miércoles, 10 de septiembre de 2014

Cuando la muerte no es el final


Publicado en Claves de Razón Práctica, nº 234, Mayo/Junio 2014, pp. 90-95.
http://www.elboomeran.com/upload/ficheros/noticias/090095_florencio6x.pdf

“Cuando la pena nos alcanza / por un hermano perdido, / cuando el adiós dolorido / busca en la Fe su esperanza”. Así comienza el himno “La muerte no es el final”. Aunque ustedes crean que no, lo han tenido necesariamente que oír, de modo completo o más probablemente fragmentario en muchas ocasiones, en los telediarios o en los reportajes que han dado cuenta de los funerales y actos de homenaje a las víctimas del terrorismo o a los caídos en actos de servicio (básicamente militares, aunque también civiles). De unos años a esta parte la música y la letra del himno en cuestión se han convertido en elementos característicos e insustituibles de los actos fúnebres de nuestras Fuerzas Armadas.
En contraposición a lo que suele pensarse, la composición no tiene una larga raigambre, sino que procede de la década de los ochenta del siglo pasado -unos treinta años, por tanto-, cuando el teniente general Sáenz de Tejada encargó al compositor Tomás Asiaín la adaptación musical de unos versos escritos por el sacerdote vasco Cesáreo Gabaráin. No es extraño por ello que enseguida aparezca la dimensión trascendente. En efecto, el espíritu religioso en forma de fe en otra vida superior se hace explícito de inmediato y se repite como ansiosamente en la segunda estrofa: “En Tu palabra confiamos / con la certeza que Tú / ya le has devuelto a la vida, / ya le has llevado a la luz. / Ya le has devuelto a la vida, / ya le has llevado a la luz”.
La lectura fría y en privado de esas estrofas apenas dirá nada a quien desconozca el contexto del que estamos hablando. Al fin y al cabo, técnica o literariamente hablando, no es más que una mediocre composición, equiparable a otras muchas de parecido corte y similares propósitos. El que haya participado sin embargo en uno de esos actos fúnebres tendrá forzosamente que reconocer la carga turbadora que contiene el mencionado himno cuando suena en una situación fuertemente emotiva y se canta a voz en grito en un ambiente estremecido por la muerte violenta de alguien próximo o querido, generalmente en la flor de la edad. No hace falta compartir principios políticos ni trascendentes, solo dejar que funcione la empatía.
Aunque, ciertamente, es más fácil si se comparten los antedichos principios, porque la conjunción del espíritu religioso con el patriótico deja la puerta abierta a un doble significado: por un lado, la obvia esperanza en el más allá, esa “otra vida” que reduce o convierte a esta, la terrenal, en un breve paréntesis y transforma a la muerte en un simple tránsito; por otra parte, complementariamente, la satisfacción de que, de ese modo, el sacrificio no ha sido en vano. En definitiva, la vida futura ilumina a esta y le da sentido cuando ya se han perdido todos los demás sentidos.
A riesgo de parecer un poco cínicos en asuntos que tocan las fibras más sensibles del ser humano, habría que añadir que tanta búsqueda de sentido no es una necesidad del finado sino de los vivos, que son los que en puridad precisan ser consolados y confortados. No hace falta compartir la aludida fe en la otra vida para constatar que, por vericuetos más o menos intrincados, la muerte, en efecto, no es a menudo el final, ni para los vivos -dispuestos en muchos casos a sacar réditos al difunto- ni para el propio cadáver que, lejos de “descansar en paz”, es desenterrado, traído y llevado en función de las contingencias o avatares más variopintos.
Los historiadores, antropólogos y otros científicos sociales han acuñado la rúbrica de “políticas de la muerte” para referirse a esa variada panoplia de rituales fúnebres, ceremonias religioso-políticas, establecimiento de muertes ejemplares, entierros multitudinarios, exhumación de fosas, traslados de restos, veneración de reliquias, lápidas conmemorativas y tantas otras muestras y formas de cultivar más o menos artificiosamente el recuerdo de los muertos o, aun peor, instrumentar la muerte en función de las necesidades de los vivos.
Late en el fondo de tan diversas manifestaciones necrófilas una voluntad política encaminada a obtener un reconocimiento, afianzar una identidad, lanzar un desafío, extender una influencia o legitimarse como poder, por citar -sin agotarlos- algunos de los vectores posibles en estas “políticas de la muerte”. Conviene en todo caso dejar claro para ahuyentar suspicacias que, cuando hablamos aquí del deceso, no nos referimos a la dimensión individual -el mero hecho biológico-, ni a las opciones personales o privadas, sino a las coordenadas sociales, políticas y culturales que se manifiestan en un conjunto de símbolos, en unos escenarios adaptados al efecto (iglesias, panteones, cementerios), en unos recorridos específicos (cortejos, peregrinaciones) y en una liturgia cargada de mensajes para la colectividad.
Puede afirmarse así que en algunos casos la muerte se convierte en un suceso más importante que la vida, siempre que se tenga en cuenta que nos referimos en uno y otro caso a sus “representaciones culturales”, es decir, a grandes construcciones ideológicas que sirven a las sociedades para enfrentarse a la muerte. En términos que han hecho fortuna hoy en día podría pues hablarse de una “construcción social de la muerte” que, más allá de la usual dimensión religiosa, presenta sorprendentes beneficios para determinados sectores sociales, aquellos que saben apropiarse del legado del muerto para fines inequívocamente mundanos.
