío de unos fanáticos a una sociedad democrática y a un sistema de convivencia basado en la libertad y la tolerancia: ¿tan difícil es hallar un justo medio?

martes, 12 de abril de 2011

Nostalgia de otra vida

Como en casi toda película que merece la pena, en Mademoiselle Chambon, anodino título para una obra rebosante de sensibilidad, hay múltiples matices o, como podría decirse más pedantemente, múltiples lecturas posibles. No voy a hacer nada que se parezca a una crítica de la película que ha dirigido Stéphane Brizé, ni detenerme en bosquejar esas diversas facetas, que saltarán a la vista de cualquiera que contemple la cinta con una mínima receptividad. Quiero tan sólo resaltar un aspecto que, siendo importante, no tiene por qué ser objetivamente esencial en la construcción de la historia, pero que a mí me parece atractivo objeto de reflexión: un albañil, casado, con una familia cohesionada y una vida estable (podría decirse que moderadamente feliz), se encuentra de pronto sin quererlo ni buscarlo atraído por la maestra de su hijo, una mujer de superior cultura y modales más refinados. La música clásica -en concreto, las piezas para violín que ella ejecuta con pudor de simple aficionada- constituye el ámbito etéreo de una confluencia tan sugestiva como a la postre inviable. El hombre encuentra de ese modo que está viviendo una determinada existencia, pero que otras vidas (¿mejores, peores?) fueron (¡y son!) también posibles. En cualquiera de las opciones, la renuncia es inevitable: existir es siempre elegir y con ello renunciar a otras vidas posibles. Y así, al tiempo que se vive, se deja uno ganar también por la melancolía que genera la conciencia de todo lo que no se vive, todo lo que uno está perdiendo: nostalgia de otra vida. Otras vidas posibles -imaginadas- y sólo una vida realmente vivida.

viernes, 1 de abril de 2011

Pintar el silencio

La exposición que el Museo del Prado dedica a Chardin (1699-1779) nos induce a plantearnos una vez más las grandes cuestiones que suscita siempre la pintura realizada con genio y autenticidad. Uno estaría tentado a decir que en esos lienzos se dibuja el instante como tiempo irrealmente detenido si enseguida no cayera en la cuenta de que eso mismo sería aplicable a una inmensidad de ejecuciones pictóricas, obras maestras o no, porque lo esencial de casi todo cuadro -su misterio, en buena parte- procede de esa sensación de irrealidad que proporciona el tiempo misteriosamente suspendido. Lo que pasa es que en el caso de Chardin descubrimos un tiempo en reposo, casi podría decirse un tiempo en silencio, porque, al contrario de lo que sucede habitualmente, aquí el pintor no detiene nada porque lo que pinta ya está detenido, ingrávido, congelado... No me refiero a sus famosas naturalezas muertas -que no todas me gustan, y que no son mejores que muchos bodegones de nuestro Siglo de Oro- sino que aludo a esos cuadros que retratan escenas domésticas e interiores -La bendición, por ejemplo- que tanto recuerdan a la mejor pintura holandesa del XVII; aludo también a esas telas que muestran a niños absortos en sus juegos; o esa asombrosa Dama tomando el te, con la mirada perdida en el humo que sale de la taza, y que tanto recuerda a determinados lienzos de Veermer, como La encajera. ¿Cómo traducirlo a palabras? La expresión que se me ocurre es sencillamente que en esas tablas podemos observar con arrobo cómo se materializa el silencio.

miércoles, 23 de marzo de 2011

El pueblo unido (?) será vencido

¿Por qué unas revoluciones triunfan y otras no? Para el politólogo, para el historiador, para el simple espectador curioso, lo que está ocurriendo en los países árabes constituye un escenario fascinante para analizar movimientos sociales, para plantearse preguntas, para derribar tópicos. Primero fue Túnez y el conflicto se "resolvió" en las coordenadas que el pensamiento de izquierdas ha idealizado: la protesta popular acaba con la dictadura. Luego fue Egipto: costó más, pero el proceso parecía calcado y el desenlace, el mismo: el dictador salió de estampida. Dejando aparte otros países árabes que nos resultan más lejanos (de Yemen a Catar), luego parecía que le tocaba el turno a Libia. Aquí se vio desde el principio que las cosas iban a ser más difíciles pero el avance de los rebeldes sobre Trípoli dibujaba un escenario básicamente idéntico a los anteriores. Pero hete aquí que, de pronto, se rompió la simetría, el sátrapa resistió y sus fuerzas armadas fueron acorralando a los opositores hasta el punto de que, de no ser por la irrupción del Séptimo de Caballería en el último momento, a estas alturas la revuelta estaría sofocada. En cualquier caso, la presencia occidental ha solucionado un problema a costa de crear otros mucho mayores que nos pasarán factura pronto. No obstante, la cuestión ahora no es ésa, sino la caída del mito del pueblo sublevado que derriba tiranías. Nos formamos ideológicamente en la convicción de que "el pueblo unido jamás será vencido". Es absolutamente falso. El pueblo unido no puede nada contra la fuerza de las armas, aunque sean las armas de unos pocos. Las revoluciones no triunfan de forma idílica. El "The End" de la realidad no es el triunfo de los buenos. En el supuesto de que el "pueblo" y los "revolucionarios" fueran los "buenos", que también eso es mentira.

miércoles, 9 de marzo de 2011

"¡Indignaos!": vale... ¿y ahora qué?