La muerte puede ser también un factor que aglutine a la colectividad en una vertiente todavía más inquietante: ahora ya no es el muerto propiamente dicho el protagonista, quien concita los honores o nos deja su ejemplo, sino la muerte como objetivo, la muerte del distinto, del "extraño", como elemento que cohesiona a una sociedad y constituye su voluntad de futuro. Hay comunidades -en el pasado y ahora mismo- que recurren a la eliminación física del otro -al que previamente se ha estigmatizado-, por ser un cuerpo extraño a la comunidad ansiada. El extranjero -no necesariamente de nacionalidad- es culpable y, por tanto, ha de ser aniquilado sin contemplaciones para que la sociedad recupere su edén perdido o alcance la tierra prometida.
Los nacionalismos exacerbados y redentoristas, con su énfasis en la comunidad perfecta, prístina y homogénea, con su retórica victimista del paraíso perdido, han sido siempre un perfecto caldo de cultivo para tales actitudes de xenofobia. Las versiones más extremas, desde los nazis a los particularismos balcánicos, han enfangado de sangre todo el continente europeo a lo largo del siglo XX: el antisemitismo, los genocidios, la deportación forzosa de minorías, el holocausto o la limpieza étnica no son más que diversas manifestaciones (y grados) de esa práctica de conseguir la cohesión grupal mediante el expeditivo método de eliminar a todos los demás.
La intransigencia y el fanatismo convierten en sagrada la causa propia: de ahí que se sacralice la política o que esta se amalgame con la religión en un todo indisociable. La figura del terrorismo suicida que ha surgido en el seno del fundamentalismo islámico es una buena muestra de ello. En este caso se trata tanto de matar como de morir, dado que la muerte individual constituye el tributo a una causa que, siendo religiosa y política al mismo tiempo, hace del asesino un liberador de su pueblo y un mártir de la fe. En todos los casos el denominador común es que la muerte resulta ser más un punto de partida que un final de trayecto.
En Tus amigos no te olvidan, un peculiar libro de Luis Carandell sobre la muerte y los muertos, se deslizan unas consideraciones muy agudas sobre las manías necrófilas de los españoles. La frase ritual de “Descanse en paz” que se pronuncia sistemáticamente en todos los entierros, dice Carandell, no deja de ser una piadosa intención, cuando no lisa y llanamente una solemne mentira. Aquí, en España, no se tiene la menor intención de dejar en paz a los muertos en sus tumbas, sobre todo cuando los finados son relevantes o se puede extraer alguna rentabilidad de la exhumación. A veces no basta con ello y los pobres restos mortales son llevados de un lado para otro en función de los intereses de los vivos, intereses por lo común dignos de mejores causas. “España es uno de los países del mundo donde menos se deja en paz a los muertos y donde se les dan más paseos”, sentencia Carandell.
Es nuevamente en la esfera política y el ámbito público en general donde resulta más acusada la propensión macabra a sacarle partido a los muertos. En un país como este, sigue diciendo nuestro autor, de tan clara “vocación funeraria”, los muertos juegan un papel trascendental en política. Los españoles convierten a los muertos en objetos arrojadizos, hasta el punto, dice Carandell con tanta gracia como exageración, “lo más útil que el español hace en su vida por sus semejantes es morirse”. La historia está llena de casos que pueden resultar ejemplares en este sentido. “La imagen del Cid Campeador, a quien los suyos atan sobre el caballo después de muerto para que les conduzca a la victoria sigue estando, entre nosotros, a la orden del día”.
Sin irnos tan lejos en el tiempo, es verdad que la historia española –la historia reciente- nos ofrece múltiples ejemplos de grandes manifestaciones en torno a un féretro: Castelar, Blasco Ibáñez, Durruti, Tierno Galván… La pasión necrófila fue una constante en el franquismo, que mitificó el martirio de José Antonio, el “caído por antomasia”, trasladó solemnemente sus restos por dos veces (1939 y 1959), llenó el país de cruces y placas conmemorativas de sus muertos y construyó en fin esa basílica megalómana en Cuelgamuros (el Valle de los Caídos).
Por citar un caso aún más reciente, la memoria histórica ha sido entendida restrictivamente por algunos sectores como exhumación de fosas (siempre “de los nuestros”) con fines partidistas. Con todo, no estamos de acuerdo con Carandell, porque la utilización política de los muertos es un fenómeno generalizado que se pierde en la sima de la historia y que afecta a todas las sociedades y regímenes políticos. Miren lo que ha pasado con el último muerto ilustre: Mandela, elevado a los laicos altares con no pocas dosis de oportunismo por parte de unos y otros.
En fin, ya que se habla tanto y tan a menudo de la pulsión hispana de excavar fosas y tirarse los muertos a la cabeza -del rival o antagonista-, resulta adecuado constatar -y con ello, si cabe, consolarnos- que esta manía de abrir tumbas, trasladar cadáveres, extraer reliquias y traficar con los restos es un síndrome casi universal. En contra del piadoso deseo de “descanso eterno”, los vivos siguen empeñados en no dejar, con unas u otras excusas, a los muertos en paz. Ni siquiera desde un enfoque laico, la muerte es el final. Quod erat demonstrandum.

*Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Autor, junto con Elena Núñez González, de ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014). Este artículo aborda muy resumidamente uno de los temas tratados en dicha obra.

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