"Indignez vous!" es el título de un opúsculo de un veterano (93 años) de la Resistencia francesa, Stéphane Hessel, que ha tenido una gran repercusión en el país vecino. Se trata de un panfleto en el sentido literal del término, es decir, un brevísimo (algo más de treinta páginas) texto de combate que anima a todos, pero especialmente a los jóvenes, a protestar contra el -se sobreentiende que injusto- orden establecido. Aquí ya han sido varios los que han recogido el llamamiento e incitado a aplicarlo al caso español, que falta hace en verdad. Así, un artículo de ayer en "El mundo" de Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes se titulaba "Corrupción: indignaos!" La corrupción y otras muchas cosas en nuestro país debían llevar en efecto a la más profunda indignación ciudadana, pero me consta que no es indignación lo que falta. Basta hablar con cualquier persona de nuestro entorno para comprobar que de indignación estamos bien servidos. Pero... ¿para qué sirve la indignación si esa energía no se canaliza en sentido constructivo? Cualquiera puede contestar. Yo mismo lo digo: para un cabreo sordo pero a la postre inútil. En España faltan canales de participación ciudadana, mecanismos democráticos de base, asociaciones verdaderamente representativas y que puedan hacer oír su voz... ¿A quiénes podemos recurrir? ¿A los partidos políticos, a los sindicatos, por ejemplo? El español corriente desconfía profundamente de ellos y con razón, porque son organismos cerrados que sirven a los intereses de unos cuantos. Partidos y sindicatos tendrían que estar precisamente entre los primeros objetivos de la indignación. Esto es lo que nos provoca a su vez más indignación. Así que estamos indignados, más que indignados. Vale... ¿y ahora qué?

jueves, 3 de febrero de 2011

Cantar victoria antes de tiempo

No soy muy partidario de la teoría de las generaciones, ya sea en su formulación orteguiana o en una acepción más laxa, pero he de reconocer que en algunos casos concretos sirve como basamento a determinadas hipótesis. Así, tendría por ejemplo que tomar como punto de partida para lo que ahora quiero decir mi pertenencia a un sector social que nació en la segunda parte del franquismo y que vivió su juventud o su primera madurez en el tránsito a la democracia. Como resultado de esta experiencia histórica pasamos de soportar un régimen represivo a disfrutar la democracia sin adjetivos, del mismo modo que vivimos y gozamos de un bienestar social y un progreso en todos los órdenes que era absolutamente impensable desde la perspectiva de nuestra niñez y adolescencia. No resultaba extraño por ello que se proclamara a los cuatro vientos el fin de la excepcionalidad hispana: por fortuna España no era diferente. Tanto se entusiasmaron algunos (más bien muchos) que dieron arriegados pasos por ese sendero: ya no sólo se trataba de negar el atraso español sino, muy al contrario, ufanarnos ante los demás europeos, para que tomaran ejemplo, de lo moderno, dinámico y creativo que era el ejemplar de estas tierras. Algunos dijimos entonces que, con la manía pendular que nos ha caracterizado en tantas épocas históricas, estábamos pasando de juanito a juanón, y que no se trataba de eso. Ahora, con la crisis, parece que se están abriendo muchos ojos, con el asombro que da la ceguera y la ignorancia. Como en los años cincuenta y sesenta, a la juventud española se le abre un horizonte de emigración, para conseguir fuera de nuestras fronteras lo que el país parece incapaz de ofrecer. Incluyendo en este punto lo más elemental: un trabajo, o sea, una manera digna de ganarse la vida. Volvemos a irnos a Alemania, Pepe.

domingo, 16 de enero de 2011

Cultura hispánica

Acabo de ver la exposición "Pintura de los reinos. Identidades compartidas en el mundo hispánico" en el Palacio Real de Madrid. Trata de las influencias e interrelaciones entre España y la América española en el campo pictórico entre los siglos XVI y XVII. Viene a ser una especie de mapa del arte y la cultura hispánica en ese período. Vaya por delante que no soy un experto, ni en historia del arte en general ni en la temática de esta exposición en particular. Hablo, pues, sólo a escala de simple aficionado, curioso o persona con un cierto nivel cultural. Lo que quiero decir tampoco pertenece al orden estético: no quiero entrar en el valor artístico de las pinturas exhibidas, que me parece paupérrimo (pero, como digo, no es ésa la cuestión). Lo que motiva esta nota y lo que me parece más digno de enfatizar de la exhibición de marras es, no por sobradamente sabido, menos impresionante: la abrumadora, obsesiva, asfixiante presencia de la religión en la conformación de la visión española del mundo durante un período de tiempo que abarca todo el despegue de la modernidad. Mientras los países más avanzados de Europa intentaban abrirse a la ciencia, a la libre especulación filosófica, a la experimentación en todos los órdenes, a la innovación técnica, etc., etc., España y el mundo hispánico seguían anclados en los presupuestos más rígidamente contrarreformistas (entiéndase el término con todo su lastre y con todas sus connotaciones inmovilistas). La divergencia no hizo más que agravarse y exacerbarse en los siglos posteriores: de esas raíces vendrían luego las tan traídas y llevadas "diferencias" españolas. ¿Estamos hablando sólo de cosas del pasado?